Historia de la Iglesia
35 Un día de tribulaciones


“Un día de tribulaciones”, capítulo 35 de Santos: La historia de la Iglesia de Jesucristo en los últimos días, tomo II, Ninguna mano impía, 1846–1893, 2020

Capítulo 35: “Un día de tribulaciones”

Capítulo 35

Un día de tribulaciones

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Hombre portando una placa de alguacil de los Estados Unidos

Cuando George Q. Cannon y sus captores llegaron a Salt Lake City el 17 de febrero de 1886, les aguardaba una gran multitud en la plataforma del tren. El alguacil Ireland escoltó a George al bajar del tren y lo condujo a una oficina en la ciudad, donde otra multitud se había reunido para mostrar compasión por el prisionero golpeado y magullado. Una vez adentro, el alguacil le dio a George un colchón y lo dejó descansar mientras esperaba a que llegaran su abogado y otros visitantes1.

El juicio de George estaba fijado para el 17 de marzo y un juez lo liberó tras el pago de una fianza de 45 000 dólares. Entretanto, un gran jurado comenzó a interrogar a las esposas e hijos de George para juntar evidencias de que él había incumplido la ley Edmunds.

“Esos hombres están muertos a toda sensibilidad humana”, declaró George cuando se enteró de sus interrogatorios irrespetuosos. “Son tan inmisericordes como los piratas más incivilizados e inicuos”2.

Tras su liberación, George se reunió en secreto con el presidente Taylor. George estaba casi resuelto a ir a prisión, pero oró para que el profeta conociera la voluntad del Señor al respecto. En su reunión, George le explicó su situación y el presidente Taylor estuvo de acuerdo en que debía seguir el proceso legal. Si George no comparecía en el juicio, se perderían los 45 000 dólares que sus amigos habían pagado generosamente por su fianza.

Esa noche, sin embargo, el Señor le reveló al presidente Taylor que su primer consejero debía regresar a la clandestinidad. La revelación vino como el destello de un relámpago y, luego de recibirla, el profeta se arrodilló inmediatamente al lado de su cama para dar gracias en oración. Unos pocos años antes, el Señor lo había inspirado a invertir en una compañía minera fondos de la Iglesia no provenientes del diezmo con el fin de crear un fondo de reserva especial para la Iglesia. El presidente Taylor pensó que se debería usar esa reserva para reembolsar a los hombres que habían pagado la fianza de George3.

George consideró que la revelación era la respuesta a sus oraciones. Él y el presidente Taylor presentaron el plan a los cuatro Apóstoles que se hallaban en la ciudad, y ellos aprobaron la ejecución del plan.

George se inquietaba pensando en si sería apropiado volver a la clandestinidad, en especial, cuando otros hombres habían ido a la cárcel por sus convicciones. Él no quería que nadie en la Iglesia pensara que él era un cobarde. No obstante, ahora conocía la voluntad del Señor en cuanto a él y decidió confiar en ello.

“Si Dios me señala el curso que debo seguir”, escribió en su diario, “deseo seguir tal curso y dejarle a Él el resultado”4.


Alrededor de la época en que George Q. Cannon volvió a esconderse, Emmeline Wells viajó nuevamente a Washington, D. C., por asuntos de la Iglesia. Habían pasado siete años desde que se había reunido con el presidente Rutherford Hayes y su esposa, Lucy. La oposición a la Iglesia solo se había acrecentado desde entonces, especialmente ahora que el Congreso estaba tratando de enmendar la Ley Edmunds con una ley incluso más severa, que se llegaría a conocer como la Ley Edmunds-Tucker5.

El proyecto de ley pretendía, entre otros aspectos, privar a las mujeres de Utah de su derecho al voto, y Emmeline sintió que era su responsabilidad oponerse a ello6. Ella tenía la esperanza de poder persuadir a las personas razonables —particularmente, a sus aliados en la lucha por los derechos de las mujeres— para que vieran la injusticia de esa ley.

En Washington, Emmeline habló con legisladores y activistas que simpatizaban con su causa. Algunos estaban indignados por que las mujeres en Utah pudieran perder su derecho al voto. Otros no estaban de acuerdo con la parte de la ley que permitía al gobierno confiscar las propiedades privadas de los santos, pero la oposición al matrimonio plural aplacó el entusiasmo aun de aquellos que Emmeline consideraba amigos7.

Luego de varias semanas en Washington, Emmeline abordó un tren rumbo al oeste con la convicción de haber hecho cuanto podía por los santos. Durante el viaje se enteró de que recientemente dos mil mujeres se habían reunido en el Teatro de Salt Lake para protestar por el trato del Gobierno hacia las familias plurales. En la reunión, Mary Isabella Horne había hecho un llamado a las mujeres a pronunciarse en contra de esa injusticia. “Nosotras, las mujeres de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, ¿hemos de seguir soportando los insultos y las injurias sin levantar nuestras voces en contra?”, les preguntó8.

Emmeline se emocionó por la fortaleza de sus hermanas en el Evangelio y ansiaba volver a reunirse con ellas, pero de camino a casa, ella recibió un telegrama del presidente Taylor en el que le pedía que regresara a Washington. Un comité de mujeres Santos de los Últimos Días había redactado unas resoluciones para pedir a los líderes de la nación que dieran fin a su cruzada en contra de los santos. Las resoluciones también exhortaban a las esposas y madres por todo Estados Unidos a acudir en ayuda de las mujeres de Utah. El profeta quería que Emmeline presentara esas resoluciones a Grover Cleveland, el presidente de los Estados Unidos. Ellen Ferguson, una médico y cirujana de Salt Lake City, la acompañaría9.

A los pocos días, Emmeline estaba de vuelta en Washington. Emmeline y Ellen conversaron con el presidente Cleveland en la biblioteca de la Casa Blanca. Él no resultó ser tan intimidante como esperaban, pero ellas sabían que sería difícil persuadirlo de que apoyara su causa. Un año antes, él se había reunido con una delegación de Santos de los Últimos Días de Utah y les había dicho: “Yo desearía que ustedes allá lejos pudieran ser como el resto de nosotros”10.

El presidente escuchó atentamente a Emmeline y Ellen y prometió prestar una seria consideración a las resoluciones; pero aun cuando él parecía simpatizar con su causa, no simpatizaba lo suficiente como para arriesgarse a ofender a los legisladores contra la poligamia.

“Todo lo que se puede hacer aquí al presentar los hechos e intentar erradicar los prejuicios parece tan solo una gota en el océano de la opinión pública”, escribió Emmeline en el Woman’s Exponent poco tiempo después. “Pero uno no debe cansarse de hacer lo bueno, aun cuando las oportunidades puedan ser pocas y los prejuicios sean amargos”11.


Mientras, en el valle de Sanpete, en Utah, los alguaciles habían comenzado a arrestar a los santos polígamos de Ephraim, Manti y las poblaciones circunvecinas12. Augusta Dorius Stevens, presidenta de la Primaria del Barrio Ephraim South, aleccionó a los niños sobre cómo actuar en caso de que los alguaciles trataran de interrogarlos13. Los niños incautos eran una fuente de información fácil, así que ellos tenían que aprender a reconocer a los alguaciles y saber cómo crear confusión para enredar las investigaciones14.

Más de treinta años habían transcurrido desde que Augusta dejó a su familia en Copenhague, Dinamarca, para venir a Utah. Ella tenía apenas catorce años en ese entonces. Su madre detestaba la Iglesia y se había divorciado de su padre. Si alguien le hubiera dicho a Augusta que su familia algún día volvería a estar junta en Sion, con sus padres sellados por representante, probablemente no lo habría creído15.

Sin embargo, exactamente eso es lo que sucedió, y ahora la familia Dorius era importante en el valle de Sanpete. El padre de Augusta y la mayoría de sus hermanos ya habían fallecido hacía tiempo, pero su madre, Ane Sophie, tenía más de setenta años y se sentía muy orgullosa de los hijos que antes la avergonzaban por su membresía en la Iglesia. Los hermanos de Augusta, Carl y Johan, tuvieron familias plurales que crecían año tras año con más hijos y nietos. Su hermanastro, Lewis, hijo de Hannah, la segunda esposa de su padre, también tuvo una familia plural. La hermanastra de Augusta, Julia, que había sido adoptada por su madre en Dinamarca, también se había casado y estaba criando su familia en el valle16.

Si bien los hermanos de Augusta corrieron riesgos por causa de sus matrimonios plurales, el esposo de Augusta, Henry, estaba a salvo. Su primera esposa había muerto en 1864, por lo que él y Augusta ya no practicaban el matrimonio plural. Ellos tuvieron ocho hijos, cinco de los cuales aún estaban vivos17. Ninguno de sus hijos casados practicaba el matrimonio plural18.

No obstante, debido a que Augusta trabajaba como partera y enfermera, los alguaciles aún podían considerarla de interés. En la década de 1870, viendo la necesidad de una mejor atención médica entre los santos, Brigham Young y Eliza Snow habían comenzado a instar a las mujeres Santos de los Últimos Días a obtener una formación médica. Agusta se graduó de partera en 1876, luego de formarse en Utah. Con el estímulo de la Sociedad de Socorro y de los líderes de la Iglesia, otras mujeres asistieron a escuelas de medicina en el este de Estados Unidos. Algunas de ellas también ayudaron a la Sociedad de Socorro a establecer el Deseret Hospital en Salt Lake City en 188219.

A los ojos de los alguaciles, los niños eran una evidencia de cohabitación ilegal, aunque no fueran evidencia de matrimonio plural; y las mujeres parteras como Augusta podían servir de testigos en el tribunal. Augusta continuaba trayendo bebés al mundo y visitando pacientes de puerta en puerta, con un maletín negro y un rostro alegre20.

En la Primaria, les decía a menudo a los niños lo bendecidos que eran de crecer en Sion, a pesar de los peligros actuales. La Primaria brindaba un lugar seguro para que los niños aprendieran el Evangelio. Augusta les enseñaba a ser amables con las personas mayores o minusválidas. Ella los alentaba a ser corteses y a hacer cuanto pudieran para participar de las bendiciones del templo21.

Al igual que otros líderes de la Iglesia, ella también hacía hincapié en la importancia de participar dignamente de la Santa Cena cada semana, la cual los niños tomaban en la Escuela Dominical. “No debemos tomar la Santa Cena si tenemos malos sentimientos en el corazón contra nuestros compañeros de juego u otra persona”, les enseñaba. “Debemos orar y tener el Espíritu de Dios para que podamos amarnos los unos a los otros. Si odiamos a nuestro compañero de juego o a nuestro hermano o hermana, no podemos amar a Dios”22.

Ella invitaba a los niños a recordar a los que eran acosados por los alguaciles. “Es un día de tribulaciones”, les dijo, “y debemos acordarnos de ofrecer nuestras humildes oraciones a favor de nuestros hermanos en prisión —y por todos los santos”23.


Ese invierno, mientras vivía en la clandestinidad en Utah, Ida Udall recibió un telegrama de su esposo David. El presidente Cleveland lo había perdonado del cargo de perjurio y volvía a casa.

Ida estaba exultante de gozo por David, pero triste por no poder ir a reunirse con él en St. Johns, Arizona. “¡Cuánta soledad y nostalgia siento al pensar que no puedo participar de ninguno de los regocijos por el regreso de mi propio esposo!”, se lamentaba en su diario24.

Ida continuó viviendo en Nephi, batallando repetidas veces con los sentimientos de soledad y frustración en su exilio25. En septiembre de 1886, ella se enojó mucho debido a que David tuvo que postergar un viaje largamente anhelado para venir a visitarla; y le expresó su enojo en una carta que mandó antes de tener tiempo de cambiar de opinión.

“Le dije que, por mi parte, él no necesitaba preocuparse para nada por venir a verme”, escribió luego ella, muy enojada, en su diario. “Que yo pensaba que había malgastado suficiente tiempo en alguien a quien yo le importaba un comino”.

No mucho tiempo después, Ida yacía en su lecho sin poder dormir, llorando y reprochándose el haber enviado esa carta. Por un mensaje de su cuñada, se enteró de que David oraba por el bienestar de ella y de Pauline. Saber que David oraba por ella y por su hija tocó el corazón de Ida, por lo que le escribió de nuevo, esta vez para disculparse por la carta que le había escrito enojada26.

Poco después, ella recibió una carta de David, quien le aseguraba que él era su “esposo devoto y amoroso”; y a esa le siguió otra carta, más larga, llena de palabras contritas, esperanzadoras y amorosas. “Perdóname tú también por toda acción, palabra o pensamiento descortés y toda negligencia aparente”, le rogaba David. “Tengo un testimonio de que el día de la liberación se acerca y de que tendremos gozo en la tierra”27.

En diciembre, se desestimó una acusación por poligamia que pendía sobre David, lo que hizo posible que Ida regresara a Arizona28. David llegó a Nephi en marzo de 1887 para llevarla a ella y a Pauline a casa, justo a tiempo para el segundo cumpleaños de la niña. Pauline no conocía a su padre y reaccionaba con disgusto cada vez que él trataba de abrazar a Ida. “¡Que no te toque con sus manos!”, amonestó la niña a su madre.

El viaje de la familia hasta Arizona duró tres semanas. Era la mayor cantidad de tiempo que Ida había pasado a solas con su esposo en los cinco años que llevaban casados29.


Luego de un año acompañando a su esposo en el campo misional, Susa Gates ya se había habituado a su hogar en Hawái. Jacob trabajaba en la caldera de azúcar, convirtiendo la caña de azúcar en un producto que se podía vender30. Susa hacía su mejor esfuerzo por atender las labores domésticas. Ella estaba embarazada nuevamente y, aparte de lavar ropa y hacer las comidas, se ocupaba de hacer camisas para Jacob; vestidos a cuadros para Lucy, su hija de seis años; camisas y pantalones para sus hijos Jay y Karl, de cuatro y tres años respectivamente, y nuevos delantales para el pequeño Joseph. Comúnmente se sentía exhausta al final del día, mas ella aún encontraba tiempo para escribir y enviar artículos a periódicos en Utah y California31.

Una mañana de febrero de 1887, el pequeño Jay contrajo fiebre y tos. Al principio, Susa y Jacob pensaron que era un resfrío, pero los síntomas empeoraron la semana siguiente. Atendieron a Jay lo mejor que pudieron y llamaron a Joseph F. Smith y a otros para que le dieran una bendición. Susa se maravilló de la fe ejercida en favor de su hijo; pero Jay no mejoraba.

La noche del 22 de febrero, Susa se quedó despierta cuidando de Jay, frotando su abdomen con aceite para tratar de aliviar su dolor. Su respiración era agitada y jadeante. “No me dejes esta noche, Mami”, le dijo él, “quédate esta noche”.

Susa le prometió que lo haría pero, después de medianoche, Jacob la instó a descansar un poco en tanto que él cuidaba de su hijo. Jay parecía dormir profundamente, así que ella se fue a su cama, creyendo que el pequeño no moriría. Él se hallaba en misión con su familia, se dijo a sí misma, y las personas no se mueren en la misión.

Jay despertó un poco después y susurró: “Mama”, una y otra vez durante la noche. A la mañana siguiente, él tenía peor aspecto y la familia llamó a Joseph F. y Julina Smith. Los Smith se quedaron el resto del día con la familia Gates. Jay no mejoraba, y esa tarde se quedó plácidamente dormido y falleció poco antes de las dos de la tarde32.

El dolor de Susa era inexpresable, pero no tuvo mucha ocasión para llorar porque Karl cayó enfermo de la misma enfermedad. A medida que él empeoraba, los santos en Laie ayunaron y oraron, pero nada cambió. La familia fue puesta en cuarentena para prevenir la propagación de la enfermedad, y Karl falleció poco después33.

Muchas familias acudieron a ayudar a Susa y a Jacob, pero fueron Joseph F. y Julina Smith quienes se mantuvieron constantemente a su lado. Ellos habían perdido a su hija mayor, Josephine, cuando tenía la edad de los chicos, y comprendían la angustia de sus amigos. Cuando los chicos murieron, Joseph estaba al lado de sus camas. Julina lavó sus cuerpecitos, hizo sus prendas de ropa para el entierro y los vistió por última vez34.

En los días que siguieron, Jacob lloraba por sus hijos pero Susa estaba demasiado aturdida como para llorar. Estaba preocupada porque sus otros hijos se contagiaran de la misma enfermedad. Tras la muerte de Karl, ella tampoco había vuelto a sentir movimientos del feto en su vientre. Aunque Jay, justo antes de su muerte, había visto al niño en un sueño, Susa se preguntaba si el bebé estaba con vida.

Entonces, un día, ella sintió una leve agitación, un pequeño indicio de vida. “Un movimiento tenue me da consuelo y esperanza de que la vida aún palpita bajo mi entristecido corazón”, escribió a su madre. Ella no entendía por qué habían muerto sus hijos, pero había hallado fortaleza en saber que Dios estaba velando por ella.

“Con todo esto, sabemos que Dios gobierna en los cielos”, le escribió a su madre. “Dios me ha bendecido y ayudado a sobrellevar mis cargas. Alabado sea Su santo nombre por siempre”35.


A principios de 1887, el Congreso de los Estados Unidos aprobó la propuesta de ley Edmunds-Tucker. La nueva ley otorgaba a los tribunales de Utah más poder aún para procesar y castigar a las familias plurales. Las mujeres en el territorio perdieron su derecho al voto y los niños nacidos de matrimonios plurales fueron despojados de derechos de sucesión o herencia. Se requería de los potenciales votantes, miembros de jurados y oficiales del gobierno local que prestaran un juramento de antipoligamia. La Iglesia y el Fondo Perpetuo para la Emigración cesaron de existir como entidades legales, y se otorgó autoridad al gobierno para confiscar ciertas propiedades de la Iglesia valoradas por encima de 50 000 dólares36.

John Taylor, George Q. Cannon y otros líderes de la Iglesia se esforzaron por mantenerse a la delantera de los alguaciles. Cada vez más santos encontraban refugio en pequeños asentamientos de la Iglesia en Chihuahua, México, y en Colonia Díaz y Colonia Juárez37. Otros santos habían fundado un asentamiento en Canadá llamado Cardston38. Esas mujeres y esos hombres estaban dispuestos a trasladarse cientos de kilómetros hasta lugares remotos fuera de los Estados Unidos para proteger a sus familias, cumplir los mandamientos de Dios y guardar los sagrados convenios del templo.

Esa primavera, la salud de John Taylor se deterioró abruptamente y George se preocupó por el bienestar del profeta. Ambos hombres se hallaban en la clandestinidad, y los últimos seis meses habían vivido con una familia en una casa aislada en Kaysville, a unos treinta y dos kilómetros al norte de Salt Lake City. Recientemente, John había sufrido dolores en el corazón, respiraba con dificultad y no podía dormir. Su memoria comenzaba a fallar y le resultaba muy difícil concentrarse. George le insistió en que viera a un médico, pero aparte de unas hierbas medicinales, John no quería tomar ningún remedio39.

El 24 de mayo, John no se sentía suficientemente bien como para atender los asuntos de la Iglesia y le pidió a George que lo hiciera él. Surgieron nuevos asuntos y John le pidió a George que los resolviera también. Cuando llegó un mensaje en el que se pedía consejo sobre un importante asunto político, John le pidió a George que viajara a Salt Lake City a tratarlo40.

George pensaba con frecuencia en Joseph F. Smith, que aún se hallaba en exilio en Hawái. El otoño anterior, le había escrito a Joseph sobre los desafíos que él y John estaban afrontando. “No te puedo decir cuántas veces he deseado que estuvieras aquí”, le había expresado. “Me he sentido en cuanto a la Primera Presidencia como lo haría con respecto a un ave al que le faltase un ala”.

Más recientemente, George le había informado a Joseph en cuanto al endeble estado de salud de John. “Su voluntad es inquebrantable, como bien sabes”, le escribió en una carta; pero el profeta no era un joven y su cuerpo se estaba deteriorando. Si John empeoraba, George le había prometido que haría volver a Joseph inmediatamente.

Había llegado ese momento. Aunque George sabía que hacer volver a Joseph lo pondría en peligro, le envió un mensaje urgiéndole a volver a Utah.

“He dado este paso sin comunicarlo a nadie por temor a que se pueda generar una alarma o que pueda poner en peligro tu seguridad”, le escribió. “No te digo más salvo que tienes que ser muy cauteloso”41.


El 18 de julio, George comenzó el día firmando recomendaciones para el templo, una tarea reservada normalmente para el Presidente de la Iglesia. Ahora, John Taylor ya rara vez abandonaba su habitación y apenas tenía fuerzas para hablar. La carga entera de las responsabilidades de la Primera Presidencia recaía sobre los hombros de George42.

Esa tarde, un carromato cubierto se aproximó a la casa en Kaysville. Al detenerse, emergió una figura familiar, y una sensación de alivio y gozo embargó a George al reconocer a Joseph F. Smith. Él condujo a Joseph dentro de la casa para ver al profeta y lo hallaron sentado en una silla en su habitación con apenas algo de conciencia. Joseph tomó la mano de John y le habló. John pareció reconocer a su consejero.

“Esta es la primera vez que la Primera Presidencia ha estado junta en dos años y ocho meses”, dijo George a John. “¿Cómo te sientes?”.

“Siento que debo agradecer al Señor”, susurró John43.

La salud de John empeoró la semana siguiente. Una noche, George y Joseph estaban atendiendo asuntos de la Iglesia, cuando los llamaron súbitamente al cuarto de John. John yacía en su lecho sin moverse, su respiración era breve y tenue. Luego de unos minutos, su respiración se detuvo completamente; sucedió de una manera tan apacible, que George pensó que era como cuando un bebé se duerme.

Para George, perder a John era perder a su mejor amigo. John había sido un padre para él. Ellos no siempre habían estado de acuerdo en todo, pero George lo consideraba uno de los hombres más nobles que había conocido. Él recordó la reunión de la Primera Presidencia de apenas la semana anterior. Ahora se habían separado nuevamente.

George y Joseph comenzaron rápidamente a hacer planes para notificar a los Apóstoles. George ya le había escrito a Wilford Woodruff para informarle del deterioro de la salud del profeta. Él era el presidente del Cuórum de los Doce, y Wilford ya venía lentamente desde St. George hacia Salt Lake City, cuidando de evitar a los alguaciles. La mayoría de los demás Apóstoles aún se hallaban escondidos.

En su ausencia, George sabía que estaba en una posición delicada. Desde la muerte del profeta, ni él ni Joseph podían actuar como miembros de la Primera Presidencia. No obstante, la Iglesia seguía enfrentando graves peligros y necesitaba liderazgo. Si él continuaba manejando los asuntos de la Iglesia, independientemente de los Doce, eso podría contrariar a los otros Apóstoles. Sin embargo, ¿qué otra opción tenía? El Cuórum estaba disperso y algunos asuntos simplemente no se podían postergar o ignorar.

George también sabía que él y Joseph debían actuar rápidamente. Si la muerte de John se hacía pública demasiado pronto, los alguaciles podrían averiguar su paradero y venir a arrestarlos. Él y Joseph ya no estaban a salvo.

“Debemos levantar campamento”, anunció George, “y salir de aquí lo antes posible”44.