Jesucristo
Capitulo 38: El Ministerio Apostolico


Capitulo 38

El Ministerio Apostolico

Matías es ordenado apóstola

DESPUES de presenciar la ascensión del Señor sobre el Monte de los Olivos, los once apóstoles volvieron a Jerusalén llenos de gozo y rebosando en gran manera del espíritu de reverente adoración. Tanto en el templo, como en cierto aposento alto donde acostumbraban reunirse, perseveraron en la oración y ruego, frecuentemente acompañados de otros discípulos, incluso María, la madre del Señor, algunos de sus hijos y el pequeño grupo de fieles mujeres que habían prestado servicio a Jesús en Galilea, y lo habían seguido hasta Jerusalén y el Calvario.b Los discípulos, en su mayoría dispersados por los funestos acontecimientos de aquella última y trágica Pascua, ahora se reunieron otra vez con fe renovada y fortificada, en torno del gran hecho de la resurrección del Señor. Cristo había llegado a ser las “primicias de los que durmieron”, “el primogénito de los muertos”, el primero de la raza humana en levantarse de la muerte a la inmortalidad.c Sabían que además de obligar al sepulcro a que entregara el cuerpo de su Señor, también se habían dispuesto los medios para que toda alma pudiera quebrantar las cadenas de la muerte. Inmediatamente después de la resurrección del Señor Jesús, muchos justos que habían dormido en la tumba resucitaron y se aparecieron en Jerusalén, manifestándose a numerosas personas.d La universalidad de la resurrección de los muertos en breve iba a convertirse en rasgo prominente de las enseñanzas de los apóstoles.

El primer acto oficial que desempeñaron los apóstoles fue llenar la vacante en el consejo de los Doce, ocasionada por la apostasía y suicidio de Judas Iscariote. En cierta oportunidad, entre el día de la ascensión de Cristo y el de la Fiesta de Pentecostés, hallándose los Once y otros discípulos reunidos “unánimes en oración y ruego”, en total unas ciento veinte personas, Pedro expuso el asunto a la asamblea de la Iglesia, indicando que se había previsto la caída de Judas,e y citando la invocación del Salmista: “Sea hecha desierta su habitación, y no haya quien more en ella; y: Tome otro su oficio.”f Pedro afirmó la necesidad de completar el quórum apostólico y expresó, en los siguientes términos, las cualidades esenciales que había de reunir aquel que recibiera la ordenación del Santo Apostolado: “Es necesario, pues, que de estos hombres que han estado juntos con nosotros todo el tiempo que el Señor Jesús entraba y salía entre nosotros, comenzando desde el bautismo de Juan hasta el día en que de entre nosotros fue recibido arriba, uno sea hecho testigo con nosotros, de su resurrección.” Los Once propusieron a dos fieles discípulos, José Barsabás y Matías. Con súplicas sinceras la asamblea se encomendó al Señor para que les indicara si uno de aquellos hombres habría de ser elegido al exaltado puesto, y en tal caso, cuál de los dos. Entonces “les echaron suertes, y la suerte cayó sobre Matías; y fue contado con los apóstoles”.

Todo el acto anterior fue profundamente significante e instructivo. Los Once plenamente comprendían que la responsabilidad descansaba en ellos, y que estaban investidos con la autoridad para organizar y desarrollar la Iglesia de Cristo; que el consejo o quórum de los apóstoles se limitaba a doce miembros; y que el nuevo apóstol, al igual que ellos, debía ser competente para testificar, con un testimonio especial y personal del ministerio terrenal, muerte y resurrección del Señor Jesús. La selección de Matías se llevó a cabo en una asamblea general de la Iglesia Primitiva; y aunque los apóstoles propusieron los nombres, tal parece, por inferencia, que todos los presentes tuvieron voz en el asunto de su instalación. El principio de una administración autoritativa mediante el común acuerdo de los miembros, tan impresionantemente ejemplificado en la selección de Matías, se observó pocas semanas después en el nombramiento de “siete varones de buen testimonio, llenos del Espíritu Santo y de sabiduría”, a los cuales se apartó para su ministerio especial mediante la imposición de las manos de los apóstoles, después del voto confirmante de la Iglesia.g

La investidura del Espíritu Santoh

Al llegar el Pentecostés, que caía en el quincuagésimo día después de la Pascua,i y en esta ocasión particular ocurrió unos nueve días después de la ascensión de Cristo, los apóstoles “estaban todos unánimes juntos”, ocupados en sus devociones acostumbradas y esperando, de acuerdo con sus instrucciones, hasta que fueran bendecidos con una investidura particular de poder de lo alto.j El prometido bautismo de fuego y del Espíritu Santo vino sobre ellos en esa ocasión. “De repente vino del cielo un estruendo como de un viento recio que soplaba, el cual llenó toda la casa donde estaban sentados; y se les aparecieron lenguas repartidas, como de fuego, asentándose sobre cada uno de ellos. Y fueron todos llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba que hablasen.”

El “estruendo como de un viento recio que soplaba”k se oyó por todos lados, y se reunió una multitud alrededor de la casa. Los que se hallaban adentro habían presenciado la manifestación visible de “lenguas repartidas como de fuego” que se asentó sobre cada uno de los Doce, pero aparentemente no fue así con los que se habían congregado. Al hablar los apóstoles a la multitud, se efectuó un gran milagro, “porque cada uno les oía hablar en su propia lengua”, y los apóstoles, ahora ricamente capacitados, se expresaban en muchas lenguas, de acuerdo con lo que les daba el Espíritu Santo que los había investido. Se hallaban presentes hombres de muchas tierras y de muchas naciones, todos de idiomas distintos. Unos de ellos exclamaron asombrados: “Mirad, ¿no son galileos todos estos que hablan? ¿Cómo, pues, les oímos nosotros hablar cada uno en nuestra lengua en la que hemos nacido?” Mientras que por una parte hubo muchos que se sintieron impresionados por la preternatural habilidad de los hermanos, otros se burlaron, diciendo que aquellos hombres estaban borrachos. Este ejemplo de incitación satánica a hablar intempestivamente ilustra en manera especial una incongruencia e ineptitud irreflexiva. Las bebidas alcohólicas nunca le traen la prudencia a un hombre, antes lo privan de sus sentidos y lo convierten en un necio.

Entonces Pedro, en calidad de presidente de los Doce, se puso de pie, y proclamó en defensa de él y sus hermanos: “Varones judíos, y todos los que habitáis en Jerusalén, esto os sea notorio, y oíd mis palabras. Porque éstos no están ebrios, como vosotros suponéis, puesto que es la hora tercera del día.” Era costumbre judía, particularmente en días festivos, abstenerse de toda comida y bebida hasta después de efectuarse el servicio matutino en la sinagoga, usualmente a la hora tercera, o sea a las nueve de la mañana. El apóstol citó las profecías antiguas en las cuales estaba contenida la promesa de Jehová, de que derramaría su Espíritu sobre toda carne, a tal grado que se efectuarían prodigios como los que estaban presenciando aquellos que allí se encontraban.l Pedro entonces osadamente testificó acerca de Jesús de Nazaret, a quien él calificó de ser “varón aprobado por Dios entre vosotros con las maravillas, prodigios y señales que Dios hizo entre vosotros por medio de él, como vosotros mismos sabéis”; y recordándoles con sinceridad acusadora el terrible crimen del cual hasta cierto grado fueron cómplices, continuó diciendo: “A éste, entregado por el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios, prendisteis y matasteis por manos de inicuos, crucificándole; al cual Dios levantó, sueltos los dolores de la muerte, por cuanto era imposible que fuese retenido por ella.” Citando la inspirada exclamación del Salmista, que había cantado con jubiloso acento acerca del alma que no sería dejada en el infierno, y de la carne que no vería corrupción, Simón Pedro mostró cómo se aplicaban estas Escrituras al Cristo, y afirmó intrépidamente: “A este Jesús resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos. Así que, exaltado por la diestra de Dios, y habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, ha derramado esto que vosotros veis y oís.” Con un fervor cada vez mayor, sin temor a sus burlas o violencia, y haciendo llegar hasta el corazón de sus extasiados oyentes el espantoso hecho de su culpabilidad, el apóstol proclamó como con voz de trueno: “Sepa, pues, ciertísimamente toda la casa de Israel, que a este Jesús a quien vosotros crucificasteis, Dios le ha hecho Señor y Cristo.”

Fue imposible resistir el poder del Espíritu Santo, el cual inculcó la convicción en toda alma sincera. Los que escuchaban fueron compungidos de corazón, y con almas contritas exclamaron a los apóstoles: “Varones hermanos, ¿qué haremos?”; y ahora que estaban preparados para recibir el mensaje de salvación, se les comunicó sin reserva. “Arrepentíos—les contestó Pedro—y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo. Porque para vosotros es la promesa, y para vuestros hijos, y para todos los que están lejos; para cuantos el Señor nuestro Dios llamare.”

El pueblo reaccionó al testimonio de los apóstoles, a su exhortación y amonestación, con una profesión de su fe y arrepentimiento. Su gozo fue semejante al de los espíritus encarcelados, a quienes el Cristo desincorporado había llevado el mensaje autoritativo de redención y salvación. Los que en ese memorable día de Pentecostés se arrepintieron y confesaron su creencia en Cristo fueron recibidos en la Iglesia por el bautismo, y el número de ellos fue “como tres mil personas”. El hecho de que continuaron en la fe “y perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la comunión unos con otros, en el partimiento del pan y en las oraciones”, da fe de que su conversión fue genuina: no el efecto de un entusiasmo pasajero, sino que literalmente volvieron a nacer por el bautismo a una vida nueva. Tan devotos eran estos primeros conversos, tan ricamente fue bendecida la Iglesia con el derramamiento del Espíritu Santo en esos días, que los miembros voluntariamente vendían sus posesiones individuales, “y tenían en común todas las cosas”. Para ellos la fe en el Señor Jesucristo valía más que las riquezas de la tierra.m A nada llamaban “mío” o “tuyo”, sino que todo era de ellos en el Señor.n Muchas maravillas y señales seguían a los apóstoles, “y el Señor añadía cada día a la iglesia los que habían de ser salvos”.

Con la recepción del Espíritu Santo se efectuó un cambio en los apóstoles. A medida que les era aclarado por el Espíritu de Verdad, vieron que las Escrituras constituían una fuente de preparación para los acontecimientos de los cuales ellos eran testigos especiales y ordenados. Pedro, que pocas semanas antes se había acobardado delante de una criada, ahora hablaba manifiestamente sin temor a nadie. En un ocasión vio a un limosnero cojo en la Puerta Hermosa que conducía a los patios del templo. Tomando al infortunado por la mano, le dijo: “No tengo plata ni oro, pero lo que tengo te doy; en el nombre de Jesucristo de Nazaret, levántate y anda.”o

El hombre sanó, y de un salto se puso de pie con la exuberancia de su fuerza nuevamente descubierta, y entonces entró con Pedro y Juan en el templo alabando a Dios en alta voz. Una multitud asombrada, que fué creciendo hasta que llegó a comprender aproximadamente cinco mil hombres, se junto en torno de los apóstoles en el pórtico de Salomón; y Pedro, notando su asombro, aprovechó la ocasión para predicarles a Jesús crucificado. Atribuyó todo loor, por el milagro efectuado, al Cristo que los judíos habían entregado para ser muerto, y acusándolos sin ambigüedades, les declaró: “El Dios de Abraham de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres, ha glorificado a su Hijo Jesús, a quien vosotros entregasteis y negasteis delante de Pilato, cuando éste había resuelto ponerle en libertad. Mas vosotros negasteis al Santo y al Justo, y pedisteis que se os diese un homicida, y matasteis al Autor de la vida, a quien Dios ha resucitado de los muertos, de lo cual nosotros somos testigos.” Reconociendo misericordiosamente la ignorancia con que habían pecado, los exhortó a una penitencia expiatoria, clamando: “Así que, arrepentíos y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados; para que vengan de la presencia del Señor tiempos de refrigerio, y él envíe a Jesucristo, que os fue antes anunciado; a quien de cierto es necesario que el cielo reciba hasta los tiempos de la restauración de todas las cosas, de que habló Dios por boca de sus santos profetas que han sido desde tiempo antiguo.” Ningún apoyo se les dio para suponer que les serían borrados sus pecados mediante una confesión oral; se les privilegiaba con un tiempo para arrepentirse, si deseaban creer.

Mientras Pedro y Juan testificaban de esta manera, los sacerdotes y el jefe de la guardia del templo, junto con los principales saduceos, vinieron sobre ellos cuando atardecía, y los pusieron en la cárcel para esperar la resolución de los jueces al día siguiente.p En la mañana fueron presentados delante de Anás, Caifás y varios otros oficiales, los cuales les preguntaron con qué potestad o en qué nombre habían sanado al cojo. Impelido por el poder del Espíritu Santo, Pedro contestó: “Sea notorio a todos vosotros, y a todo el pueblo de Israel, que en el nombre de Jesucristo de Nazaret, a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de los muertos, por él este hombre está en vuestra presencia sano. Este Jesús es la piedra reprobada por vosotros los edificadores, la cual ha venido a ser cabeza del ángulo. Y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos.”q

Llenos de consternación, los jerarcas comprendieron que la obra que habían intentado destruir con la crucifixión de Jesucristo, ahora se estaba extendiendo como nunca. Con desesperación ordenaron a los apóstoles “que en ninguna manera hablasen ni enseñasen en el nombre de Jesús”. Sin embargo, Pedro y Juan respondieron osadamente: “Juzgad si es justo delante de Dios obedecer a vosotros antes que a Dios; porque no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído.” Los oficiales sacerdotales no se atrevieron a impugnar manifiestamente esta respuesta de justo reproche, y tuvieron que conformarse con amenazarlos.

La Iglesia creció con rapidez sorprendente, “y los que creían en el Señor aumentaban más, gran número así de hombres como de mujeres”. Tan abundantemente se manifestó el don de sanidades en el ministerio de los apóstoles, que así como habían hecho con Cristo, las multitudes ahora los seguían, llevándoles sus enfermos y los poseídos de espíritus inmundos “y todos eran sanados”. Era tan grande la fe de los creyentes “que sacaban los enfermos a las calles, y los ponían en camas y lechos, para que al pasar Pedro, a lo menos su sombra cayese sobre alguno de ellos”.r

El sumo sacerdote y sus altivos colegas saduceos mandaron aprehender de nuevo a los apóstoles y los encerraron en la cárcel pública. Pero esa noche el ángel del Señor abrió las puertas de sus calabozos y sacó a los prisioneros, indicándoles que fuesen al templo y continuaran proclamando su testimonio del Cristo. Los apóstoles obedecieron, y en ello estaban cuando se reunió el Sanedrín para juzgarlos. Los alguaciles enviados a llevar a los prisioneros al tribunal volvieron con las manos vacías, y dijeron: “Por cierto, la cárcel hemos hallado cerrada con toda seguridad, y los guardas afuera de pie ante las puertas, mas cuando abrimos, a nadie hallamos dentro.” En este estado de impotente consternación se encontraban los jueces cuando llegó uno con las nuevas de que aquellos a quienes buscaban se hallaban predicando en los patios del templo en esos momentos. El capitán y su guardia arrestaron a los apóstoles por tercera vez y los trajeron, aunque sin violencia, porque temían al pueblo. El sumo sacerdote acusó a los prisioneros mediante una pregunta y afirmación: “¿No os mandamos estrictamente que no enseñaseis en ese nombre? Y ahora habéis llenado a Jerusalén de vuestra doctrina, y queréis echar sobre nosotros la sangre de ese hombre.” Sin embargo, cuán recientemente estos mismos gobernantes habían incitado a la multitud a que pronunciara la terrible imprecación: “Su sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos.”s

Lejos de intimidarse por la augusta presencia o amendrentarse por aquellas palabras o hechos amenazantes, Pedro y los otros apóstoles replicaron, diciendo que aquellos que se sentaban allí para juzgar eran los asesinos del Hijo de Dios. Meditemos bien esta solemne afirmación: “Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres. El Dios de nuestros padres levantó a Jesús, a quien vosotros matasteis colgándole en un madero. A éste, Dios ha exaltado con su diestra por Príncipe y Salvador, para dar a Israel arrepentimiento y perdón de pecados. Y nosotros somos testigos suyos de estas cosas, y también el Espíritu Santo, el cual ha dado Dios a los que le obedecen.”

Cerrando y remachando sus corazones contra el testimonio de los elegidos del Señor, los principales sacerdotes, escribas y ancianos del pueblo consultaron entre sí sobre la mejor manera de matar a esos hombres. Sin embargo, entre estos jueces de tendencias asesinas hubo por lo menos una excepción honorable. Gamaliel, fariseo y distinguido doctor de la ley, maestro de Saulo de Tarso—conocido como Pablo el apóstol después de su conversión, obras y comisión divinat—se puso de pie en el concilio, y habiendo instruído que sacaran a los apóstoles del tribunal, amonestó a sus compañeros sobre la injusticia que tenían pensado cometer. Les citó los ejemplos de algunos que se habían levantado, falsamente declarando ser enviados de Dios, cada uno de los cuales había fracasado completa e ignominiosamente en sus planes sediciosos; y así también se desvanecerían aquellos hombres, si la obra que profesaban era invención del hombre; “mas si es de Dios—advirtió el imparcial y erudito doctor de la ley—no la podréis destruir; no seáis tal vez hallados luchando contra Dios”.u El consejo de Gamaliel prevaleció por lo pronto, al grado de causar que les perdonasen la vida a los apóstoles; pero contraviniendo la justicia y el decoro, el concilio mandó azotar a los prisioneros. Entonces dejaron ir a los hermanos con instrucciones reiteradas de que no hablasen más en el nombre de Jesús. Se alejaron de allí, gozosos de haber sido considerados dignos de padecer azotes y humillación en defensa del nombre del Señor; y todos los días, tanto en el templo, así como por medio de visitas hechas de casa en casa, valientemente enseñaban y predicaban a Jesús el Cristo. No sólo entre los laicos hubo conversos a la Iglesia, sino que cantidad de sacerdotes aumentó el número de los discípulos que se multiplicaban notablemente en Jerusalén.v

Esteban el mártir y su visión del Señorx

El primero de entre los “siete varones de buen testimonio”, autorizados bajo las manos de los apóstoles para administrar los bienes comunes de la agrupación eclesiástica, era Esteban, varón eminente en fe y en buenas obras, y por medio de quien el Señor efectuó muchos milagros. Era celoso en su servicio, tenaz en su presentación de la doctrina e intrépido como ministro de Cristo. Algunos de los judíos extranjeros que tenían una sinagoga en Jerusalén empezaron a disputar con Esteban, y no pudiendo “resistir a la sabiduría y al Espíritu con que hablaba”, conspiraron para acusarlo de herejía y blasfemia. Fue llevado ante el concilio por el testimonio de dos hombres, sobornados para que testificaran en contra de él, diciendo “que le habían oído hablar palabras blasfemas contra Moisés y contra Dios”. Los perjuros acusadores también declararon que no cesaba de “hablar palabras blasfemas” contra el templo y la ley, y aun había dicho que Jesús de Nazaret algún día destruiría el templo y cambiaría las ceremonias mosaicas. En cuanto a espíritu y substancia, la acusación era completamente falsa, aunque en un respecto posiblemente era cierta en parte; pues, juzgando por lo que sabemos acerca del carácter y obras de Esteban, fue un predicador celoso de la palabra mediante la cual, en calidad de religión mundial, se abrogaría la exclusividad y supuesta santidad de Jerusalén como ciudad consagrada, y del entonces profanado templo como habitación terrenal de Jehová. Además, parece haber comprendido que en la misión del Mesías se había cumplido la ley de Moisés.

Cuando los miembros del Sanedrín fijaron los ojos en él, su faz estaba iluminada, y “vieron su rostro como el rostro de un ángel”. Respondiendo a la acusación, pronunció un discurso que, analizado críticamente, parece haber sido extemporáneo; mas no obstante, encierra un argumento notablemente lógico e impresionante. Sin embargo, un asalto asesino terminó abruptamente sus palabras.y En su eficaz epítome, Esteban repasó la historia del pueblo del convenio desde la época de Abraham, mostrando que los patriarcas, y a su vez Moisés y los profetas, habían vivido y desempeñado su ministerio, efectuando una preparación progresiva para el establecimiento de lo que ellos estaban presenciando. Indicó el hecho de que Moisés había predicho la venida de un Profeta, el cual no era otro sino Jehová, a quien sus padres habían adorado en el desierto, primero en el tabernáculo y más tarde en el templo; y en este respecto afirmó que “el Altísimo no habita en templos hechos de mano”, el más suntuoso de los cuales sería insignificante para Aquel que dijo: “El cielo es mi trono, y la tierra el estrado de mis pies.”z

Claramente se destaca que el discurso de Esteban no fue para su propia justificación, y mucho menos una apelación en su defensa. Al contrario, fue una proclamación de la palabra y propósitos de Dios por un siervo devoto que no sentía ninguna preocupación por las consecuencias personales. Con vehementes palabras dijo a sus jueces: “¡Duros de cerviz, e incircuncisos de corazón y de oídos! Vosotros resistís siempre al Espíritu Santo; como vuestros padres, así también vosotros. ¿A cuál de los profetas no persiguieron vuestros padres? Y mataron a los que anunciaron de antemano la venida del Justo, de quien vosotros ahora habéis sido entregadores y matadores.” Enfurecidos por esta acusación tan directa, los miembros del Sanedrín “crujían los dientes contra él”. Esteban comprendió que tenían sed de su sangre, pero fortificado por el Espíritu Santo, fijó la vista en los cielos y exclamó extático: “He aquí, veo los cielos abiertos; y al Hijo del Hombre que está a la diestra de Dios.”a De este modo se menciona por primera vez en el Nuevo Testamento una manifestación de Cristo a un ser mortal, en una visión o por otros medios, a raíz de su ascensión. Los principales sacerdotes dieron grandes voces y se taparon los oídos para no oir aquellas palabras que optaron por juzgar de blasfemas. Arremetiendo unánimes contra el prisionero, lo sacaron fuera de los muros de la ciudad y lo apedrearon. Fiel a su Maestro, Esteban oró: “Señor Jesús, recibe mi espíritu”; y entonces cayendo ante la lluvia de piedras, clamó en voz alta: “Señor, no les tomes en cuenta este pecado.” Y habiendo dicho esto, entregó el espíritu.

Así murió el primer mártir por el testimonio del Cristo resucitado. Fue asesinado por una turba compuesta de los principales sacerdotes, escribas y ancianos del pueblo. ¿Qué les importaba que no se hubiera pronunciado ninguna sentencia sobre él, o desafiar indiferentemente la ley romana? Unos hombres piadosos llevaron el cuerpo quebrantado para sepultarlo, y todos los discípulos lamentaron en gran manera. Aumentó la persecución, y los miembros de la Iglesia fueron esparcidos por muchas tierras, en donde predicaron el evangelio y convirtieron a muchos al Señor. La sangre de Esteban el mártir probó ser la rica y fructífera semilla de la cual brotó una gran cosecha de almas.b

Cristo se manifiesta a Saulo de Tarso, más tarde conocido como Pablo el apóstol

Formaban parte de los disputantes—que al ser vencidos en la discusión, conspiraron contra Esteban y ocasionaron su muerte—unos judíos de Cilicia.c Con ellos asociaba un joven llamado Saulo, natural de la ciudad cilicia de Tarso. Era un hábil erudito, potente polemista, ferviente defensor de lo que él consideraba justo, y vigoroso perseguidor de lo que para él era error. Aunque había nacido en Tarso, fue llevado a Jerusalén en su juventud, y allí se crió y llegó a ser un fariseo rígido y partidario agresivo del judaísmo. Había estudiado la ley bajo la tutela de Gamaliel, uno de los maestros más eminentes de la época,d y se había granjeado la confianza del sumo sacerdote.e Su padre, o tal vez algún otro progenitor anterior, había adquirido la ciudadanía romana, de modo que Saulo gozó de esa distinción al nacer. Era enemigo implacable de los apóstoles y de la Iglesia, y se hizo cómplice en la muerte de Esteban, consintiendo en ella y cuidando la ropa de los testigos falsos que apedreaban al mártir.

Hizo grandes estragos en la Iglesia, entrando en las casas particulares, llevándose a hombres y mujeres, de quienes se sospechaba que creían en Cristo, y entregándolos para que fueran encarcelados.f Esta persecución, en que Saulo figuró tan prominentemente, causó que los discípulos fuesen esparcidos por toda Judea, Samaria y otras tierras, aunque los apóstoles permanecieron y continuaron su ministerio en Jerusalén.g No conforme con esta actividad local en contra de la Iglesia, “Saulo, respirando aún amenazas y muerte contra los discípulos del Señor, vino al sumo sacerdote, y le pidió cartas para las sinagogas de Damasco, a fin de que si hallase algunos hombres o mujeres de este Camino, los trajese presos a Jerusalén”.h

Al acercarse Saulo y sus compañeros a la ciudad de Damasco, un acontecimiento de sublimidad pavorosa interrumpió su jornada.i Al mediodía repentinamente apareció una luz mucho más brillante que el resplandor del sol; y este deslumbrante fulgor cubrió a todos, de manera que cayeron a tierra heridos de temor. En medio de esta gloria sobrenatural se oyó un sonido que únicamente Pablo pudo reconocer como voz articulada. Oyó y entendió la pregunta reprochadora dirigida a él en lengua hebrea: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” El en su azoramiento preguntó. “¿Quién eres, señor?” La respuesta penetró hasta lo más recóndito del corazón de Saulo: “Yo soy Jesús, a quien tú persigues”; y con tono de consideración compasiva hacia la situación del perseguidor y la renunciación que le sería exigida, añadió: “Dura cosa te es dar coces contra el aguijón.”j La enormidad de su hostilidad y enemistad contra el Señor y su pueblo llenó de horror el alma de Saulo, y temblando de contrición, preguntó: “Señor, ¿qué quieres que yo haga?” La respuesta fue: “Levántate y entra en la ciudad, y se te dirá lo que debes hacer.” La brillantez de la luz celestial había cegado a Saulo, de manera que sus compañeros lo condujeron hasta Damasco; y allí, en casa de Judas, situada en la calle que se llama Derecha, permaneció en tinieblas por el espacio de tres días, durante los cuales ni comió ni bebió cosa alguna.

Vivía en esa ciudad un fiel discípulo llamado Ananías, a quien habló el Señor, instruyéndole que visitara a Saulo y lo bendijera, a fin de que pudiese sanar de su ceguedad. Ananías se asombró al oír la comisión, y osó recordar al Señor que Saulo era un notorio perseguidor de los santos, y que se hallaba en Damasco para aprehender y encarcelar a todos los creyentes. Sin embargo, el Señor contestó: “Vé, porque instrumento escogido me es éste, para llevar mi nombre en presencia de los gentiles, y de reyes, y de los hijos de Israel; porque yo le mostraré cuánto le es necesario padecer por mi nombre.” Ananías fue a Saulo, y poniendo sus manos sobre el arrepentido doliente, dijo: “Hermano Saulo, el Señor Jesús, que se te apareció en el camino por donde venías, me ha enviado para que recibas la vista y seas lleno del Espíritu Santo.” Desapareció el impedimento físico que le obstruía la visión; de los ojos de Saulo cayó una substancia escamosa y recobró la vista. Sin dilación o titubeo fue y se bautizó. Después que hubo comido y recobrado sus fuerzas se comunicó con los discípulos en Damasco, e inmediatamente empezó a predicar en las sinagogas, declarando que Jesús era el Hijo de Dios.j

Cuando Saulo volvió a Jerusalén los discípulos tenían recelo de su sinceridad, ya que lo habían conocido como uno de sus enconados perseguidores; pero Bernabé, discípulo de confianza, lo llevó a los apóstoles, relató su conversión milagrosa y atestiguó su valiente servicio en la predicación de la palabra de Dios. Se le recibió en la confraternidad, y más tarde fue ordenado bajo las manos de los apóstoles.l Con el tiempo su nombre hebreo de Saulo fue reemplazado por el latín, Paulos, o Pablo en nuestra lengua.m En vista de su comisión de llevar el evangelio a los gentiles, el uso de su nombre romano pudo haberle side ventajoso, y con mayor particularidad siendo cuidadano romano, por medio de lo cual podía reclamar los derechos y exenciones consiguientes a su ciudadanía.n

No forma parte de nuestro propósito actual considerar, ni aun en forma compendiada, las obras del varón que tan perentoria y milagrosamente fue llamado al ministerio; el hecho de las manifestaciones personales que Cristo le concedió es el único tema que estamos considerando en esta ocasión. Mientras se hallaba en Jerusalén, Pablo fue bendecido con una manifestación visual del Señor Jesús, en la cual recibió instrucciones particulares. Su propio testimonio del acontecimiento quedó expresado en estos términos: “Orando en el templo me sobrevino un éxtasis. Y le vi que me decía: Date prisa, y sal prontamente de Jerusalén; porque no recibirán tu testimonio acerca de mí.” Tratando de explicar por qué lo había despreciado el pueblo, Pablo confesó su pasado inicuo, diciendo: “Señor, ellos saben que yo encarcelaba y azotaba en todas las sinagogas a los que creían en ti; y cuando se derramaba la sangre de Esteban tu testigo, yo mismo también estaba presente, y consentía en su muerte, y guardaba las ropas de los que le mataban.” A esto el Señor contestó: “Vé, porque yo te enviaré lejos a los gentiles.”o En otra ocasión, hallándose preso en una fortaleza romana, el Señor se le apareció de noche, y le dijo: “Ten ánimo, Pablo, pues como has testificado de mí en Jerusalén, así es necesario que testifiques también en Roma.”p

El testimonio personal de Pablo de que había visto al Cristo resucitado es explícito y enfático. Enumerando a los santos de Corinto varias de las apariciones del Señor resucitado, les expresó su propio testimonio en estas palabras: “Porque primeramente os he enseñado lo que asimismo recibí: Que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; y que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras; y que apareció a Cefas, y después a los doce. Después apareció a más de quinientos hermanos a la vez, de los cuales muchos viven aún, y otros ya duermen. Despues apareció a Jacobo; después a todos los apóstoles; y al último de todos, como a un abortivo, me apareció a mí. Porque yo soy el más pequeño de los apóstoles, que no soy digno de ser llamado apóstol, porque perseguí a la iglesia de Dios.”q

Fin del ministerio apostólico—el Apocalipsis de Juan

El período del ministerio apostólico continuó hasta cerca del fin del primer siglo de nuestra era, aproximadamente unos sesenta o setenta años después de la ascensión del Señor. Durante este tiempo la Iglesia conoció épocas de prosperidad así como de vicisitudes. Al principio aumentó el número de los miembros del cuerpo organizado, así como su influencia, de una manera considerada fantástica, cuando no milagrosa.r Los apóstoles y los muchos otros ministros que obraban bajo su dirección en posiciones graduadas de autoridad se esforzaron tan eficazmente por difundir la palabra de Dios, que Pablo, escribiendo aproximadamente treinta años después de la ascensión, afirmó que se había llevado el evangelio a toda nacion en esa época, o como lo expresó en sus propias palabras: “Se predica en toda la creación que está debajo del cielo.”s Por conducto del Espíritu Santo, Cristo continuó guiando su Iglesia en la tierra, y los apóstoles, en calidad de sus representantes terrenales, viajaron y enseñaron, sanaron enfermos, echaron fuera demonios y resucitaron muertos.t

No sabemos de ninguna aparición directa o personal de Cristo a los hombres, entre el tiempo de estas manifestaciones a Pablo y el de su revelación a Juan en la Isla de Patmos. La tradición confirma las palabras de Juan, que fue desterrado a ese sitio “por causa de la palabra de Dios y el testimonio de Jesucristo”.u Afirma que las cosas que escribió, conocidas en la actualidad como el libro del Apocalipsis, son “la revelación de Jesucristo, que Dios le dio, para manifestar a sus siervos las cosas que deben suceder pronto; y la declaró enviándola por medio de su ángel a su siervo Juan”.v El apóstol hizo una descripción gráfica del Cristo glorificado, tal como sus ojos lo vieron, y anotó en esta forma las palabras del Señor: “No temas; yo soy el primero y el último; y el que vivo, y estuve muerto; mas he aquí que vivo por los siglos de los siglos, amén. Y tengo las llaves de la muerte y del Hades.”x Se le mandó a Juan que escribiera a cada una de las siete iglesias o ramas de la Iglesia de Cristo que entonces existían en Asia, reprendiendo, amonestando o animando, de acuerdo con lo que sus respectivas condiciones merecieran.

El ministerio final de Juan señaló la terminación de la administración apostólica de la Iglesia Primitiva. Sus compañeros en el apostolado habían ido a su decanso, y la mayor parte de ellos tuvieron que entrar por la puerta del martirio; y aunque a Juan se le concedió el privilegio especial de permanecer en la carne hasta el advenimiento glorioso del Señor,y no habría de continuar su servicio como ministro autorizado, conocido a la Iglesia y aceptado por la misma. Mientras muchos de los apóstoles todavía vivían y obraban, se había arraigado en la Iglesia la semilla de la apostasía y había crecido con la exuberancia de hierbas nocivas. Los profetas del Antiguo Testamento,z así como el Señor Jesús,a anunciaron esta condición. También los apóstoles proclamaron con claridad el desarrollo de la apostasía, que ellos palpable y lamentablemente vieron extenderse en su época.b Parece que con la muerte de los antiguos apóstoles cesaron las manifestaciones personales del Señor Jesús a los hombres, y no volvieron a presenciarse sino hasta la aurora de la Dispensación del Cumplimiento de los Tiempos.

Notas al Capitulo 38

  1. La autoridad presidente y el común acuerdo.—“Poco después de la ordenación de Matías se manifestó otro ejemplo de la manera oficial de proceder en la selección y autorización de los hombres para una posición especial en la Iglesia. Parece que uno de los rasgos que distinguía a la organización de la Iglesia en los primeros días apostólicos era tener en común las cosas materiales, y hacer una distribución de las mismas de acuerdo con las necesidades personales. Al aumentar el número de miembros, resultó impráctico que los apóstoles dieran la atención y tiempo necesarios a estos asuntos temporales, de modo que sugirieron a los miembros la idea de escoger a siete hombres de buen testimonio, a quienes aquéllos designarían para que tuvieran cargos especiales en dichos asuntos. Se autorizó o apartó a estos siete hombres por medio de la oración y la imposición de manos. El asunto es informativo porque muestra que los apóstoles entendían la autoridad que poseían para dirigir los asuntos de la Iglesia, y que observaron rigurosamente el principio de común acuerdo en la administración de su alto puesto. Ejercieron sus facultades sacerdotales con el espíritu de amor y con la debida consideración hacia los derechos de la gente a la cual les correspondía presidir.”—The Great Apostasy, por el autor, 1:19.

  2. Se recibe el Espíritu Santo.—Respondiendo a una pregunta hecha, de que si los apóstoles recibieron el Espíritu Santo el día de Pentecostés o antes, se publicó una declaración de la Primera Presidencia de la Iglesia el 5 de febrero de 1916 (véase el Deseret News de esa fecha), de la cual se han tomado los siguientes extractos: “La respuesta a esta pregunta depende de lo que se entiende por ‘recibir’ el Espíritu Santo. Si se refiere a la promesa de Jesús a sus apóstoles concerniente a la investidura o don del Espíritu Santo mediante la presencia y ministerio del ‘personaje de Espíritu’, llamado el Espíritu Santo por revelación (Doc. y Con. 130:22), entonces la respuesta es que la promesa no se cumplió sino hasta el día de Pentecostés. Pero la divina esencia llamada el Espíritu de Dios o Santo Espíritu o Espíritu Santo—por medio del cual Dios creó u organizó todas las cosas, y los profetas escribieron y hablaron—se confirió en edades pasadas e inspiró a los apóstoles en su ministerio mucho antes del día de Pentecostés … Leemos que después de su resurrección, Jesús sopló sobre sus discípulos y declaró: ‘Recibid el Espíritu Santo.’ Pero también leemos que dijo: ‘He aquí, yo enviaré la promesa de mi Padre sobre vosotros; pero quedaos vosotros en la ciudad de Jerusalén, hasta que seáis investidos de poder desde lo alto.’ (Juan 20:22; Lucas 24:49) Leemos además: ‘Pues aún no había venido el Espíritu Santo, porque Jesús no había sido aún glorificado.’ (Juan 7:39) De modo que se expresó la promesa, pero el cumplimiento vino después; así que el Espíritu Santo, que Jesús prometió enviar del Padre, no vino en persona sino hasta el día de Pentecostés, y las lenguas repartidas de fuego fueron la señal de su venida.”

  3. Pentecostés.—El nombre significa “quincuagésimo”, y se aplicaba a la fiesta judía celebrada cincuenta días después del segundo día de los panes sin levadura o sea el de la Pascua. También se conocía como “la fiesta de las semanas” (Exo. 34:22; Deut. 16:10), porque según la costumbre judía, se efectuaba siete semanas, o una semana de semanas, después de la Pascua; también se llamaba “la fiesta de la siega” (Exo. 23:16) y “el día de las primicias” (Núm. 28:26). El día de Pentecostés era una de las fiestas importantes de Israel, y su observancia era obligatoria. Se designaban sacrificios especiales para ese día, además de una ofrenda adecuada para la época de la siega. Esta se componía de dos panes leudados hechos de trigo nuevo, los cuales se debían mecer delante del altar y entonces entregarse a los sacerdotes (Lev. 23:15-20). Por motivo de los acontecimientos sin precedente que señalaron el primer día de Pentecostés, después de la ascensión de nuestro Señor, el nombre ha llegado a emplearse en la literatura cristiana para expresar algún importante despertamiento espiritual o manifestación extraordinaria de gracia divina.

  4. Todas las cosas en común.—Ninguna de las cosas que se han escrito de los primeros días del ministerio apostólico expresa con mayor fuerza la unidad y la devoción de la Iglesia en aquellos días, que el hecho de que los miembros establecieron un sistema de administración común de sus bienes. (Hech. 2:44, 46; 4:32-37; 6:1-4) Uno de los resultados de este interés común en las cosas temporales se manifestó en una admirable unidad en sus asuntos espirituales, pues se dice que eran “de un corazón y un alma.” Como nada les faltaba, vivían en contentamiento y santidad. Más de treinta siglos antes el pueblo de Enoc había disfrutado de una condición similar de unidad, y fueron tan eficaces sus resultados de excelencia espiritual, que “el Señor vino y habitó con su pueblo … y el Señor llamó a su pueblo Sión, porque eran uno de corazón y voluntad, y vivían en justicia; y no había pobres entre ellos”. (P. de G.P. Moisés 7:16-18) La santidad de los discípulos nefitas aumentó porque “tenían todas las cosas en común y obraban en justicia unos con otros”. (3 Nefi 26:19; véase también 4 Nefi 2, 3) En nuestra dispensación actual se ha revelado a la Iglesia otro sistema de unidad respecto de los asuntos materiales (Doc. y Con. 82:17, 18; 51:10-13, 18; 104:70-77), cuyas bendiciones el pueblo puede lograr al grado que aprenda a reemplazar el egoísmo con el altruismo, y la ventaja personal con la devoción al bienestar general.—Véase Artículos de Fe, págs. 481-484.

  5. La conversión de Saulo.—El cambio repentino que ocurrió en el corazón de un vehemente perseguidor de los santos, transformándolo a tal grado que se convirtió en un discípulo verdadero, constituye un milagro para la gente en general. Saulo de Tarso era un asiduo estudiante y cumplidor de la ley, y también un riguroso fariseo. No hay ninguna indicación de que haya conocido o visto a Jesús durante la vida del Señor en la carne, y su intervención en el movimiento cristiano parece haber nacido de sus disputas con Esteban. Para determinar lo que habría de juzgar como verdadero o falso, el joven entusiasta se dejaba llevar demasiado por su razonamiento y muy poco por su corazón. Su erudición, que debía haberle sido su sierva, era más bien su ama. Fue uno de los principales directores de la cruel persecución de los primeros conversos del cristianismo; sin embargo, nadie puede impugnar su creencia de que estaba sirviendo a Jehová por medio de estas actividades (compárese con Juan 16:2). Su extraordinaria energía y espléndida habilidad se hallaban mal orientadas; y en cuanto se enteró del error de su camino volvió en sí, sin considerar riesgos, sacrificios, ni la certeza de la persecución y probable martirio. Su arrepentimiento fue tan genuino como lo había sido su celo perseguidor. Durante su ministerio sintió el tormento de su pasado (Hech. 22:4, 19, 20; 1 Cor. 15:19; 2 Cor. 12:7; Gál. 1:13); y sin embargo, sentía un poco de consuelo con el conocimiento de que había obrado de buena fe (Hech. 26:9-11). Le fué difícil “dar coces contra el aguijón” de la tradición, preparación y educación, pero no caviló. Fue designado para ser “instrumento escogido” en la obra del Señor (Hech. 9:15), e inmediatamente obedeció la voluntad del Maestro. Los errores que Saulo de Tarso cometió con el celo de la juventud, Pablo el apóstol procuró expiar con todo lo que tenía: su tiempo, talento y vida. Fue preeminentemente el apóstol del Señor a los gentiles, y esta invitación a que entraran por la puerta otros que no eran judíos fue el motivo de la contención principal entre él y Esteban. De acuerdo con el divino y trascendental propósito, Pablo fue llamado a efectuar la obra que había combatido cuando participó en el martirio de Esteban. En cuanto el Señor lo mandó, Pablo estuvo listo para predicar a Cristo a los gentiles; y sólo por un milagro pudo ser vencida la exclusividad judía de Pedro y de la Iglesia en general. (Hech. 10; 11:1-18)

  6. El rápido crecimiento de la Iglesia Primitiva.—Los escritos de Eusebio datan desde la primera parte del siglo cuarto. Refiriéndose a la primera década después de la ascensión del Salvador, dice lo siguiente: “Así pues, bajo una influencia y cooperación celestiales, la doctrina del Salvador, a semejanza de los rayos del sol, rápidamente cubrió todo el mundo. En breve tiempo, y de acuerdo con las profecías divinas, la voz de sus inspirados evangelistas y apóstoles se extendió por toda la tierra, y sus palabras llegaron hasta los extremos del mundo. En toda ciudad y aldea, como granero rehenchido, rápidamente empezó a haber abundancia de iglesias, y éstas se llenaron con miembros de todos los países. Aquellos que, como consecuencia de las decepciones que habían heredado de sus antepasados, habían estado encadenados por la antigua enfermedad de la superstición idólatra, ahora quedaron libres por el poder de Cristo, mediante las enseñanzas y milagros de sus mensajeros.”—Ecclesiastical History, por Eusebio, libro 1 capítulo 3

  7. Patmos.—Nombre dado a un isla pequeña en la región icaria del mar Egeo. El doctor John R. Sterret la describe de esta manera en el Standard Bible Dictionary: “Isla volcánica del grupo Espóradas, en la actualidad casi despoblada de árboles. La caracteriza una playa cóncava y tiene un buen fondeadero. Los romanos la convirtieron en lugar de destierro para los criminales de baja categoría. En el año 94 el emperador Domiciano desterró allí a Juan, autor del ‘Apocalipsis’. Según la tradición, permaneció en ese sitio bajo pena de trabajos forzados durante dieciocho meses.”