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Isaías 15–23: Las profecías en contra de las naciones que no sirvan al Señor


Isaías 15–23

Las profecías en contra de las naciones que no sirvan al Señor

Isaías 15–23 contiene varias profecías sobre la destrucción de las naciones que rodeaban a Israel. Al revelar a Israel y a Judá que todas las naciones circunvecinas serían destruidas, el Señor les dio amplias razones para confiar en Él en lugar de fiarse de los tratados o alianzas con esos países vecinos.

Los capítulos 15 y 16 de Isaías contienen profecías sobre Moab (véase el mapa N° 2, al final de la Biblia, si tu ejemplar tiene mapas). El país llevaba el nombre de Moab, que era hijo de la hija mayor de Lot (véase Génesis 19:37) y que se estableció allí con su familia. Los moabitas peleaban seguido con los israelitas, pero éstos tal vez consideraran en esa época que una alianza con Moab podría ayudarles a vencer a sus enemigos.

El capítulo 17 de Isaías contiene una profecía dirigida a Damasco (Siria) y a Efraín (el Reino del Norte). Éstos se habían unido en una alianza para conquistar a Judá, pero antes de que pudieran atacar, los asirios llegaron del norte y destruyeron a los dos posibles conquistadores. En este capítulo se encuentra registrada una profecía sobre la destrucción de esas dos naciones y algunos efectos que dicha destrucción tendría en ellas.

El capítulo 18 de Isaías menciona una tierra “que está tras los ríos de Etiopía” (vers. 1). La mayoría de los traductores se ha referido a esa región como “Cush”, que algunos piensan que era una nación al sur de Egipto. El capítulo 18 es más optimista que muchos otros de esta sección y hay mucha controversia con respecto a lo que significa o a qué se refieren las palabras de ese capítulo.

Isaías 18 contiene una profecía de Isaías de que, aun cuando la gente de la nación a la que se refiere sería podada “con podaderas” y “dejados… para las aves… y para las bestias”, sería bien recibida en el monte de Sión. El último versículo menciona una “ofrenda” que ese pueblo daría al Señor al venir a Sión, lo cual resulta interesante si se tiene en cuenta que uno de los grandes propósitos de la Iglesia es juntar a los habitantes de la tierra y prepararlos para recibir al Señor.

En Isaías 19 y 20 hay profecías sobre Egipto, que en el mundo de esa época era una de las naciones más poderosas. Isaías profetizó que Egipto tendría problemas y que los egipcios no serían capaces de resolverlos por medio de sus propias habilidades ni de sus dioses falsos. El capítulo 19 también contiene una extraordinaria profecía de que, en algún tiempo futuro, Egipto e Israel adorarán al mismo Dios y que el Señor “los sanará” a los egipcios; más aún, indica además que Asiria se unirá con Israel y Egipto para adorar a Dios.

El capítulo 20 habla específicamente de que Asiria tomaría cautivo a Egipto, demostrando una vez más al pueblo de Judá la razón por la cual no debían unirse a ningún otro país para pelear contra Asiria.

Isaías 21 se refiere a la destrucción que al final sufrirían tres naciones: Babilonia (vers. 1–10), Edom [Duma] (vers. 11–12) y Arabia (vers. 13–17).

En los versículos 9 y 10 el Señor parece hablar directamente a los de la casa de Israel que iban a permanecer cautivos en Babilonia casi doscientos años después de la época de Isaías, y que necesitarían el ánimo que podía infundirles esta profecía acerca de la destrucción de Babilonia.

Isaías 22 se refiere a la caída de Jerusalén y habla de un día en que “la carga”, o el pesar, se quitaría y Jerusalén estaría en paz permanentemente. En esta profecía, Isaías explica no sólo lo que sucedería en la destrucción de esa ciudad, sino también por qué iba a ser destruida; destaca que la gente estaba muy orgullosa de los estanques y fosos que habían hecho para resolver los problemas de la falta de agua, pero no adoraba al Creador de aquella agua ni reconocía que todas las bendiciones vienen de Él (véase el vers. 11). También los censura por llevar a cabo celebraciones y por alegrarse al oír que las naciones vecinas serían destruidas en lugar de reaccionar con humildad y arrepentirse (véanse los vers. 12–14).

El capítulo 22 contiene también un relato histórico que tiene importancia simbólica; se refiere a Sebna, el tesorero de Jerusalén, que es un símbolo de la actitud de la gente de la ciudad en esa época. Isaías lo acusa de ser orgulloso debido a las riquezas de Jerusalén, y luego dice que los asirios no sólo se llevarían muchos de los tesoros de la ciudad sino también que éstos serían la “vergüenza”, o sea, lo de menos valor, en la casa del rey de Asiria (véase el vers. 18). Más aún, Isaías dice que un hombre llamado Eliaquim, que en hebreo quiere decir “Dios hará que te levantes”, reemplazaría a Sebna. En el significado de estos nombres e historias hay un simbolismo importante: Sólo si se reemplazaba el amor hacia los tesoros por el amor hacia Dios podía Jerusalén ser redimida de la destrucción; y cuando se volviera a Dios, se levantaría otra vez como ciudad santa. El nombre Eliaquim tiene un significado simbólico mayor porque aludía a la Expiación y al hecho de que por causa de la expiación de Jesucristo, Dios haría que todos los hombres se levantaran y tuvieran la oportunidad de sobreponerse a la destrucción, los desengaños y la muerte de este mundo. En el último versículo del capítulo 22, Isaías testifica del gran poder de la redención comparándola con un clavo “hincado en lugar firme” a fin de que no pudiera moverse. Esa imagen simboliza la redención permanente que Jesucristo ofrece y la manera en que Él murió asegurando así la salvación de todo el género humano.

El capítulo 23 de Isaías, que contiene una profecía sobre Tiro, ciudad de Fenicia, es el último en donde se profetiza la caída de las naciones que rodeaban a Israel y Judá. (Para localizar Tiro, véase el mapa N° 2 de la Biblia.) Tiro era una ciudad dedicada a comprar y vender los tesoros del mundo. Para sus habitantes, las posesiones mundanas eran siempre más importantes que cualquier otra cosa, incluso Dios. Isaías se refiere a Tiro como una ramera porque, en un sentido, los que la habitaban se vendían por dinero ellos mismos, al igual que su relación sagrada con Dios, a semejanza de una ramera que vende su sagrada virtud por dinero.

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