2000–2009
El convenio del bautismo: Estar en el reino y ser del reino
Octubre 2000


El convenio del bautismo: Estar en el reino y ser del reino

“Nuestro bautismo y confirmación es la entrada a Su reino. Cuando entramos, hacemos convenio de ser de Su reino, ¡para siempre!”

Después de haberme recuperado de tres operaciones delicadas, las cuales me impidieron hablar en las dos últimas conferencias generales, ¡qué gran alegría es poder estar hoy aquíen este hermoso Centro de Conferencias para enseñar y dar testimonio a quienes deseen escuchar la palabra del Señor!“”

En los dos últimos años, he esperado en el Señor para que me enseñara lecciones terrenales durante períodos de dolor físico, angustia mental y meditación. Aprendí que el dolor constante e intenso es un gran purificador consagrado que nos hace ser humildes y nos acerca más al Espíritu de Dios. Si prestamos atención y obedecemos, seremos guiados por Su Espíritu y haremos Su voluntad en nuestras tareas cotidianas.

Hubo momentos en los que he hecho algunas preguntas directas en mis oraciones, tales como: “¿Qué lecciones quieres que aprenda por medio de esas experiencias?”.

Al estudiar las Escrituras durante ese lapso crítico de mi vida, el velo se hizo muy fino y se me dieron las respuestas tal y como se encuentran registradas en la vida de otros que habían pasado por pruebas aún mucho más difíciles.

“Hijo mío, paz a tu alma; tu adversidad y tus aflicciones no serán más que por un breve momento;

“y entonces, si lo sobrellevas bien, Dios te exaltará… .” (D. y C. 121:7:8).

Los oscuros momentos de depresión se disiparon rápidamente gracias a la luz del Evangelio, al infundirme el Espíritu paz y consuelo y brindarme la seguridad de que todo saldría bien.

En algunas ocasiones le dije al Señor que ya había aprendido las lecciones que se me habían enseñado y que no era necesario tener que soportar más sufrimiento. Tales súplicas me dieron la impresión de ser en vano, ya que pude ver muy claro que tendría que soportar ese proceso purificador de probación en el tiempo y a la manera del Señor. Una cosa es enseñar “hágase tu voluntad”, y otra cosa es vivirla. Aprendí también que no se me dejaría solo para afrontar esas pruebas y tribulaciones, porque los ángeles guardianes me atenderían. Hubo quienes fueron casi como ángeles en forma de médicos, enfermeras y, sobre todo, mi querida compañera, Mary. Y a veces, cuando el Señor así lo deseaba, yo había de recibir consuelo por medio de la visita de huestes celestiales que brindaron consuelo y confirmaciones espirituales en los momentos de necesidad.

Aun cuando mi sufrimiento no se puede comparar a la agonía que padeció el Salvador en Getsemaní, obtuve una mejor comprensión de Su expiación y de Su sufrimiento. En medio de Su agonía, pidió a Su Padre: “…si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú” (Mateo 26:39). Su Padre Celestial envió a un ángel para fortalecerle y consolarle en Su hora de necesidad (véase Lucas 22:43).

Jesús escogió no ser liberado de este mundo hasta que hubiese perseverado hasta el fin y terminado la misión que había sido enviado a cumplir por la humanidad. En la cruz del Calvario, Jesús encomendó Su Espíritu a Su Padre con una sencilla aseveración: “Consumado es” (Juan 19:30). Habiendo perseverado hasta el fin, se le liberó de la vida terrenal.

Nosotros también debemos perseverar hasta el fin. En el Libro de Mormón se enseña: “…a menos que el hombre persevere hasta el fin, siguiendo el ejemplo del Hijo del Dios viviente, no puede ser salvo” (2 Nefi 31:16).

Las experiencias de los últimos dos años han fortalecido mi espíritu y me han dado la valentía de testificar intrépidamente al mundo los sentimientos más profundos que albergo en mi corazón. Me encuentro ante ustedes en el día de hoy, con la resolución de enseñar los principios del Evangelio tal como lo hicieron los profetas de la antigüedad: sin miedo a los hombres, con palabras claras y francas, enseñando las verdades sencillas del Evangelio.

De esa forma, voy a hablar sobre la ordenanza del bautismo y del recibir el don del Espíritu Santo, que nos alejan del mundo y nos introducen en el reino de Dios.

Existe una frase muy conocida: Estar en el mundo, pero sin ser del mundo (véase Juan 17:11, 14:17). Nuestra existencia terrenal es necesaria para cumplir con el plan de salvación; por consiguiente, debemos vivir en este mundo, pero a la vez resistir las influencias mundanas que están siempre ante nosotros.

Jesús enseñó: “Mi reino no es de este mundo” (Juan 18:36). Esas palabras me hicieron meditar más acerca de Su reino y llegué a la conclusión de que cuando somos bautizados por inmersión por alguien que tenga la debida autoridad del sacerdocio y escogemos seguir a nuestro Salvador, estamos entonces en Su reino y somos de Su reino.

El estar en el reino de Dios requiere que hagamos caso a la admonición del Salvador: “Seguidme” (2 Nefi 31:10). Nefi enseñó que seguimos a Jesús al guardar los mandamientos del Padre Celestial. “…Por tanto, mis amados hermanos, ¿podemos seguir a Jesús, a menos que estemos dispuestos a guardar los mandamientos del Padre?” (2 Nefi 31:10).

Al bautizarnos, hacemos un convenio con nuestro Padre Celestial de que estamos dispuestos a entrar en Su reino y guardar Sus mandamientos a partir de ese momento, aun cuando sigamos viviendo en el mundo. En el Libro de Mormón se nos recuerda que nuestro bautismo es un convenio de “ser testigos de Dios [y de Su reino] en todo tiempo, y en todas las cosas y en todo lugar en que estuvieseis, aun hasta la muerte, para que seáis redimidos por Dios, y seáis contados con los de la primera resurrección, para que tengáis vida eterna” (Mosíah 18:9; cursiva agregada).

Cuando comprendemos nuestro convenio bautismal y el don del Espíritu Santo, éste cambiará nuestra vida y asentará nuestra total lealtad al reino de Dios. Si al salirnos al paso las tentaciones prestamos atención, el Espíritu Santo nos traerá a la memoria que hemos prometido recordar a nuestro Salvador y obedecer los mandamientos de Dios.

El presidente Brigham Young dijo: “Al unirse a esta Iglesia, todos los Santos de los Últimos Días establecen un nuevo y sempiterno convenio. Se comprometen a dejar de sostener, defender y apoyar el reino del Diablo y los reinos de este mundo. Ingresan en un nuevo y sempiterno convenio de sostener el Reino de Dios y ningún otro. Hacen una promesa de la clase más solemne ante los cielos y la tierra y se comprometen, a cambio de su propia salvación, a sostener la verdad y la justicia en vez de la maldad y la mentira, y a edificar el Reino de Dios en vez de los reinos de este mundo” (Enseñanzas de los Presidentes de la Iglesia: Brigham Young, pág. 69).

Es tan importante entrar en el reino de Dios, que Jesús fue bautizado para mostrarnos “la angostura de la senda, y la estrechez de la puerta por la cual [debemos] entrar” (2 Nefi 31:9). “…Mas no obstante que era santo, él muestra a los hijos de los hombres que, según la carne, él se humilla ante el Padre, y testifica al Padre que le sería obediente al observar sus mandamientos” (2 Nefi 31:7).

Por haber nacido de una madre terrenal, Jesús fue bautizado para cumplir con el mandamiento de Su Padre de que los hijos y las hijas de Dios deben ser bautizados. Él dio el ejemplo para que todos nosotros nos humillemos ante el Padre Celestial. A todos se nos extiende la invitación de entrar en las aguas del bautismo. Él fue bautizado para testificar a Su Padre que sería obediente en guardar Sus mandamientos; fue bautizado para mostrarnos que debíamos recibir el don del Espíritu Santo (véase 2 Nefi 31:4:9).

Al seguir el ejemplo de Jesús, también nosotros demostramos que nos arrepentiremos y seremos obedientes en guardar los mandamientos de nuestro Padre Celestial. Nos humillamos con un corazón quebrantado y un espíritu contrito al admitir nuestros pecados y buscar el perdón por nuestras transgresiones (véase 3 Nefi 9:20). Hacemos convenio de que estamos dispuestos a tomar sobre nosotros el nombre de Jesucristo y recordarle siempre.

“…Porque la puerta por la cual debéis entrar es el arrepentimiento y el bautismo en el agua; y entonces viene una remisión de vuestros pecados por fuego y por el Espíritu Santo.

“Y entonces os halláis en este estrecho y angosto camino que conduce a la vida eterna” (2 Nefi 31:17:18).

Ésa es la promesa que se nos dio al entrar en el reino por medio del bautismo; y cuando se pusieron las manos sobre nuestra cabeza, se nos confirió el don del Espíritu Santo y fuimos confirmados miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, lo cual significa que nos convertimos en “conciudadanos de los santos” en la “familia de Dios” (véase Efesios 2:19) y debemos andar en vida nueva (véase Romanos 6:4).

No podemos tomar a la ligera la ley que se nos ha dado de enseñar a nuestros hijos la doctrina del arrepentimiento; de la fe en Cristo, el Hijo del Dios viviente; y del bautismo y del don Espíritu Santo por la imposición de manos al cumplir los ocho años de edad, que es la edad de responsabilidad señalada por Dios. Es necesario que brindemos una enseñanza mejor a nuestros hijos y nietos para que comprendan qué significa entrar en el reino de Dios, porque a todos se nos tendrá por responsables. Muchos miembros de la Iglesia no entienden plenamente qué es lo que ocurrió cuando entraron en las aguas del bautismo. Es muy importante que comprendamos el maravilloso don de la remisión de los pecados, pero hay mucho más que eso. ¿Comprenden ustedes y sus hijos que cuando se bautizan cambian para siempre? Los adultos que se convierten a la Iglesia por lo general tienen una mejor comprensión de esta transformación porque perciben el contraste que hay cuando salen del mundo y entran en el reino de Dios.

Cuando somos bautizados, tomamos sobre nosotros el sagrado nombre de Jesucristo. El tomar Su nombre sobre nosotros es una de las experiencias más significativas que tenemos en la vida; pero aún así, en ocasiones pasamos por esa experiencia sin comprenderla totalmente.

¿Cuántos de nuestros hijos--cuántos de nosotros-- comprendemos realmente que cuando fuimos bautizados tomamos sobre nosotros no sólo el nombre de Cristo, sino también la ley de la obediencia?

Cada semana, en la reunión sacramental, prometemos recordar el sacrificio expiatorio de nuestro Salvador al renovar nuestro convenio bautismal. Prometemos hacer lo que hizo el Salvador: obedecer al Padre y guardar siempre Sus mandamientos. La bendición que recibimos a cambio es tener siempre Su Espíritu con nosotros.

El don del Espíritu Santo, que se nos confiere cuando somos confirmados, nos brinda la capacidad de discernir la diferencia que existe entre la generosidad del reino de Dios y el egoísmo del mundo. El Espíritu Santo nos da la fortaleza y la valentía de llevar nuestra vida a la manera del reino de Dios, y es la fuente de nuestro testimonio del Padre y del Hijo. Al cumplir con la voluntad de nuestro Padre Celestial, el don inestimable del Espíritu Santo estará siempre con nosotros.

Necesitamos que el Espíritu Santo sea nuestro compañero constante para que nos ayude a tomar mejores decisiones en nuestro diario vivir. Nuestros jóvenes y jovencitas se ven bombardeados por las cosas feas del mundo; pero la compañía del Espíritu les dará la fortaleza para resistir el mal y, si fuera necesario, arrepentirse y regresar al sendero estrecho y angosto. Ninguno de nosotros es inmune a las tentaciones del adversario. Todos necesitamos la fortaleza que se obtiene por medio del Espíritu Santo. Las madres y los padres deben suplicar con devoción que el Espíritu Santo more en los hogares que han dedicado. El tener el don del Espíritu Santo ayuda a los miembros de la familia a tomar decisiones correctas, decisiones que les ayudarán a regresar, junto con sus familias, al lado de su Padre Celestial y Su Hijo Jesucristo para vivir con Ellos eternamente.

Las Escrituras ratifican que el verdadero converso hace mucho más que renunciar a las tentaciones del mundo, pues ama a Dios y a su prójimo y tanto su mente como su corazón se centran plenamente en el sacrificio expiatorio del Salvador. Desde el momento de su respectivas conversiones, tanto Enós, Alma hijo, Pablo y otros se dedicaron incondicionalmente a la obra de llevar a su prójimo y a sí mismos a Dios. Los bienes materiales y el poder de este mundo perdieron el significado que habían tenido. Los hijos de Mosíah rehusaron poseer un reino terrenal y arriesgaron su vida por los demás. A esos hijos fieles les motivaba la esperanza de que pudieran ayudar a salvar aunque fuera una sola alma, y de esa forma ganarse un lugar para ellos y sus hermanos en el reino eterno de Dios.

Al escoger pertenecer a Su reino, nos separamos del mundo, mas no nos aislamos de él. Nuestra vestimenta será recatada, nuestros pensamientos puros y nuestro lenguaje limpio. Las películas y la televisión que miremos, la música que escuchemos, los libros, las revistas y los periódicos que leamos serán edificantes. Elegiremos amigos que alienten nuestras metas eternas y trataremos a los demás con bondad. Rechazaremos los vicios de la inmoralidad, el juego, el tabaco, las bebidas alcohólicas y las drogas ilegales. Nuestras actividades dominicales reflejarán el mandamiento de recordar el día de reposo y santificarlo. Seguiremos el ejemplo de Jesucristo sobre el modo de tratar a los demás y viviremos dignos de entrar en la Casa del Señor.

Seremos ejemplos “de los creyentes en palabra, conducta, amor, espíritu, fe y pureza” (1 Timoteo 4:12).

Experimentaremos “un potente cambio… en nuestros corazones, por lo que ya no tenemos más disposición a obrar mal, sino a hacer lo bueno continuamente”. Guardaremos nuestro “convenio con nuestro Dios de hacer su voluntad y ser obedientes a sus mandamientos en todas las cosas… el resto de nuestros días” (Mosíah 5:2, 5).

Demostraremos que deseamos “ser llamados su pueblo, y [estaremos] dispuestos a llevar las cargas los unos de los otros para que sean ligeras;

“sí, y [estaremos] dispuestos a llorar con los que lloran; sí, y a consolar a los que necesitan de consuelo” (Mosíah 18:8:9).

Insto a todos los padres a preparar a sus hijos, y a los misioneros a preparar a sus conversos, para la sagrada ordenanza del bautismo. Enseñen su significado para que el bautismo permanezca grabado en la memoria espiritual de ellos por el resto de su vida. Llévenlos cada semana a la reunión sacramental para que renueven sus convenios bautismales por medio de la Santa Cena. Sean un buen ejemplo para que ellos lo sigan. Enséñenles que, en virtud del bautismo y el don del Espíritu Santo, la forma en que vean las cosas del mundo deberá cambiar. Se deberá llevar a cabo en sus corazones y en sus mentes un potente cambio para que de esa forma puedan alejarse de las tentaciones del mundo y, desde ese momento en adelante, pongan su “corazón, alma, mente y fuerza” (D. y C. 4:2) en ser ciudadanos en el reino de Dios.

Siento inmensa gratitud por mi bautismo y mi confirmación en La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Me siento agradecido por la fortaleza espiritual y por la guía que el don del Espíritu Santo me ha dado a lo largo de la vida. Agradezco a mis buenos padres y maestros el que me inculcaran el significado del bautismo e hicieran que el recuerdo y los sentimientos de esa ocasión hayan sido una influencia perdurable durante el resto de mi vida.

Testifico de la divinidad del Evangelio, restaurado en estos últimos días. Testifico de la Expiación de Jesucristo y la eficacia y el poder del sacerdocio, así como de las ordenanzas del Evangelio. Ruego que cada uno de nosotros, en calidad de miembros de Su reino, comprenda que nuestro bautismo y confirmación es la entrada a Su reino. Cuando entramos, hacemos convenio de ser de Su reino, ¡para siempre! En el nombre de Jesucristo. Amén.