1990–1999
Nuestro legado
October 1999


Nuestro legado

“¿Qué estamos haciendo para asegurar que nuestros amados hijos y nietos hereden [nuestro] legado?”

Mis hermanos y hermanas, estoy tan agradecido de estar con ustedes hoy en este histórico Tabernáculo. Hace setenta y cuatro años, mi abuelo, Lars Peter Oveson, se puso de pie ante este púlpito y dio su testimonio, habiendo sido invitado como presidente de la estaca Emery County, Utah.

Aunque él murió cuando yo era pequeño, mi abuelo siempre ha sido uno de mis héroes. He estudiado su diario personal que relata una y otra vez su voluntad de responder a los llamamientos que recibió durante toda su vida. Él y sus padres se convirtieron al Evangelio en Dinamarca, emigraron a este país y cruzaron las llanuras para unirse a los santos en Utah. Uno de los llamamientos hizo necesario que dejara por seis meses a su joven esposa para trabajar en la construcción del Templo de St. George. De nuevo tuvo que alejarse de ella y de su pequeña familia para servir en una misión de dos años en su país natal de Dinamarca. Más tarde, los llamamientos de obispo y de presidente de estaca hicieron necesario que se mudaran y que tuvieran que construir su hogar y su granja en tres ocasiones diferentes. A través de todos esos períodos de inestabilidad, permaneció agradecido, alegre y fiel a los principios del Evangelio, dejando un gran legado de fe a los que llevamos su nombre.

Ese legado me fue transmitido por mi padre, Merrill M. Oveson, el menor de una familia de trece hijos. Él y mi madre, Mal Berg Oveson, descendiente también de un linaje fiel, fueron sellados en el Templo de Salt Lake, abordaron un tren y fueron a Oregon para que mi padre continuara sus estudios. Allí permanecieron por más de cuarenta años, durante muchos de los cuales vivieron en una pequeña comunidad agrícola donde éramos los únicos miembros de la Iglesia.

A menudo he pensado en lo fácil que hubiera sido para mis padres simplemente cambiar su religión y unirse a los muchos amigos que tenían en la iglesia cristiana de la comunidad. Eso les habría simplificado mucho la vida, especialmente durante los años de la Segunda Guerra Mundial, en que era imposible, debido al racionamiento de gasolina y de neumáticos, viajar cuarenta millas a la rama organizada más cercana de la Iglesia de los Santos de los Últimos Días. En vez de ello, recibieron permiso para efectuar la Escuela Dominical en casa, lo cual hicieron fielmente semana tras semana todos esos años. Allí compartimos la Santa Cena como familia; allí fue donde mis hennanos y yo aprendimos los principios del Evangelio y escuchamos las historias de la Biblia y del Libro de Mormón literalmente a los pies de nuestros padres.

Mi padre, otro de mis héroes, murió hace varios años, pero mi madre, que ahora tiene noventa y seis años, sigue asistiendo fielmente a su barrio cada semana y es una inspiración para todos los que la conocen.

Mi esposa heredó un legado similar, y estamos tan agradecidos por ello. Sabemos que se nos ha confiado este llamamiento en parte por los hechos fieles de los que nos han antecedido. La pregunta es: ¿Qué estamos haciendo para asegurar que nuestros amados hijos y nietos hereden ese legado?

Ya sea que descendamos de generaciones en la Iglesia o que seamos el primer eslabón en la cadena de generaciones, tenemos la responsabilidad de transmitir a nuestra posteridad un legado de fe, el cual queda de manifiesto por medio de nuestros hechos diarios. Los que son miembros recién convertidos tienen una oportunidad particularmente grande de ser los pioneros para sus antepasados y para su posteridad. A fin de cumplir con esa obligación, todos debemos hacernos algunas preguntas directas:

  • ¿Estamos edificando vidas de honradez e integridad?

  • ¿Seguimos el consejo de nuestros profetas actuales y pasados?

  • ¿Guardamos nuestros convenios?

  • ¿Llevamos a cabo la noche de hogar y estudiamos las Escrituras, y tratamos de vivir los preceptos que aprendemos de ellas?

  • ¿Obedecemos la Palabra de Sabiduría?

  • ¿Somos generosos con nuestros diezmos y ofrendas?

  • ¿Ayunamos y oramos con regularidad y con un corazón sincero?

  • ¿Estamos atentos para escuchar la respuesta a nuestras oraciones y tratamos de seguir los susurros del Espíritu?

  • ¿Somos buenos vecinos y amigos leales?

  • ¿Ayudamos a edificar el reino al honrar el sacerdocio, magnificar nuestros llamamientos y compartir el Evangelio con los demás?

  • ¿Somos lentos para la ira y prestos para perdonar?

  • ¿Podemos decir con honradez que no sólo nos arrepentimos de nuestros errores sino que también aprendemos de ellos?

  • ¿Colocamos al Salvador y Su Evangelio en primer término en nuestra vida? O, como alguien dijo una vez: “Si se nos acusara en un tribunal de justicia de ser Santos de los Últimos Días, ¿habría suficiente evidencia para declaramos culpables?”

Hermanos y hermanas, si no nos sentimos cómodos con las respuestas a esta clase de preguntas, debemos comenzar hoy mismo a edificar una vida más ejemplar a fin de que nuestros seres más queridos “vean [nuestras] buenas obras, y glorifiquen a [nuestro] Padre que está en los cielos” (Mateo 5:16).

Debo admitir que cuando mi vida no está a la altura de las normas de mis antepasados, es porque he permitido que las prioridades del mundo tomen precedencia sobre las espirituales; pero he aprendido que es posible cambiar la dirección de nuestras metas y poner la mira en los valores eternos.

Mi esposa y yo hemos observado a muchos conversos a la Iglesia hacer los cambios necesarios para convertirse en almas centradas en el Evangelio. Hemos visto a cientos de jóvenes misioneros regulares en Buenos Aires, Argentina, hacer los sacrificios necesarios para volverse verdaderos siervos consagrados del Señor. Lo único que se requiere es deseo, obediencia, dedicación y perseverancia. ¡El Señor hará el resto!

Nosotros somos Sus hijos; Él nos ama y nos conoce a cada uno por nuestro propio nombre. Él desea que regresemos a Su presencia y vivamos con Él eternamente. Éste es el gran legado del Evangelio de Jesucristo. Debido al sacrificio expiatorio de nuestro Salvador, tenemos la certeza de una vida en el más allá y de la posibilidad de heredar todo lo que el Padre tiene. Con este conocimiento y este legado, debemos “seguir adelante con firmeza en Cristo, teniendo un fulgor perfecto de esperanza” (2 Nefi 31:20).

Debemos seguir el ejemplo de nuestro amado Profeta, el presidente Hinckley, quien recientemente dijo a los alumnos de Ricks College: “A ustedes digo con toda la energía de que soy capaz: no se conviertan en el eslabón débil de la cadena de sus generaciones. Ustedes vienen al mundo con un legado maravilloso; provienen de grandes hombres y mujeres… Nunca los defrauden. Nunca hagan algo que debilite la cadena de la cual ustedes forman una parte fundamental” (Scroll, 14 de septiembre de 1999, pág. 21). Para mí eso significa que debemos hacer todo lo que esté a nuestro alcance para asegurar que inculquemos en nuestros seres queridos el gran legado de un testimonio perdurable del Evangelio de Jesucristo.

Como lo dijo tan elocuentemente mi abuelo hace setenta y cuatro años: “Me regocijo al dar testimonio al mundo de la veracidad de esta obra del Señor, porque sé que es verdad; sé que es para la edificación y el adelanto de los hijos de Dios, y ruego que el Señor nos ayude… a permanecer fieles y leales, para que seamos obreros valientes en la causa de la rectitud y ayudemos a edificar Su reino sobre la tierra” (Lars Oveson, en Conference Report, abril de 1925, pág. 127). A esas verdades agrego mi propio testimonio en el nombre de Jesucristo. Amén.