2000–2009
”Que Dios escriba en mi corazón”
Octubre 2000


”Que Dios escriba en mi corazón”

”La oración podrá proporcionarle [al hijo o a la hija] un escudo protector que sus padres desearán de todo corazón que tenga”.

Los padres deben enseñar a sus hijos a orar. El niño aprende tanto de lo que hacen los padres como de lo que dicen. El niño que ve a su madre o a su padre pasar por las pruebas de la vida con una oración ferviente a Dios y luego oye un testimonio sincero de que Dios ha respondido con benevolencia, recordará lo que vio y oyó. Cuando vengan las pruebas, estará preparado.

Con el tiempo, cuando el hijo esté lejos de casa y de la familia, la oración podrá proporcionarle un escudo protector que sus padres desearán de todo corazón que tenga. El despedirse de un ser querido puede ser duro, particularmente cuando puede que no se le vuelva a ver en mucho tiempo. Yo tuveesa experiencia con mi padre. Nos despedimos en una esquina de una calle de la ciudad de Nueva York, ciudad a la que él había ido por motivos de trabajo, y donde yo me encontraba de paso hacia otro lugar. Ambos sabíamos que era probable que yo no volviera ya a vivir con mis padres bajo el mismo techo.

Era un día soleado, alrededor del mediodía. Las calles estaban abarrotadas de coches y de gente. En esa esquina en concreto había un semáforo que por unos minutos detenía a los coches y a las personas que venían de todas las direcciones. El semáforo cambió a la luz roja, los coches se detuvieron. El gentío se abalanzó desde las aceras en todos los sentidos para cruzar la calle.

Había llegado el momento de partir y yo comencé a cruzar la calle. Me detuve casi en el centro, mientras la gente se desplazaba con prisa a mi alrededor. Me volví para mirar hacia atrás y vi que, en vez de avanzar entre la gente, mi padre estaba todavía de pie en la esquina, mirándome. Me pareció que estaba muy solo y quizás un poco triste. Yo quería volver a él, pero me di cuenta de que la luz iba a cambiar, por lo que me volví y me apresuré a cruzar.

Años más tarde hablé con él de aquel momento. Me dijo que no había interpretado acertadamente la expresión de su rostro, pues no se había sentido triste, sino preocupado. Me había visto mirar hacia atrás, como si hubiese sido un niño pequeño, vacilante, y en busca de seguridad. Me dijo que el pensamiento que atravesó su mente había sido: ¿Se encontrará bien? ¿Le he enseñado lo suficiente? ¿Está preparado para lo que le espera más adelante?

En su mente había habido más que pensamientos. Al verle supe que tenía sentimientos en el corazón. Él anhelaba mi protección, mi seguridad. Yo había oído y sentido ese anhelo en sus oraciones, y aun más en las oraciones de mi madre, durante todos los años que había vivido con ellos. Había aprendido de eso y lo tenía presente.

La oración es un asunto del corazón. Se me había enseñado mucho más que las reglas para orar. De mis padres y de las enseñanzas del Salvador, aprendí que debemos dirigirnos a nuestro Padre Celestial en el reverente lenguaje de la oración: ”Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre” (Mateo 6:9). Sabía que nunca profanamos Su sagrado nombre, nunca. ¿Pueden imaginarse el daño que hace a las oraciones de un niño el oír a alguno de sus padres profanar el nombre de Dios? Habrá terribles consecuencias para tamaño agravio a los niños pequeños.

Había aprendido que era importante dar gracias por las bendiciones y pedir perdón: ”Y perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores” (Mateo 6:12). Se me había enseñado que pedimos aquello que necesitamos y que rogamos que los demás sean bendecidos: ”El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy” (Mateo 6:11). Sabía que debemos renunciar a nuestra voluntad: ”Venga tu reino. Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra” (Mateo 6:10). Se me había enseñado y yo había aprendido que era cierto que se nos puede advertir del peligro, y se me había indicado temprano en la vida lo que desagrada a Dios de lo que hacemos: ”Y no nos metas en tentación, mas líbranos del mal” (Mateo 6:13).

Había aprendido que siempre debemos orar en el nombre de Jesucristo; pero algo de lo que había visto y oído me indicó que esas palabras eran más que una mera formalidad. Había un cuadro del Salvador en la pared del cuarto donde mi madre estuvo confinada en cama en los años anteriores a su fallecimiento. Ella lo había mandado poner allí por lo que su primo Samuel O. Bennion le había dicho. Él había viajado con un apóstol que le describió como había visto al Salvador en una visión. El Élder Bennion le había regalado ese grabado y cuando se lo dio le dijo que, de todos los que había visto, ése era el retrato más acertado de la fortaleza y el carácter del Maestro. Ella lo enmarcó y lo puso en la pared donde pudiera verlo desde la cama.

Mi madre conocía al Salvador y le amaba. De ella había aprendido que no concluimos en el nombre de un extraño cuando nos acercamos a nuestro Padre en oración. Por lo que había visto de su vida, sabía que su corazón estaba cerca del Salvador tras años de un esfuerzo determinado y constante por servirle y agradarle. Sabía que es verdadero el pasaje que advierte: ”Porque ¿cómo conoce un hombre al amo a quien no ha servido, que es un extraño para él, y se halla lejos de los pensamientos y de las intenciones de su corazón?” (Mosíah 5:13).

Años después de la muerte de mis padres, las palabras ”en el nombre de Jesucristo” al final de una oración no me resultan algo fortuito, ni cuando las pronuncio yo ni cuando las oigo en boca de otras personas. Debemos servir al Maestro para conocer Su corazón. Y también debemos rogar que nuestro Padre Celestial responda a nuestras oraciones tanto en nuestro corazón como en nuestra mente (véase Jeremías 31:33; Hebreos 8:10; 10:16; y 2 Corintios 3:3.)

El presidente George Q. Cannon describió la bendición que reciben las personas que se reúnen tras haber pedido en oración dichas respuestas. Él habló en cuanto a cómo asistir a una reunión del sacerdocio, aunque muchos de ustedes han venido a esta reunión con el corazón preparado tal y como él describe en las siguientes palabras:

”Debiera entrar en la reunión con mi mente libre de toda influencia que impida al Espíritu de Dios obrar en mí. Debiera ir con un espíritu de oración, pidiéndole a Dios que escriba en mi corazón Su voluntad, y no con mi propia voluntad predispuesta y predeterminada para hacer las cosas a mi antojo… por encima de la opinión de los demás. Si tanto yo como las demás personas acudiéramos a la reunión con este espíritu, entonces el Espíritu de Dios estaría entre nosotros, y aquello que decidiéramos sería la mente y la voluntad de Dios, porque él nos la revelaría. Veríamos luz en la dirección a la que debemos ir y tinieblas en la dirección que debemos evitar” (Deseret Semi-Weekly News, 30 de septiembre de 1980, pág. 2; cursiva agregada).

Cuando enseñamos a orar a nuestros hijos, nuestra meta debe ser que deseen que Dios escriba en sus corazones, y que luego estén dispuestos a ir y cumplir con lo que él les pida. Es factible que nuestros hijos tengan la fe suficiente gracias a lo que nos ven hacer y a lo que les enseñamos, y que, al menos en parte, puedan sentir lo que el Salvador sintió cuando oró para tener la fortaleza necesaria para realizar Su sacrificio infinito por nosotros: ”Yendo un poco adelante, se postró sobre su rostro, orando y diciendo: Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú” (Mateo 26:39).

Yo he tenido respuestas a mis oraciones, respuestas que han sido más claras cuando lo que yo quería ha quedado eclipsado por la irresistible necesidad de conocer la voluntad de Dios. Es entonces cuando la respuesta de nuestro amoroso Padre Celestial se recibe en nuestra mente a través de la voz apacible y delicada, y se escribe en el corazón.

Algunos padres estarán prestando atención con esta pregunta en mente: ”Pero, ¿cómo puedo ablandar el corazón de mi hijo ya crecido y que está convencido de que no necesita a Dios? ¿Cómo puedo ablandar suficientemente un corazón para permitir a Dios que escriba Su voluntad en él?”. A veces la tragedia lo hará, aunque, para algunos, ni siquiera la tragedia es bastante.

Pero existe una necesidad que aun la persona más dura y orgullosa sabe que no puede satisfacer por sí misma. No puede desprenderse ella sola del peso del pecado; y hasta las personas más duras pueden sentir en ocasiones la punzada de la conciencia y, por consiguiente, la necesidad del perdón de Dios. Un padre amoroso, Alma, lo enseñó a su hijo Coriantón de este modo: ”Ahora bien, no se podría realizar el plan de la misericordia salvo que se efectuase una expiación; por tanto, Dios mismo expía los pecados del mundo, para realizar el plan de la misericordia, para apaciguar las demandas de la justicia, para que Dios sea un Dios perfecto, justo y misericordioso también” (Alma 42:15).

Y entonces, tras expresar su testimonio del Salvador y Su Expiación, el padre hizo esta súplica por un corazón manso: ”¡Oh hijo mío, quisiera que no negaras más la justicia de Dios! No trates de excusarte en lo más mínimo a causa de tus pecados, negando la justicia de Dios. Deja, más bien, que la justicia de Dios, y su misericordia y su longanimidad dominen por completo tu corazón; y permite que esto te humille hasta el polvo” (Alma 42:30).

Alma sabía lo que nosotros podemos saber: que el testificar de Jesucristo y de él crucificado constituía la mayor de las posibilidades de que éste entrase en razón en cuanto a su necesidad de la ayuda que sólo Dios podía darle. Aquellos cuyos corazones se han ablandado gracias a ese poderoso sentimiento de la necesidad de ser limpios reciben respuesta a sus oraciones.

Cuando enseñamos a nuestros seres queridos que somos hijos espirituales de un Padre Celestial amoroso, les abrimos la puerta de la oración.

Vivimos en Su presencia antes de venir aquí a ser probados. Conocíamos Su rostro y él conocía el nuestro. Del mismo modo que mi padre terrenal me vio partir de su lado, nuestro Padre Celestial nos vio partir a la vida terrenal.

Su Hijo Amado, Jehová, partió de esa gloriosa corte para descender al mundo a sufrir lo que nosotros sufriríamos y a pagar el precio de todos los pecados que cometeríamos. Él nos proporcionó el único camino posible para volver a nuestro hogar a nuestro Padre Celestial y a él. Si el Espíritu Santo puede decirnos tan sólo eso sobre quiénes somos, nosotros y nuestros hijos podríamos sentir lo que sintió Enós. Él oró de esta manera:

”Y mi alma tuvo hambre; y me arrodillé ante mi Hacedor, y clamé a él con potente oración y súplica por mi propia alma; y clamé a él todo el día; sí, y cuando anocheció, aún elevaba mi voz en alto hasta que llegó a los cielos.

”Y vino a mí una voz, diciendo: Enós, tus pecados te son perdonados, y serás bendecido” (Enós 1:4:5).

Puedo prometerles que ningún gozo excederá al que sentirían cuando uno de sus hijos ore en el momento de necesidad y reciba una respuesta. Un día se separarán de ellos y anhelarán volver a reunirse con sus vástagos. Nuestro amoroso Padre Celestial sabe que ese anhelo seguirá siendo un anhelo para siempre a no ser que nos reunamos como familias con él y con Su Hijo Amado. Él preparó todo lo que Sus hijos necesitarían para tener esa bendición. Para buscarla, éstos deben preguntar a Dios ellos mismos, sin dudar en nada, como lo hizo el joven José Smith.

Mi papá se sintió preocupado aquel día en Nueva York porque sabía, al igual que mi madre sabía, que la única tragedia sería que quedásemos separados para siempre. Ésa es la razón por la cual me enseñaron a orar, puesto que sabían que podríamos estar juntos para siempre sólo con la ayuda de Dios y con Su afirmación. Del mismo modo que lo harán ustedes, ellos enseñaron la oración eficazmente por medio del ejemplo.

La tarde en que falleció mi madre, del hospital fuimos a la casa paterna. Allí, nos quedamos un rato sentados silenciosamente en la penumbra de la sala de estar. Papá se retiró a su dormitorio donde permaneció unos minutos. Cuando volvió a la sala, una sonrisa se dibujaba en su rostro. Nos explicó que había estado preocupado por nuestra madre y que, mientras reunía las cosas de ella en el cuarto del hospital y agradecía a los miembros del personal el haber sido amables con su esposa, pensaba en la partida de ella al mundo de los espíritus unos minutos después de su muerte y sentía temor de que ella se sintiese sola si nadie iba a recibirla.

Se había ido al dormitorio a pedir a nuestro Padre Celestial que alguien saludara a Mildred, su esposa y mi madre. Nos dijo que en respuesta a su oración se le había dicho que su madre había salido al encuentro de su nuera. Eso también me hizo sonreír a mí. La abuela Eyring no era muy alta. Pude imaginar claramente que se abría paso apresuradamente entre la multitud, moviendo con rapidez sus cortas piernas en cumplimiento a su misión de salir al encuentro de mi madre.

Aun cuando en aquel momento mi papá no había tenido la intención de enseñarme acerca de la oración, lo hizo. No recuerdo haber oído a mi madre ni mi padre pronunciar un sermón acerca de la oración. Ellos oraban en los tiempos difíciles y en los tiempos buenos, y hacían saber con toda naturalidad lo bondadoso y lo poderoso que es Dios, y lo cerca que está de nosotros. Lo que más oía en las oraciones de ellos era lo que se nos requiere para estar juntos para siempre. Y las respuestas que permanecerán escritas en mi corazón son las que me aseguraban que nos hallábamos en el camino indicado.

Cuando vi en mi mente a mi abuela yendo de prisa a recibir a mi madre, sentí alegría por ellas y también sentí el deseo de llevar a mi esposa y a nuestros hijos a ese encuentro. Ese anhelo es la razón por la que debemos enseñar a nuestros hijos a orar.

Testifico que nuestro Padre Celestial contesta las oraciones de los padres fieles que suplican saber cómo enseñar a sus hijos a orar. Testifico que, mediante la expiación de Jesucristo, podremos tener la vida eterna en familias si honramos los convenios que hacemos en ésta, Su Iglesia verdadera. Testifico esto como Su siervo, en el nombre de Jesucristo. Amén.