Jesucristo
Capitulo 24: Del Sol A Las Sombras


Capitulo 24

Del Sol A Las Sombras

CUANDO nuestro Señor bajo de la santidad del Montea de la Transfiguración, fue más que un cambio físico de una altura mayor a una menor; representó un paso de la luz del sol a las sombras, de la refulgente gloria del cielo a la neblina de las pasiones mundanas y la incredulidad humana; señaló el principio de su rápido descenso al valle de la humillación. De su comunicación sublime con ministros divinamente señalados, de su comunión suprema con su Padre y Dios, Jesús bajó para hallar una escena de confusión desalentadora y un espectáculo de dominio diabólico ante el cual aun sus apóstoles se encontraban angustiadamente impotentes. El contraste debe haber causado una aflicción sobrehumana a su alma sensitiva y pura; aun a nosotros nos deja azorados el breve relato.

Curación del Joven endemoniado

Jesús y los tres apóstoles volvieron del monte a la siguiente mañana de la Transfiguración,b hecho que apoya la suposición de que la gloriosa manifestación ocurrió durante la noche. Al pie del monte, o cerca de allí, el grupo encontró a los otros apóstoles rodeados de una multitud de personas entre las cuales estaban presentes algunos escribas o rabinos.c Eran palpables las señales de disputas y agitación en el grupo, y los apóstoles definitivamente estaban a la defensiva. A la llegada repentina de Jesús, muchos corrieron a recibirlo con saludos respetuosos. A los escribas contenciosos preguntó: “¿Qué disputáis con ellos?”, y de esta manera asumió el tema de la polémica, cualquiera que haya sido, relevando a los discípulos abrumados de seguir tomando parte activa. Los escribas callaron; su valor se había esfumado al aparecer el Maestro. Un hombre, “uno de la multitud”, dio la respuesta, aun cuando en forma indirecta. “Maestro—dijo, arrodillándose a los pies de Cristo—traje a ti mi hijo, que tiene un espíritu mudo, el cual, dondequiera que le toma, le sacude; y echa espumarajos y cruje los dientes, y se va secando; y dije a tus discípulos que lo echasen fuera, y no pudieron.”

Es evidente que la inhabilidad de los discípulos para sanar al joven afligido trajo sobre ellos la crítica, mofas y vituperios hostiles de los escribas incrédulos; y su bochorno debe haberse intensificado al pensar en que por causa de ellos se había impugnado la autoridad y poder de su Señor. Acongojado en espíritu a causa de ellos—otro ejemplo de la ausencia de la le y consiguiente falta de poder entre sus siervos escogidos y ordenados—Jesús profirió una exlamación de tristeza intensa: “¡Oh generación incrédula! ¿Hasta cuándo os he de soportar?” Estas palabras de palpable reprensión, pese a su carácter benigno y compasivo, fueron habladas principalmente a los apóstoles; y si las dirigió exclusivamente a ellos, o incluyó también a otros, poco importa. De acuerdo con las instrucciones de Jesús, le llevaron el joven afligido, y el demonio atormentador, encontrándose en la presencia del Maestro, arrebató a su joven víctima con un paroxismo tan terrible, que el muchacho cayó a tierra revolcándose y echando espumarajos. Con pausada deliberación, que contrastó notablemente con la impaciencia del angustiado padre, Jesús preguntó cuándo le había sobrevenido al joven aquel azote. “Desde niño—contestó el padre—y muchas veces le echa en el fuego y en el agua para matarle.” Con ansiedad patética le imploró: “Si puedes hacer algo, ten misericordia de nosotros, y ayúdanos.” Notemos que el hombre habló de la aflicción de su hijo como si él mismo estuviera padeciendo juntamente. “Ayúdanos” — le imploró.

A la expresión calificativa, “si puedes hacer algo”, que indicaba alguna incertidumbre de que el Maestro le pudiera conceder lo que pedía—y quizá resultó en parte del fracaso de los apóstoles—Jesús contestó: “Si puedes creer”; y añadió luego: “Al que cree todo le es posible.” El entendimiento del hombre fue iluminado; hasta ese momento había creído que todo dependía de Jesús, y ahora comprendió que el problema descansaba principalmente en él. Es digno de notar que el Señor mencionó creencia, más bien que fe, como la condición esencial de la realización. Según parece, el hombre tenía la confianza y fervorosa esperanza de que Jesús pudiese ayudarlo; pero dudamos que entendiera el verdadera significado de la fe. Sin embargo, viendo su docilidad y afán de aprender, el Señor fortaleció su débil e insegura creencia. La explicación alentadora de la necesidad real lo impulsó a lograr una confianza más extensa. Con esperanza frenética, clamó: “Creo”; y percibiendo en ese momento las tinieblas del error de las cuales empezaba a salir, añadió arrepentido: “Ayuda mi incredulidad.”d

Mirando compadecidamente al joven afligido que se revolcaba a sus pies, Jesús reprochó al demonio en estos términos: “Espíritu mudo y sordo, yo te mando, sal de él, y no entres más en él. Entonces el espíritu, clamando y sacudiéndole con violencia, salió, y él quedó como muerto, de modo que muchos decían: Está muerto. Pero Jesús, tomándole de la mano, le enderezó; y se levantó … y — como añada S. Lucas—se lo devolvió a su padre.” El carácter permanente del alivio quedó asegurado con el mandamiento expreso de que el espíritu inmundo no volviese a entrar en el joven.e No fue solamente un alivio del ataque que había sufrido en esos momentos; sanó permanentemente.

El pueblo se asombró al ver el poder de Dios manifestado en el milagro; y los apóstoles, que habían intentado sujetar al espíritu malo y fracasaron, se perturbaron. Mientras estuvieron en su misión, habían logrado reprender y echar fuera espíritus malos, aun cuando apartados de la siempre útil presencia de su Maestro, de acuerdo con el poder y comisión especiales que recibieron;f pero ahora, se había ausentado de ellos un día, y ya no pudieron hacer nada. Cuando entraron en la casa le preguntaron a Jesús: “¿Por qué nosotros no pudimos echarlo fuera?” A su respuesta: “Por vuestra poca fe”, el Señor añadió esta explicación: “Pero este género no sale sino con oración y ayuno.”g

Lo anterior nos enseña que las cosas que la fe puede efectuar están limitadas por la sinceridad, pureza y carácter inmaculado de esa fe. “Hombres de poca fe”; “¿dónde está vuestra fe?”; “¿por qué dudaste?”h Por medio de estas frases de reprensión amonestadora eran repetidamente exhortados los apóstoles del Señor. Las posibilidades de la fe quedaron afirmadas cuando dijo: “De cierto os digo, que si tuviereis fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: Pásate de aquí allá, y se pasará; y nada os será imposible.”i La comparación entre la fe eficaz y el grano de mostaza es de calidad, más bien que de cantidad; da a entender una fe viviente, vigorosa, como la semilla, de la cual, por pequeña que sea, puede brotar una frondosa planta,j en contraposición a una imitación inánime y artificial, por prominente o aparatosa que fuere.

Predícense nuevamente la muerte y resurrección del Señork

Del sitio donde se efectuó el último milagro, Jesús partió con los Doce y pasó por Galilea rumbo a Capernaum. Es probable que buscaron los caminos menos transitados, pues El deseaba evitar que se supiera públicamente su regreso. Había procurado un retiro comparativo por un tiempo, buscando principalmente, según parece, la oportunidad de instruir más completamente a los apóstoles y prepararlos para la obra que dentro de pocos meses tendrían que continuar sin su asociación física. Habían testificado solemnemente que sabían que era el Cristo; por tanto, El les podía comunicar muchas cosas que la gente en general no era capaz de recibir por su completa falta de preparación. El tema particular de sus instrucciones especiales y avanzadas a los Doce se relacionaba con su próxima muerte y resurrección; y le fué necesario reiterarlo una y otra vez, porque eran tardos en entender o no estaban dispuestos a hacerlo.

Hallándose en Galilea, inició el tema allí con un preludio impresionante: “Haced que os penetren bien en los oídos estas palabras”; y continuó con la reiteración profética: “El Hijo del Hombre será entregado en manos de hombres, y le matarán; pero después de muerto, resucitará al tercer día.” Leemos con sorpresa que ni aun así le entendieron los apóstoles. El evangelista Lucas comenta: “Mas ellos no entendían estas palabras, pues les estaban veladas para que no las entendiesen; y temían preguntarle sobre estas palabras.” El solo pensamiento de lo que podrían significar las palabras del Señor, aun cuando era una idea vaga en extremo, aterraba a estos hombres devotos; y la razón porque no entendieron se debió en parte al hecho de que la mente humana se resiste a considerar profundamente aquello que no desea creer.

Se obtiene el dinero para el impuesto mediante un milagrol

Una vez más se hallaban Jesús y sus discípulos en Capernaum. Allí se acercó a Pedro un cobrador del impuesto del templo y le preguntó: “¿Vuestro Maestro no paga las dos dracmas?m El dijo: Sí.” Es interesante leer que la interrogación se hizo a Pedro y no directamente a Jesús; esta circunstancia puede indicar el respeto que el pueblo en general sentía hacia el Señor y, a la vez, la posibilidad de que el cobrador estaba en duda si el impuesto se aplicaba a Jesús, en vista de que los sacerdotes, y rabinos generalmente afirmaban que ellos estaban exentos.

El impuesto anual de capitación, al que aquí se hace referencia, era la suma de medio siclo o didracma (di que significa dos, y dracma, equivalente a treinta y tres centavos de dólar aproximadamente. La cantidad de referencia se había cobrado a todo varón adulto de Israel desde la época del éxodo, aun cuando es cierto que durante el período de la cautividad se modificó este requerimiento.n El impuesto, prescrito por conducto de Moisés, se conocía originalmente como “la moneda del rescate”, y el pago del mismo era como una especie de sacrificio que se hacía al tiempo en que se pedía el rescate de los efectos del pecado individual. En la época de Cristo la contribución anual usualmente se recaudaba entre los primeros días de marzo y la Pascua. Si el impuesto se aplicaba a Jesús, se había retrasado varias semanas en pagarlo.

La conversación entre Pedro y el cobrador de impuestos se efectuó fuera de la casa. Al entrar aquél, y estando a punto de informar a su Maestro acerca de lo ocurrido, “Jesús le habló primero, diciendo: ¿Qué te parece Simón? Los reyes de la tierra, ¿de quiénes cobran los tributos o los impuestos? ¿De sus hijos o de los extraños? Pedro le respondió: De los extraños. Jesús le dijo: Luego los hijos están exentos.”

Esto debe haber causado que Pedro comprendiera la incongruencia de exigir que Jesús, el Mesías reconocido, pagara el dinero del rescate o el impuesto para la conservación del templo, en vista de que el edificio era la Casa de Dios, y Jesús era su Hijo; y particularmente en vista de que aun los príncipes terrenales estaban exentos del impuesto de capitación. Sin embargo, Jesús sacó a Pedro de la embarazosa situación en que se había colocado con su atrevimiento inconsiderado de asegurar que su Maestro pagaría la contribución sin consultarlo primeramente, pues el Señor añadió: “Sin embargo, para no ofenderles, vé al mar, y echa el anzuelo, y el primer pez que saques, tómalo, y al abrirle la boca, hallarás un estatero; tómalo, y dáselo por mí y por ti.”

Se iba a pagar el impuesto, no porque legalmente pudiera ser exigido a Jesús, sino porque la abstención de pagarlo podría ofender y dar a sus enemigos motivo adicional para mumurar contra El. El dinero que, como dijo Jesús, Pedro hallaría en la boca del primer pez que mordiera el anzuelo es llamado “estatero” en el pasaje bíblico. Era una moneda de plata equivalente a un siclo, precisamente la cantidad necesaria para pagar el impuesto por dos personas. Las palabras de Jesús fueron: “Tómalo, y dáselo por mí y por ti.” Es notable que no dijo “por nosotros”. En sus relaciones con los hombres, aun con los Doce, que, de todos, eran los de mayor intimidad y estimación para El, nuestro Señor siempre conservó su categoría separada y singular, poniendo de relieve en cada oportunidad el hecho de que era esencialmente diferente de los demás hombres. Así lo manifiestan sus expresiones: “Mi Padre y vuestro Padre”, “mi Dios y vuestro Dios”,o en lugar de decir simplemente nuestro Padre y nuestro Dios. Reverentemente admitía que era el Hijo de Dios en una manera literal que no se aplicaba a ningún otro ser.

Aun cuando no se detallan las circunstancias del hallazgo del estatero en la boca del pez, ni se ha escrito en forma definitiva la realización del milagro, no podemos dudar que se verificó lo que Jesús habló, pues de lo contrario no habría habido razón aparente para introducir el acontecimiento en la narración evangélica. El milagro es sin paralelo, y no sabemos de ningún otro caso aun remotamente análogo. No hay necesidad de suponer que el estatero no fue sino una moneda común que cayó en el agua, ni que el pez la tragó en alguna forma extraordinaria. No obstante, el conocimiento de que en el lago se hallaba un pez que tendría una moneda en la boca, que dicha moneda sería del valor estipulado y que sería el primero en morder el anzuelo de Pedro, es tan incomprensible para el entendimiento finito del hombre como lo son los medios por los cuales se efectuaron los demás milagros de Cristo. El Señor Jesús tuvo y tiene dominio en la tierra, el mar y todo lo que en ellos hay, porque fueron creados por su palabra y su poder.

Debe considerarse detenidamente el propósito del Señor en proveer el dinero en forma tan milagrosa. No hay justificación para imaginar que fue necesario recurrir a una fuerza sobrehumana por motivo de que Jesús y Pedro se encontraban en una situación supuesta de extrema pobreza. Aun cuando Jesús y sus discípulos hubiesen estado sin un solo centavo, Pedro y sus compañeros pescadores fácilmente podrían haber echado sus redes en la mar y, con éxito ordinario, obtener suficientes pescados para reunir la cantidad requerida. Por otra parte, no sabemos de ningún caso en que el Señor haya efectuado milagros para su beneficio personal o satisfacer sus propias necesidades, por urgentes que hayan sido. Parece ser los más probable que Jesús, valiéndose de esa manera para obtener el dinero, intencionalmente recalcó sus razones excepcionales para sostener la palabra dada por Pedro, de que se pagaría el impuesto. Los judíos, que no conocían a Jesús como el Mesías sino únicamente como un Maestro de habilidad superior y hombre de facultades extraordinarias, tal vez se habrían ofendido si El se hubiera negado a pagar la contribución requerida a todo judío. Por otra parte, si Jesús hubiera pagado el tributo en forma ordinaria y sin explicación, podría haber dado a los apóstoles, y particularmente a Pedro—el portavoz del grupo en la gran confesión—la impresión de que El estaba sujeto al templo, y consiguientemente, no era todo lo que afirmaba ser, ni alcanzaba la categoría que le habían atribuido en su confesión. En esta lección que dio a Pedro quedó claramente manifestado que retenía sus derechos como Hijo del Rey, y sin embargo, estaba dispuesto a entregar voluntariamente lo que no podía exigírsele en justicia. Entonces, como demostración conclusiva de su exaltada categoría, proporcionó el dinero, utilizando un conocimiento que ningún hombre sino El tenía.

Como un niñop

Mientras se dirigían a Capernaum, los apóstoles habían discutido entre sí, apartados de Jesús para que, según suponían, no pudiera oírlos. Sus preguntas habían suscitado una controversia, y ésta se había convertido en disputa. El asunto que con tanta vehemencia habían tratado era cuál de ellos habría de ser el mayor en el reino de los cielos. A causa del testimonio que habían recibido, estaban convencidos, sin ninguna duda, que Jesús era el por tan largo tiempo esperado Mesías, y este testimonio había sido reforzado y confirmado por la categórica declaración de su dignidad mesiánica que El había hecho. Los pensamientos de los Doce aún no estaban enteramente libres del concepto tradicional del Mesías como Señor espiritual y Rey temporal a la vez, y al recordar algunas de las frecuentes referencias del Maestro concernientes a su reino y el estado bendito de aquellos que entrarían en él, y comprendiendo, además, que en sus más recientes declaraciones Jesús les había indicado una próxima crisis o punto culminante en su ministerio, se dejaron llevar por la egoísta consideración de sus probables puestos en el nuevo reino, y las posiciones particulares de confianza, honor y emolumentos que más anhelaba cada uno. ¿Cuál de ellos había de ser el primer ministro? ¿quién el gran canciller? ¿quién el comandante de las tropas? La ambición personal había engendrado el celo en sus corazones.

Hallándose con Jesús dentro de la casa en Capernaum, volvió a surgir el tema. S. Marcos nos dice que Jesús les preguntó: “¿Qué disputabais entre vosotros en el camino?”; y que no le respondieron porque, como se podrá deducir, les dio pena. La relación según S. Mateo nos da a entender que los apóstoles deseaban que el Maestro decidiera el asunto. La diferencia aparente en cuanto a circunstancias no es de importancia; ambos relatos son correctos; la interrogación de Cristo pudo haber causado que finalmente le declararan sus preguntas. Conociendo sus pensamientos, y enterado de su falta de entendimento sobre la cuestión que los molestaba, Jesús les presentó una lección ilustrativa. Llamando a un niño pequeño, al cual cariñosamente tomó en sus brazos, les dijo: “De cierto os digo, que si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos. Así que, cualquiera que se humille como este niño, ése es el mayor en el reino de los cielos. Y cualquiera que reciba en mi nombre a un niño como éste, a mí me recibe. Y cualquiera que haga tropezar a alguno de estos pequeños que creen en mí, mejor le fuera que se le colgase al cuello una piedra de molino de asno, y que se le hundiese en lo profundo del mar.” A esta lección podemos benéficamente relacionar una enseñanza posterior, de que los niños son un tipo del reino de los cielos.q

Aun los apóstoles tenían necesidad de volver en sí,r pues en lo que concierne al asunto que estamos considerando, sus corazones se habían desviado, en parte por los menos, de Dios y su reino. Tenían que aprender que la humildad genuina es un atributo esencial para obtener la ciudadanía en la comunidad de los bienaventurados; y que del grado de humildad que tenga la persona depende lo que pudiera llamarse categoría en el reino, porque allí el más humilde será el mayor de todos.

Cristo no dio a entender que sus representantes escogidos debían actuar como niños; todo lo contrario, tenían que ser hombres de valor, entereza y fuerza; pero sí deseaba que hubiera en ellos las cualidades o virtudes de un niño. Esta diferencia es importante. Aquellos que pertenecen a Cristo deben ser como niños en cuanto a la obediencia, veracidad, confianza, pureza, humildad y fe. El niño es un creyente sin malicia, natural, confiado; por otra parte, la puerilidad indica indiferencia, necedad y descuido. Contrastando estas características, el apóstol Pablo hace esta observación: “Hermanos, no seáis niños en el modo de pensar, sino sed niños en la malicia, pero maduros en el modo de pensar.”s En esta lección se relaciona estrechamente al niño, en calidad de tal, con el niño que es el tipo del verdadero creyente adulto. El que haga tropezar, es decir, desvíe a uno de estos pequeñitos de Cristo, incurre en una falta tan grave que mejor le habría sido padecer una muerte violenta, más bien que haber pecado en tal forma.

Refiriéndose a las ofensas o causas de tropiezo, el Señor continuó: “¡Ay del mundo por los tropiezos! Porque es necesario que vengan tropiezos, pero ¡ay de aquel hombre por quien viene el tropiezo!” Entonces, repitiendo algunas de las preciosas verdades incorporadas en su memorable Sermón del Monte,t los instó a que dominaran las tendencias inicuas, pese al sacrificio requerido. Así como es mejor que un hombre se someta a una operación quirúrgica, aun cuando le cueste una mano, un pie o un ojo, más bien que dejar que se le contagie todo el cuerpo y pierda la vida, asimismo se le aconseja que corte, arranque o desarraigue de su alma las malas pasiones, las cuales, si permite que permanezcan, indefectiblemente le traerán la condenación.

En tal estado su conciencia lo atormentará como un gusano que nunca muere, y su remordimiento será como fuego que no puede ser extinguido. Toda alma humana ha de pasar como si fuera por un prueba ardiente; y así como la carne ofrendada como sacrificio en los altares tenía que ser condimentada con sal, como símbolo de una preservación de la corrupción,u así también el alma debe recibir la salvadora del evangelio; sal que debe ser pura y potente, no una sucia mezcla heredada de prejuicios y tradición desautorizada, la cual ha perdido toda su salobridad que en un tiempo pudo haber tenido. La amonestación del Señor a los Doce en su disputa fue ésta: “Tened sal en vosotros mismos; y tened paz los unos con los otros.”v

A los apóstoles el Señor hizo esta solemne advertencia y profunda declaración, tan aplicable a los niños de pocos años, como a los creyentes sinceros entre los jóvenes y ancianos: “Mirad que no menospreciéis a uno de estos pequeños; porque os digo que sus ángeles en los cielos ven siempre el rostro de mi Padre que está en los cielos.” Se da a entender que la misión del Cristo es salvar a los que se desvían momentáneamente, quienes, si no fuera por la ayuda de El, se perderían para siempre. A fin de ilustrar su significado, el Maestro presentó una parábola que ocupa un merecido lugar entre los tesoros literarios del mundo.

La parábola de la oveja perdidax

“¿Qué os parece? Si un hombre tiene cien ovejas y se descarría una de ellas, ¿no deja las noventa y nueve y va por los montes a buscar la que se había descarriado? Y si acontece que la encuentra, de cierto os digo que se regocija más por aquella, que por las noventa y nueve que no se descarriaron. Así, no es la voluntad de vuestro Padre que está en los cielos, que se pierda uno de estos pequeños.”

En esta eficaz analogía se pone de relieve el propósito salvador de la misión de Cristo. Es verdaderamente el Salvador. Nos es pintado el pastor, dispuesto a dejar las noventa y nueve, indudablemente seguras en el redil, mientras vuelve solo a los montes para buscar la que se había perdido. En el hecho de hallar y hacer volver a la oveja descarriada, siente mayor gozo que con saber que las otras están a salvo. En la versión posterior de esta espléndida parábola, dirigida a los fariseos y escribas murmuradores de Jerusalén, el Maestro dijo que cuando el pastor encuentra la oveja perdida, “la pone sobre sus hombros gozoso; y al llegar a casa, reúne a sus amigos y vecinos, diciéndoles: Gozaos conmigo, porque he encontrado mi oveja que se había perdido. Os digo que así habrá más gozo en el cielo por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos que no necesitan de arrepentimiento”.y

Muchos se han maravillado de que se sienta mayor regocijo en recuperar una oveja perdida, o la salvación de un alma que estaba como si se hubiese perdido, que por las muchas que no se han visto en tal situación. Con las noventa y nueve seguras en el redil, el pastor sentía gozo continuo; pero le sobrevino una nueva sensación de felicidad, más alentadora y fuerte por motivo de su tristeza reciente, cuando volvió al redil la que se había perdido. En un capítulo posterior nuevamente nos referiremos a esta parábola y a otras de importancia análoga.

“En mi nombre”z

Continuando la lección que ilustró con la presencia de un niño pequeño, Jesús dijo: “Cualquiera que reciba a este niño en mi nombre, a mí me recibe; y cualquiera que me recibe a mí, recibe al que me envió; porque el que es más pequeño entre todos vosotros, ése es el más grande.” Es posible que las palabras de Cristo, referentes a las obras hechas en su nombre, dieron lugar a esta exclamación de Juan: “Maestro, hemos visto a uno que en tu nombre echaba fuera demonios, pero él no nos sigue; y se lo prohibimos, porque no nos seguía. Pero Jesús dijo: No se lo prohibáis; porque ninguno hay que haga milagro en mi nombre, que luego pueda decir mal de mí. Porque el que no es contra nosotros, por nosotros es.” El joven apóstol había permitido que su celo por el nombre del Maestro se convirtiera en intolerancia. No podemos impugnar la sinceridad de aquel hombre que había intentado hacer bien en el nombre de Jesús, ni dudar que el Señor aceptó sus esfuerzos; lo que hacía era esencialmente diferente de las impías asunciones que más tarde fueron censuradas en otros;a pues ciertamente era creyente en Cristo, y quizá era uno de aquellos de entre quienes el Señor en breve seleccionaría y comisionaría ministros especiales junto con los Setenta.b En vista de las opiniones contrarias respecto de Jesús que entonces existían entre la gente, se podía decir con justicia que todos aquellos que no se le oponían estaban de su parte, por lo menos provisionalmente. En otras ocasiones afirmó que quien no era con El era contra El.c

Mi hermano y yod

Se instruyó a los Doce acerca del método correcto de reconciliar las diferencias entre los hermanos, y sobre los principios fundamentales de la disciplina de la Iglesia. El primer paso quedó estipulado en esta forma: “Por tanto, si tu hermano peca contra ti, vé y repréndele estando tú y él solos; si te oyere, has ganado a tu hermano.” Según los reglamentos rabínicos, el ofensor debía dar el primer paso; pero Jesús enseñó que el ofendido no debía esperar hasta que su hermano viniera a él, sino que debía ir y tratar de resolver la dificultad, pues de esa manera podría ser el medio de salvar el alma de su hermano. Si el ofensor se mostraba obstinado, el hermano injuriado habría de llevar a dos o tres personas consigo, y nuevamente debía procurar que el transgresor, arrepentido, reconociera su ofensa; esta manera de proceder disponía que hubiese testigos, cuya presencia evitaría cualquier falsa representación en lo futuro.

Sólo después de haber fracasado estos medios más benignos podría recurrirse a medidas extremas. Si el hombre persistía en su obstinación, habría de presentarse el asunto a la Iglesia; y en caso que el ofensor menospreciara o se negara a someterse a la decisión de este cuerpo, se le privaría de su confraternidad, con lo que llegaría a ser, en cuanto a su relación con los que previamente habían sido sus compañeros, como “gentil y publicano”. En su calidad de no miembro propiamente correspondería hacer una labor misional con él; pero hasta que se arrepintiera y manifestara la disposición de reparar el mal, no podría reclamar ningún derecho o privilegio de asociación con la Iglesia. La asociación continua con un pecador que no se arrepiente puede ayudar a extender su desconformidad y contaminar a otros por medio de su pecado. La Misericordia no puede suplantar a la Justicia. El orden revelado de disciplina en la Iglesia restaurada es semejante al que se comunicó a los apóstoles en la antigüedad.e

La autoridad de los Doce para administrar los asuntos del gobierno de la Iglesia quedó establecida cuando el Señor confirmó sobre ellos, como cuerpo, la promesa que previamente había dirigido a Pedro: “De cierto os digo, que todo lo que atéis en la tierra, será atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra, será desatado en el cielo.”f Por motivo de su unidad de propósito y sinceridad ilimitada, el poder de Dios los acompañaría, según lo hace constar la siguiente afirmación del Señor: “Otra vez os digo, que si dos de vosotros se pusieren de acuerdo en la tierra acerca de cualquiera cosa que pidieren, les será hecho por mi Padre que está en los cielos. Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos.” En este punto Pedro lo interrumpió con una pregunta: “Señor, ¿cuántas veces perdonaré a mi hermano que peque contra mí? ¿Hasta siete?” De buena gana habría querido que se fijara algún límite definitivo, y probablemente pensó que el número sugerido de siete veces era una medida algo liberal, en vista de que los rabinos prescribían que se perdonara únicamente tres veces.g Posiblemente dijo siete, porque esta cifra, junto con el número tres, tenían un significado farisaico particular. La respuesta es iluminante: “Jesús le dijo: No te digo hasta siete, sino aun hasta setenta veces siete.” La contestación debió significar para Pedro, igual que para nosotros, que el hombre no puede fijarle límites al perdón; sin embargo, el recipiente debe merecerlo.h La siguiente historia puso de relieve esta enseñanza:

La parábola de los dos deudores

“Por lo cual el reino de los cielos es semejante a un rey que quiso hacer cuentas con sus siervos. Y comenzando a hacer cuentas, le fue presentado uno que le debía diez mil talentos. A éste, como no pudo pagar, ordenó su señor venderle, y a su mujer e hijos, y todo lo que tenía, para que se le pagase la deuda. Entonces aquel siervo, postrado, le suplicaba, diciendo: Señor, ten paciencia conmigo, y yo te lo pagaré todo. El señor de aquel siervo, movido a misericordia, le soltó y le perdonó la deuda. Pero saliendo aquel siervo, halló a uno de sus consiervos, que le debía cien denarios; y asiendo de él, le ahogaba, diciendo: Págame lo que me debes. Entonces su consiervo, postrándose a sus pies, le rogaba diciendo: Ten paciencia conmigo, y yo te lo pagaré todo. Mas él no quiso, sino fue y le echó en la cárcel, hasta que pagase la deuda. Viendo sus consiervos lo que pasaba, se entristecieron mucho, y fueron y refirieron a su señor todo lo que había pasado. Entonces, llamándole su señor, le dijo: Siervo malvado, toda aquella deuda te perdoné, porque me rogaste. ¿No debías tú también tener misericordia de tu consiervo, como yo tuve misericordia de ti? Entonces su señor, enojado, le entregó a los verdugos, hasta que pagase todo lo que le debía. Así también mi Padre celestial hará con vosotros si no perdonáis de todo corazón cada uno a su hermano sus ofensas.”i

Se emplea la suma de diez mil talentos para expresar una cantidad tan enorme, que no había ninguna probabilidad razonable de que el deudor pudiera liquidarla. Podemos suponer que el hombre era un oficial de confianza, uno de los ministros del rey, a quien se había dado el cargo de la hacienda real, o uno de los recaudadores principales de impuestos. El hecho de que se le llame siervo no presenta ninguna incongruencia, ya que en una monarquía absoluta, aparte del soberano, todos son súbditos y siervos. La venta de la esposa e hijos del deudor, junto con todas sus posesiones, no habría contravenido la ley, pues en el caso supuesto se sobrentiende el carácter legal de la esclavitud.j No había pagado la deuda; no se presentó ante su señor voluntariamente, antes tuvo que ser llevado. En los asuntos de nuestras vidas individuales, en igual manera somos llamados a cuentas periódicamente; y aun cuando es cierto que algunos deudores se presentan de su propia voluntad, otros tienen que ser citados a que comparezcan. Los mensajeros que nos presentan el requerimiento pueden ser la adversidad, la enfermedad, quizás la proximidad de la muerte; pero pese a lo que fueren, nos obligan a rendir cuentas.

El contraste entre diez mil talentos y cien denarios es enorme.k La súplica del consiervo de que le diera tiempo para pagarle los cien denarios debía haberle recordado al deudor mayor la crítica situación de que acababa de salir; el ruego de “ten paciencia conmigo, y yo te lo pagaré todo”, fue exactamente el mismo con que él había implorado ante el rey. La vil ingratitud del siervo cruel justificó el paso dado por el rey, de revocar el perdón que había concedido. El hombre fue condenado, no principalmente por su desfalco y deuda, sino por su falta de misericordia después que la hubo recibido tan abundamente. Como demandante inflexible, había recurrido a la ley; como transgresor convicto, iba a ser castigado de acuerdo con la ley. La misericordia es para el misericordioso. En su calidad de preciosa joya celestial, se ha de recibir con agradecimiento y ser empleada con santidad, y no arrojada en el fango del desmerecimiento. La justicia puede exigir retribución y castigo: “Con la medida con que medís, os será medido.”l El Señor prescribió en su oración modelo las condiciones de acuerdo con las cuales confiadamente podemos implorar el perdón: “Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores. ”m

Notas Al Capitulo 24

  1. Fe en bien de otros—La súplica del padre afligido en bien de su hijo atormentado—“Ten misericordia de nosotros, y ayúdanos” (Marcos 9:22)—indica que había convertido en suyo el dolor de su hijo. Nos hace pensar en la mujer cananea que imploró para sí la misericordia de Jesús, aunque su hija era la afligida. (Mateo 15:22; página 374 de esta obra.) En casos como éstos, otros ejercitaron la fe en bien de los afligidos; y lo mismo aconteció con el centurión que abogó por su criado y cuya fe Jesús encomió en forma especial (Mateo 8:5-10; página 264 de esta obra); con Jairo, cuya hija agonizante había fallecido (Lucas 8:41,42,49,50; página 330 de esta obra), con muchos otros que llevaron a Jesús sus parientes o amigos afligidos y abogaron por ellos. Como se ha indicado previamente, la fe para ser sanado es tan verdaderamente un don de Dios como lo es la fe para sanar (página 336 de esta obra); y como lo comprueban los ejemplos citados, la fe puede ejercerse eficazmente en bien de otros. En lo que respecta a la ordenanza de bendecir a los enfermos mediante la unción con aceite y la imposición de manos, establecida autorizadamente en la Iglesia Restaurada de Jesucristo, los éideres que vayan a efectuar la ordenanza deberán solicitar la fe de todos los creyentes presentes, indicando que se ejercite en bien del enfermo. Al tratarse de niños pequeños y personas inconscientes, es palpablemente inútil requerir de ellos una manifestación activa de la fe; de modo que tanto más se necesita la fe sostenedora de sus parientes y amigos.

  2. El poder que se desarrolla mediante la oración y el ayuno.— Las palabras del Salvador referentes al espíritu inmundo que los apóstoles no pudieron sujetar—“pero este género no sale sino con oración y ayuno”—indica una graduación en la malignidad y poder inicuo de los demonios, así como en los resultados de los varios grados de fe. Los apóstoles que fracasaron en la ocasión de referencia habían echado fuera demonios en otros casos. El ayuno, llevado a cabo con prudencia y acompañado de la oración sincera, conduce el desarrollo de la fe con su poder consiguiente para hacer el bien. Provechosamente podemos hacer una aplicación individual de este principio: ¿Tenéis alguna debilidad hostigadora, algún vicio pecaminoso que en vano habéis tratado de vencer? Igual que el demonio inmundo que el Cristo increpó en el joven, vuestro pecado podría ser de esa clase que únicamente por medio de la oración y el ayuno puede salir.

  3. Nada le es imposible a la fe.—Muchas personas han impugnado la verdad literal de la declaración del Señor, de que mediante la fe es posible quitar las montañas de su lugar. Claro está, desde luego, que tendría que haber un propósito concordante con el pensamiento y plan divinos, a fin de que pudiera ejercerse, en primer lugar, la fe para efectuar tal empresa. Ninguna posibilidad existe de obrar un milagro como éste, o cualquier otro, para satisfacer un anhelo curioso, ni para ostentar, o buscar un beneficio personal o satisfacción egoísta. Cristo nunca efectuó ningún milagro para tal objeto; persistentemente se negó a mostrar señales a los que no buscaban otra cosa. Pero negar la posibilidad de que una montaña pueda ser quitada de su lugar por medio de la fe, en condiciones que convirtieran el acto en aceptable ante Dios, es impugnar su palabra, no sólo en cuanto a esta posibilidad particular, sino en la afirmación general de que “nada le será imposible” al que tenga la fe adecuada para lograr el fin deseado. Es digno de notarse, sin embargo, que los judíos de la época de Cristo, así como de días subsiguientes, frecuentemente empleaban la frase “quitar montañas” como expresión figurada para dar a entender la resolución de dificultades. De acuerdo con Lightfoot y otras autoridades, el hombre que podía resolver problemas complicados, o que poseía alguna facultad particular para debatir o perspicacia para juzgar, era conocido como “movedor de montañas”.

  4. El tributo del templo.—Se desprende, por la especificación de “didracma” (di, dos, y dracma) mencionada en el texto, que el dinero del impuesto a que se hace referencia era una contribución judía para el templo, y no un tributo recaudado por el gobierno romano. La didracma equivalía a medio siclo, calculado “conforme al siclo del santuario”, cantidad fija que anualmente debía pagar todo varón “de veinte años arriba”, con la estipulación de que “ni el rico aumentará, ni el pobre disminuirá del medio siclo” (Exodo 30:13-15). Si hubiera sido una contribución impuesta por las autoridades políticas, no se habría llamado didracma. Además, si el cobrador que interrogó a Pedro hubiera sido uno de los publicanos oficiales, probablemente le habría exigido el impuesto más bien que preguntarle si el Maestro iba a ser uno de los contribuidores.

    Una de las muchas humillaciones que tuvieron que soportar los judíos en años posteriores, tras la destrucción del templo, fue el pago compulsivo a los romanos de lo que había sido su impuesto para el templo, y que éstos instituyeron para la conservación del templo pagano de Júpiter Capitolino. Dice Josefo (Wars of the Jewsi vii, 6:6), refiriéndose al emperador Vespasiano: “Que también les impuso un tributo, dondequiera que estuviesen, y mandó que cada uno de ellos enviase dos dracmas anualmente al capitolio, tal como acostumbraban pagarlas al templo de Jerusalén.”

  5. Talentos y denarios.—Es palpable que al fijar en diez mil talentos la cantidad de la deuda que se debía al rey, y en cien denarios la que debía el consiervo, el Señor tenía por objeto presentar un ejemplo de gran disparidad y un contraste disimilar. Las cantidades en sí mismas no tienen gran significado en lo que respecta a la narración. No nos es declarada la clase o variedad de talento; había talentos áticos y talentos hebreos de plata y oro, cuyo valor era distinto. En uno de los comentarios bíblicos aparece esta explicación: “El talento equivale a setecientas cincuenta onzas de plata, que a razón de cinco chelines por onza, arrojan la suma de ciento ochenta y siete libras esterlinas más diez chelines.” Esta cantidad asciende a más de nueve millones de dólares. El mismo comentarista fija el valor de un denario en quince centavos, así que la segunda deuda llegaría a quince dólares aproximadamente. Trench dice: “Gráficamente podemos formarnos una idea de la inmensidad de la suma, comparándola con otras cantidades mencionadas en las Escrituras. En la construcción del Tabernáculo se emplearon veintinueve talentos de oro (Exodo 38:24); David dispuso tres mil talentos de oro para el templo, y los príncipes otros cinco mil (1 Crón. 29:4-7); la Reina de Sabá obsequió a Salomón ciento veinte talentos (1 Re. 10:10); el rey de Asiria impuso a Ezequías un tributo de treinta talentos de oro (2 R. 18:14); y en vista de la pobreza extremada a que llegó el país poco antes de ser conquistado, el rey de Egipto le impuso el tributo de un talento de oro, después de la muerte de Josías. (2 Crón. 36:3).” Farrar calcula que la cantidad que se debía al rey era un millón doscientas cincuenta mil veces mayor que la deuda del segundo siervo.

  6. Abrobación sobretendida de la esclavitud.—Algunos lectores han creído ver en la parábola de los dos deudores una aprobación tácita de la esclavitud. El deudor principal que figura en la historia iba a ser vendido, junto con su esposa, hijos y todo lo que poseía. Si se considera lógicamente el relato en su totalidad, lo más que se puede deducir de esta relación particular del decreto real, de que el deudor y su familia fuesen vendidos, es que en aquella época existía en forma legal el sistema de comprar y vender siervos o esclavos. El propósito de la parábola ni remotamente se aproxima al hecho de apoyar o condenar la esclavitud o cualquier otra institución social. La ley mosaica habla con claridad sobre los asuntos relacionados con los siervos. El “ángel de Jehová” que comunicó a Agar un mensaje de ánimo y bendición, respetó la autoridad de la ama (Gén. 16:8,9). En la época apostólica se dieron instrucciones de vivir ordenadamente bajo la ley del país, no de rebelión contra el sistema (Efe. 6:5; Col. 3:22; 1 Tim. 6:1-3; 1 Pedro 2:18). El hecho de reconocer costumbres, instituciones y leyes establecidas, así como la obediencia a las mismas, no indica necesariamente aprobación individual. El evangelio de Jesucristo, cuya misión es regenerar el mundo, ha de prevalecer, no por medio de contiendas revolucionarias contra gobiernos existentes, no por medio de la anarquía y la violencia, sino por las enseñanzas de los deberes del individuo y la difusión del espíritu de amor. Cuando en el corazón del género humano se dé cabida al amor de Dios, cuando los hombres amen abnegadamente a su prójimo, entonces se establecerán y funcionarán sistemas sociales y gobiernos que darán los mejores beneficios al mayor número de personas. Hasta que los hombres abran sus corazones para recibir el evangelio de Jesucristo, continuarán existiendo, en una forma u otra, la injusticia y la opresión, la servidumbre y la esclavitud. No pueden menos que resultar inútiles los esfuerzos por estirpar las condiciones sociales provocadas por el egoísmo individual, mientras se permita el desarrollo y propagación de dicho egoísmo.