Jesucristo
Capitulo: 28 El Ultimo Invierno


Capitulo 28

El Ultimo Invierno

En la Fiesta de la Dedicacióna

JESUS volvió a Jerusalén a tiempo para asistir a la Fiesta de la Dedicación durante el último invierno de su vida terrenal. Esta, igual que la de los Tabernáculos, era una fiesta de regocijo nacional, y anualmente se celebraba por un período de ocho días principiando el 25 de Chislev,b que corresponde en parte a nuestro mes de diciembre. No era una de las grandes fiestas prescritas por los estatutos mosaicos, sino quedó establecida en el año 164 ó 163 antes de J.C., al tiempo de la rededicación del templo de Zorobabel, a raíz de la rehabilitación de ese sagrado edificio después de su profanación por Antíoco Epífanes, rey pagano de Siria.c Mientras se celebraba la fiesta, Jesús fue al templo y allí se le vio en la parte del edificio conocida como el Pórtico de Salomón.d No tardó en correr la nueva de su presencia entre los judíos, los cuales se le acercaron, manifestando un espíritu hostil y con la aparente intención de hacerle preguntas. La interrogación fue: “¿Hasta cuándo nos turbarás el alma? Si tu eres el Cristo, dínoslo abiertamente.” El sólo hecho de que le hayan hecho tal pregunta es evidencia de la profunda e inquietante impresión que el ministerio de Cristo había producido entre la jerarquía oficial y el pueblo en general; según ellos opinaban, las obras que El había efectuado parecían ser dignas del Mesías.

El Señor respondió indirectamente, pero en substancia y efecto sus palabras fueron cortantes y precisas. Les llamó la atención a sus palabras anteriores y a sus obras continuas. “Os lo he dicho—declaró—y no creéis: las obras que yo hago en nombre de mi Padre, ellas dan testimonio de mí; pero vosotros no creéis, porque no sois de mis ovejas, como os he dicho. Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen, y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre que me las dio, es mayor que todos, y nadie las puede arrebatar de la mano de mi Padre. Yo y el Padre uno somos.” La referencia a lo que previamente había dicho, sirvió para recordarles las enseñanzas que les había comunicado en la ocasión de su visita anterior entre ellos, cuando había proclamado ser el gran Yo SOY, de mayor antigüedad y preeminencia que Abraham, y se había representado como el Buen Pastor.e

No pudo muy bien contestar su pregunta por medio de una simple aseveración absoluta, porque la habrían interpretado como afirmación de que El era el Mesías que ellos se conceptuaban, el rey terrenal y conquistador a quien decían estar esperando. El no era ese Cristo que ellos se imaginaban, y sin embargo, era verdaderamente el Pastor y Rey de todos los que quisieran escuchar sus palabras y hacer sus obras; y a tales El reiteró la promesa de la vida eterna y la certeza de que ningún hombre los arrebataría de su propia mano o de la del Padre. Los judíos casuísticos no pudieron presentar ninguna refutación a esta doctrina, exaltada y profunda a la vez, ni pudieron hallar en ella el tan ansiado pretexto para acusarlo directamente; sin embargo, las últimas palabras de nuestro Señor, su solemne declaración de que “Yo y el Padre uno somos”,f despertaron la ira de la multitud hostil. Llenos de rabia tropezaron unos con otros levantando piedras para apedrearlo. Debido al estado incompleto de los edificios del templo, probablemente había muchas rocas y fragmentos por todos lados; y ésta fue la segunda tentativa asesina contra la vida de nuestro Señor dentro de los confines de la Casa de su Padre.g

Impávido, y con la compelente tranquilidad de una majestad más que humana, Jesús dijo: “Muchas buenas obras os he mostrado de mi Padre; ¿por cuál de ellas me apedreáis?” Iracundos le contestaron “Por buena obra no te apedreamos, sino por la blasfemia; porque tú, siendo hombre, te haces Dios.”h Palpable es que ninguna ambigüedad habían hallado en sus palabras. El entonces les citó las Escrituras, en las cuales se llama diosesi aun a los jueces facultados con autoridad divina, y preguntó: “¿No está escrito en vuestra ley: Yo dije, dioses sois? Si llamó dioses a aquellos a quienes vino la palabra de Dios (y la Escritura no puede ser quebrantada), ¿al que el Padre santificó y envió al mundo, vosotros decís: Tú blasfemas, porque dije: Hijo de Dios soy?” Volviendo entonces a su primera afirmación de que su propia comisión venía del Padre, que era el mayor de todos, agregó: “Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis. Mas si las hago, aunque no me creáis a mí, creed a las obras, para que conozcáis y creáis que el Padre está en mí, y yo en el Padre.” Nuevamente los judíos intentaron echar mano de El, pero fracasaron por razones no especificadas; salió de entre de ellos y partió del templo.

Nuestro Señor se retira a Pereaj

A tal grado se manifestó la violenta hostilidad de los judíos en Jerusalén, sede de la teocracia, que Jesús se apartó de la ciudad y sus contornos. Aún no había llegado el día de su sacrificio, y si bien era cierto que sus enemigos no podían matarlo hasta que El se dejara caer en sus manos, nuevas demostraciones desfavorables podrían demorar su obra. Se retiró al lugar donde Juan el Bautista había iniciado su ministerio público, probablemente el mismo sitio donde se efectuó el bautismo de nuestro Señor. No se especifica el lugar preciso; ciertamente quedaba allende el Jordán, de modo que probablemente fue Perea. Leemos que Jesús moró allí, y de esto deducimos que permaneció en una región particular más bien que viajar de pueblo en pueblo como acostumbraba hacer. Sin embargo, la gente fue a buscarlo aun en ese lugar y muchos creyeron en El. Ese paraje era muy estimado para aquellos que habían ido a escuchar a Juan y ser bautizados por él;k y al evocar el ferviente llamado al arrepentimiento del ahora asesinado y lamentado Bautista, junto con su conmovedora proclamación del reino, vino a sus pensamientos la afirmación de Juan, de que vendría Uno más poderoso que él, y vieron en Jesús el cumplimiento de ese testimonio. “Juan, a la verdad, ninguna señal hizo—decían—pero todo lo que Juan dijo de éste, era verdad.”

En ninguna parte de nuestras Escrituras se dice cuánto tiempo permaneció Jesús en Perea . No pudo haber sido más que unas pocas semanas cuando mucho. Posiblemente algunos de los discursos, instrucciones y parábolas, considerados previamente en relación con la partida del Señor de Jerusalén después de la Fiesta de los Tabernáculos el otoño anterior, pertenecen cronológicamente dentro de este intervalo. De este retiro de tranquilidad comparativa, Jesús volvió a Judea para atender a un sincero llamado de algunos a quienes El amaba. Salió de la Betania de Perea rumbo a la Betania de Judea donde vivían Marta y María.l

Lázaro es restaurado a la vidam

Lázaro, hermano de María y Marta, yacía enfermo en su hogar familiar en Betania de Judea. Su devotas hermanas enviaron un mensajero a Jesús con estas sencillas nuevas, en las cuales, sin embargo, no podemos menos que sobrentender una súplica lastimosa: “Señor, he aquí el que amas está enfermo.” Cuando el mensaje llegó a Jesús, dijo: “Esta enfermedad no es para muerte, sino para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella.” Probablemente ésa fue la respuesta que se comunicó a las hermanas que Jesús amaba. En el intervalo Lázaro murió; por cierto, debe haber fallecido poco después que el mensajero partió con las nuevas de la enfermedad del joven. El Señor sabía que Lazáro había muerto; sin embargo, demoró dos días más en el sitio donde estaba, después de haber recibido la noticia; entonces sorprendió a los discípulos, diciendo: “Vamos a Judea otra vez.” Estos trataron de disuadir al Maestro recordándole el reciente atentado contra su vida en Jerusalén, y preguntaron asombrados: “¿Otra vez vas allá?” Jesús claramente les dio a entender que no podía ser desviado de su deber cuando tenía que cumplirse, y tampoco debían impedírselo otros; pues, como les indicó, el día tiene doce horas para trabajar, y durante este período el hombre puede andar sin tropezar porque anda en la luz, pero si deja pasar las horas y entonces procura andar o trabajar en las tinieblas, tropieza. El se hallaba entonces en sus horas de trabajo, y no estaba cometiendo un error con volver a Judea.

“Nuestro amigo Lázaro duerme—les dijo entonces—mas voy para despertarle.” La comparación de la muerte y el sueño era tan común entre los judíos como entre nosotros;n pero los discípulos entendieron sus palabras literalmente y comentaron que si el enfermo dormía, todo estaba bien. Jesús corrigió esta impresión. “Lázaro ha muerto”—les declaró—y añadió: “Me alegro por vosotros, de no haber estado allí, para que creáis; mas vamos a él.” Es palpable que Jesús ya había decidido restaurar a Lázaro a vida, y como más adelante veremos, el milagro había de ser un testimonio del mesiazgo de nuestro Señor para convencimiento de todos los que quisieran aceptarlo. Por lo menos algunos de los apóstoles consideraban con serios temores el regreso a Judea en esa época; sentían preocupación por la seguridad de su Maestro y creían que sus propias vidas peligrarían; no obstante, no titubearon en ir. Tomás dijo osadamente a los otros: “Vamos también nosotros, para que muramos con él.”

Llegando a los contornos de Betania, Jesús “halló que hacía ya cuatro días que Lázaro estaba en el sepulcro”.o Las hermanas enlutadas se hallaban en casa, donde sus amigos se habían reunido, según la costumbre, para consolarlas en su aflicción. Entre ellos había muchas personas prominentes, algunas de las cuales habían llegado desde Jerusalén. Marta fue la primera en recibir la noticia de que se acercaba el Señor y salió a encontrarlo. Sus primeras palabras fueron: “Señor, si hubieses estado aquí, mi hermano no habría muerto.” Fue una expresión de angustia combinada con la fe, pero para no dar la apariencia de falta de confianza, agregó en seguida: “Mas también sé ahora que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo dará.” Jesús respondió con palabras de tierna certeza: “Tu hermano resucitará.” Quizá algunos de los judíos que habían llegado para consolarla le habían dicho esto ya, porque con excepción de los saduceos, todos creían en la resurrección; y Marta no pudo percibir en la promesa del Señor otra cosa más que una afirmación general de que su hermano fallecido se levantaría con el resto de los muertos. Con asentimiento natural y al parecer insubstancial, le respondió: “Yo sé que resucitará en la resurrección, en el día postrero.” Entonces le dijo Jesús: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente. ¿Crees esto?”

Era necesario fortalecer la fe de la mujer afligida y concentrarla en el Señor de la Vida con quien hablaba. Ya había expresado su convicción de que todo cuanto Jesús pidiera a Dios, sería concedido; ahora le faltaba aprender que a Jesús ya se había otorgado el poder sobre la vida y la muerte. La invadía una sensación llena de esperanza, de que el Señor Jesús intervendría en forma sobrehumana para ayudarla, y sin embargo no sabía en qué modo. Aparentemente en esos momentos no tenía ningún pensamiento bien definido, ni esperanza siquiera de que El levantaría a su hermano de la tumba. Con franqueza sencilla contestó la pregunta del Señor, si creía lo que le acababa de decir; no podía entenderlo todo, pero creía en Aquel que hablaba, aun cuando no podía comprender sus palabras por completo. “Sí, Señor—le confesó—yo he creído que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, que has venido al mundo.”

Entonces volvió a la casa y con precaución sigilosa, por motivo que se hallaban presentes algunos que ella sabía no simpatizaban con Jesús, dijo a María: “El Maestro está aquí y te llama.” María salió de la casa en el acto. Los judíos que habían estado con ella creyeron que un nuevo resurgimiento de dolor la había impelido a ir nuevamente a la tumba, y la siguieron. Al llegar a donde estaba el Maestro, se arrodilló a sus pies y manifestó la angustia que la consumía con las mismas palabras que Marta había empleado: “Señor, si hubieses estado aquí, no habría muerto mi hermano.” No podemos dudar de que la convicción expresada había sido el tema principal de los comentarios y lamentación de las dos hermanas: Si Jesús solamente hubiera estado con ellas, no habrían perdido a su hermano.

Al ver a las dos hermanas dominadas por la angustia, y la gente que lloraba con ellas, Jesús se afligió a tal grado que “se estremeció en espíritu y se conmovió, y dijo: ¿Dónde le pusisteis?” Al hacer esta pregunta, Jesús lloró; y mientras se dirigía la compañía entristecida hacia el sepulcro, algunos de los judíos, notando la emoción y lágrimas del Señor, dijeron: “Mirad cómo le amaba”. Otros, sin embargo, menos considerados a causa del prejuicio que sentían contra Cristo, preguntaron crítica y mordazmente: “¿No podía éste, que abrió los ojos al ciego, haber hecho también que Lázaro no muriera?” El milagro mediante el cual se había dado la vista a un hombre ciego desde su nacimiento se conocía en forma general, y principalmente por motivo de la investigación oficial que había acompañado la curación.p Los judíos se habían visto compelidos a admitir la realidad del asombroso acontecimiento; y la pregunta que ahora se oía—cómo era que Uno que efectuó tan notable milagro no pudo haber preservado la vida a un hombre que tenía una enfermedad ordinaria, por cierto, un hombre a quien parecía amar tanto—era una insinuación de que al fin y al cabo el poder poseído por Jesús estaba limitado, y su operación era incierta o caprichosa. Esta manifestación de incredulidad perversa hizo que Jesús nuevamente se conmoviera de tristeza si no de indignación.q

Se había sepultado el cuerpo de Lázaro en una cueva, la entrada de la cual se había cubierto con una roca. Eran comunes en ese país estas sepulturas, cuevas naturales o bóvedas talladas en la roca sólida, que servían de sepulcros a las clases mejor acomodadas. Jesús mandó que se abriera la tumba. Marta, sin sospechar aún lo que se iba a desarrollar, quiso oponerse, recordándole a Jesús que el cuerpo había sido sepultado hacía ya cuatro días, y que indudablemente había empezado a descomponerse.r Jesús contestó su protesta con estas palabras: “¿No te he dicho que si crees, verás la gloria de Dios?” Esta respuesta pudo haberse referido tanto a la promesa que expresó a Marta en persona—de que su hermano se levantaría otra vez—así como al mensaje que le envió desde Perea, de que la enfermedad de Lázaro no era para muerte, sino para la gloria de Dios, y para que el Hijo de Dios fuese glorificado en ello.

Se quitó la piedra. De pie, frente a la puerta abierta de la tumba, Jesús alzó los ojos al cielo y oró: “Padre, gracias te doy por haberme oído. Yo sabía que siempre me oyes; pero lo dije por causa de la multitud que está alrededor, para que crean que tú me has enviado.” No solicitó al Padre poder y autoridad, porque éstos ya le habían sido dados; antes dio las gracias, y a oídos de todos los que se hallaban alrededor reconoció al Padre y expresó la unidad de su propio propósito y el del Padre. Entonces “clamó en gran voz: ¡Lázaro, ven fuera!” El muerto oyó esa voz autoritativa; en el acto el espíritu volvió a entrar en el tabernáculo de carne, se reanudaron los procedimientos físicos de la vida y salió Lázaro, vivo una vez más. La libertad de sus movimientos estaba restringida porque se lo impedían las vendas con que había sido atado, y su rostro todavía estaba envuelto en el sudario con que le habían sujetado las quijadas inertes. A los que se hallaban cerca Jesús dijo: “Desatadle, y dejadle ir.”

Caracterizaron el acto una profunda solemnidad y la ausencia completa de todo elemento de ostentación innecesaria. Aun cuando Jesús, mientras se hallaba a muchos kilómetros de distancia, y sin contar con ningún medio ordinario de recibir la información, había sabido de la muerte de Lázaro, por lo que indudablemente pudo haber encontrado el sepulcro, vemos, sin embargo, que preguntó: “¿Dónde le pusisteis?” Aquel que podía calmar las olas del mar con su palabra pudo haber quitado milagrosamente la piedra que sellaba la boca del sepulcro; sin embargo, dijo: “Quitad la piedra.” El, que podía reunir el espíritu y el cuerpo, pudo haber soltado sin manos las vendas con que habían envuelto a Lázaro; sin embargo, mandó: “Desatadle, y dejadle ir.” Todo aquello que las facultades humanas podían hacer, se dejó en manos del hombre. En ningún caso encontramos que Cristo haya empleado innecesariamente los poderes sobrehumanos de su divinidad; nunca se hizo despilfarro de la energía divina; aun se conservaba la creación material que había resultado del ejercicio de este poder, como lo hacen constar sus instrucciones sobre el recogimiento de los pedazos de pan y pescados después de haber alimentado milagrosamente a las multitudes.s

La resurrección de Lázaro constituye el tercer caso, anotado en las Escrituras, en que Jesús efectuó la restauración de una vida.t En cada ocasión el milagro resultó en una continuación de la existencia terrenal, y en ningún sentido fue una resurrección de la muerte a la inmortalidad. En el caso de la hija de Jairo, se mandó al espíritu que reingresara a su habitación cuando todavía no pasaba una hora de haberse apartado de ella; en el del hijo de la viuda, la restauración se llevó a cabo cuando el cuerpo estaba a punto de ser entregado al sepulcro; el milagro preeminente de los tres fue el de ordenar a un espíritu que volviera a entrar en su cuerpo varios días después de haber muerto, y cuando por motivo de los cambios físicos naturales, el cadáver debía estar ya en las primeras etapas de su descomposición. Lázaro fue levantado de los muertos, no simplemente para calmar la congoja de parientes enlutados; son innumerables los que han tenido que afligirse por causa de la muerte, e incontables los demás que tendrán que hacerlo. Uno de los propósitos del Señor fue demostrar la realidad del poder de Dios manifestado en las obras de Jesús el Cristo; y Lázaro fue el objeto elegido para tal manifestación, así como el hombre que padecía de ceguedad congénita fue seleccionado para ser aquel por conducto de quien se manifestarían las obras de Dios.u

Explícitamente se declara que la obra efectuada por el Señor en restaurarle la vida a Lázaro fue en efecto un testimonio de su mesiazgo.v Todas las circunstancias que condujeron a la realización final del milagro contribuyeron a este testimonio. No podía haber ninguna duda de que Lázaro efectivamente estaba muerto, porque se había presenciado su fallecimiento, preparado y sepultado su cuerpo de la manera acostumbrada, y además, había yacido en la tumba cuatro días. Estuvieron presentes muchos testigos en el sepulcro, cuando le fue mandado que saliera, algunos de ellos judíos prominentes, un gran número de los cuales no simpatizaban con Jesús y quienes habrían negado el milagro en el acto si hubiesen podido. Como resultado, Dios fue glorificado y se justificó la divinidad del Hijo del Hombre.

La gran agitación de la jerarquía por causa del milagrox

Como sucedía con la mayor parte de los actos públicos de nuestro Señor—mientras algunos de los que oían y veían eran persuadidos a creer en El, otros rechazaban la lección ofrecida y vilipendiaban al Maestro—lo mismo aconteció con esta poderosa obra; en algunos hizo surgir la fe, mientras que otros se fueron, cada cual por su lado, con el pensamiento entenebrecido y su espíritu más lleno de rencor que antes. Algunos de los que habían visto al muerto volver a vida fueron inmediatamente y comunicaron el asunto a los magistrados, pues sabían que éstos abrigaban una hostilidad intensa hacia Jesús. En la parábola que estudiamos recientemente, el espíritu del rico había suplicado desde su lugar de tormento, que Lázaro, en otro tiempo un lamentable mendigo, fuese enviado del paraíso a la tierra, para que amonestara a otros sobre el destino que esperaba a los inicuos, súplica que Abraham había contestado, diciendo: “Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se persuadirán aunque alguno se levantare de los muertos.”y Ahora un Lázaro efectivamente había vuelto de los muertos, y muchos de los judíos rechazaron el testimonio de su restauración y se negaron a creer en Cristo, por medio de quien únicamente es vencida la muerte. Los judíos buscaron la manera de hacer que Lázaro cayera en su poder a fin de matarlo y, según esperaban, callar para siempre su testimonio del poder que el Señor tenía sobre la muerte.z

Los principales sacerdotes, en su mayoría saduceos, se reunieron en concilio con los fariseos para considerar la situación provocada por la más reciente de las poderosas obras de nuestro Señor. El problema que discutieron fue: “¿Qué haremos? Porque este hombre hace muchas señales. Si le dejamos así, todos creerán en él; y vendrán los romanos, y destruirán nuestro lugar santo y nuestra nación.” Como ellos mismos lo admitían, no se podía negar el hecho de los muchos milagros que Jesús había efectuado; pero en lugar de investigar sincera y devotamente si estas grandes obras no serían parte de las señales predichas del Mesías, sólo pensaron en los resultados posibles de la influencia que Cristo pudiera surtir en alejar al pueblo de la teocracia establecida, y en el temor de que los romanos, aprovechando la situación, quitarían a los jerarcas de su “lugar” y privarían a la nación de la pequeña apariencia de autonomía que aún le quedaba. Caifás, que era el sumo sacerdote,a hizo cesar la discusión, diciendo: “Vosotros no sabéis nada.” Esta censura general de su ignorancia probablemente fue dirigida a los fariseos del Sanedrín, porque Caifás era saduceo. Su siguiente declaración fue mucho más significativa de lo que él comprendía: “Ni pensáis que nos conviene que un hombre muera por el pueblo, y no que toda la nación perezca.” Juan el evangelista solemnemente declara que Caifás no dijo esto de sí mismo, sino por el espíritu de profecía, el cual, a pesar de su indignidad sobrentendida, vino sobre él en virtud de su posición, y que por eso, “profetizó que Jesús había de morir por la nación; y no solamente por la nación, sino también para congregar en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos”. Sin embargo, pocos años después que Cristo fue muerto por la salvación de los judíos y de todas las otras naciones, las mismas calamidades que Caifás y el Sanedrín habían querido evitar, sobrevinieron en forma completa. Fue derribada la jerarquía, el templo destruído, Jerusalén arrasada y la nación desbaratada. Desde el día en que se efectuó esta memorable sesión del Sanedrín, los príncipes activaron sus esfuerzos para ocasionar la muerte de Jesús por cualquier medio que les viniera a la mano. Dieron órdenes de que quien supiera dónde estaba, lo informase a los oficiales, a fin de que pudieran prenderlo en el acto.b

Jesús se retira a Efraínc

La hostilidad de los oficiales eclesiásticos llegó a tal grado, que Jesús una vez más buscó asilo en una región suficientemente retirada de Jerusalén para protegerlo de los ojos vigilantes y malignos de sus potentes y declarados enemigos. No le quedaban más que unas pocas semanas de vida terrenal, y era necesario pasar la mayor parte de este breve período dando instrucciones adicionales a los apóstoles. Prudentemente se apartó de la vecindad de Betania “a la región contigua al desierto, a una ciudad llamada Efraín; y se quedó allí con sus discípulos”. Así fue como nuestro Señor pasó el resto de ese invierno y probablemente los primeros días de la primavera siguiente. La declaración de Juan de que “Jesús ya no andaba abiertamente entre los judíos”, sugiere que su asilo era privado cuando no virtualmente secreto; y hallamos mayor indicación en el hecho de que aun cuando los sacerdotes principales y fariseos habían puesto un precio sobre su cabeza, ningún hombre pudo informar del sitio donde se encontraba. El lugar de este último retiro no se sabe en forma definitiva; generalmente se cree que fué la región que en otras partes es llamada Efraín y Efrón,d que se hallaba poco menos de treinta y dos kilómetros al norte de Jerusalén. Igualmente incierto es el tiempo que nuestro Señor permaneció allí. Cuando nuevamente se manifestó en público, fue para emprender su marcha solemne hacia Jerusalén y la cruz.

Notas al Capitulo 28

  1. Origen de la Fiesta de la Dedicación.—Concerniente al segundo templo, conocido como el Templo de Zorobabel, el autor de la presente obra ha escrito en otra parte: “La narración bíblica proporciona muy pocos detalles sobre la historia posterior de este templo; pero por medio de otras fuentes nos informamos de sus vicisitudes. Al tiempo de la persecución macabea, fue profanada la casa del Señor. Un rey sirio, Antíoco Epífanes, entró en Jerusalén (168 a 165 años antes de J.C.) y perpetró crímenes blasfemos contra la religión de la gente. Saqueó el templo y se llevó su candelero de oro, el altar de oro para quemar incienso, la mesa para los panes de la proposición, y aun arrancó los velos sagrados hechos de lino torcido y púrpura. Llegó a tal grado su maldad, que intencionalmente profanó el altar del sacrificio ofreciendo cerdos sobre él, y erigió un altar pagano dentro de los sagrados recintos. No conforme con la violación del templo, este impío monarca mandó construir altares en los pueblos y ordenó el sacrificio de animales inmundos sobre ellos. Se prohibió el rito de la circuncisión bajo pena de muerte, y la adoración de Jehová fue constituida en crimen. Como resultado de esta persecución, muchos de los judíos apostataron y se declararon ser medos y persas, las naciones de cuyo dominio el poder de Dios los había librado… Entonces en el año 163 antes de Jesucristo, se efectuó una nueva dedicación de la casa, ocasión que de allí en adelante se conmemoraba con una celebración anual llamada la Fiesta de la Dedicación.”— The House of the Lord, páginas 51-53. Según Josefo (Antiquities of the Jews, xii, 7:7), el festival llegó a conocerse como Las Luces, y uno de los rasgos de la celebración consistía en la brillante iluminación del templo, así como de todas las casas. Según las tradiciones, se fijó la duración de la fiesta en ocho días, en conmemoración de un milagro legendario mediante el cual el aceite consagrado de la única botella que encontraron indemne, y sobre la cual se hallaba el sello intacto del sumo sacerdote, fue suficiente para las exigencias del templo durante ocho días, o sea el tiempo requerido para la preparación ceremonial de un nuevo abastecimiento.

  2. El Pórtico de Salomón.—Se había dado este nombre a la columnata o serie de galerías hacia el Este, dentro de los recintos del templo, obedeciendo a una tradición de que el Pórtico cubría e incluía parte del muro original del Templo de Salomón. Véase The House of the Lord, págs. 55-57.

  3. La unidad de Cristo y del Padre.—La versión revisada de la Biblia (1960) dice en Juan 10:30: “Y yo y el Padre uno somos”, en lugar de: “Yo y mi Padre una cosa somos.” Los judíos entendían correctamente que “el Padre” significaba el Eterno Padre, Dios. En el original griego, la palabra “uno” se encuentra en el género neutro, así que expresa unidad de atributos, poder o propósito, y no de personalidades, que habría requerido la forma masculina. Para el tratado sobre la unidad de la Trinidad y de la personalidad separada de cada uno de sus miembros, véase Artículos de Fe, por el autor, págs. 43-46.

  4. Los jueces divinamente comisionados eran llamados “dioses”.—En el Salmo 82:6 se llama “dioses” a los jueces investidos con una comisión divina. El Salvador se refirió a este pasaje en su respuesta a los judíos en el Pórtico de Salomón. Los jueces autorizados en esta forma obraban como representantes de Dios, y se les honraba con el título exaltado de “dioses”. Compárese con la designación similar que se aplicó a Moisés (Exodo 4:16; 7:1). Jesucristo poseía autorización divina, no por medio de la palabra de Dios transmitida a El por conducto del hombre, sino como atributo inherente. Si no hubiera sido por sus pensamientos entenebrecidos por el pecado, los judíos podrían haber comprendido en el acto la incongruencia de llamar “dioses” a los jueces humanos, y de acusar de blasfemia al Cristo por llamarse el Hijo de Dios.

  5. El sitio del retiro de nuestro Señor.—Jesús se apartó “al otro lado del Jordán, al lugar donde primero había estado bautizando Juan” (Juan 10:40). Probablemente fue Betábara (1:28), que lleva el nombre de Betania en algunos de los manuscritos más antiguos. Debe tenerse cuidado de no confundir esta Betania en Perea y la Betania en Judea, donde vivían Marta y María, y la cual se hallaba a unos tres kilómetros de Jerusalén.

  6. Lázaro había estado en la tumba cuatro días.— Basándonos en la suposición muy probable de que el viaje de Betania en Judea al sitio donde Jesús se hallaba en Perea requería un día, Lázaro debe haber muerto el mismo día en que partió el mensajero. Porque este día y los dos días que transcurrieron antes que Jesús se dirigiera a Judea, junto con el día necesario para volver, apenas sumarían los cuatro días especificados. En Palestina, así como en otros países orientales, era—y es aún—costumbre sepultar al difunto el día en que fallecía.

    Según la creencia popular, al cuarto día después de la muerte, el espíritu se apartaba definitivamente de la proximidad del cuerpo, y pasado ese tiempo la descomposición procedía sin interrupción. Quizá esto explique la objeción de Marta, impulsiva pero cariñosa a la vez, a que se destapara la tumba de su hermano cuatro días después de su muerte. (Juan 11:39) Es posible que se necesitaba el consentimiento del pariente más cercano para abrir legalmente una sepultura. No sólo Marta, sino también María se encontraba allí, y en presencia de muchos testigos permitieron que se abriera la tumba en la cual yacía su hermano.

  7. Jesús se estremeció en espíritu.—En Juan 11:33 leemos que Jesús, “se estremeció en espíritu”, y en el versículo 38, que fue “profundamente conmovido”. Todas las autoridades filológicas concuerdan en que las palabras en el griego original expresan una indignación llena de tristeza, o como algunos afirman, enojo, y no simplemente una emoción compasiva de pesar. Si acaso el Señor sintió indignación, como parece indicarlo el versículo 33, se puede atribuir a su desagrado por los plañidos acostumbrados cuando alguien moría, y que por la forma en que los judíos lo estaban haciendo en esta ocasión, profanaba el verdadero y hondo pesar de Marta y María; y la indignación, indicada por su profunda conmoción mencionada en el versículo 38, pudo haber sido el resultado de la crítica mordaz expresada por algunos de los judíos, como se lee en el versículo 37.

  8. Caifás, “sumo sacerdote aquel año”.—La declaración de Juan de que Caifás era “sumo sacerdote aquel año” no debe interpretarse con el significado de que el oficio de sumo sacerdote era posición que duraba sólo un año. De acuerdo con la ley judía, el sacerdote permanecía en su puesto por un tiempo indefinido; pero el gobierno romano se había arrogado la facultad de nominación en lo concerniente a esta posición, de modo que se efectuaban cambios frecuentes. Este Caifás, cuyo nombre completo era Josefo Caifás, estaba constituido en sumo sacerdote por nombramiento romano, durante un período de once años. Los judíos tenían que someterse a este género de nombramientos, aunque bajo su ley con frecuencia reconocían como sumo sacerdote a una persona distinta “del sumo sacerdote civil” nombrado por las autoridades romanas. Por esta razón hallamos que tanto Anás como Caifás ejercían la autoridad de este oficio al tiempo del prendimiento de nuestro Señor, y aun después (Juan 18:13, 24; Hech. 4:6; compárese con Lucas 3:2). Farrar (página 484, nota) dice: “Algunos han creído ver una ironía manifiesta en la expresión de S. Juan (11:49) que Caifás era “sumo sacerdote aquel año”, como si los judíos estuvieran acostumbrados a considerar de esta manera burlona la rápida sucesión de sacerdotes—simples fantoches nombrados y destituídos por voluntad romana—que en años recientes habían remplazado el uno al otro. Debe haber habido por lo menos cinco sumos sacerdotes y ex sumos sacerdotes vivientes en este consejo: Anás, Ismael Ben Phabi, Eleazar Ben Hamán, Simón Ben Kamhith y Caifás, el cual había ascendido al puesto por medio del cohecho.”