2010
Partícipe de algo extraordinario
Agosto de 2010


Partícipe de algo extraordinario

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Elder Neil L. Andersen

A finales de la primavera de 1967, se pidió a nuestro barrio que seleccionara a dieciséis jóvenes para que participaran en el Festival de Baile de la Iglesia a nivel general. Para nuestro pueblo de la zona rural de Idaho, eso era toda una aventura. El festival tendría lugar en el gigante estadio de la Universidad de Utah, con miles de asistentes. Yo no era bailarín y me mostré un tanto reacio en nuestros primeros ensayos, pero pronto llegué a disfrutar de la compañía de los buenos jóvenes y jovencitas que se preparaban para dicho festival. La idea de ir a la gran ciudad de Salt Lake y de alojarnos en un hotel con piscina nos motivaba.

Llegamos a la ciudad de Salt Lake el día previsto y comenzamos a vestirnos para nuestra actuación. De repente, me di cuenta de que no tenía los pantalones negros que debía ponerme para nuestro baile de salón. Los había dejado en casa. Ni siquiera consideramos ir a una tienda para comprar unos pantalones, porque habrían sido demasiado caros. No sabía qué hacer.

La solución llegó cuando mi líder de Hombres Jóvenes, el hermano Lowe, me ofreció que me pusiera sus pantalones oscuros. Cuando me los puse, me dio gusto me quedaran bien de largo; sin embargo, pronto me di cuenta de que tenía un problema: la cintura de los pantalones me quedaba muy grande. “¿Qué voy a hacer?”, pensé. Me sentía agradecido por la amabilidad del hermano Lowe, pero me avergonzaba llevar aquellos pantalones tan anchos. El hermano Lowe y mis amigos me aseguraron que nadie se daría cuenta, ya que los pantalones quedarían cubiertos por la chaqueta (saco) y que podría utilizar un cinturón para ajustármelos.

Todavía recuerdo la sensación que tuve al llegar al estadio y ver a cientos de jóvenes y jovencitas de todo el país que compartían mis creencias y convicciones. Para mí constituyó un gran momento el darme cuenta de la importancia que tenía la Iglesia para tantas personas.

Cuando llegó nuestro turno, entramos en el estadio. Al comenzar el baile, me di cuenta horrorizado de que se me estaban cayendo aquellos pantalones tan abultados. No tenía tiempo para arreglar la situación, ya que la música había comenzado. Por aquel dilema tuve que agregar nuevos pasos a mi baile. No sólo tenía que recordar todo lo que se nos había enseñado, sino que también debía inventar nuevos movimientos para que los pantalones permanecieran en su sitio. En ocasiones, esos pasos desesperaban a mi talentosa pareja de baile, pero me salvaron de un final más delicado.

Nunca he olvidado aquellos breves aprietos que tuve con el baile de salón; pero ante todo, nunca he olvidado el sentimiento de que todos éramos partícipes de algo extraordinario: no sólo de un festival de baile, sino de la Iglesia restaurada y del evangelio de Jesucristo.