Jesucristo
Capitulo 12: Jesus Inicia su Ministerio Publico


Capitulo 12

Jesus Inicia su Ministerio Publico

La primera purificación del templo

POCO después de las festividades de boda en Caná Jesús, acompañado de sus discípulos, así como de su madre y otros miembros de la familia, partió para Capernaum, pueblo agradablemente situado cerca del extremo norte del Mar de Galilea o Lago de Genezaret,a donde se efectuaron muchas de las obras milagrosas de nuestro Señor. De hecho, llegó a ser conocida como su propia ciudad;b pero debido a la incredulidad de sus habitantes, Jesús se lamentó sobre ella cuando lleno de tristeza anunció el juicio que le sobrevendría.c El sitio exacto de la ciudad no se conoce actualmente. En esta ocasión Jesús permaneció pocos días en Capernaum; se acercaba el tiempo de la Pascua y, de conformidad con la ley y costumbre judías, subió a Jerusalén.

Los Evangelios sinópticos,d que se dedican principalmente a la obra de Cristo en Galilea, no hacen mención de su asistencia a esta conmemoración pascual entre su décimosegundo cumpleaños y el día de su muerte; y estamos agradecidos a Juan por la narración de esta visita que ocurrió al principio del ministerio público de Cristo. No es improbable que Jesús haya asistido a otras Pascuas durante los dieciocho años que los evangelistas dejan pasar en completo y reverente silencio; pero en ninguna de estas visitas anteriores habría podido, siendo menor de treinta años, asumir el derecho o prerrogativa de un maestro, sin contravenir las costumbres establecidas.e Merece nuestra atención notar que en esta visita al templo—la primera que se menciona en las Escrituras desde la ocasión en su niñez—Jesús continuó su obra en los “negocios” de su Padre como previamente lo había hecho. Estaba en el servicio de su Padre cuando lo hallaron discutiendo con los doctores de la ley,f y en la causa de su Padre fue impulsado a obrar en esta ocasión posterior.

Con anterioridad nos hemos referido de paso a la asistencia tan numerosa y mixta a la celebración de la Pascua;g y convendría tener presente algunas de las costumbres indecorosas que prevalecían. Habíase complementado la ley de Moisés con una recopilación cada vez mayor de reglamentos, y los rígidamente aplicados requisitos concernientes a los sacrificios y tributos habían hecho surgir un sistema de ventas y comercio dentro de los sagrados recintos de la Casa del Señor. En los patios exteriores había establos para los bueyes, puestos para las ovejas, jaulas con palomas y tórtolas, y por otra parte, los vendedores pregonaban las cualidades ceremoniales de estas víctimas designadas para el sacrificio y exigían por ellas el precio cabal. También en esa ocasión se acostumbraba pagar el impuesto anual del santuario, o sea el rescate exigido a todo varón de Israel, que equivalía a medio sicloh por persona, sin consideración a su estado de pobreza o riqueza. Debía pagarse “conforme al siclo de santuario”, que significaba, según lo habían interpretado los rabinos, en moneda del templo. El dinero común y corriente, cuyas variedades llevaban estampadas efigies e inscripciones de origen pagano, no era aceptable; y como consecuencia, los cambiadores de dinero negociaban prósperamente en los terrenos del templo.

Justificadamente indignado por lo que vio, lleno de celo por la santidad de la Casa de su Padre, Jesús optó por limpiar el lugar;i y sin detenerse para argumentar con palabras, recurrió en el acto a la fuerza física, casi violenta, la única forma de lenguaje figurativo que mejor entendían aquellos corruptos comerciantes de riquezas mal adquiridas. Rápidamente improvisando un azote de cuerdas, hirió a diestra y siniestra, librando y echando fuera ovejas, bueyes y traficantes humanos, trastornando las mesas de los cambiadores y haciendo rodar por el suelo sus montones heterogéneos de monedas. Con tierna consideración hacia las cautivas e indefensas aves, se refrenó de molestar sus jaulas, pero mandó a sus dueños: “Quitad de aquí esto”; y a los avaros negociantes ordenó, como con voz de trueno que los hizo temblar: “No hagáis de la casa de mi Padre casa de mercado.” Sus discípulos vieron en lo acontecido el cumplimiento de las palabras del Salmista: “El celo de tu casa me consume.”j

Los judíos, y con esta designación nos referimos a los sacerdotes y príncipes del pueblo, no osaron protestar, imputando de injusta, esta acción vigorosa; siendo conocedores de la ley, reconocieron que eran culpables de corrupción, avaricia y responsabilidad personal por la profanación del templo. Todos sabían que los sagrados recintos urgentemente necesitaban una purificación; y el único asunto sobre el cual se atrevieron a interrogar al Purificador fue por qué había El asumido la ejecución de lo que era el deber de ellos. Virtualmente se sometieron a su activa intervención, como si se tratara de alguien cuya posible investidura de autoridad quizá tendrían que reconocer más adelante. Esta sumisión momentánea estaba fundada en el temor, y éste a la vez, en sus conciencias culpables. Cristo prevaleció sobre aquellos judíos vacilantes en virtud del eterno principio de que la justicia es más potente que la maldad, y el hecho psicológico de que la sensación de culpabilidad priva de valor al delincuente, cuando su alma claramente ve la inminencia de una justa retribución.k Sin embargo, temiendo que fuese un profeta revestido de poder, cosa que ningún sacerdote o rabino viviente ni siquiera profesaba ser, tímidamente le pidieron prueba de su autoridad: “¿Qué señal nos muestras, ya que haces esto?”. Lacónicamente, y casi sin hacer aprecio de aquella demanda tan común entre los hombres impíos y adúlteros,l Jesús respondió: “Destruid este templo, y en tres días lo levantaré.”m

Cegados por sus propias artimañas, reacios a reconocer la autoridad del Señor, pero a la misma vez temerosos de la posibilidad de estar oponiéndose a uno que tenía el derecho de obrar, los oficiales perturbados vieron en las palabras de Jesús referencia al imponente templo de cantería, dentro de cuyos muros se hallaban. Cobraron un poco más ánimo; aquel extranjero galileo que tan manifiestamente impugnaba su autoridad hablaba irreverentemente de su templo, que para ellos era la expresión visible de lo que tanto se jactaban de ser: hijos del convenio, adoradores del Dios viviente y verdadero, y por ende, superiores a todos los pueblos paganos e idólatras. Con aparente indignación respondieron: “En cuarenta y seis años fue edificado este templo, ¿y tú en tres días lo levantarás?”.n

Aunque se malograron sus deseos de suscitar la ira popular en contra de Jesús en esta ocasión, los judíos no se permitieron olvidar ni perdonar sus palabras. Más tarde, mientras preso e indefenso lo hicieron pasar por el ilícito juicio simulado ante un tribunal de pecadores, la calumnia más vil pronunciada en su contra fue la del falso testigo que declaró: “Nosotros le hemos oído decir: Yo derribaré este templo hecho a mano, y en tres días edificaré otro hecho sin mano”,o y mientras colgaba en medio de sus sufrimientos físicos, los escarnecedores que se acercaban a la cruz meneaban la cabeza y decían: “¡Bah! tú que derribas el templo de Dios, y en tres días lo reedificas, sálvate a ti mismo, y desciende de la cruz”.p

Sin embargo, ninguna alusión hizo Jesús al colosal Templo de Herodes en las palabras que pronunció a los judíos, al demandarle éstos las credenciales de una señal, sino al santuario de su propio cuerpo, dentro del cual moraba más literalmente el siempre viviente Espíritu del Eterno Dios, que en el Lugar Santísimo hecho por hombres. Su doctrina fue: “El Padre está en mí.”q

“El hablaba del templo de su cuerpo”, la verdadera morada del Altísimo.r Esta referencia a la destrucción del templo de su cuerpo y la restauración de él después de tres días, es la primera profecía escrita sobre su muerte y resurrección señaladas. Ni aun los discípulos comprendieron el profundo significado de sus palabras sino hasta después que resucitó de los muertos; entonces recordaron y entendieron. Los sacerdotes judíos no eran tan cerrados de cabeza como aparentaban, pues leemos que vinieron a Pilato, mientras el cuerpo de Cristo crucificado reposaba en la tumba, y dijeron: “Señor, nos acordamos que aquel engañador dijo, viviendo aún: Después de tres días resucitaré”.s Aunque hallamos muchos pasajes en los que Cristo anunció que moriría, y al tercer día volvería a vivir, las afirmaciones más claras fueron dirigidas a los apóstoles más bien que manifiestamente al público. Casi es seguro que los judíos que hablaron con Pilato recordaban la declaración hecha por Jesús, cuando habían quedado confusos delante de El, al tiempo de la purificación de los patios del templo.t

Esta impugnación de las costumbres sacerdotales y purificación de los contornos del templo por la fuerza no pudieron sino dejar impresionados, con diversos efectos, a los que habían asistido a la fiesta; y éstos, al volver a sus casas en lejanas y ampliamente separadas provincias, difundirían la fama del valeroso Profeta Galileo. Muchos de los de Jerusalén creyeron en El en esa época, principalmente porque fueron atraídos por los milagros que obraba; pero leemos que “Jesús mismo no se fiaba de ellos”, comprendiendo el fundamento inseguro de lo que profesaban. La adulación popular era ajena a su propósito; no buscaba un séquito heterogéneo, antes iba a recoger en torno de sí a quienes recibieran el testimonio del Padre sobre su Mesiazgo. “El conocía a todos, y no tenía necesidad de que nadie le diese testimonio del hombre, pues él sabía lo que había en el hombre“.u

El incidente de la purificación del templo que Cristo efectuó por la fuerza es una contradicción del concepto tradicional que nos lo representa como de un Ser tan dócil y retraído en su porte, que le da la apariencia de carecer de virilidad. Benigno era, y paciente en las aflicciones, misercordioso y longánime en su trato con los pecadores contritos, pero a la vez severo e inflexible cuando se encaraba con la hipocresía, e irrefrenable cuando denunciaba a los que persistían en hacer lo malo. Su genio se adaptaba a las condiciones en que se hallaba: con igual facilidad fluían de sus labios tiernas palabras de aliento, como ardientes frases de justa indignación. Su naturaleza no fue el concepto poético de una invariable dulzura querúbica, sino la de un hombre, con las emociones y pasiones esenciales de la virilidad y masculinidad. Este Ser, que a menudo lloraba de compasión, en otras ocasiones manifestaba con palabras y hechos el justo enojo de un Dios. Sin embargo, siempre fue el amo de todas sus pasiones, pese a la suavidad con que fluían o la fuerza con que se desataban. Contrastemos el benigno Jesús, movido a prestar un servicio hospitalario por las necesidades de una fiesta de bodas en Caná, y el Cristo indignado, hiriendo con un azote, y en medio de la conmoción y alboroto que había provocado, echando delante de sí hombres y ganado como manada impura.

Jesús y Nicodemov

En el hecho de que Nicodemo, fariseo de profesión y uno de los más ilustres de los príncipes de los judíos, vino a Jesús con la misión de interrogar, hallamos evidencia de que los notables hechos efectuados por Él durante esta Pascua memorable habían causado que creyesen en Él algunos de la clase educada, aparte de muchos de los del vulgo. Hay un significado particular en la circunstancia de que la visita se hizo de noche. Aparentemente el hombre se vio impulsado por un deseo genuino de saber más acerca del Galileo, cuyas obras no podían pasar inadvertidas; aunque la categoría de su puesto y el temor de que posiblemente fuera a sospecharse que él se había adherido al nuevo Profeta lo impulsaron a celebrar su entrevista en privado.x Dirigiéndose a Jesús por el título que él mismo poseía, y por él considerado como de honor y respeto dijo: “Rabí, sabemos que has venido de Dios como maestro; porque nadie puede hacer estas señales que tú haces, si no está Dios con él”.y

Si porque usó el plural de la primera persona, “sabemos”, queda indicado que fue enviado por el Sanedrín o por la Sociedad de Fariseos—cuyos miembros solían hablar en esa forma, considerándose representantes de la orden—o si lo empleó retóricamente refiriéndose sólo a sí mismo, poco importa. Reconoció a Jesús como maestro “venido de Dios”, y expuso sus razones. La débil fe que empezaba a despertar en el corazón del hombre estaba fundada en la evidencia de milagros, apoyada principalmente por el efecto psicológico de señales y prodigios. Mas con todo, debemos darle crédito por su sinceridad y propósito íntegro.

Sin esperar preguntas directas, “respondió Jesús y le dijo: De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios”. Parece que Nicodemo quedó confuso; preguntó cómo era posible tal rejuvenecimiento: “¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo? ¿Puede acaso entrar por segunda vez en el vientre de su madre, y nacer?”. No estamos cometiendo una injusticia contra Nicodemo con suponer que en su calidad de rabino, hombre versado en las Escrituras, él debía haber sabido que las palabras de Jesús encerraban otro significado aparte de un nacimiento literal en la carne. Además, de ser posible que el hombre naciera literalmente por segunda vez en la carne, ¿en qué forma beneficiaría tal nacimiento su desarrollo espiritual? No constituiría más que una segunda entrada en la etapa de la existencia física, no un paso hacia adelante. Este hombre sabía que el símbolo de un nacimiento nuevo era común en las enseñanzas de sus días. De todo prosélito, convertido al judaísmo se decía, al tiempo de su conversión, que había nacido de nuevo.

La sorpresa manifestada por Nicodemo probablemente se debió, en parte por lo menos, a lo universal del requisito anunciado por Cristo. ¿Estaban incluidos los hijos de Abraham? El tradicionalismo de siglos se oponía a semejante concepto. Los paganos tenían que nacer de nuevo a través de una aceptación formal del judaísmo, si querían compartir, aun en pequeña parte, las bendiciones que pertenecían por herencia a la casa de Israel; pero Jesús parecía tratar igual a todos, judíos y gentiles, idólatras paganos y aquellos que con los labios, por lo menos, llamaban Dios a Jehová.

Jesús repitió la declaración y con mayor exactitud, recalcando por medio de la impresionante frase, “De cierto, de cierto”, la lección más importante que había llegado a oídos de este príncipe de Israel: “De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios.” Al asombrado rabino entonces se explicó que el nuevo nacimiento—declarado en la manera ya citada como condición absoluta y esencial para entrar en el reino de Dios, aplicable a todo hombre, sin limitación o excepción—constituía una regeneración espiritual: “Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es. No te maravilles de que te dije: Os es necesario nacer de nuevo”. El sabio judío continuaba reflexionando, pero no comprendía. Posiblemente en esos momentos se oyó el soplido de la brisa nocturna; si así fue, Jesús no hizo más que utilizarlo, como lo haría el hábil maestro para recalcar una lección: “El viento sopla de donde quiere, y oyes su sonido; mas ni sabes de dónde viene, ni a dónde va; así es todo aquel que es nacido del Espíritu”. Expresado claramente, le fue dado a entender a Nicodemo que su erudición mundana y posición oficial de nada le servían cuando se trataba de entender las cosas de Dios. Por medio del sentido físico del oído sabía que el viento soplaba; con la vista podía darse cuenta por dónde pasaba; sin embargo, ¿qué sabía él de la causa final aun de este fenómeno sencillo? Si Nicodemo realmente deseaba ser instruido en asuntos espirituales, tenía que despojarse del prejuicio nacido del conocimiento que profesaba tener de cosas menores.

Rabino y eminente miembro del Sanedrín podría ser, pero allí en el humilde aposento del Doctrinador de Galilea, Nicodemo se hallaba en presencia de un Maestro. Con el aturdimiento de la ignorancia preguntó: “¿Cómo puede hacerse esto?”. La contestación debe haber avergonzado, cuando no humillado al hombre: “¿Eres tú maestro de Israel—le dijo—y no sabes esto?” Es palpable que previamente había tenido a su disposición algún conocimiento de ciertos principios fundamentales del evangelio, y se le había hecho esta reconvención por carecer de conocimiento, y mayormente en vista de que era maestro del pueblo. Entonces nuestro Señor graciosamente explicó con mayor amplitud, testificando que hablaba de un conocimiento seguro, basado en lo que había visto, mientras que Nicodemo y sus compañeros no estaban dispuestos a aceptar el testimonio de sus palabras. Por otra parte, Jesús aseveró que su misión era la del Mesías, y categóricamente predijo su muerte y la manera en que habría de llevarse a cabo: que El, el Hijo del Hombre, sería levantado, igual que la serpiente levantada por Moisés en el desierto, como tipo, a fin de que Israel se librase de la plaga fatal.”z

El propósito de la muerte predeterminada del Hijo del Hombre fue el siguiente: “Para que todo aquel en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna”; pues precisamente para este objeto, y movido por su infinito amor por el hombre, el Padre había consagrado a su Hijo Unigénito. Además, aun cuando era cierto que durante su advenimiento terrenal el Hijo no había venido para actuar como juez, sino para enseñar, persuadir y salvar, sin embargo, el resultado de rechazar a ese Salvador sería una condenación segura, porque había venido la luz, y los impíos huyeron de la luz, aborreciéndola mediante su preferencia por las tinieblas con que esperaban ocultar sus malos hechos. Quizá también en esto Nicodemo sintió remordimiento de conciencia, pues ¿no había él tenido miedo de venir en la luz, escogiendo más bien las horas de obscuridad para hacer su visita? En las palabras concluyentes del Señor hallamos combinadas la instrucción y la reprensión: “Mas el que practica la verdad viene a la luz, para que sea manifiesto que sus obras son hechas en Dios”.

La narración de esta entrevista entre Nicodemo y el Cristo constituye una de las partes más instructivas y preciosas de nuestras Escrituras que se refieren a la necesidad absoluta de cumplir sin reserva con las leyes y ordenanzas del evangelio, como medio indispensable para lograr la salvación. La fe en Jesucristo como el Hijo de Dios, sólo por medio de quien los hombres pueden lograr la vida eterna; el abandono del pecado, volviéndose resueltamente de las espesas tinieblas de la maldad a la luz salvadora de la justicia; el requisito incondicional de un nacimiento nuevo mediante el bautismo en el agua, el cual por fuerza deberá ser por inmersión, ya que de lo contrario la figura de un nacimiento no tendría significado alguno, y la consumación del nuevo nacimiento por medio del bautismo del Espíritu—todos estos principios se enseñan aquí con tanta sencillez y claridad, que ningún hombre puede tener excusa plausible para ignorarlos.

Si Jesús y Nicodemo fueron las únicas personas que tomaron parte en la entrevista, Juan, narrador de la misma, debe haber obtenido sus informes de uno de los dos. En vista de que fue uno de los primeros discípulos, y más tarde uno de los apóstoles, y como en la compañía apostólica se distinguió por su íntimo compañerismo personal con el Señor, lo más probable es que oyó lo acontecido de los labios de Jesús. Evidentemente Juan tuvo por objeto referir la grande e importante leccìón de la visita, más bien que una historia circunstancial. La relación termina tan abruptamente como empezó; se omiten incidentes sin importancia; cada frase es significativa; se pone de relieve que el escritor comprendía la profunda importancia de su tema y le dio el trato correspondiente. Lo que posteriormente se dice de Nicodemo tiende a confirmar el carácter que manifestó en esta conversación con Jesús: que estaba consciente de una creencia en el Cristo, la cual, sin embargo, jamás se desarrolló en una fe genuina y viril que lo impulsara a aceptarlo y servirlo, sin consideración al costo o las consecuencias.a

De la ciudad al campo

Partiendo de Jerusalén, Jesús y sus discípulos llegaron a las partes rurales de Judea. Allí permanecieron, indudablemente predicando según se presentaba o se lograba la oportunidad, y los que creían en El eran bautizados.b El tema principal de sus primeras enseñanzas públicas fue el mismo que el de su precursor en el desierto: “Arrepentios, porque el reino de los cielos se ha acercado”.c El Bautista continuó su obra; pero ahora que había confesado al Más Poderoso, ante cuya venida fue su misión preparar camino, indudablemente atribuía un significado algo diferente al bautismo que él administraba. Al principio había bautizado por vía de preparación para Aquel que había venir; ahora bautizaba, orientando hacia Aquel que había venido, a los creyentes arrepentidos.

Había surgido una disputa entre algunos de los celosos adherentes de Juan y uno o más de los judíos,d sobre la doctrina de la purificación. Según el contextoe casi no hay duda de que la cuestión se relacionaba con los méritos relativos del bautismo de Juan y el que administraban los discípulos de Jesús. Con razonable fervor y celo bien intencionado por su maestro, los discípulos de Juan que habían tomado parte en la disputa vinieron a él, diciendo: “Rabí, mira que el que estaba contigo al otro lado del Jordán, de quien tú diste testimonio, bautiza, y todos vienen a él”. Inquietaba a los prosélitos de Juan el éxito de Aquel a quien ellos consideraban en cierto respecto como rival de su querido maestro. ¿No había sido Juan el primer testigo de Jesús? “De quien tú diste testimonio”—le informaron, ni siquiera dignándose llamar a Jesús por su nombre. Siguiendo el ejemplo de Andrés y de Juan el futuro apóstol, el pueblo estaba abandonando al Bautista y allegándose al Cristo. La contestación de Juan a sus fervorosos discípulos constituye un ejemplo sublime de abnegación. Su respuesta fue en esencia: El hombre recibe únicamente según Dios le da. No me es concedido hacer la obra de Cristo. Vosotros mismos me sois testigos de que negué ser el Cristo, y dije que había sido enviado delante de Él. Él es como el Esposo; yo soy únicamente como el amigo del esposo,f su sirviente; y me regocijo en gran manera por estar cerca de Él; su voz me causa felicidad y así mi gozo es cumplido. Aquel de quien habláis se halla al principio de su ministerio; yo, cerca del fin del mío. A Él conviene crecer, a mí menguar. Descendió del cielo y, por consiguiente, es superior a todo lo que hay sobre la tierra; no obstante, los hombres se niegan a recibir su testimonio. A tal Ser no se da una porción del Espíritu de Dios; suyo es en medida cabal. El Padre lo ama a Él, el Hijo, y ha puesto todas las cosas en su mano, y “el que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que desobedece al Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él”.g

En esta respuesta, dada en las condiciones existentes, puede encontrarse el espíritu de la verdadera grandeza y de una humildad que sólo podía estar basada en la convicción de una seguridad divina dada al Bautista con referencia a su posición y la del Cristo. En varios respectos Juan fue grande entre los que nacen de mujeres.h Había emprendido su obra cuando Dios se lo mandó;i comprendía que hasta cierto grado su misión había sido reemplazada, y pacientemente esperaba su relevo; pero en el ínterin continuaba su ministerio de dirigir almas a su Maestro. Se aproximaba el principio del fin. Poco después fue aprehendido y encerrado en la cárcel, donde, según se indicará más adelante, fue degollado para satisfacer la venganza de una mujer impía cuyos pecados él había denunciado osadamente.j

Los fariseos notaban con una inquietud cada vez mayor la popularidad creciente de Jesús, que se manifestaba en el hecho de que eran más numerosos aquellos que lo seguían y aceptaban el bautismo de manos de sus discípulos, que los que habían acudido al llamado de Juan el Bautista. Hubo peligro de una oposición directa, y como Jesús deseaba evitar el estorbo que tal persecución ocasionaría a su obra en esa época, se apartó de Judea y volvió a Galilea, viajando por Samaria. Su regreso a la provincia del norte se llevó a cabo después de ser encarcelado el Bautista.k

Notas al Capitulo 12

  1. El Mar de Galilea.—La configuración de este cuerpo principal de agua fresca de la Palestina es semejante a una pera, y mide aproximadamente veintiún kilómetros entre sus puntos más distantes de Norte a Sur, y entre diez y once kilómetros en su parte más ancha. El río Jordán desemboca en él por el extremo noreste y lo desagua por el sudoeste y, por tanto, el lago puede considerarse como una amplia expansión del río, aunque este depósito de agua alcanza una profundidad de cerca de sesenta y seis metros. El Jordán une el mar de Galilea con el Mar Muerto, cuerpo de agua extensamente salada, el cual, por su abundancia de sales disueltas y la densidad consiguiente de sus aguas, puede compararse con el gran Lago Salado de Utah, aunque la composición química de las aguas es muy distinta. S. Lucas se refiere al mar de Galilea de acuerdo con su clasificación más adecuada, es decir, un lago (Lucas 5:1, 2; 8:22, 33) Llega hasta el borde del lago, por el noroeste, una llanura que en tiempos remotos se cultivaba extensamente, y la cual era conocida como la tierra de Genezaret (Mateo 14:34; Marc. 6:53), razón por la cual el cuerpo de agua llegó a ser conocido como el mar o lago de Genezaret (Lucas 5:1) Debido a la prominencia de una de las ciudades situadas sobre su ribera occidental, también era conocido como el mar de Tiberias. (Juan 6:1, 23; 21:1) En el Antiguo Testamento es llamado el mar de Cinnereth (Núm. 34:11) o Cinneroth (Jos. 12:3,) que era el nombre de una ciudad contigua (Jos. 19:35). La superficie del lago o mar se encuentra a varios metros debajo del nivel normal del mar, 206 metros más bajo que el Mediterráneo, según Zenós, o 212 metros según otros. Esta concavidad da a la región un clima semitropical. Zenós comenta lo siguiente en el Standard Bible Dictionary: “Las aguas del lago son bien conocidas por su abundancia de peces. Consiguientemente, la industria de la pesca era uno de los recursos más estables de la región circunvecina. … Otro rasgo característico del mar de Galilea es su susceptibilidad a tormentas repentinas, en parte causadas por hallarse mucho más bajo que la meseta adyacente (situación que ocasiona diferencias en la temperatura y disturbios consiguientes en la atmósfera), y en parte por las corrientes de aire que irrumpen en el valle del Jordán desde las alturas del monte Hermón. El acontecimiento que hallamos en Mateo 8:24 no es extraordinario. Los que navegan sobre el lago se ven obligados a ejercer gran cuidado a fin de evitar el peligro de estas tormentas. Las playas del mar de Galilea, así como el lago mismo, sirvieron de fondo a muchos de los acontecimientos más notables narrados en los Evangelios”.

  2. Los cuatro Evangelios.—Todos los que estudian cuidadosamente el Nuevo Testamento indudablemente habrán notado que los libros de Mateo, Marcos y Lucas refieren los acontecimientos de las palabras y hechos del Salvador en Galilea con mayor amplitud que su obra en Judea; el libro o Evangelio de Juan, por otra parte, narra más particularmente los hechos del ministerio de nuestro Señor en Judea, pero sin omitir sucesos importantes que se verificaron en Galilea. En cuanto a su estilo de escribir y manera de tratar las cosas, los autores de los primeros tres Evangelios (que con Juan son llamados colectivamente evangelistas en la literatura teológica) difieren más notablemente del autor del cuarto Evangelio que entre sí mismos. Los hechos narrados por los primeros tres se pueden clasificar, cotejar o disponer con mayor facilidad, y como consecuencia, los Evangelios escritos por Mateo, Marcos y Lucas hoy son comúnmente conocidos como los Evangelios Sinópticos.

  3. Treinta años de edad.—Según S. Lucas (3:32) Jesús tenía aproximadamente treinta años de edad cuando fue bautizado, y hallamos que poco después inició públicamente la obra de su ministerio. La ley disponía que al llegar a la edad de treinta años los levitas asumieran la obligación de emprender su servicio especial (Núm. 4:3). En su Bible Commentary, Clark comenta así el pasaje de Lucas 3:23: “Era la edad, exigida por ley, que los sacerdotes debían tener antes de poder ser instalados en su puesto”. Posiblemente Jesús respetó lo que había llegado a ser una costumbre de la época, esperando hasta cumplir la edad indicada antes de iniciar públicamente su labor de Maestro entre el pueblo. Como no era de descendencia levítica, no estaba calificado para recibir la ordenación sacerdotal del Orden Aarónico, y, desde luego, no esperó que se le confiriera para dar principio a su ministerio. Si hubiera enseñado en público a una edad menor habría provocado la crítica y la objeción; y esto pudiera haber resultado en una seria desventaja o estorbo desde el principio.

  4. Las multitudes y confusión en la fiesta de la Pascua.—Aun cuando se admite como imposibilidad que siquiera una porción razonablemente grande del pueblo judío pudiera estar presente en las festividades anuales de la Pascua en Jerusalén, indudablemente era enorme la asistencia acostumbrada a la celebración del templo en los días de Jesús, y como consecuencia, se disponía lo necesario para la observancia local de la fiesta. Josefo dice que el gentío que se reunía con motivo de la Pascua era “una multitud innumerable” (Wars of the ]ews, ii, 1:3), y en otro lugar (Ibid., vi, 9:3) declara que el número de los asistentes llegaba a la enorme cifra de tres millones de almas; así está escrito, aunque muchos escritores modernos consideran lo afirmado como una exageración. Josefo dice que a fin de informar al emperador Nerón sobre la fuerza numérica del pueblo judío, particularmente en la Palestina, Cestio mandó que los príncipes de los sacerdotes contaran el número de corderos muertos en la fiesta. Se dice que el número ascendió a 256.500 animales; así que, calculando entre 10 y 11 personas en cada mesa pascual, indicaría la presencia, dice él, de por lo menos 2.700.200 almas, sin contar los visitantes no judíos, ni los de Israel, a quienes estaba prohibido participar de la cena pascual por motivo de impurezas ceremoniales.

    Geikie en su obra, Life and Words of Christ, capítulo 30, bosqueja admirablemente las escenas de confusión, consecuencias inevitables de las condiciones que entonces prevalecían, y cita muchas autoridades de épocas anteriores para apoyar sus afirmaciones: “Obstruían las calles las multitudes procedentes de todas partes, que para poder llegar al Templo tenían que pasar junto a rebaños de ovejas y hatos de ganado, apiñándose en el centro deprimido de cada calle reservada para ellos, para no rozarse con los animales y profanarse. Los vendedores de toda especie concebible de mercancía agobiaban a los peregrinos, porque las grandes fiestas, como ya se ha dicho, eran el tiempo de la cosecha para todos los comerciantes de Jerusalén, así como en la Meca, la época del gran concurso de adoradores que van a la tumba del Profeta es, hasta el día de hoy, la ocasión de mayor comercio entre los mercaderes peregrinos que integran las caravanas de todas partes del mundo mahometano.

    “Dentro del sitio del Templo, eran peor el ruido y la aglomeración, de ser posible tal cosa. Se colocaban rótulos con instrucciones para que la gente conservara su derecha o izquierda, como si se tratara de las calles más transitadas de Londres. El patio exterior, en el cual podían entrar otros aparte de los judíos, y por tanto, era conocido como el Patio de los Gentiles, estaba lleno, en parte, de establos para las ovejas, cabras y ganado que se vendían para la fiesta y los holocaustos. Los vendedores vociferaban los méritos de sus animales, las ovejas balaban y los bueyes mugían. Era, de hecho, la gran feria anual de Jerusalén, y las multitudes contribuían a tal grado al tumulto y alboroto, que los servicios en los patios contiguos eran lamentablemente perturbados. Los vendedores de palomas—para las mujeres pobres que venían de todas partes del país para la ceremonia de la purificación, así como para otras—tenían su lugar aparte. Por cierto, la venta de palomas se hallaba principal, aunque secretamente, en manos de los propios sacerdotes; y particularmente el sumo sacerdote Anás percibía notables ganancias de sus palomares sobre el monte de los Olivos. El alquiler de los establos para las ovejas y ganado, así como las utilidades de las palomas, habían causado que los sacerdotes aprobaran la incongruencia de permitir que el Templo mismo fuera convertido de esta manera en estrepitoso mercado. Y esto no era todo. Los alfareros aburrían a los peregrinos con sus platos y cocedores de barro para el cordero pascual; cientos de comerciantes pregonaban sus artículos en alta voz; los puestos de vino, aceite, sal y otras cosas necesarias para los sacrificios, invitaban a los clientes; y además de esto, las personas que iban de un lado de la ciudad para el otro con toda clase de cargas, acortaban la distancia cruzando los terrenos del Templo. El pago del impuesto, exigido a todos para los gastos de manutención, aumentaba el desorden. De ambos lados de la puerta oriental se habían permitido, por muchas generaciones, banquillos para el cambio de moneda extranjera. Desde el quince del mes anterior se permitía que los cambiadores de dinero instalaran sus mesas en la ciudad, y desde el veintiuno, o sea veinte días antes de la Pascua, podían negociar en el propio Templo. Los compradores de los artículos para las ofrendas pagaban la cantidad a un oficial del Templo en puestos especiales, y recibían una contraseña de plomo, a cambio de la cual el vendedor les entregaba lo que habían comprado. Además, se cambiaban fuertes sumas que se depositaban como ofrendas en una de las trece arcas que constituían el erario del Templo. Todo judío, pese a lo pobre que fuera, también estaba obligado a pagar medio siclo por concepto del rescate de su persona o alma, y para el sostenimiento del Templo. En vista de que este dinero no se aceptaba sino en moneda local llamada el Siclo del Templo, que no era de uso corriente, los extranjeros tenían que canjear su dinero romano, griego u oriental en los puestos de los cambiadores de dinero con objeto de obtener la moneda exigida. Esta permuta facilitaba la tan común comisión del fraude. Se cobraba el cinco por ciento por hacer el cambio, pero con engaños y ardides el cambista le añadía un sin fin de aumentos, y por tal motivo estos hombres gozaban de tan mala reputación en todas partes que, igual que los publicanos, no se aceptaba su testimonio en un tribunal”.

    En lo concerniente al asunto de la profanación de los patios del Templo por los comerciantes que traficaban con licencias sacerdotales, Farrar (Life of Christ, pág. 152) nos dice lo siguiente: “¡Y éste era el patio por el cual se entraba en el Templo del Altísimo! !El patio, testigo de que aquella casa debía ser una Casa de Oración para todas las naciones, había sido degradado a tal extremo, que en cuanto a asquerosidad, parecía mas bien un matadero, y en cuanto a comercio activo, era más bien como un bazar apretado de gente; mientras que el mugido de los bueyes, el balado de las ovejas, la confusión de muchas lenguas, los pregones y regateos, el ruido de las monedas y balanzas (tal vez no siempre exactas), podían oírse en los patios contiguos perturbando el canto de los levitas y las oraciones de los sacerdotes!”.

  5. La moneda del rescate.—Durante el éxodo, el Señor exigió el pago de una expiación, equivalente a medio siclo, de todo varón de Israel que, al ser tomado el número del pueblo, fuera mayor de veinte años (Exodo 30:12-16). Véanse las páginas 405 y 418 de esta obra. En cuanto al objeto del dinero, el Señor dio estas instrucciones a Moisés: “Y tomarás de los hijos de Israel el dinero de las expiaciones, y lo darás para el servicio del tabernáculo de reunión; y será por memorial a los hijos de Israel delante de Jehová, para hacer expiación por vuestras personas” (Exodo 30:16; véase también 38:25-31). Con el tiempo, el impuesto de medio siclo llegó a cobrarse anualmente, aunque para este requisito no hallamos autoridad en las Escrituras. No debe confundirse este tributo con el dinero del rescate, que era de cinco siclos por cada varón primogénito, cuyo pago eximía al individuo de prestar servicio en el trabajo del santuario. En lugar de los primogénitos de todas las tribus, el Señor designó a los levitas para este ministerio especial; sin embargo, continuó reclamando a los primogénitos como particularmente suyos y demandó el pago de un rescate como señal de su relevo de los deberes de servicio exclusivo. Véase Exodo 13:2, 13-15; Núm. 3:13, 40-51; 8:15-18; 18:15, 16; página 101 de esta obra.

  6. El servilismo de los judíos en presencia de Jesús.—En lo que se ha escrito sobre el acto de Jesús, de echar de los patios del templo a aquellos que habían convertido la Casa del Señor en mercado, nada hay para apoyar la suposición de que ejercitó una fuerza sobrehumana o algo más que su vigor viril. Se valió de un azote que Él mismo había improvisado, y echó a todos delante de Él. Huyeron en confusión. Nada se dice de que hubo quien alzara la voz para resistir, sino hasta que se completó la expulsión. ¿Por qué no resistieron algunos de entre la multitud? La sumisión parece haber sido rastrera y servil en extremo. Farrar, en su Life of Christ, páginas 151 y 152, propone esta interrogación y la contesta con excelente razonamiento y elocuencia: “¿Por qué no se opuso esta multitud de peregrinos ignorantes? ¿Por qué se conformaron estos avaros regateros con fruncir el ceño y regañar entre dientes, mientras permitían que sus bueyes y sus ovejas fuesen echados a las calles, y ellos mismos expulsados, y su dinero echado a rodar en el suelo, por uno que en esa época era joven y desconocido, y llevaba puesta la ropa de un despreciable galileo? ¿Por qué—podríamos preguntar también—permitió Saúl que Samuel lo humillara en presencia de su ejército? ¿Por qué obedeció cobardemente David las órdenes de Joab? ¿Por qué no se atrevió Acab a echar mano de Elías el profeta en la viña de Nabot? Porque el pecado es debilidad; porque no hay nada en el mundo más pusilánime que una conciencia culpable; nada tan invencible como la ola desencadenada de una indignación pía contra todo lo que es vil e inicuo. ¿Cómo podían aquellos míseros compradores y vendedores sacrilegos, conscientes de sus malos hechos, oponerse a tan severa reprensión o resistir las centellas de aquellos ojos que ardían con una santidad profanada? Cuando Finees, llevado de justificado celo por Jehová de los Ejércitos, alanceó los cuerpos de uno de los príncipes de Simeón y la mujer madianita, ¿por qué no vengó Israel culpable tan descarado asesinato? ¿Por qué no se levantó cada uno de los varones de Simeón contra el atrevido asesino? Porque el Vicio no puede resistir por un momento el brazo justiciero de la Virtud. Hasta en su estado ruin y rastrero, estos avarientos judíos sentían, en todo lo que de su alma aún no había sido roído por la infidelidad y la sed del oro, que el Hijo del Hombre tenía razón.

    “No sólo esto, sino que ni aun los sacerdotes y fariseos, los escribas y levitas, devorados por el orgullo y el formalismo, podían condenar un acto que pudo haber sido efectuado por un Nehemías o un Judas Macabeo, y que concordaba con todo lo que era puro y bueno en sus tradiciones. Mas cuando supieron de este hecho, o lo presenciaron, y tuvieron tiempo para recobrarse de la desalentadora combinación de admiración, disgusto y asombro que en ellos provocó, vinieron a Jesus; y aunque no se atrevieron a condenar lo que había hecho, sin embargo, medio indignados demandaron de El una señal de su derecho para obrar en esa forma.

  7. El respeto de los judíos hacia el templo.—Los judíos profesaban un gran respeto hacia el templo. “Una de las declaraciones del Salvador, interpretada como blasfemia contra el templo por los de pensamientos tenebrosos, fue una de las acusaciones principales que se emplearon contra Él para exigir su muerte. Cuando los judíos demandaron una señal de su autoridad, les predijo su propia muerte y subsiguiente resurrección, diciendo: ‘Destruid este templo, y en tres días lo levantaré’ (Juan 2:19-22; véase también Mateo 26:61; 27:40; Marc 14:58; 15:29). Ciegamente tomaron esta palabra como una alusión irrespetuosa al edificio levantado por manos humanas, y no se permitieron olvidar ni perdonar. En vista de las acusaciones hechas a Esteban y más tarde a Pablo, es evidente que esta veneración continuó después de la crucifixión de nuestro Señor. En su arrebato de ira el pueblo acusó a Esteban de falta de respeto hacia el templo y presentaron testigos sobornados que testificaron falsamente contra él, diciendo: ‘Este hombre no cesa de hablar palabras blasfemas contra este lugar santo’ (Hech 6:13). Y Esteban fue contado con los mártires. Cuando corrió la voz de que Pablo había introducido a un gentil en los recintos del templo, toda la ciudad se alborotó y la turba enfurecida lo sacó del lugar pon la fuerza e intentó matarlo (Hech. 21:26-31)”. The House of the Lord por el autor, págs. 60 y 61.

  8. Algunos de los “príncipes” creyeron.—Nicodemo no fue el único de entre los príncipes que creyó en Jesús; pero de la mayor parte de ellos nada se sabe para indicarnos si tuvieron el valor suficiente de ir, aun de noche, para hacer una investigación independiente y personal. Temían perder su popularidad y posición. Leemos en Juan 12:42, 43: “Con todo eso, aun de los gobernantes, muchos creyeron en él; pero a causa de los fariseos no lo confesaban, por no ser expulsados de la sinagoga. Porque amaban más la gloria de los hombres que la gloria de Dios”. Notemos también la ocasión en que un escriba le ofreció ser uno de sus discípulos, pero tal vez por cierta falta de sinceridad o capacidad, fue desanimado más bien que aprobado por Jesús (Mateo 8:19, 20).

  9. Nicodemo.—La manera en que obró este hombre muestra desde luego que realmente aceptaba a Jesús como un enviado de Dios, y que su creencia no logró desarrollarse en una condición de fe verdadera, la cual, de haberse realizado, podía haberlo conducido a una vida de servicio devoto en la causa del Maestro. En una ocasión posterior a su entrevista con Cristo, los príncipes de los sacerdotes y fariseos reprendieron a los alguaciles que habían enviado para aprehender a Jesús, mas habían vuelto con las manos vacías. Nicodemo, miembro del concilio, se aventuró a protestar moderadamente contra la determinación asesina de los príncipes, expresando una proposición general en forma interrogativa: “¿Juzga acaso nuestra ley a un hombre si primero no le oye, y sabe lo que ha hecho?” Sus correligionarios le respondieron con escarnio y parece que con eso abandonó su esfuerzo bien intencionado (Juan 7:50-53; léanse también los versículos anteriores, 30-49). Volvemos a saber de él cuando llevó consigo una contribución costosa de mirra y áloes, como cien libras, para la sepultura del entonces cuerpo crucificado de Cristo; pero aun en este acto de liberalidad y devoción, en el cual no se puede impugnar la sinceridad de su propósito, lo había antecedido José de Arimatea, “miembro noble del concilio, que … entró osadamente a Pilato, y pidió el cuerpo de Jesús” para ser sepultado. (Marc. 15:43; véase también Juan 19:38-42). No obstante, Nicodemo hizo más que la mayor parte de sus compañeros creyentes entre los nobles y grandes; désele todo el crédito que merece, no le faltará su recompensa.

  10. “Los judíos” o “un judío”—Leemos que “hubo discusión entre los discípulos de Juan y los judíos acerca de la purificación” (Juan 3:25). Teniendo presente que el autor del cuarto evangelio emplea con mucha frecuencia la expresión “los judíos” para dar a entender los príncipes del pueblo, se puede interpretar el pasaje citado en el sentido de que los discípulos del Bautista habían sostenido una discusión con los príncipes de los sacerdotes. Sin embargo, los peritos en materia bíblica generalmente sostienen que los “judíos” de este pasaje es una traducción incorrecta, y que la versión verdadera debe ser “un judío”. La “discusión acerca de la purificación” parece haber surgido entre algunos de los discípulos del Bautista y un solo disputante; y el pasaje, cual se halla en nuestra versión castellana de la Biblia, es un ejemplo de traducciones incorrectas que hallamos en las Escrituras.

  11. El amigo del esposo.—Las costumbres nupciales judías en los días de Cristo requerían el nombramiento de un padrino de bodas, el cual se encargaba de todos los detalles y hacía todos los arreglos para la fiesta de bodas por parte del esposo. Se distinguía con el nombre de “el amigo del esposo”. Concluidos los requerimientos ceremoniales, y la desposada quedaba legal y formalmente casada a su marido, el gozo del amigo del esposo era cumplido, por cuanto sus deberes señalados se habían realizado felizmente (Juan 3:29). Según Edersheim, (Life and Times of Jesus the Messiah, tomo 1, página 148), de acuerdo con las costumbres más sencillas que prevalecían en Galilea, a menudo se hacía caso omiso del “amigo del esposo”; y la expresión “los que están de bodas” (Mateo 9:15; Marc 2:19; Lucas 5:34, citas en que Jesús empleó la expresión) se aplicaba colectivamente a todos los invitados a la fiesta de bodas. Dice además: “En vista de que la costumbre del ‘amigo del esposo’ prevalecía en Judea, mas no en Galilea, esta notable distinción entre ‘amigo del esposo’, que sale de la boca de Juan, natural de Judea, y ‘los que están de bodas,’ expresada por el Galileo Jesús, es en sí evidencia de fidelidad histórica”.