1990–1999
“Con lengua de ángeles”
October 1999


“Con lengua de ángeles”

“Lo que decimos y hacemos no sólo da a conocer nuestra persona interior sino que también nos moldea a nosotros mismos, a los que nos rodean y por último a toda la sociedad”.

Al comparar la importancia de algunas de las cosas más destacadas del reino con la dieta alimentaria del antiguo Israel, Jesús dijo a Sus discípulos: “No lo que entra en la boca contamina al hombre; mas lo que sale de la boca, esto contamina al hombre…

“Pero lo que sale de la boca, del corazón sale; y esto contamina al hombre…” (Mateo 15:11, 18). Nuestras palabras, lo mismo que nuestras expresiones externas, no son neutras, puesto que revelan lo que somos y dan forma a lo que llegaremos a ser.

En los últimos días, el Señor ha vuelto a hacer hincapié en la forma en que, con las palabras del Libro de Mormón, nuestras “prácticas exteriores” (Alma 25:15) corrompen o edifican. Lo que digamos y el modo como procedamos crearán una atmósfera cordial u hostil al Espíritu Santo. En la sección 88 de Doctrina y Convenios, el Señor nos aconseja desechar las “conversaciones livianas” y la “risa excesiva”. Él relaciona esas expresiones con defectos del corazón —los “deseos de concupiscencia”, el “orgullo” y la “frivolidad”— que al final resultan en “hechos malos” (D. y C. 88:69, 121). Entiendo que las “conversaciones livianas” se refieren al lenguaje irreverente y degradante, y que la “frivolidad” se refiere a lo que el Señor ha llamado tratar con liviandad las cosas sagradas (véase D. y C. 6:12).

Por otro lado, el Señor nos ha pedido tener “corazones y semblantes alegres” (D. y C. 59:15). También nos ha dicho que debemos hablar y actuar de manera tal que nos edifiquemos el uno al otro, y ha indicado que “lo que no edifica no es de Dios, y es tinieblas” (D. y C. 50:23). En [el invernadero] “Winter Quarters”, cuando los santos se encontraban en medio del riguroso éxodo, el Señor mandó: “tiendan vuestras palabras a edificaros unos a otros” (D. y C. 136:24). Nefi dice que el fruto de recibir el Espíritu Santo y de prestar oído a los susurros del Espíritu es que podríamos hablar “con lengua de ángeles” (2 Nefi 32:2). De ese modo, creamos un espíritu de reverencia y de revelación.

Hace poco oí una conversación entre algunos de nuestros nietecitos. Al parecer, uno de ellos había empleado la palabra “estúpido”. Nicholas, de ocho años de edad y recién bautizado, comentó que quizá no se debiera decir eso, porque es una “mala palabra”. Eso evidenció la buena influencia que su madre y su padre habían tenido en él. Sé que ha habido conversaciones por el estilo con respecto a otras expresiones. Algunos pensarán que eso es de poca importancia comparado con las expresiones mucho más groseras y degradantes que se oyen a nuestro alrededor. Pero ocurre que, ya sea en formas pequeñas o grandes, nuestras palabras sí crean una atmósfera en la que edificamos o destruimos. Hace poco le comenté a un amigo de la Ciudad de Nueva York que consideraba que el ambiente de la ciudad había mejorado notablemente durante los últimos años y que me preguntaba a qué se debía eso. Él me dijo que su esposa es juez municipal y que habían emprendido la tarea de hacer cumplir las cosas menos importantes, como reglamentaciones que regulaban el escupir y el obedecer las reglas del tránsito, y que eso influía en las cosas más importantes. El Señor dijo que en nuestro hablar y proceder edificantes de cada día invitamos al espíritu de verdad y de rectitud, con lo que “desech[amos] las tinieblas de entre [n]osotros” (D. y C. 50: 25).

Recuerdo que, cuando estaba en el primer año de universidad, en la clase de inglés, el profesor insistía en que, para describir una situación, uno de los alumnos debía emplear una expresión soez en lugar de una más delicada. Me perturbó la expresión, la cual rara vez había oído aunque nunca en un medio agradable. Años después, al proseguir mis estudios superiores, en una conversación que tuve con un amigo, él insistió en que uno debe ser, según él lo dijo, directo, aunque hubiera que ser grosero e insensible a los sentimientos de los demás. Lamentablemente, las actitudes expresadas en esos dos casos se han vuelto muy frecuentes en nuestra sociedad y se hallan incluso entre los santos. A lo largo de los años han ido en aumento las insinuaciones de carácter sexual, el humorismo estentóreo, las expresiones violentas y el ruido estruendoso en el hablar, en la música y en los gestos. Mucho de lo que nos rodea es vulgar y rudo, reflejo de corrupción del comportamiento y de la sensibilidad moral. La sociedad no ha mejorado con nuestras “conversaciones livianas” ni con nuestra “frivolidad”. En lugar de ello, nuestras expresiones han contaminado nuestras comunidades y corrompido nuestras almas.

El presidente Spencer W. Kimball advirtió que era preciso cuidarse de la vulgaridad de palabra y de expresión, y aconsejó en particular no hablar sin tapujos de asuntos sexuales, lo cual relacionó con la inmodestia. “Las conversaciones y bromas impúdicas”, dijo, “constituyen otro peligro que anda al acecho, buscando como presa a cualquiera que se muestre dispuesto a aceptarlo como el primer paso a la contaminación de la mente, y consiguientemente, del alma” (El Milagro del Perdón, pág. 232.)

Lo que decimos y hacemos no sólo da a conocer nuestra persona interior sino que también nos moldea a nosotros mismos, a los que nos rodean y por último a toda la sociedad. Todos los días cada uno de nosotros tiene que ver con el oscurecer la luz o con el desechar las tinieblas. Se nos ha llamado para invitar la luz y para ser una luz, para santificarnos nosotros mismos y edificar a los demás.

En su Epístola Universal, Santiago explica detalladamente mucho de lo que es necesario hacer para hacerse santo. Entre lo que dice al respecto, menciona el refrenar nuestro lenguaje y conversación. En efecto, dice: “Si alguno no ofende en palabra, éste es varón perfecto, capaz también de refrenar todo el cuerpo” (Santiago 3:2). Y, empleando el ejemplo de una nave, comentó que así como un timón muy pequeño gobierna una gran nave, del mismo modo la lengua marca el rumbo de nuestro destino (véase el versículo 4). Si se emplea indebidamente, la lengua “contamina todo el cuerpo, e inñama la rueda de la creación” (vers. 6). ¿Cómo es posible, pregunta, que de una misma boca procedan bendición y maldición? (véase el versículo 10).

Me ha impresionado el hecho de que cuando Isaías recibió el llamamiento del Señor, se lamentó diciendo que era “hombre inmundo de labios” y que habitaba “en medio de pueblo que tiene labios inmundos” (Isaías 6:5). Ese pecado también tuvo que ser quitado de Isaías para que llevase la palabra del Señor. ¿No es extraño que salmistas y profetas por igual hayan implorado al Señor que pusiera “guarda” a su boca y que guardara “la puerta de [sus] labios” (Salmos 141:3), “para no pecar con [su] lengua” (véase Salmos 39:1)?

Al hablar y actuar, preguntémonos si lo que decimos y la forma en que actuamos invitan a los poderes del cielo a nuestra vida y si invitan a todos a venir a Cristo. Debemos tratar las cosas sagradas con reverencia. Tenemos que eliminar de nuestra conversación lo inmodesto y lo lujurioso, lo violento y lo amenazante, lo degradante y lo falso. Como escribió el apóstol Pedro: “sino, como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir” (1 Pedro 1:15). La expresión “vivir” se refiere allí no sólo a lo que decimos sino a todo nuestro comportamiento. Al igual que Nefi, él nos invita a vivir de modo tal que podamos hablar “con lengua de ángeles”.

Doy testimonio de que Dios es en verdad santo. Él es nuestro Padre y nosotros somos Sus hijos. Somos herederos y coherederos con Jesucristo de Su gloria. Cristo llevó nuestros pecados y venció la muerte. Él nos ha invitado a ser como Él es y a edificarnos en palabra y hechos. Junto con Juan, creo que es nuestro destino que “cuando él se manifieste, se[a]mos semejantes a él, porque le veremos tal como él es” (1 Juan 3:2). En el nombre de Jesucristo. Amén.