Jesucristo
Capitulo 7: Gabriel Anuncia a Juan Y a Jesus


Capitulo 7

Gabriel Anuncia a Juan Y a Jesus

Juan el Precursor

RELACIONANSE con las profecías sobre el nacimiento de Cristo, otras concernientes a uno que lo precedería e iría adelante para preparar el camino. No es sorprendente, pues, que a la anunciación del advenimiento inmediato de este precursor siguiera luego de la del Mesías; ni que las proclamaciones fuesen hechas por el mismo embajador celestial, Gabriel, enviado de la presencia de Dios.a

Aproximadamente quince meses antes del nacimiento del Salvador, ministraba en las funciones de su oficio en el templo de Jerusalén, Zacarías, sacerdote del orden o la suerte de Aarón. Su esposa, Elisabet, era también de linaje sacerdotal, pues era contada con los descendientes de Aarón. Este matrimonio jamás había sido bendecido con hijos; y al tiempo de que hablamos ambos eran ya entrados en años y con tristeza habían desahuciado toda esperanza de tener posteridad. Zacarías pertenecía a la suerte sacerdotal de Abías. Era la octava, por orden, de las veinticuatro suertes establecidas por el rey David, y a cada suerte le estaba señalado por turno servir en el santuario durante una semana.b Se recordará que al volver el pueblo de Babilonia sólo hubo representación de cuatro de estas suertes; pero en cada una de estas cuatro había un promedio de más de mil cuatrocientos hombres.c

Durante su semana de servicio se requería que cada sacerdote escrupulosamente conservara un estado de pureza ceremonial en cuanto a su persona; tenía que abstenerse del vino y de todo alimento que no fuera particularmente prescrito; tenía que bañarse frecuentemente; vivía dentro de los recintos del templo y de este modo quedaba aislado de toda asociación con su familia; no le era permitido acercarse a los muertos, ni lamentar en la costumbre establecida, aun cuando la muerte le arrebatara a uno de sus deudos más cercanos. Nos es dicho que la selección diaria del sacerdote que habría de entrar en el Lugar Santo para quemar el incienso sobre el altar de oro, se determinaba por suerte;d y también sabemos, de fuentes históricas aparte de la Biblia, que por motivo del gran número de sacerdotes, el honor de oficiar en este acto raras veces volvía a caer en la misma persona.

Este día la suerte había caído sobre Zacarías. Fué una ocasión solemne en la vida de este humilde sacerdote de Judea: este día de su vida en que le sería requerido prestar el especial y particularmente sagrado servicio. Dentro del Lugar Santo, sólo el velo del templo separaba a Zacarías del Oráculo, o sea el Lugar Santísimo, el santuario interior en el cual nadie entraba sino el sumo sacerdote, y aun éste no podía entrar sino en el Día de la Expiación, después de extensos preparativos ceremoniales.e El lugar y la ocasión provocaban los sentimientos más nobles y reverentes. Al ejercer Zacarías su ministerio dentro del Lugar Santo, el pueblo que estaba afuera se postró para orar, atento a que apareciera el humo del incienso sobre la gran división que formaba la barrera entre el sitio de la asamblea general y el Lugar Santo, y esperando que saliera el sacerdote y pronunciara la bendición.

En este momento supremo de su servicio sacerdotal, apareció ante los ojos asombrados de Zacarías, a la derecha del altar del incienso, un ángel del Señor. Habían pasado muchas generaciones entre los judíos sin que se manifestara dentro del templo, ora en el Lugar Santo o en el Lugar Santísimo, una presencia visible aparte de la humana; pues la gente consideraba las visitas personales de seres celestiales como acontecimientos de días pasados, y casi habían llegado al grado de creer que ya no había profetas en Israel. No obstante, siempre había un presentimiento de ansiedad, algo así como cierto desasosiego, cada vez que un sacerdote se acercaba al santuario interior, considerado como la morada particular de Jehová si acaso se dignara visitar de nuevo a su pueblo. En vista de esta situación, no nos causa sorpresa leer que esta presencia angélica perturbó a Zacarías y lo llenó de temor. Sin embargo, las palabras del visitante celestial fueron un mensaje de consolación aunque de gravedad trascendental, pues le comunicaban la certeza absoluta de que habían sido escuchadas sus oraciones, y que su esposa le daría un hijo, el cual habría de llamarse Juan.f La promesa no cesó allí, pues se declaró que el niño que habría de nacer de Elisabet sería una bendición para el pueblo; muchos se gozarían de su nacimiento; sería grande delante de Dios; no debería beber vino ni sidra;g habría de ser lleno del Espíritu Santo; sería el medio de convertir muchas almas a Dios e iría delante del Mesías a fin de preparar al Señor un pueblo dispuesto para recibirlo.

No cabe duda que al oír el futuro predicho del niño que aún estaba por nacer, Zacarías reconoció en él al gran precursor, acerca del cual los profetas habían hablado y el Salmista había cantado; pero que éste fuese hijo suyo y de su esposa anciana le parecía cosa imposible, a pesar de la promesa del ángel. El hombre dudó y preguntó cómo podía saber que se efectuaría lo que su visitante le había anunciado. “Respondiendo el ángel, le dijo: Yo soy Gabriel que estoy delante de Dios; y he sido enviado a hablarte, y a darte estas buenas nuevas. Y ahora quedarás mudo y no podrás hablar, hasta el día en que esto se haga, por cuanto no creíste mis palabras, las cuales se cumplirán a su tiempo.”h Cuando el altamente bendecido y a la vez gravemente afligido sacerdote por fin salió y se presentó delante de la congregación que lo esperaba, algo inquieta ya porque se había demorado tanto, no pudo sino por señas despedir a la congregación e indicar que había visto una visión. El castigo de la duda que había manifestado se llevó a efecto: Zacarías quedó mudo.

Oportunamente nació el niño en la comarca montañosa de Judeai donde estaba situado el hogar de Zacarías y Elisabet; y a los ocho días de haber nacido el niño, la familia se reunió de conformidad con la costumbre y lo requerido por la ley mosaica, para nombrar al niño al tiempo de su circuncisión.j Zacarías rechazó toda sugerencia de que se le diese al niño el nombre de su padre, y escribió con resolución terminante: “Juan es su nombre.” En el acto fue suelta la lengua del sacerdote mudok y, lleno del Espíritu Santo, prorrumpió en profecías, alabanzas y cánticos. Sus palabras inspiradas, puestas en música conocida como el Benedictus, se cantan como himno de adoración en muchas congregaciones cristianas:

“Bendito el Señor Dios de Israel, que ha visitado y redimido a su pueblo, y nos levantó un poderoso Salvador en la casa de David su siervo, como habló por boca de sus santos profetas que fueron desde el principio; salvación de nuestros enemigos, y de la mano de todos los que nos aborrecieron; para hacer misericordia con nuestros padres, y acordarse de su santo pacto; del juramento que hizo a Abraham nuestro padre, que nos había de conceder que, librados de nuestros enemigos, sin temor le serviríamos en santidad y en justicia delante de él, todos nuestros días. Y tú, niño, profeta del Altísimo serás llamado; porque irás delante de la presencia del Señor, para preparar sus caminos; para dar conocimiento de salvación a su pueblo, para perdón de sus pecados, por la entrañable misericordia de nuestro Dios, con que nos visitó desde lo alto la aurora, para dar luz a los que habitan en tinieblas y en sombra de muerte; para encaminar nuestros pies por camino de paz.”l

Las últimas palabras que Zacarías pronunció, antes de ser herido con mudez, fueron de duda e incredulidad, pidiendo una señal como prueba de la autoridad de uno que venía de la presencia del Altísimo; las palabras con que rompió ese largo silencio fueron de alabanzas a Dios, en quien ponía toda su confianza, lo cual fue por señal a todos los que le escucharon, y la fama de lo acontecido se extendió por toda la región.

Las circunstancias extraordinarias que acompañaron el nacimiento de Juan, particularmente los meses de mudez que pasó su padre y la repentina recuperación de su facultad para hablar cuando indicaba el nombre que había sido ordenado de antemano, causaron que muchos se maravillaran y otros se llenaran de temor, diciendo: “¿Quién será este niño?” Cuando Juan, después de haber crecido, alzó la voz en el desierto, nuevamente como cumplimiento de las profecías, la gente se preguntaba si acaso no sería el Mesías.m De su vida, entre su infancia y el principio de su ministerio público—un período de aproximadamente treinta años—no se ha escrito sino una sola frase: “Y el niño crecía, y se fortalecía en espíritu; y estuvo en lugares desiertos hasta el día de su manifestación a Israel.”n

La anunciación a la virgen

Seis meses después de la visita de Gabriel a Zacarías, y tres meses antes del nacimiento de Juan, fue enviado el mismo mensajero celestial a una doncella llamada María, que moraba en Nazaret, pueblo de Galilea. Era del linaje de David, y aun cuando todavía soltera, estaba desposada con un varón que se llamaba José, también de descendencia real por la línea de David. La salutación del ángel, rebosante de honor y bienaventuranza, causó que María se maravillara y turbara. “¡Salve, muy favorecida! El Señor es contigo; bendita tú entre las mujeres.”o Con estas palabras se dirigió Gabriel a la virgen.

Igual que las demás hijas de Israel, particularmente las de la tribu de Judá, cuya descendencia davídica era conocida, María indudablemente había anhelado con reverente gozo y éxtasis, la venida del Mesías del linaje real, pues sabía que alguna doncella judía llegaría a ser la madre del Cristo. ¿Sería posible que las palabras que le hablaba el ángel se relacionaran con esta esperanza suprema de la nación? No tuvo mucho tiempo para meditarlo, porque el ángel continuó, diciendo: “María, no temas, porque has hallado gracia delante de Dios. Y ahora, concebirás en tu vientre, y darás a luz un hijo, y llamarás su nombre JESUS. Este será grande, y será llamado Hijo del Altísimo; y el Señor Dios le dará el trono de David su padre; y reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin.”p

Aun con esto, ella no comprendió sino en parte la importancia de esta visita trascendental. No con el espíritu de duda, como el que había provocado a Zacarías a pedir una señal, sino con un deseo sincero de que se le informara y explicara, María, consciente de su estado soltero y segura de su condición virginal, preguntó: “¿Cómo será esto? pues no conozco varón.” La respuesta a su pregunta natural y sencilla fue la anunciación de un milagro como nunca jamás se había conocido en el mundo: no un milagro en el sentido de un acontecimiento que contravendría las leyes naturales, sino un milagro efectuado por la operación de una ley mayor, y de naturaleza tal, que la mente humana ordinariamente no llega a comprenderlo o considerarlo posible. Le fue informado a María que iba a concebir, y a su tiempo daría a luz un Hijo, del cual ningún mortal sería el padre: “Respondiendo el ángel, le dijo: El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por lo cual también el Santo Ser que nacerá, será llamado Hijo de Dios.”q

Entonces el ángel le hizo saber de la condición bendita de su prima Elisabet, que había sido estéril, y como explicación final y suficiente, añadió: “Porque nada hay imposible para Dios.” Con gentil sumisión y humilde aceptación, la joven virgen contestó: “He aquí la sierva del Señor; hágase conmigo conforme a tu palabra.”r

Habiendo comunicado su mensaje, Gabriel partió, dejando a la escogida Virgen de Nazaret para que reflexionara la maravillosa experiencia que había sido suya. El Hijo prometido de María habría de ser “el Unigénito” del Padre en la carne; así se había predicho positiva y abundantemente. Verdaderamente, el acontecimiento no tenía precedente; también es cierto que nunca jamás se ha igualado; pero que el nacimiento virginal habría de ser único, fue tan verdaderamente esencial para el cumplimiento de las profecías, como el que tal cosa aconteciera. Ese Hijo que nació de María fue engendrado por Elohim, el Padre Eterno, no contraviniendo las leyes naturales, sino de acuerdo con una manifestación superior de las mismas; y el Hijo de esa asociación de santidad suprema—Paternidad celestial y maternidad pura aunque terrenal—habría de llamarse con toda propiedad el “Hijo del Altísimo”. En su naturaleza habrían de combinarse las potencias de la Divinidad, y la capacidad y posibilidades del estado mortal; y esto de acuerdo con la operación normal de la ley fundamental de herencia—declarada por Dios, demostrada por la ciencia y admitida por la filosofía—de que los seres vivientes se han de propagar según su especie. El Niño Jesús habría de heredar los rasgos físicos, mentales y espirituales, las tendencias y poderes que distinguían a sus padres: uno inmortal y glorificado, a saber, Dios; el otro humano, una mujer.

Jesucristo nació de una mujer humana, pero no descendió directamente de ningún hombre humano, salvo que su madre era hija de hombre y mujer. Unicamente en nuestro Señor se ha cumplido la palabra de Dios, pronunciada con referencia a la caída de Adán, que la simiente de la mujer tendría poder para vencer a Satanás hiriendo la cabeza de la serpiente.s

Con respecto a lugar, condición y ambiente general, la anunciación de Gabriel a Zacarías y el mensaje comunicado a María contrastan notablemente. Al padre se hizo el anuncio del futuro precursor del Señor dentro del espléndido templo— en un sitio tan exclusivamente sagrado, que sólo otro lugar de esa Santa Casa lo sobrepujaba—bañado por la luz que irradiaba del candelero de oro e iluminado también por la lumbre de los carbones encendidos sobre el altar de oro. El Mesías fue anunciado a su madre en un pequeño pueblo, lejos de la capital y del templo, probablemente dentro de las paredes de una humilde casa galilea.

María visita a su prima Elisabet

No fue sino natural que María—hallándose sola y abrigando en su alma un secreto más santo, importante y emocionante que cualquiera que se ha conocido antes o después—buscara compañerismo, y principalmente una persona de su propio sexo en quien pudiese confiar, alguien que le diera consuelo y apoyo, y a la cual no haría mal en revelar lo que en esa ocasión probablemente ningún ser mortal sabía aparte de ella. Por cierto, su visitante celestial había indicado todo esto cuando hizo mención de Elisabet, la prima de María, pues ella misma era la recipiente de una bendición extraordinaria, y por su conducto se había efectuado otro milagro de Dios. María partió inmediatamente de Nazaret para la comarca montañosa de Judea, un viaje de aproximadamente ciento sesenta kilómetros, si es verídica la tradición de que en el pequeño poblado de Juttah se hallaba el hogar de Zacarías. Mutuamente se regocijaron María, la virgen joven, y Elisabet, ya entrada en años. Por las palabras de Gabriel, que su esposo le había comunicado, Elisabet debe haber sabido que el próximo nacimiento de su hijo sería seguido en breve por el advenimiento del Mesías y, consiguientemente, que estaba para rayar el alba del día tan ansiado en Israel, y por el cual se había orado a través de los siglos de obscuridad. Cuando llegó a sus oídos la salutación de María, el Espíritu Santo dio testimonio de que la madre elegida del Señor se hallaba delante de ella en la persona de su prima hermana; y al sentir el movimiento físico de su propia concepción bendita, correspondió al saludo de su visitante con reverencia: “Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre. ¿Por qué se me concede esto a mí, que la madre de mi Señor venga a mí?”t María le respondió con ese himno glorioso de alabanza que, con el nombre de Magnificat, se ha adaptado en el ritual músico de las iglesias:

“Engrandece mi alma al Señor; y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador. Porque ha mirado la bajeza de su sierva; pues he aquí, desde ahora me dirán bienaventurada todas las generaciones. Porque me ha hecho grandes cosas el Poderoso; santo es su nombre, y su misericordia es de generación en generación a los que le temen. Hizo proezas con su brazo; esparció a los soberbios en el pensamiento de sus corazones. Quitó de los tronos a los poderosos, y exaltó a los humildes. A los hambrientos colmó de bienes, y a los ricos envió vacíos. Socorrió a Israel su siervo, acordándose de la misericordia de la cual habló a nuestros padres, para con Abraham y su descendencia para siempre.”u

María y José

La visita duró unos tres meses, después de lo cual María volvió a Nazaret. Ahora tenía por delante la parte verdaderamente penosa de su situación. En la casa de su prima, ésta había entendido: su estado había servido para confirmar el testimonio de Zacarías y Elisabet; pero, ¿cómo se aceptaría su palabra en su propio pueblo?; y con mayor particularidad, ¿cómo la consideraría el varón con quien estaba desposada?v En aquella época los esponsales, hasta cierto punto, eran tan válidos como la ceremonia misma, y sólo podían deshacerse por medio de un rito de separación semejante a un divorcio; y esto a pesar de que los esponsales no eran sino una promesa de contraer matrimonio y no el propio acto. Cuando José saludó a su desposada, después de tres meses de ausencia, se afligió en extremo al notar las manifestaciones de su maternidad futura. La ley judía disponía la cancelación de los esponsales en una de dos maneras: por medio de un juicio y decreto públicos, o mediante un arreglo privado, para constancia del cual se redactaba un documento y se firmaba en presencia de testigos. José era un hombre justo, cumplidor estricto de la ley, pero no extremista severo; además, amaba a María y le evitaría toda humillación innecesaria, pese a su propia tristeza y sufrimiento. La publicidad lo llenaba de horror al pensar en María, de manera que se resolvió a anular los esponsales con toda la discreción que la ley permitiera. Se hallaba afligido y perturbado por causa de lo que tendría que hacer en el asunto, “y pensando él en esto, he aquí un ángel del Señor le apareció en sueños y le dijo: José, hijo de David, no temas de recibir a María tu mujer, porque lo que en ella es engendrado, del Espíritu Santo es. Y dará a luz un hijo, y llamarás su nombre JESUS, porque él salvará a su pueblo de sus pecados”.x

Grande fue el alivio que sintió José, y grande también su gozo al entender que la venida del Mesías, por tan largo tiempo anunciada, estaba cerca. Iban a cumplirse las palabras de los profetas: una virgen, para él la más estimada del mundo, había concebido, y en su tiempo daría a luz ese bendito Hijo Emanuel, “que traducido es: Dios con nosotros”.y La salutación del ángel, “José, hijo de David,” fue significativa, y la forma en que se dirigió a él, y el uso de este título real debe haber sido indicación para José de que aun cuando era descendiente de reyes, su matrimonio con María no perjudicaría su posición en la familia. José no vaciló; a fin de proveer a María toda la protección posible y establecer todo derecho legal como su guardián legítimo, se dio prisa a solemnizar el matrimonio e “hizo como el ángel del Señor le había mandado, y recibió a su mujer. Pero no la conoció hasta que dio a luz a su hijo primogénito; y le puso por nombre JESUS.”z

La esperanza nacional de un Mesías, basada en las promesas y profecías, se había confundido en el pensamiento judío por motivo de la influencia del rabinismo con sus muchas extravagancias y su “interpretación privada”,a a la que el prestigio artificialmente mantenido de los expositores daba la apariencia de ser autorizada. Sin embargo, se habían subrayado ciertas condiciones, juzgadas indispensables aun por los rabinos, y de acuerdo con estas bases esenciales sería juzgada la pretensión de todo judío que declarase ser Aquel que tanto tiempo habían esperado. Era indiscutible que el Mesías habría de nacer dentro de la tribu de Judá, y del linaje de David; y siendo de David, por fuerza sería de la descendencia de Abraham, mediante cuya posteridad, según el convenio, todas las naciones debían ser bendecidas.b

Hallamos en el Nuevo Testamento dos genealogías que supuestamente dan el linaje de Jesús, una en el primer capítulo del Evangelio según Mateo, la otra en el tercer capítulo del Evangelio según Lucas. Estas listas de progenitores contienen varias discrepancias aparentes, pero los estudios e investigaciones de los peritos en materia genealógica las han reconciliado satisfactoriamente. No se procurará hacer un análisis detallado del asunto aquí; pero debe tenerse presente que el criterio de los investigadores concuerda en que la narración de Mateo establece el linaje real y da el orden de sucesión entre los herederos legales del trono de David, mientras que la del evangelio según S. Lucas es una genealogía personal que indica la descendencia davídica, pero sin considerar la línea de sucesión legal al trono por medio de la primogenitura o parentesco cercano.c

Por otra parte, muchos consideran que la descendencia genealógica escrita por Lucas es la de María, mientras que la de Mateo es aceptada como la de José. El hecho principal que debemos recordar es que el Niño, prometido por Gabriel a María, la virgen desposada de José, habría de nacer de linaje real. La genealogía personal de José sería esencialmente la misma que la de María, pues los dos eran primos hermanos. Según Mateo, José era hijo de Jacob; e hijo de Eli, según S. Lucas; pero Jacob y Eli eran hermanos, y parece que uno de los dos fue el padre de José, y el otro, el padre de María y, consiguientemente, padre político de José. Muchas Escrituras establecen claramente que María era de la descendencia de David, pues en vista de que Jesús había de nacer de María, mas no engendrado por José—que era el padre declarado y, según la ley de los judíos, el padre legal—la sangre de la posteridad de David llegó al cuerpo de Jesús únicamente por conducto de María. Nuestro Señor, llamado repetidas veces el Hijo de David, nunca repudió el título, antes lo aceptó como si debidamente le correspondiera.d El testimonio de los apóstoles apoya con afirmación positiva la herencia real de Cristo por medio de su linaje terrenal, como lo hace constar la afirmación de Pablo, el erudito fariseo: “Acerca de su Hijo, que era del linaje de David según la carne”; y también: “Acuérdate de Jesucristo, del linaje de David, resucitado de los muertos.”e

En ninguna de las persecuciones que lanzaban contra El sus enemigos implacables, ni en las acusaciones falsas presentadas en su contra, o los cargos particulares de sacrilegio y blasfemia que le imputaban por haber admitido que era el propio Mesías, se hace mención, o se halla la más leve indicación de que su linaje lo incapacitaba para ser el Cristo. Los judíos conservaban meticulosamente su genealogía, así durante la época de Cristo como después; de hecho, su historia nacional era principalmente una relación genealógica; y si hubiera habido posibilidad alguna de rechazar al Cristo porque no existían pruebas de su descendencia, el insistente fariseo, instruido escriba, altivo rabino y aristócrata saduceo la habría utilizado hasta lo último.

En la época del nacimiento del Salvador, Israel se hallaba bajo el dominio de monarcas extranjeros. Los derechos de la familia real davídica no tenían validez, y el gobernador de los judíos era nombrado por Roma. Si Judá hubiese sido una nación libre e independiente, regida por su soberano legal, José el carpintero habría sido su rey; y el sucesor legal al trono, Jesús de Nazaret, Rey de los Judíos.

La anunciación de Gabriel a María se refirió al Hijo de David, en cuyo advenimiento la esperanza de Israel descansaba como sobre un fundamento seguro. Este Ser, divinamente anunciado, era Emanuel, el Dios que habría de morar con su pueblo en la carne, el Redentor del mundo, Jesús el Cristo.f

Notas Al Capitulo 7

  1. El santuario interior del templo.—El Lugar Santísimo del Templo de Herodes retuvo la forma y dimensiones del Oráculo del Templo de Salomón; por tanto, formaba un cubo geométrico de veinte codos en cada una de sus medidas principales. Entre éste y el Lugar Santo colgaba un velo doble del material más fino, lujosamente bordado. El velo exterior tenía una abertura en el extremo norte, el velo interior en el sur; de modo que el sumo sacerdote que entraba allí al tiempo señalado, una vez al año, podía pasar por entre los velos sin descubrir el Lugar Santísimo. La cámara sagrada se hallaba vacía, con excepción de una piedra grande sobre la cual el sumo sacerdote rociaba la sangre del sacrificio el Día de la Expiación. Esta piedra ocupaba el lugar del arca y el propiciatorio. Del otro lado del velo, en el Lugar Santo, se hallaba el altar del incienso, el candelero de siete brazos y la mesa para los panes sin levadura.—The House of the Lord, página 59.

  2. Juan el Bautista fue considerado nazareo.—Las instrucciones del ángel Gabriel dadas a Zacarías, de que Juan, el hijo prometido, “no beberá vino ni sidra”, junto con el modo de vivir de Juan en el desierto cuando ya hubo crecido, así como su costumbre de usar vestidos rústicos, han dado por consecuencia que los comentadores y peritos bíblicos supongan que fue nazareo toda su vida. Sin embargo, debemos recordar que en ninguna parte de las Escrituras existentes se dice definitivamente que Juan el Bautista haya sido nazareo. Este nombre, que significa consagrado o separado, se daba a aquel que por voto personal, o el que hacían por él sus padres, quedaba reservado para alguna obra especial o un curso de vida que comprendía la abnegación. (Véase la pág. 69 de esta obra.) Smith, en su Comparative Dictionary of the Bible, comenta: “En el Pentateuco nada se dice de los que habían de ser nazareos hasta el día de su muerte, pero sí se estipulan los reglamentos que habían de regir al nazareo que hacía voto por determinado tiempo. (Núm. 6:1,2) Durante el tiempo de su nazareato estaba obligado a abstenerse del vino, uvas y todo producto de la viña, así como de toda clase de bebidas embriagantes. Les era prohibido cortarse el cabello de la cabeza o arrimarse a cualquier cuerpo muerto, aun el de su pariente más cercano.” El único caso mencionado en las Escrituras de uno que haya sido nazareo toda su vida, fue el de Samsón, a cuya madre le fue requerido sujetarse a las observancias nazareas antes del nacimiento de su niño, el cual habría de ser “nazareo a Dios hasta el día de su muerte”. (Juec. 13:3-7, 14) En atención a la rigidez de su vida, debe atribuírsele a Juan el Bautista toda la disciplina personal requerida a los nazareos, sea que haya estado bajo voto personal o el de sus padres, o sin tener ninguna obligación de esa naturaleza.

  3. La Circuncisión.— Aun cuando no era una práctica hebrea o israelita exclusivamente, quedó establecida como requerimiento divino por medio de las revelaciones de Dios a Abraham, en señal del pacto entre Jehová y el Patriarca. (Gén. 17:9. 14) Se efectuó el convenio con objeto de incluir el establecimiento de la posteridad de Abraham como una nación grande, y se dispuso que por medio de sus descendientes todas las naciones de la tierra fuesen bendecidas (Gén. 22:18), promesa que, según se ha comprobada, significaba que el Mesías nacería por conducto de ese linaje. La circuncisión era requisito obligatorio y, por tanto, la práctica se convirtió en característica nacional. Todo varón había de ser circuncidado a los ocho días de su nacimiento. (Gén. 17:12; Lev. 12:3) Este requisito en cuanto a la edad llegó a ser de tan riguroso vigor, que aun cuando el octavo día cayera en sábado, el rito habría de efectuarse ese día. (Juan 7:22, 23) Todos los esclavos varones habrían de ser circuncidados (Gén. 17:12, 13) y aun los extranjeros que habitasen con los hebreos, si querían participar de la Pascua con ellos, tenían que someterse a este rito. (Exodo 12:48) Citamos el siguiente extracto de Standard Bible Dictionary: “La ceremonia representaba el abandono de la impureza como preparación para participar de los privilegios de ser miembro de Israel. En el Nuevo Testamento, habiéndose trasladado la importancia del aspecto externo y formal de las cosas al interno y espiritual, primeramente se declaró que era innecesario circuncidar a los gentiles que se convertían al evangelio (Hech. 15:28) y más tarde hasta los judíos cristianos hicieron caso omiso del rito.” Llegó a ser costumbre de nom-brar al niño al tiempo de su circuncisión, como se ve en el caso de Juan, hijo de Zacarías. (Lucas 1:59)

  4. La aflicción de Zacarías.—La señal que pidió Zacarías fue dada en esta forma por el ángel: “Y ahora quedarás mudo y no podrás hablar, hasta el día en que esto se haga, por cuanto no creíste mis palabras, las cuales se cumplirán a su tiempo.” (Lucas 1:20) Por lo que se dice respecto de la ocasión en que se circuncidó al niño y se le dio el nombre de Juan, algunos opinan que el padre afligido también quedó sordo, pues los que formaban la compañía tuvieron que hablarle “por señas” sobre el nombre que su hijo habría de llevar. (Versículo 62)

  5. Los esponsales judíos.—La ley judía siempre ha considerado sagrado y obligatorio el voto esponsalicio. En cierto respecto era tan válido como el propio matrimonio, aunque no ejercía ninguno de los derechos particulares del casamiento. Las siguientes afirmaciones breves son de la obra de Geikie, Life and Words of Christ, tomo i, página 99: “Entre los judíos de la época de María, era algo más que un compromiso. Los esponsales se llevaban a cabo con regocijo en la casa de la desposada bajo una tienda o pabellón pequeño levantado para el propósito. Era conocido como el acto de “hacer sagrada”, ya que desde ese momento la desposada era sagrada para su esposo en la manera más estricta. Para darle forma legal, el esposo entregaba a su desposada una moneda o su equivalente, ante testigos, con estas palabras: “He aquí, quedas desposada conmigo”; o también por un documento escrito, en el cual aparecían palabras semejantes y el nombre de la doncella, y esta constancia, en igual manera, se entregaba a ella delante de testigos.”

  6. Las genealogías de José y María.—”Hoy estamos casi seguros de que las genealogías en ambos evangelios son de José, con las cuales, si podemos depender de las tradiciones primitivas respecto de su consanguinidad, están relacionadas también las genealogías de María. La descendencia davídica de María está indicada en Hechos 2:30; 13:23; Romanos 1:3. Lucas 1:32, etc. S. Mateo da la descendencia legal de José por conducto de la línea mayor y real, como heredero del trono de David; S. Lucas da la descendencia natural. De modo que el padre verdadero de Salatiel era heredero de la casa de Natán, pero Jeconías, que nunca tuvo hijos (Jer. 22:30), fue el último representante directo de la línea real mayor. La omisión de algunos nombres desconocidos y la distribución simétrica en grupos de diez eran costumbres judías comunes. No será por demás decir que después de las obras de Mill (On the Mythical Interpretation of the Gospels, páginas 147-217) y de Lord A. C. Hervey (On the Genealogies of our Lord, 1853), virtualmente han desaparecido todas las dificultades en reconciliar las divergencias aparentes. De manera que en éste, así como en mu-chos otros casos, las discrepancias mismas que parecen ser las más irreconciliables y las más fatales para la exactitud histórica de los cuatro evangelistas, resultan ser, al investigarse con más cuidado y paciencia, prueba adicional no sólo de que son completamente independientes sino también enteramente confiables.”—Life of Christ, por Farrar, página 27, nota.

    El autor del artículo “Genealogía de Jesucristo,” que se halla en la obra, Smith’s Bible Dictionary, dice: “El Nuevo Testamento nos da la genealogía de solamente una persona, a saber, nuestro Salvador (Mateo 1; Lucas 3) … Las siguientes proposiciones explicarán la construcción verdadera de estas genealogías (según Lord A. C. Hervey): 1. Ambas son genealogías de José, es decir, de Jesucristo, como el hijo supuesto y legal de José y María. 2. La genealogía de Mateo, como lo asegura Grotio, es la descendencia de José en virtud de sucesor legal al trono de David. La de Lucas es la genealogía particular de José, en la que se muestra su nacimiento real como hijo de David, indicando con ello por qué era heredero de la corona de Salomón. El principio sencillo de que un evangelista presenta la genealogía que contiene los herederos sucesivos del trono de David y Salomón, mientras que el otro presenta las raíces paternas de aquel que era el heredero, explica todas las anomalías, concordancia y discrepancia de las dos genealogías, así como la circunstancia de haber dos en primer lugar. 3. María, la madre de Jesús, era probablemente hija de Jacob y prima hermana de José su esposo.”

    En el Journal of the Transactions of the Victoria Institute, or Philosophical Society of Great Britain, de 1912, tomo 44, páginas 9—36, aparece un artículo, “Las genealogías de nuestro Señor”, por la señora A. S. Lewis, junto con una discusión del asunto por muchos eruditos de habilidad reconocida, todo lo cual constituye una contribución valiosa a la literatura sobre este asunto. La escritora es una autoridad sobre manuscritos siríacos, y fue una de las dos mujeres que en 1892 descubrieron el palimpsesto siríaco de los cuatro evangelios en la biblioteca del Monasterio de Santa Catarina sobre el Monte de Sinaí. La distinguida autora afirma que la relación de S. Mateo atestigua la genealogía real de José y que la tabla genealógica de S. Lucas comprueba la igualmente real descendencia de María. Dice la Sra. Lewis: “El palimpsesto del Sinaí también nos dice que José y María fueron a Belén para ser empadronados allí, porque ambos eran de la familia y linaje de David.”

    El canónigo Girdlestone, comentando el artículo, hace hincapié pertinente en la posición de María como princesa de sangre real por motivo de su descendencia davídica, y dice: “Cuando el ángel le predijo a María el nacimiento del Santo Niño, le dijo: ‘El Señor Dios le dará el trono de David su padre.’ Ahora bien, si José con quien estaba desposada, hubiese sido el único que descendía de David, María habría contestado: ‘Aún no estoy casada con José’; pero sencillamente dijo: ‘No conozco varón’, con lo que indicó claramente que en vista de ser descendiente de David, podría transmitir su sangre real a un hijo, si fuera casada; pero ¿cómo podía tener un hijo real mientras todavía era virgen?”

    Después de mencionar brevemente la ley judía respecto de la adopción, la cual dispone (según el Código de Hamurabí, Sección 188) que si un hombre le enseña un arte a su hijo adoptivo, a éste le son confirmados por ese medio todos los derechos de herencia, el mismo autor agrega: “Si la corona de David se hubiese entregado a su sucesor en la época de Herodes, le habría correspondido a José. ¿Y quién habría sido el sucesor legal de José? Jesús de Nazaret habría sido el Rey de los Judíos, y el título que fijaron sobre la cruz expresó la verdad. Dios lo había levantado a la casa de David.”