¿Podría confesar?
Nombre omitido
Al hallarme sentado frente a un miembro de la presidencia de estaca, el corazón me comenzó a latir a toda velocidad. Había estado nervioso desde que el secretario de estaca me había llamado para concertar una entrevista. ¿Sabría él que no era digno de prestar servicio?
Yo había decidido que sería más fácil acarrear algunos pecados hasta el tribunal de Dios que revelarlos aquí en la tierra, pues consideraba que sería egoísta revelar algo que causaría pesar o vergüenza a mi esposa. Era mejor superarlos por mi cuenta y vivir con la carga. El único problema era que no podía superarlos por mí mismo.
Permanecí sentado mientras el miembro de la presidencia de estaca me extendía un llamamiento. Preguntó: “Hermano, ¿aceptará el llamamiento?”. ¡Cuánto deseaba exclamar que sí! En vez de ello, casi de manera involuntaria, me hallé diciendo: “No puedo; hay algunos pecados de los cuales me debo arrepentir”.
Al confesar las características generales del pecado, me sobrevino un sentimiento de ansiedad y alivio al mismo tiempo. Me preguntó si había hablado con el obispo. “No”. ¿Con mi esposa? “No”. Me estrechó la mano, sonrió, me dijo que estaba orgulloso de mí por haber confesado y me indicó que hablara con el obispo y con mi esposa.
Obedecí; hablé con mi esposa primero y eliminé así mi mayor temor. ¡Ella aún me amaba! Sí, estaba molesta y habría algunas cosas que tendríamos que resolver, pero me amaba y me instó a que hablara con el obispo.
Cuando fui a ver al obispo, de inmediato me dio la bienvenida a su oficina. Con dificultad, intenté articular la razón por la que me hallaba allí; después de ocultar mis pecados durante tanto tiempo, no sabía por dónde comenzar. Con amor, me instó a confesar todos mis pecados. Expliqué las características generales de mis pecados y pedí algún tiempo para proporcionar la lista completa de mis faltas. Él aceptó sin problemas.
Aunque aún debía confesar de manera completa, sentí que se me quitaba un peso enorme de encima; y finalmente sentí una renovada esperanza de que sería liberado de aquella carga.
Pasé las siguientes semanas orando, leyendo las Escrituras y enumerando la lista que presentaría al obispo y a mi Padre Celestial. Primero presenté la lista al Padre Celestial con un corazón quebrantado y un espíritu contrito, a fin de hacerle saber que estaba arrepentido y que sinceramente deseaba cambiar. Concerté otra entrevista con el obispo y expuse la lista en su totalidad. No frunció el entrecejo, no me gritó ni me reprendió; en lugar de ello, me dio un abrazo fuerte. Me expresó su amor y el del Señor, y me informó que ahora me hallaba en la senda del arrepentimiento verdadero. Yo sabía que era verdad.
Confesar mis pecados, lo que anteriormente había sido mi mayor temor, llegó a ser una de las más bellas experiencias de mi vida. Fue mi primer paso para entender verdaderamente el don y el poder sanador de la expiación de Jesucristo.