Historia de la Iglesia
La vida cotidiana de la primera generación de Santos de los Últimos Días


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“La vida cotidiana de la primera generación de Santos de los Últimos Días”

La vida cotidiana de la primera generación de Santos de los Últimos Días

Poco después de la muerte de su padre, Nancy Alexander, de cuatro años de edad y futura Santa de los Últimos Días, vio cómo su madre Betsy se fue a la quiebra y mandó a sus hijos a vivir con otros parientes. Nancy recibió formación académica de sus abuelos, leía la Biblia en las reuniones familiares y aprendió a hilar y coser. Cuando Nancy cumplió 15 años, su madre regresó por una temporada e, incapaz de soportar la idea de estar separada de ella otra vez, Nancy la siguió para irse a vivir con otros parientes. Poco después Nancy se casó con un primo suyo, Moses Tracy, y el matrimonio “se estableció definitivamente”1.

La niñez de Nancy no le hubiera parecido inusual a ninguno de sus contemporáneos. En esa época muchas familias experimentaban la muerte prematura de un familiar o largos períodos de separación. La mayoría de los hogares estadounidenses enseñaban a sus hijas a hilar y coser, y los jóvenes se cortejaban y casaban entre el final de la adolescencia y el comienzo de sus veintes.

Estas y otras características de la vida cotidiana en los Estados Unidos en aquella época no suelen recibir atención directa en los registros históricos; y siguen siendo desconocidas y lejanas para los lectores actuales. Pero los acontecimientos diarios y las costumbres del momento dieron forma al mundo en que los Santos vivían y tomaban sus decisiones. Los aspectos de la vida cotidiana que más han cambiado desde principios del siglo XIX incluyen la economía familiar, la salud personal, el ocio, el transporte y las comunicaciones.

La economía familiar

La economía familiar estructuraba el día típico de la primera generación de Santos de los Últimos Días. Debido a que los medios de la producción de la mayoría de los artículos de primera necesidad estaban ligados al hogar, las personas confiaban en los miembros de la familia para su supervivencia. Más del 90 por ciento de los estadounidenses de la época de José Smith vivía en granjas y en zonas rurales, y aun las ciudades más grandes eran pequeñas en comparación con las actuales: solo Nueva York, Filadelfia, Baltimore y Boston tenían poblaciones de más de 50 000 habitantes en 1830. Por lo general, las familias rurales repartían el trabajo entre sus miembros, con los padres asumiendo las tareas de proveer alimentos y hacer labores de mantenimiento hasta que los hijos podían participar gradualmente.

La agricultura requería horarios diarios y de temporada. Al amanecer, las mujeres de la familia solían comenzar con tareas domésticas como cuidar del huerto, preparar productos como mantequilla y queso, hilar telas, arreglar y lavar la ropa, o cocinar. Los hombres de la familia salían para trabajar con el ganado o hacer tareas de carpintería, tonelería, curtido de pieles y trabajos ocasionales. Al atardecer, la mayoría de las familias se recogían en sus hogares para conversar o leer la Biblia. Los padres, las hijas y los hijos solían dormir en camas separadas hechas de paja o plumas.

Las demandas de la economía familiar conducían a los adolescentes mayores y a los jóvenes adultos a buscar un compañero capaz como cónyuge. A medida que la clase media se expandía en el siglo XIX, los matrimonios pudieron permitirse más autonomía para escoger con quién se casaban y cuándo lo hacían. El romance y la felicidad de la pareja reemplazaron cada vez más la estabilidad del clan familiar como la razón principal para casarse. Aunque era posible que los matrimonios salieran adelante con pocos hijos o con ninguno, era extremadamente difícil para una persona soltera mantener un estilo de vida agrícola.

Los padres esperaban que los hijos contribuyeran a la familia desde la mitad de la niñez. Para las generaciones anteriores, la crianza de los hijos consistía en quitar las travesuras inherentes a los pequeños mediante una férrea supervisión y hasta el castigo físico. Esta perspectiva comenzó a cambiar a principios del siglo XIX, y la niñez se convirtió en un tiempo para desarrollar el carácter. El juego no solo ayudaba a pasar el tiempo a los niños que eran demasiado pequeños para las tareas de la casa, sino que también los preparaba para los papeles culturalmente aceptables que iban a asumir de adultos. A menudo las jovencitas se interesaban en las muñecas, y los niños participaban en juegos al aire libre que requerían fuerza física. Cuando llegaban a la edad adulta, el apego familiar se transfería cuando se casaban y contemplaban la idea de tener una granja o abrir un negocio.

En promedio, las esposas recién casadas concebían en los primeros 18 meses de matrimonio. El embarazo y el parto unían a las mujeres —particularmente a las parteras, las parientas y vecinas— para ayudar a la madre. A veces las parteras locales administran calmantes naturales u hongos especiales para intensificar las contracciones durante el parto, y tomaban las riendas de todo el proceso. La madre y el bebé enfrentaban graves riesgos; algunas cifras indican que el cuatro por ciento de las mujeres moría en el parto, y que uno de cada cinco bebés no sobrevivía el primer año. Era habitual que los padres aguardaran hasta varios meses para darle nombre a sus hijos2.

La salud personal

Al igual que otros estadounidenses de la frontera, a los primeros Santos de los Últimos Días les obsesionaba el tema de la salud. La mayoría de los remedios médicos resultaban poco fiables y con frecuencia las enfermedades afligían a las comunidades. La comida echada a perder, el agua contaminada y la falta general de saneamiento provocaban brotes de enfermedades intestinales, las más frecuentes entre las poblaciones rurales. La higiene personal consistía en el lavado de las manos y la cara con agua y en quitarse la suciedad del resto del cuerpo frotándose con paños o toallas. El jabón servía para limpiar la casa y lavar la ropa, pero no para el tratamiento de la piel, debido a su espereza.

El olor a estiércol, fosas sépticas, sudor y abono impregnaba los pueblos y las ciudades por igual, pues pocas personas se lavaban todo el cuerpo con regularidad, y eliminar los residuos seguía habiendo un problema constante. Los granjeros solían enterrar la basura, mientras que la gente de ciudad la abandonaba en las calles para que se la comieran los puercos que deambulaban por ellas. La combinación de una pésima higiene pública con la dificultad de eliminar los residuos fomentaba la transmisión de enfermedades. Se necesitaría otro siglo antes de que los descubrimientos sobre la función de las bacterias en la enfermedad derivaran en una mejora generalizada del saneamiento.

Las enfermedades respiratorias también aumentaban con rapidez. Muchos estadounidenses del siglo XIX refrendaban la teoría de que el cuerpo albergaba cuatro humores que causaban enfermedades cuando no estaban en equilibrio. Esta idea era tan común que la mayoría de los tratamientos para la fiebre de principios del siglo XIX incluían los sangrados, una práctica que consistía en quitarle sangre a la persona enferma con el fin de restaurar el equilibrio de los humores corporales. Los médicos y otros profesionales de la medicina de la época a menudo agravaban el estado de sus pacientes sin saberlo.

Durante los meses de verano, los mosquitos transmitían enfermedades como la malaria y la fiebre amarilla. Los seres humanos contraían la gripe y la tuberculosis al entrar en contacto con la sangre y los agentes microscópicos que se adhieren al polvo. Las ciudades eran paraísos para las epidemias; casi una cuarta parte de las muertes en la ciudad de Nueva York ocurridas en 1804 se debieron a la tuberculosis. La vacunación ofrecía una defensa contra la viruela, pero muchos temían que dicha práctica garantizaba la infección misma y tal vez la muerte, y los médicos lucharon durante décadas para tratar a los pacientes que desconfiaban de la medicina experimental. La mayoría prefería tomarse un remedio casero o la receta de un vecino antes que desinfectar los utensilios de cocina, bañarse con frecuencia o someterse a una revisión médica.

El ocio

Los rigores del ciclo diario hacían del trabajo la prioridad principal, aunque las familias tenían algún tiempo para descansar. Únicamente los ricos y los más pequeños disfrutaban de largos períodos de ociosidad. Para el resto, las inquietudes religiosas acerca de lo inherentemente pecaminoso del tiempo libre intensificaban el compromiso general con la frugalidad y la laboriosidad. Con frecuencia el esparcimiento adoptaba la forma de diversión en un entorno de trabajo, como cazar, tener un pícnic durante la hora del almuerzo o preparar juegos o deportes basados en el trabajo manual.

La mayoría de las familias agrícolas trabajaban seis días a la semana, descansaban el domingo para adorar y relajarse, o socializaban en reuniones formales o en tabernas locales. Las comunidades rurales organizaban actividades comunales para construir casas, limpiar terrenos o cosechar cultivos. A menudo eran ocasiones para disfrutar de la música, la danza y la narración de cuentos. Los feligreses estaban acostumbrados a reuniones más largas repletas de sermones emocionantes. Los oradores variaban conscientemente la inflexión de la voz y gesticulaban de manera dramática, más como un actor que como un predicador reverente o un disertador. Las reuniones públicas, incluso los servicios religiosos, podían durar horas; eran una forma de entretenimiento en sí mismos.

El transporte

La mayoría de la primera generación de Santos de los Últimos Días, al igual que otros estadounidenses de la época, se desplazaba a pie, a caballo, en diligencia o en barco. Los misioneros hacían viajes más largos y llegaban a otros continentes en barco, pero los desplazamientos diarios se hacían a pie y a veces a caballo. Los caminos de Norteamérica permitían el paso de diligencias y carretas, mientras que los senderos que discurrían por los bosques y por terrenos escabrosos podían desaparecer por la noche con un cambio del tiempo. Los estadounidenses de la frontera aborrecían viajar en la primavera, pues la nieve derretida dejaba los caminos llenos de lodo. Los ríos, sobre todo el Misuri y el Potomac, con sus cascadas impredecibles y corrientes sinuosas, ponían en peligro la vida de todos excepto la de los remeros más expertos. Los viajeros, sobre todo durante la estación cálida, a veces se beneficiaban del uso de los barcos de los canales que discurrían por vías navegables construidas por el hombre, como el canal Eerie.

La forma más común de recorrer largas distancias siguió siendo la diligencia. Los conductores de diligencias recorrían todo el país colonizado a un precio que la mayoría de los primeros Santos de los Últimos Días podían permitirse sólo un par de veces en la vida. La diligencia realizaba el viaje en etapas, de una parada de descanso a otra, por lo general una casa de huéspedes o una taberna. Los viajeros disfrutaban del paisaje cambiante y de los entretenimientos nocturnos, pero los viajes eran extenuantes en comparación con el transporte moderno. Con frecuencia, los pasajeros tenían que ayudar a los conductores a sacar una rueda del lodo y en ocasiones los caballos se espantaban y galopaban descontrolados, obligando al conductor a recobrar el control o ayudar a los pasajeros a abandonar la carreta. Un trayecto de Boston a Palmyra, Nueva York, una distancia de unos 645 kilómetros, tardaba unas dos semanas en completarse3.

Las comunicaciones

Los medios de transporte limitaban las comunicaciones a lo que los mensajeros podían entregar por barco o diligencia. El sistema postal estadounidense dependía de carromatos de correo y de “caminos postales” para mandar cartas. Prácticamente todas las oficinas de correos quedaron confinadas en el noreste hacia el año 1800, pero los caminos postales se ampliaron durante las dos décadas siguientes, haciendo que el correo fuera algo habitual para las comunidades fronterizas a partir de la década de 1820. Los primeros Santos de los Últimos Días solían comunicarse frecuentemente por carta, incluso después de que el uso del telégrafo se extendiera a mediados del siglo XIX.

La comunicación de masas también confiaba en los medios escritos. Los lectores acudían a los periódicos, las revistas, los folletos y los libros en busca de noticias y correspondencia. Los índices de alfabetización en los Estados Unidos llegaron a ser moderadamente altos en este período, y la mayoría de los estadounidenses participaban en la política y en debates públicos a través de los medios de comunicación impresos.

La concienciación sobre el estado de la tecnología médica y de la comunicación, así como las exigencias de la vida rural, sirve para que comprendamos mejor los métodos misionales de los primeros Santos, sus prácticas para la edificación de comunidades y el contexto de las revelaciones de José Smith. Si bien a menudo no se mencionan, estos hechos de la vida cotidiana influyeron enormemente en el crecimiento inicial de la Iglesia y los esfuerzos de los Santos por congregarse y edificar Sion.

Notas

  1. Eleanor C. Jensen y Rachael G. Christensen, “‘Our Lamps Trimmed and Burning’: Nancy Naomi Alexander Tracy (1816–1902)”, en Richard E. Turley Jr. y Brittany A. Chapman, editores, Women of Faith in the Latter Days: Volume One, 1775–1820, Salt Lake City: Deseret Book, 2011, págs. 439–440.

  2. J. D. B. De Bow, Mortality Statistics of the Seventh Census of the United States, 1850, documento ejecutivo nro. 98, en Executive Documents Printed by Order of the House of Representatives, During the Second Session of the Thirty-Third Congress, 1854–’55, Washington, D.C.: A. O. P. Nicholson, 1855. La tasa de mortalidad infantil en los Estados Unidos en 1850 fue casi el doble que la tasa más elevada de todo el mundo en 2015: Afganistán, cerca del 11 por ciento (“Infant Mortality Rate”, Agencia Central de la inteligencia, The World Factbook, cia.gov/library/publications/the-world-factbook/fields/2091.html). Para las tasas de mortalidad materna de la época, véase Irvine Loudon, Death in Childbirth: An International Study of Maternal Care and Maternal Mortality, 1800–1950, Oxford: Clarendon Press of Oxford University Press, 1993.

  3. Diario de Orson Hyde, 10–22 de diciembre de 1832, en Journal, 1832 February–December, págs. 86–87, Biblioteca de Historia de la Iglesia, Salt Lake City.