Historia de la Iglesia
9 Según lo indique el Espíritu


“Según lo indique el Espíritu”, capítulo 9 de Santos: La historia de la Iglesia de Jesucristo en los últimos días, tomo II, Ninguna mano impía, 1846–1893, 2019

Capítulo 9: “Según lo indique el Espíritu”

Capítulo 9

Según lo indique el Espíritu

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dos hombres caminan por una ciudad europea

El 6 de octubre de 1849, el primer día de la conferencia de la Iglesia en el otoño, la Primera Presidencia y el Cuórum de los Doce anunciaron el plan misional más ambicioso desde la muerte de José Smith. “Ha llegado el momento”, declaró Heber Kimball en su discurso de apertura. “Deseamos que este pueblo se interese, junto con nosotros, por llevar el reino a todas las naciones de la tierra”1.

Desde su llegada al valle, los santos se habían dedicado con todas sus fuerzas a establecerse y sobrevivir. Pero la cosecha de ese año había sido grande y había suficientes alimentos para el invierno. Los santos comenzaron a abandonar el fuerte y a edificar viviendas en la ciudad, y los líderes de la Iglesia los organizaron en 23 barrios, cada uno presidido por un obispo. Comenzó a haber nuevos asentamientos a lo largo del valle de Lago Salado, tanto hacia el norte como al sur, y muchos santos comenzaron a construir tiendas, molinos y fábricas. El lugar de recogimiento estaba comenzando a florecer, conforme los santos lo preparaban para recibir al pueblo de Dios2.

Los Doce dirigirían la nueva iniciativa misional. A principios de ese mismo año, Brigham había llamado a Charles Rich, Lorenzo Snow, Erastus Snow y Franklin Richards para ocupar las vacantes en el Cuórum. Ahora la Primera Presidencia enviaba a Charles Rich a California para ayudar a Amasa Lyman; a Lorenzo a Italia con Joseph Toronto, un santo italiano; a Erastus a Dinamarca con Peter Hansen, un santo danés; a Franklin a Gran Bretaña; y al experimentado apóstol John Taylor, a Francia3.

En la conferencia, Heber también habló acerca del Fondo Perpetuo para la Emigración, un nuevo programa diseñado para ayudar a los santos a honrar el convenio que habían concertado en el Templo de Nauvoo de ayudar a los pobres. “Nosotros estamos aquí, estamos con salud y tenemos suficiente para comer, beber y hacer”, dijo Heber. Pero aún quedaban muchos santos de escasos recursos que estaban varados en los asentamientos del río Misuri, en las estaciones de paso de Iowa, en Nauvoo y en Gran Bretaña. En ocasiones, esos santos se habían desanimado y habían dejado la Iglesia.

“¿Hemos de cumplir ese convenio o no?”, preguntó él4.

Bajo ese nuevo programa, los santos donaban dinero para ayudar a congregar a los santos en Sion. De este modo, los emigrantes recibían préstamos para cubrir los gastos de viaje, que debían devolver una vez que se hubieran establecido en Sion. Para que el programa funcionara, se necesitaban contribuciones de dinero en efectivo y eso era algo que pocos santos podían aportar en una economía basada en el trueque. La Primera Presidencia llamó a los santos a que donaran al fondo lo que tuviesen de excedente, pero también analizaron la posibilidad de enviar misioneros a buscar oro en California5.

Brigham aún se sentía indeciso en cuanto a esta opción. Él creía que las ansias de tener oro corrompían y distraían a las buenas personas de la causa de Sion. Sin embargo, el oro podría servir a un sagrado propósito si ayudaba a financiar a la Iglesia y la emigración6. Si él llamaba a misioneros a los yacimientos de oro de California, probablemente ellos podrían reunir los fondos que eran tan necesarios para la obra de Dios.

Pero estos misioneros tendrían que ser hombres buenos y rectos, a los que el oro les importara tan poco como el polvo debajo de sus pies7.


A simple vista, George Q. Cannon no tenía un aspecto diferente del de los demás buscadores de oro que iban de paso por el valle de Lago Salado rumbo a California. Él tenía veintidós años, era soltero y estaba lleno de las aspiraciones de la juventud. Mas él no tenía deseos de dejar su hogar. A él le encantaban las grandes montañas y el apacible espíritu que reinaba en el valle; y no era de los que iban a perder tiempo buscando oro. Él deseaba aprovechar cada minuto: quería leer libros, construir una casa de adobe en su parcela en la ciudad y aspiraba a casarse algún día con una joven llamada Elizabeth Hoagland8.

Hacía dos años, George y Elizabeth habían venido al oeste en la misma compañía. George había quedado huérfano desde la adolescencia y había venido con sus tíos Leonora y John Taylor para preparar una casa para el resto de su familia. Sus hermanos y hermanas más jóvenes llegarían al valle en cualquier momento. Ellos viajaban con su hermana mayor y su esposo, Mary Alice y Charles Lambert, quienes los habían acogido cuando sus padres fallecieron. George estaba ansioso de reunirse con ellos9.

No obstante, antes de que la familia de George llegara, los líderes de la Iglesia lo llamaron a una misión para ir a buscar oro en California.10. La asignación fue una sorpresa total y Elizabeth no estaba contenta. “Me han llamado tan solo por un año”, le dijo George, tratando de consolarla. “¿Preferirías que me fuera quizás por tres años a Francia?”.

“Yo preferiría que fueras a salvar almas en lugar de ir a buscar oro, aunque fuese por más tiempo”, dijo Elizabeth11.

George no podía menos que estar de acuerdo. Cuando era un muchacho en Inglaterra, él había admirado a los misioneros como su tío John y Wilford Woodruff, y soñaba con el día en que él también serviría una misión12. Que lo llamaran a buscar oro no era lo que él esperaba.

Luego del primer día de la conferencia de octubre, George se reunió con los misioneros que habían sido llamados y con otras personas. Brigham les habló extensamente acerca de honrar las cosas de Dios. “Un hombre siempre debe vivir por el amor hacia el sacerdocio en su corazón”, enseñó él, “y no por el amor hacia las cosas del mundo”13.

Los días que siguieron a la conferencia, George estuvo ocupado preparándose para su misión. El 8 de octubre, John Taylor, Erastus Snow y Franklin Richards le dieron una bendición para que tuviera éxito en su misión y fuera un buen ejemplo para los otros misioneros. Ellos le prometieron que los ángeles velarían por él y que él regresaría a casa a salvo14.

Tres días después, apesadumbrado y temeroso, George partió junto con los otros misioneros del oro. En su vida, él se había mudado en varias ocasiones, pero nunca se había alejado de algún miembro de su familia por más de un día o dos; no sabía qué esperar.

Los misioneros del oro planearon juntarse con Addison Pratt y Jefferson Hunt y seguirlos hasta California. Mientras avanzaban hacia la salida del valle, los misioneros se detuvieron en un sitio donde festejaban a los élderes que partían hacia Europa. Un centenar de santos se había reunido para despedirlos. Algunos de ellos estaban sentados comiendo todo tipo de alimentos que había sobre las mesas, mientras que otros bailaban bajo una tienda grande que habían elaborado con las cubiertas de los carromatos. Al cabalgar George hacia el festejo, vio venir el carruaje de Brigham Young.

El carruaje se detuvo y George desmontó del caballo para estrechar la mano de Brigham. Brigham le dijo que estaría pendiente de George y oraría por él durante su ausencia. Agradecido por las amables palabras del profeta, George disfrutó del buen humor y la camaradería de los santos esa noche. A la mañana siguiente, él y los demás misioneros del oro montaron sobre sus caballos y cabalgaron hacia el sur, rumbo a California15.


En marzo de 1850, Mary Ann, esposa de Brigham, visitó a Louisa Pratt para averiguar si necesitaba alguna ayuda por parte de la Iglesia. Louisa no sabía qué responder. Amigas como Mary Ann le ofrecían ayuda con frecuencia o la invitaban a cenar, pero la vida sin Addison seguía siendo muy solitaria y nada parecía poder remediarlo.

“¿Deseas ir con tu esposo?”, le preguntó Mary Ann16.

Louisa le comentó que un amigo ya se había ofrecido para llevar a su familia hasta California, si la Iglesia llegara a enviarlas a las islas del Pacífico. Al confiarle eso a Mary Ann, Louisa temió haber sonado demasiado ansiosa por ir. Permanecer en Salt Lake City probablemente implicaría que ella y Addison estarían separados otros cinco años más. Pero reunirse con él en las islas también conllevaba sus sacrificios. Ellen y Frances pronto estarían en edad de casarse. ¿Era ahora el mejor momento de alejarlas del valle?

Ella oraba con frecuencia para conocer la voluntad del Señor. Parte de ella deseaba sencillamente que Addison le escribiera una carta pidiéndole que fuera hasta allá; el saber lo que él deseaba haría más fácil su decisión. Pero por otra parte, ella se preguntaba si él, en todo caso, quería que ella fuera a estar con él. ¿Había aceptado él su último llamamiento misional simplemente porque deseaba alejarse nuevamente?

“Si yo fuera un élder”, le dijo Louisa un día a Willard Richards, “jamás consentiría en permanecer tanto tiempo alejada de mi familia”. Le dijo que ella cumpliría con su misión tan rápidamente como le fuese posible y volvería a casa. Willard sonrió sin decir nada, pero Louisa pensó que él estaba de acuerdo con ella17.

Louisa asistió a la conferencia en la mañana del día 7 de abril. George A. Smith habló por casi dos horas. Al concluir, Heber Kimball se puso de pie en el púlpito. “A continuación, algunos llamamientos de élderes a las naciones”, dijo. Heber llamó a dos hombres a las islas del Pacífico, pero no dijo nada acerca de Louisa y sus hijas. Luego él dijo: “Se propone que Thomas Tompkins vaya a las islas donde ha estado sirviendo el hermano Addison Pratt y lleve a la familia del hermano Pratt para que estén con él”18.

Una sensación indescriptible invadió a Louisa y ella no escuchó mucho más del resto de la reunión. Después de la sesión, ella buscó entre la multitud a Mary Ann y le pidió encarecidamente que le pidiera a Brigham que considerara llamar también a la misión a su hermana Caroline y a su cuñado, Jonathan Crosby. Mary Ann accedió y el matrimonio Crosby recibió el llamamiento al día siguiente.

Poco antes de partir, Louisa y sus hijas visitaron a Brigham. Él le dijo a Louisa que ella era llamada y apartada para ir a las islas a asistir a Addison en la enseñanza a las personas. Él entonces la bendijo para que todas sus necesidades fueran satisfechas y que ella tuviera poder sobre el adversario, hiciera una buena labor y regresara de su misión en paz19.


Al tiempo de la partida de los Pratt y los Crosby hacia las islas, los nuevos misioneros llamados a Europa desembarcaban en Inglaterra. Los apóstoles hicieron una gira rápida por la Misión Británica, que abarcaba las ramas en Gales y Escocia. Entretanto, Peter Hansen, misionero danés de 31 años, estaba ansioso por seguir viaje hacia Dinamarca, a pesar de las instrucciones de Erastus Snow de no ir allá hasta que los misioneros de Escandinavia pudieran encontrarse con él.

Peter respetaba a su presidente de misión, pero él tenía siete años sin ver su tierra natal y deseaba en gran manera ser el primer misionero en predicar el Evangelio allí. Un buque a vapor que iba a Copenhague se hallaba en un puerto cercano y Peter decidió que él ya no podía esperar un momento más.

Peter llegó a la capital danesa el 11 de mayo de 1850. Al recorrer sus calles, se sintió feliz de volver a estar en su país. Pero le preocupaba que nadie allí disfrutara de la luz del Evangelio restaurado. Unos siete años atrás, cuando Peter salió de Dinamarca, la nación no tenía leyes que protegieran la libertad religiosa; antes bien, se prohibía la prédica de cualquier doctrina que se opusiera a la iglesia que el estado apoyaba20.

De joven, Peter se había sentido frustrado por estas restricciones, de modo que cuando se enteró de que su hermano en los Estados Unidos se había unido a una nueva fe religiosa, él hizo todo lo posible por ir a estar con él. Su padre, que era un hombre severo e inflexible en sus creencias, se había enojado mucho por su decisión. El día que Peter se marchaba, su padre destrozó su maleta y quemó lo que había dentro.

Peter se marchó de todos modos y sin mirar atrás. Llegó a los Estados Unidos y se unió a la Iglesia. Luego, comenzó a traducir el Libro de Mormón al danés y viajó con la compañía de avanzada hasta el valle de Lago Salado. En ese tiempo que había transcurrido, los legisladores de Dinamarca habían concedido a todas las iglesias el derecho a compartir sus creencias21.

Con la esperanza de que su labor podría beneficiarse del nuevo clima de libertad religiosa, Peter se comunicó con miembros de iglesias que compartían algunas creencias con los santos. Conversando con un pastor bautista se enteró de que la iglesia del estado aún perseguía a las personas por sus convicciones religiosas, a pesar de la nueva ley. Peter sintió compasión por las personas que eran perseguidas, habiendo él mismo experimentado persecución en Estados Unidos por sus creencias. Pronto comenzó a compartir el Evangelio restaurado con el pastor y su congregación.

Movido por el sentido del deber, Peter buscó también a su padre, quien se había enterado de su llegada como misionero. Un día, Peter lo vio por la calle y lo saludó. El anciano lo miró con rostro inexpresivo. Peter le dijo quién era y su padre levantó la mano para apartarlo.

“No tengo hijos”, dijo el padre, “y tú has venido a perturbar la paz pública en este país”.

Peter volvió a sus labores, sin inmutarse ni sorprenderse por la ira de su padre. Le escribió cartas a Erastus en Inglaterra, informándole de sus actividades en la misión, y continuó trabajando en su traducción del Libro de Mormón. Escribió además un panfleto en danés y lo publicó; tradujo también varios himnos a su lengua materna.

Erastus no estaba conforme con la decisión de Peter de desobedecer sus instrucciones, pero cuando llegó a Copenhague el 14 de junio, Erastus se alegró al ver que Peter había establecido un fundamento para que la obra del Señor pudiera avanzar22.


El 24 de septiembre de 1850, el apóstol Charles Rich cabalgaba por un yacimiento en la zona central de California en busca de los misioneros del oro. Era ya tarde, la hora en que los buscadores de oro se retiraban a sus tiendas o barracas, encendían lámparas y estufas y se cambiaban la ropa mojada. A lo largo de la ribera del río donde trabajaban, el terreno estaba desfigurado por las excavaciones hechas a pico y pala23.

Hacía casi un año desde que los misioneros del oro habían partido de Salt Lake City. Hasta ese momento, ninguno de ellos se había vuelto rico. Algunos misioneros habían encontrado suficiente oro como para enviar pequeñas cantidades a Salt Lake City, parte del cual fue fundido y convertido en monedas. Pero ellos habían utilizado la mayor parte de lo que habían hallado para cubrir los altos costos de los alimentos y los suministros24. Algunos santos locales, que se habían vuelto acaudalados durante la fiebre del oro, ofrecieron poca ayuda. Sam Brannan se estaba convirtiendo rápidamente en uno de los hombres más ricos de California; sin embargo, había dejado de pagar diezmos y evitaba todo contacto con la Iglesia.

Charles encontró a los misioneros del oro en su campamento. La última vez que había visitado el campamento minero, hacía varios meses, los misioneros y otros buscadores de oro habían estado represando el río con la esperanza de exponer el oro en el lodo del lecho del río. La mayoría de ellos aún pasaban sus días trabajando en la represa o buscando oro. George Q. Cannon administraba la tienda del campamento25.

A la mañana, Charles habló con los hombres acerca del futuro de la misión. La temporada minera principal ya casi había concluido y el poco éxito de la misión había confirmado las reservas que sentía Brigham en cuanto a la búsqueda de oro. En lugar de pasar el invierno en California, donde el costo de la vida era elevado, Charles propuso que algunos de los misioneros concluyeran sus misiones en las islas hawaianas. Los misioneros podrían vivir allí de un modo económico, mientras predicaban a los muchos colonos de habla inglesa26.

George le dijo a Charles que él estaba dispuesto a hacer lo que los líderes de la Iglesia pensaran que era lo mejor. Si ellos querían que fuera a Hawái, él iría. Además, los yacimientos de oro eran un lugar difícil para un joven Santo de los Últimos Días. Era común escuchar que ocurriesen robos y hasta asesinatos en los campamentos. El propio George había sido asaltado por unos mineros que le hicieron tragar whisky a la fuerza27.

Antes de abandonar el campamento, Charles apartó a los nuevos misioneros para sus nuevas misiones. “Cuando lleguen a las islas”, les dijo, “actúen en lo que respecta a sus deberes según lo indique el Espíritu”. Él les dijo que el Espíritu sabría mejor que él cuál era el curso que ellos debían seguir cuando llegaran a las islas28.

Los misioneros volvieron prestos al río para terminar la represa y buscar más oro. Pocas semanas después, habían hallado suficiente oro como para recibir más de 700 dólares cada uno. Después de eso, ya no hallaron más oro29.

Ellos dejaron el campamento minero y se dirigieron a la costa. Una noche, efectuaron una reunión con los santos de California y otras personas interesadas en el Evangelio. George se sentía nervioso. En estas reuniones, se esperaba que los misioneros hablaran, pero él nunca había predicado a personas que no fueran creyentes. Él sabía que tendría que hablar finalmente, mas no quería ser el primero.

Sin embargo, al comenzar la reunión, el élder que dirigía le pidió a él que predicara. George se puso de pie con pocas ganas. “Ya estoy en las filas”, se dijo a sí mismo, “y ahora no me echaré atrás”. Abrió su boca y las palabras vinieron con facilidad. “Cuán ansioso está el mundo supuestamente por hacerse con la verdad”, dijo él. “Cuán agradecidos deberíamos estar de que estamos en posesión de ella, así como del principio por el cual podemos progresar de una verdad a la otra”.

Él habló unos cinco minutos más, pero luego sus pensamientos se desorganizaron, su mente quedó en blanco y tartamudeó el resto del sermón. Sintiéndose avergonzado, tomó asiento, convencido de que su primera experiencia como misionero predicador no podría haber salido peor.

No obstante, no estaba enteramente desanimado. Estaba en la misión y no iba a flaquear ni fallar en su responsabilidad30.


En esa época, Frances Pratt, de quince años, alcanzó a ver la isla de Tubuai desde la cubierta del barco que transportaba más de veinte santos estadounidenses a la Misión del Pacífico Sur. La mayor parte de la travesía, Frances se había sentido triste y retraída, pero ahora se emocionó de repente. Ella exploró la isla con unos prismáticos, ansiando poder ver a su padre en la costa. Su hermana mayor, Ellen, estaba segura de que él subiría a bordo del barco apenas llegaran.

Louisa también ansiaba estar con Addison, pero ella se había sentido muy mareada durante todo el viaje y lo único en lo que podía pensar era en estar en tierra firme, tener una comida decente y una cama blanda. Su hermana Caroline sufría a su lado, con náuseas e incapaz de caminar31.

Luego de batallar con vientos contrarios y peligrosos arrecifes, el barco echó anclas cerca de la isla y dos hombres de Tubuai vinieron remando a saludarles. Al subir a bordo, Louisa les preguntó si Addison se encontraba en la isla. No, contestó uno de ellos. Él estaba retenido en la isla de Tahití como prisionero del gobernador francés, quien desconfiaba de cualquier misionero extranjero que no perteneciera a la iglesia católica.

Louisa se había preparado para recibir malas noticias, pero sus hijas no. Ellen se sentó y cruzó las manos sobre su regazo, sin demostrar expresión alguna. Sus hermanas caminaban de un lado a otro por la cubierta.

Seguidamente, llegó otro bote y dos estadounidenses subieron a la cubierta del barco. Uno de ellos era Benjamin Grouard. La última vez que Louisa lo había visto en Nauvoo, él era un joven animado. Ahora, luego de estar siete años de misionero en el Pacífico, tenía un aspecto solemne y digno. Con gozo y sorpresa en su mirada, él saludó con entusiasmo a los recién llegados y los invitó a tierra firme32.

En la playa, los santos de Tubuai dieron la bienvenida a Louisa y los demás pasajeros. Louisa preguntó si podría hablar con Nabota y Telii, los amigos de Addison de su primera misión. Un hombre la tomó de la mano. “‘O vau te arata‘i ia ‘oe”, dijo él. La llevaré33.

Él se adentró en la isla, mientras Louisa lo seguía, intentando comunicarse con él lo mejor que podía. El resto del grupo les seguía de cerca, riendo mientras caminaban. Louisa se maravillaba de las grandes palmeras que sobresalían en lo alto y la exuberante vegetación que cubría la isla. Por aquí y por allá, vio unas viviendas bajas cubiertas con limo blanco hecho de coral.

Telii estaba muy feliz de conocer a los nuevos misioneros. Aunque se estaba recuperando de una enfermedad, se levantó de la cama y comenzó a preparar un banquete. Asó carne de cerdo en un hoyo, frio pescado, preparó pan de una harina hecha de las raíces de una planta de la isla y dispuso un surtido de frutas frescas. Para cuando terminó de cocinar, habían venido santos de toda la isla para conocer a los recién llegados.

La compañía comió bajo una luna llena que lucía en lo alto del cielo. Después, los santos de Tubuai abarrotaron la vivienda y se sentaron en alfombrillas hechas de hierba mientras los santos estadounidenses cantaban himnos en inglés. Los santos de la isla luego cantaron himnos en su propio idioma, con voces fuertes y claras, en perfecta armonía.

Mientras disfrutaba de la música, Louisa miró hacia fuera y quedó extasiada por el impresionante panorama. Árboles grandes y frondosos, con brillantes flores amarillas, rodeaban la casa. La luz de la luna se filtraba por entre el ramaje creando mil formas diferentes. Louisa pensó en las distancias que su familia había recorrido y en el sufrimiento que habían experimentado para venir hasta un lugar tan hermoso, y entendió que la mano de Dios estaba detrás de todo ello34.


Dos meses después de que Louisa llegara a Tubuai, los misioneros del oro ascendieron la ladera de una montaña desde la que se veía Honolulú en la isla de Oahu y dedicaron el archipiélago de Hawái para la obra misional. A la noche siguiente, el presidente de misión asignó a George Q. Cannon a trabajar en la isla de Maui, al sureste de Oahu, junto con James Keeler y Henry Bigler35.

La isla de Maui era un poco más grande que la de Oahu. Lahaina, su principal ciudad, quedaba sobre una franja llana de playa y no tenía puerto. Visto desde el océano, el denso follaje y las palmeras oscurecían la mayor parte del pueblo. Detrás de este, surgía a la distancia una cadena de montañas elevadas36.

Los misioneros comenzaron a trabajar y descubrieron rápidamente que en la isla había menos pobladores blancos de lo que esperaban. George se sentía desalentado. Los misioneros del oro habían venido a Hawái confiando en que enseñarían a colonos de habla inglesa, mas ninguno de ellos parecía estar interesado en el Evangelio restaurado. Comprendieron que si solo predicaban a la población blanca, su misión sería breve e infructuosa.

Un día, ellos analizaron sus opciones. “¿Hemos de limitar nuestras labores a la población blanca?”, se preguntaban. Nunca se les mandó a predicar a los hawaianos, pero nadie tampoco les había dicho que no lo hicieran. En California, Charles Rich simplemente les aconsejó depender del Espíritu para guiarse en la misión.

George era de la creencia que su llamamiento y deber consistía en compartir el Evangelio con todas las personas. Si él y los otros misioneros hacían un esfuerzo por aprender el idioma del país, tal como lo había hecho Addison Pratt en Tubuai, ellos podrían magnificar sus llamamientos y tocar el corazón y la mente de más personas. Henry y James eran del mismo sentir37.

El idioma hawaiano era difícil de entender, como pronto descubrieron los misioneros. Cada palabra parecía continuar en la siguiente38. No obstante, muchos hawaianos estaban ansiosos por ayudarles a aprenderlo. Como no había muchos libros de texto en Maui, los misioneros pidieron algunos a Honolulú. El deseo de George de hablar esa lengua era muy fuerte y no perdía oportunidad para practicarla. A veces, él y los otros pasaban todo el día en casa leyendo y estudiando el idioma.

Gradualmente, George comenzó a sentirse más cómodo con ese idioma. Una noche en que él y sus compañeros estaban en casa conversando con sus vecinos, George se dio cuenta de repente que podía entender la mayor parte de lo que ellos decían. De un salto se puso de pie y poniendo las manos a los lados de la cabeza exclamó que había recibido el don de interpretación de lenguas.

Él no podía distinguir cada palabra que ellos decían, pero sí captaba el significado general. Se sintió lleno de gratitud y comprendió que el Señor lo había bendecido39.