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APENDICE D


APENDICE D

PEDRO, MI HERMANO

Por el Elder Spencer W. Kimball

El día de hoy quisiera referirme a mi hermano, colega, compañero en el apostolado, Simón Barjona, o Cefas, o Pedro la piedra.

Hace tiempo que un periódico de un poblado distante incluyó en su editorial dominical un artículo sobre el Domingo de Pascua por un ministro que alegaba que la autoridad presidente de la iglesia primitiva había caído a causa de su excesiva confianza en sí mismo, su indecisión, sus compañeros malignos, su falta de oración, su falta de humildad y su temor a los hombres. Luego concluyó:

“No cometamos, especialmente aquellos que somos cristianos y afirmamos sujetarnos a la palabra de Dios, los mismos errores y caigamos como Pedro” (Rev. Dorsey E. Dent, “A Message for This Week”).

Al leerlo, experimenté emociones extrañas. Primeramente me causó conmoción, enseguida me quedé helado, luego mi sangre cambió de temperatura y comenzó a hervir. Me sentí atacado brutalmente, ya que Pedro era mi hermano, mi colega, mi ejemplo, mi profeta y el ungido de Dios. Luego me dije: “Eso no es cierto. Está difamando a mi hermano.”

Un hombre de visión

Por lo tanto me dispuse a leer el Nuevo Testamento. No pude encontrar a un personaje como el descrito por este ministro moderno. Al contrario, encontré a un hombre que había llegado a la perfección por medio de sus experiencias y sufrimientos; un hombre con visión, un hombre de revelaciones, un hombre en quien el Señor Jesucristo confió plenamente.

Recuerdo la lamentable ocasión en que negó tres veces su asociación con el Señor en aquellos terribles momentos de frustración. Recuerdo su sincero arrepentimiento. En muchas ocasiones fue reprendido por el Maestro, pero aprendió por experiencia y jamás pareció cometer el mismo error dos veces. Veo a un pescador humilde, sin instrucción o preparación, subir gradualmente bajo la tutela del mejor Maestro a un alto pináculo de gran fe, de audaz liderismo, de inflexible testimonio, de valor sin paralelo y de una comprensión casi ilimitada.

Veo al discípulo laico convertirse en el apóstol principal que presidiría la Iglesia y el reino del Señor. Lo escucho respirar pesadamente al escalar el escarpado Monte de la Transfiguración. En este lugar ve y escucha cosas increíbles y tiene la experiencia trascendental de estar en la presencia de su Dios, Elohim; de Jehová, su Redentor; y de otros seres celestiales.

Sus ojos habían visto, sus oídos habían escuchado y su corazón había comprendido y aceptado los sucesos maravillosos desde los días de un bautismo del Maestro en las aguas del Jordán hasta su ascensión en el Monte de los Olivos.

Veo a este gran presidente de la Iglesia asumir la dirección de la misma. Veo a los enfermos y abatidos levantarse y recobrar la salud y la normalidad cuando él les administra. Escucho sus poderosos sermones. Lo veo caminar inflexible e impávido al martirio y beber su amarga copa.

Pero este ministro sectario, lo rebajó despiadadamente y lo degradó.

La mayor parte de la crítica hacia Simón Pedro se centra en el hecho de que negó su asociación con el Maestro. A esto se le ha dado el título de “cobardía”. ¿Estamos seguros de sus motivos tocante a tal negación? Desde hacía tiempo había dejado su profesión y había colocado todos los bienes materiales en el altar por la causa. Si admitimos que fue cobarde y que negó al Señor por timidez, podemos aun así encontrar una gran lección. ¿Ha habido alguno que haya vencido más completamente el egoísmo y la debilidad moral? ¿Hay alguien que se haya arrepentido con mayor sinceridad? A Pedro se le ha acusado de haber sido rudo, indiscreto, impetuoso y medroso. Si todo esto fue verdad, entonces, seguimos preguntado: ¿Ha vencido algún hombre más completamente sus debilidades?

El primer apóstol

Entre los seguidores del Señor había buenos hombres. Sin embargo, Cefas fue escogido como el número uno. El Señor conocía bien la sinceridad de Natanael, el amor tierno de Juan, la erudición de Nicodemo y la fidelidad y devoción de Santiago y de otros hermanos. Cristo conocía los pensamientos del hombre y veía sus manifestaciones de fe. En resumen, conocía a los hombres; y sin embargo, de entre todos ellos, escogió a este personaje que poseía las virtudes, poderes y capacidad de dirección necesarios para dar estabilidad a la Iglesia y para conducir a los hombres a aceptar el evangelio y seguir la verdad.

Cuando Cristo escogió a este pescador como un primer y principal apóstol, no estaba corriendo ningún riesgo. Escogió un diamante en bruto, un diamante que tendría que cortar, dar forma y pulir por medio de la corrección, la reprensión y las pruebas, pero al fin, un diamante de verdadera calidad. El Salvador sabía que podía confiarle a este apóstol las llaves del reino; el poder de atar y desatar. Como otros humanos, Pedro pudo haber cometido algunos errores en su proceso de desarrollo pero sería firme, digno de confianza e inflexible como líder del reino de Dios. Aun con un maestro tan perfecto, era difícil aprender el vasto plan del evangelio en tres años.

Pedro preguntó a Jesús:

“He aquí, nosotros lo hemos dejado todo, y te hemos seguido; ¿qué, pues, tendremos?

“Y Jesús les dijo: De cierto os digo que en la regeneración, cuando el Hijo del Hombre se siente en el trono de su gloria, vosotros que me habéis seguido también os sentaréis sobre doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel” (Mateo 19:27, 28).

¿Es concebible que el omnisciente Señor hubiera otorgado todos estos poderes y llaves a alguien que fuese un fracaso o fuese indigno?

Si Pedro era cobarde, qué valiente llegó a ser en tan poco tiempo. Si era débil e inseguro, qué fuerte y seguro llegó a ser en pocas semanas y meses. Si era insensible, qué amable y comprensivo llegó a ser casi inmediatamente. Aceptar responsabilidad es un proceso de refinamiento y purificación que generalmente lleva mucho tiempo.

Si Pedro tuvo temor en el tribunal cuando negó su relación con el Señor, qué valiente fue unas horas antes cuando desenvainó la espada contra un enemigo aplastante, la chusma nocturna. Más tarde, desafiando a la gente, el estado y a los oficiales eclesiásticos, osadamente declaró: “A éste, (el Cristo)…prendisteis y matasteis por manos de inicuos, crucificándole” (Hechos 2:23). Al pasmado populacho por la curación del cojo en el pórtico de Salomón, exclamó…”…Varones israelitas…el Dios de nuestros padres, ha glorificado a su Hijo Jesús, a quien vosotros entregasteis y negasteis delante de Pilato…vosotros negasteis al Santo…y matasteis al Autor de la vida, a quien Dios ha resucitado de los muertos, de lo cual nosotros somos testigos (Hechos 3:12-15).

¿Muestra esto cobardía? Una aseveración muy valiente para un tímido, Recordad que Pedro nunca negó la divinidad de Cristo. Unicamente negó su relación con el Señor lo cual es algo muy diferente.

¿Pudo haber sido la confusión y frustración lo que causó la negación de Pedro? ¿Pudo haber sido alguna falta de entendimiento concerniente al desenvolvimiento total del plan? Siendo un líder, Pedro constituía un blanco especial para el adversario. Como dijo el Señor:

“Simón, Simón, he aquí Satanás os ha pedido para zarandearos como a trigo; “Pero yo he rogado por ti, que tu fe no falte” (Lucas 22:31-32).

Pedro estaba bajo fuego; todas las huestes del infierno estaban contra él. El dado había sido arrojado en cuanto a la crucifixión del Salvador. Si ahora Satanás podía destruir a Simón, iqué victoria lograría! Este era el más grande de todos los hombres vivientes. Lucifer quería confundirlo, frustrarlo, limitar su prestigio y destruirlo totalmente. Sin embargo, esto no iba a suceder porque él había sido elegido y ordenado para un alto propósito en el cielo, tal como lo había sido Abraham.

Pedro siguió al Salvador cuando fue llevado a juicio y se sentó en el patio. ¿Qué más podía hacer? El sabía que muchas veces el Salvador mismo había escapado de la multitud yéndose de sus garras. ¿Lo haría nuevamente?

Aunque el Señor enseñó en cuanto a la crucifixión y resurrección, ni Simón ni ninguna otra persona comprendía plenamente su sentido. ¿Era esto tan extraño? Nunca antes había habido una persona así o una ocurrencia tal en la tierra. Hoy día hay millones que no pueden entender la resurrección, aunque ha sido predicada durante más de mil novecientos años como una realidad con muchas pruebas infalibles. ¿Podrían estos hombres, entonces, ser criticados por no entender plenamente esta frustrante situación?

¿Es posible que haya existido alguna otra razón en esta negación triple de parte de Pedro? ¿Es posible que haya sentido que las circunstancias justificaban la conveniencia? Cuando dio testimonio en Cesarea de Filipo, se le había dicho “que a nadie dijesen que él era Jesús el Cristo” (Mateo 16:20).

Cuando los tres apóstoles descendieron del Monte de la Transfiguración, nuevamente se les dijo implícitamente: “No digáis a nadie la visión, hasta que el Hijo del Hombre resucite de los muertos” (Mateo 17:9). ¿Pudo Pedro haber sentido que no era el tiempo de hablar de Cristo? El había estado con su Señor en Nazaret cuando el Salvador fue llevado por su propio pueblo a la cumbre del cerro, “para despeñarle. Mas él pasó por en medio de ellos, y se fue” (Lucas 4:29-30). Ciertamente que Pedro no consideró que escapar allí era cobardía, sino una decisión prudente. El tiempo de Cristo no había llegado.

La crucifixión inminente

Cuando el Señor empleó energía para tratar de explicar la crisis que se aproximaba, “que le era necesario ir a Jerusalén y padecer mucho de los ancianos, de los principales sacerdotes y de los escribas; y ser muerto, y resucitar al tercer día”, Pedro intentó disuadir al Salvador de pensar en tal calamidad. (Véase Mateo 16:21.) Rápidamente fue reprendido por haber sugerido que escapase de la tragedia. Posiblemente él debía haber entendido que era voluntad del Señor que ocurriesen los horrendos acontecimientos.

Lo que esto significaba -que la hora había llegadotal vez Pedro no comprendía plenamente, pero se le prohibió resistir la crucifixión y se lo prohibió el Redentor mismo. ¿Se sintió frustrado? Tal vez durante un momento, pero ¿cuántos de nosotros en un campo hostil, totalmente imposibilitados para salvarnos, defenderíamos al Señor bajo tales circunstancias, especialmente cuando los esfuerzos previos habían sido rechazados? ¿Acaso Pedro no había levantado, él solo, su espada contra “mucha gente con espadas y palos”? (Mateo 26:47) ¿No había intentado defender al Señor del manoseo y rapto por parte de aquella turba, y no fue detenido por el Señor?

El Salvador había caminado calmadamente desde el jardín de Getsemaní, aparentemente resignado al inevitable sacrificio de sí mismo. Simón había manifestado valientemente su deseo de luchar solo contra el numeroso grupo para defender a su Maestro. Corriendo el riesgo de que lo matasen, había golpeado al vil Malcus cortándole la oreja. Pero este acto de valor y de desinterés personal fue detenido por el Señor que le dijo a su leal apóstol:

“Vuelve tu espada a su lugar; porque todos los que tomen espada, a espada perecerán.

“¿Acaso piensas que no puedo ahora orar a mi Padre, y que él no me daría más de doce legiones de ángeles?” (Mateo 26-52-53.)

¿Qué más podía hacer Pedro? ¿De qué otra manera se puede demostrar su lealtad y valor? ¿Pudo ser que en estas últimas horas Pedro comprendió que debía dejar de proteger a su Señor, que la crucifixión era inevitable y que a pesar de todos sus actos, el Señor iba hacia su destino? No lo sé. Solamente sé que este apóstol era valiente y audaz.

Los acontecimientos siguieron en rápida sucesión. En Getsemaní Pedro estaba tratando, inútilmente, de defender a su Señor una hora; a la hora siguiente seguía a la multitud. Aparentemente el Salvador estaba sufriendo voluntariamente que los hombres le infligiesen indignidades monumentales. ¿Qué debía hacer Pedro?

Franca y significativamente le había declarado al Salvador: “Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré” (Mateo 26:33). A lo cual el Señor respondió: “Esta noche, antes que el gallo cante, me negarás tres veces” (Mateo 26:34).

Era un momento crítico. La acción protectora de Pedro con la espada, había ocurrido después de haber sido hecha esta predicción. El había tratado. Había visto a un apóstol traicionar a su Maestro con un beso y su Maestro no lo había rechazado. A Pedro se le hizo recordar que si había necesidad de protección se podía recurrir a los ángeles; se le había mandado guardar la espada. Aun así no abandonó a su Maestro sino que apesadumbrado siguió detrás del grupo numeroso que se mofaba. Iba a quedar allí hasta el final. Posiblemente escuchó cada acusación, vio cada indignidad arrojada sobre su Señor, sintió toda la injusticia de aquella burla de juicio y notó la perfidia de los testigos falsos que cometían perjurio contra sus propias almas. Los vio escupir el rostro del Santo; los vio abofetear, golpear y mofarse de El. Observó que el Señor no ofrecía resistencia alguna, ni llamaba a las legiones de ángeles, ni pedía misericordia. ¿Qué podía pensar Pedro ahora?

La negación

Una criada acusó a Pedro: “Tú también estabas con Jesús el galileo” (Mateo 26:69). ¿Qué lograría con defender al Señor en esta situación? ¿Agradaría a Jesús? ¿Destruiría a Pedro sin efecto positivo? ¿Querría Cristo que él pelease ahora, cuando le había negado ese privilegio un poco antes aquella misma noche?

Luego otra criada anunció a los que por allí estaban y a los villanos: “También éste estaba con Jesús el nazareno” (Mateo 26:71). Pedro respondió: “No conozco al hombre” (Mateo 26:72). Y otros, reconociendo su acento galileo, declararon: “Verdaderamente también tú eres de ellos, porque aun tu manera de hablar te descubre” (Mateo 26:73).

¿Qué iba a hacer? ¿Podía hacer algo más? ¿Cuál habría sido el resultado si hubiera admitido su relación con El? ¿Habría vivido para presidir sobre la iglesia? Pedro había visto al Salvador escapar de las multitudes muchas veces y esconderse de los asesinos. ¿Se puede concebir que Pedro viera ventaja aconsejable a la causa en la negación? ¿Había Pedro llegado a comprender plenamente el significado escondido de la frase repetida tan a menudo “Aún no ha venido mi hora” (Juan 2:4) y entendía ahora que “Ahora es glorificado el Hijo del Hombre”? (Juan 13:31).

No pretendo conocer cuáles fueron las reacciones mentales de Pedro ni qué fue lo que lo impulsó a decir lo que dijo en aquella terrible noche. Pero a la luz de su bravura, valor y gran devoción demostrados, y a su amor ilimitado por el Maestro, ¿no podríamos otorgarle el beneficio de la duda y por lo menos perdonarlo tal como su Salvador parece haberlo heche plenamente? Casi inmediatamente Cristo lo elevó a la más alta posición de su iglesia y lo invistió con la totalidad de las llaves de ese reino.

Simón Pedro no tuvo que considerar mucho el asunto o cambiar sus decisiones, pues ahora oyó al gallo cantar dos veces y recordó la predicción de Cristo. Se sintió humilde hasta el polvo. Al oír el anuncio del ave, anuncio de la aurora, recordó no solamente que había negado al Señor sino que todo lo que el Señor había dicho sería cumplido, aun en la crucifixión. Salió del patio y lloró amargamente. ¿Eran sus lágrimas por causa del arrepentimiento personal únicamente, o estaban mezcladas con lágrimas de pesar por comprender el destino de su Señor y Maestro y su propia pérdida personal tan grande?

Habían pasado tan sólo unas horas cuando estuvo entre los primeros que fueron al sepulcro, como cabeza del grupo de creyentes. Pasaron unas cuantas semanas y ya estaba reuniendo a los santos y organizándolos en una comunidad unida, fuerte, compacta. No pasó mucho sin que se encontrase languideciendo en la prisión, siendo golpeado, acusado y “zarandeado como trigo” tal como Cristo había predicho. (Véase Lucas 22:31).

De origen humilde

Simón Pedro, hijo de Jonás, comenzó su inigualable carrera bajo las circunstancias más humildes. Un ordinario pescador, un hombre que en una ocasión fue calificado de “ignorante e inculto”, escaló la escalera del conocimiento hasta que conoció, como tal vez ningún otro ser humano, a su Padre, Elhoim; al Hijo, Jehová y el plan y la relación de Cristo con los hombres. Fue espiritual y devoto. Llegó sin ser persuadido, probablemente caminando a lo largo del río Jordán para escuchar los poderosos sermones del intrépido Juan Bautista. Poco sabía entonces de las experiencias maravillosas que le esperaban. Aquí escuchó la voz del profeta y tal vez fue bautizado por él.

Andrés, el hermano de Pedro declaró: “Hemos hallado al Mesías (que traducido es, el Cristo)” (Juan 1:41). Sin duda debieron haber escuchado a Juan el Bautista manifestar: “He aquí, el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29). Pero escuchar la voz del Padre, el Dios viviente, reconociendo a Jesús como su Unigénito, debió haber hecho estremecer todo el ser de este humilde pescador.

Simón Pedro no estaba muy preparado en este tiempo para asumir una gran responsabilidad, sin embargo, el Maestro estaba consciente de su capacidad. El día de su llamamiento comenzó la instrucción intensiva que llevaría a este humilde hombre y a sus colaboradores a un gran liderismo, a la inmortalidad y a la vida eterna.

La educación de Simón Pedro, tanto secular como espiritual, había sido muy limitada, empero ahora seguía al Maestro. Escuchó el Sermón del Monte; estuvo con el Redentor en la barca y escuchó los excelentes discursos dados al pueblo congregado. Se sentó en las sinagogas y escuchó las poderosas y convincentes declaraciones del Creador. Las Escrituras se fueron predicando a medida que viajaban por los senderos polvorientos y pedregosos de Galilea. De seguro que sus innumerables preguntas fueron contestadas por el Señor al comer, dormir y caminar juntos. Las horas eran tan valiosas como joyas preciosas. Escuchó las parábolas que dio a la gente y aprendió las valiosas lecciones que éstas encerraban. Pedro estaba consciente de la constante influencia divina que opera en el eterno desarrollo de la vida misma. Con facilidad captaba muchas lecciones, pero se le dificultaba comprender las experiencias que nunca antes habían ocurrido en la tierra. Así como las nubes negras predicen la aproximación de una tormenta, los eventos del ministerio de Cristo predecían su muerte. Pedro podía percibir las señales, mas no el porqué. Nadie antes, hasta donde él sabía, había dado su vida de esta manera. Ningún alma en la tierra había resucitado. Tomó tiempo el que estas asombrosas verdades penetraran en su mente. Le era difícil pensar únicamente en la dirección espiritual. Pedro esperaba que Cristo tomara la espada y redimiera a Israel. Mas después de la experiencia del Getsemaní, cuando el Gólgota se había convertido en una terrible pesadilla, cuando el Señor se había levantado y ascendido y una vez que hubo venido el Consolador, surgió la gran y apremiante verdad la cual quedó indeleble en su mente. Los diferentes azulejos se encontraban formando un maravilloso conjunto. El mosaico era una realidad gloriosa, y Pedro, Santiago y Juan, así como sus colaboradores, salieron a convertir un mundo lleno de oposición e indiferencia.

Pedro tenía una gran fe. Nunca flaqueó. Desde el día en que abandonó sus redes y botes, sus pies nunca se desviaron. Aun en el momento en que lo negó estuvo tan cerca de su Señor como le fue posible. Dejad que aquel que critique a este apóstol se coloque en el mismo lugar entre los enemigos, perseguidores y asesinos más encarnizados sabiendo cada vez más lo inútil que sería defender a su Señor, cuya hora había llegado. Aquél que perdonó a quienes lo crucificaron también perdonó a Pedro quien lo había negado.

Pedro era un hombre de fe. Sanaba a los enfermos únicamente con su sombra. Los muros de la prisión no pudieron detenerlo. Gracias a él los muertos recobraron vida. Caminó sobre el agua. Y aun cuando esto no fue un triunfo total, ¿ha habido otro ser humano que lo haya logrado? Que aquel que quiera mofarse de la debilidad momentánea de Pedro intente tal hazaña.

Simón Pedro era humilde. Reconoció la autoridad de Santiago y Juan con quienes estuvo en el Monte Santo y con quienes compartió las penalidades del Getsamaní. Posiblemente, su primer acto oficial como autoridad presidente, fue convocar a una conferencia en la que los santos participarían en la decisión de llenar la vacante en el Quórum de los Doce. En esa ocasión se escogió un nuevo testigo.

Cuando el cojo caminó después de la unción de Pedro y Juan, y cuando la pasmada multitud se quedó boquiabierta y maravillada, Pedro le dio crédito al Dios de Israel, diciendo: “¿Por qué os maravilláis de esto? ¿O porqué ponéis los ojos en nosotros, como si por nuestro poder o piedad hubiésemos hecho andar a éste?” (Hechos 3:12). Cuando Dorcas Tabita se encontraba muerta, no hubo presunción ni ostentación. Simplemente, “se puso de rodillas y oro”, y devolvió a Tabita viva a sus amigos (Véase Hechos 9:40-41).

Aceptó amenazas, golpes y calumnias. Desafió a aquellos que condenaban a su Señor, diciendo: “Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hechos 5:29). Los acusó de la muerte del Redentor, y permaneció frente a ellos sin amedrentarse. Castigó al hechicero Simón, diciendo: “Tu dinero perezca contigo” (Hechos 8:20). Ante sus hermanos anunció el cambio de una política importante en la Iglesia, el hecho de que los gentiles podían ser aceptados.

Simón Pedro fue espiritual y profético. Recibió revelaciones concernientes a la Iglesia. En la prisión, los ángles lo acompañaron y lo pusieron en libertad, y una gran visión abrió la puerta a millones de almas sinceras.

Su testimonio estaba fundado sobre la roca, su fe era inconmovible. El Salvador, abandonado por otros, preguntó a Pedro “¿Queréis acaso iros también vosotros?” (Juan 6:67). Pedro respondió: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna” (Juan 6:68). Poco antes de la crucifixión, el Señor preguntó: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?” (Mateo 16:15). La respuesta revelada de Dios expresaba el poder y carácter de Pedro: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente” (Mateo 16:16). El Salvador respondió: “no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos” (Mateo 16:17). Había visto mensajeros celestiales; había acompañado a mártires; había vivido junto al Hijo de Dios. El Consolador había venido y nunca más hubo titubeo o duda en su mente.

Enseñanzas de Pedro

Las enseñanzas de Simón Pedro son para todos los hombres, aun hasta la última generación. El constantemente dio testimonio de la divinidad de Cristo. Así como había sido perdonado de su debilidad, ahora urgía a todos los hombres a perdonar. Hizo un llamado a la vida casta y virtuosa. Enseñó la honestidad y animó a los miembros a vivir en paz con los gentiles. Este apóstol enseñó a su pueblo a honrar a los reyes, gobernantes y a las leyes; a soportar el pesar, el sufrimiento y los golpes pacientemente; y a considerar la burla y el sufrimiento por la causa del Señor como una bendición. Es posible que haya visto mucha infelicidad matrimonial por lo que mandó que las esposas estuvieran sujetas a sus maridos y que los convirtiesen mediante su propia bondad y mansedumbre. Mandó a los esposos a honrar a sus mujeres como compañeras, a amarlas y a ser compasivos con ellas, y a guardarlas como un tesoro. Instó a los padres a ser bondadosos con los hijos y a la posteridad a honrar y obedecer a los padres. Urgió a los patrones a ser honorables y justos con sus obreros y a los empleados a dar servicio voluntariamente. Instó a que que todos vivieran una vida limpia y constructiva y prohibió asociarse con los que promovían tumultos, con los amadores del vino, contra los revoltosos, los que gustaban de banquetes, los idólatras y con los lujuriosos. Instó a servir en la iglesia, a tener una vida sobria, una fe vigilante y obras conducentes a la perfección.

El gran líder frecuentemente repitió su testimonio como testigo ocular y como testigo que oyó de sucesos espectaculares. Anunciando la apostasía, testificó que después de su partida aparecerían falsos maestros con herejías condenables, los que negarían al Señor y harían mercadería de las almas de los hombres. (Véase 2 Pedro 2:1-3). Puso el sello divino de aprobación sobre los escritos del Antiguo Testamento y desplegó la historia del mundo, la cual iba desde el diluvio, la destrucción de Sodoma y Gomorra y pasaba por otros hechos importantes. Una y otra vez, predicó la ley de castidad y pureza y denunció los males del juego, de las festividades, del adulterio, de la incontinencia y de la codicia.

Al acercarse su martirio y tomar la amarga copa un tanto similar a la de su Señor y Maestro, Pedro se aseguró de que el mundo conociera su testimonio y certeza del evangelio. Casi al umbral de su muerte, hizo una declaración solemne la cual ha sido leída por un sinnúmero de personas. Oró por que los miembros de la Iglesia tuvieran “conocimiento de Dios y de nuestro Señor Jesús” (2 Pedro 1:2). Se glorificó en las “preciosas y grandísimas promesas, para que por ellas llegaseis a ser participantes de la naturaleza divina, habiendo huido de la corrupción que hay en el mundo a causa de la concupiscencia” (2 Pedro 1:4).

Pedro continuó…

“Por lo cual, hermanos, tanto más procurad hacer firme vuestra vocación y elección…

“Pues tengo por justo, en tanto que estoy en este cuerpo, el despertaros con amonestación;

“Sabiendo que en breve debo ?bandonar el cuerpo como nuestro Señor Jesucristo me ha declarado.

“También yo procuraré con diligencia que después de mi partida vosotros podáis en todo momento tener memoria de estas cosas.

“Porque no os hemos dado a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo siguiendo fábulas artificiosas, sino como habiendo visto con nuestros propios ojos su majestad.

“Pues cuando él recibió de Dios Padre honra y gloria, le fue enviada desde la magnífica gloria una voz que decía: Este es mi Hijo amado, en el cual tengo complacencia.

“Y nosotros oímos esta voz enviada del cielo, cuando estábamos con él en el monte santo” (2 Pedro 1:10, 13-18).

Una vez cumplida su obra, expresado su testimonio y declarado su verdad, sus días llegaron a su fin. Satanás, cuyo deseo había sido atraparlo, quedó frustrado nuevamente en su muerte. De sus labios agonizantes brotó su testimonio.

Mas Simón Pedro no estaba muerto sino más bien tuvieron lugar cambios importantes tales como: la disolución de su cuerpo, pero también la resurrección de su alma. Junto con sus leales compañeros, Santiago y Juan, Simón Pedro regresó a la tierra, construyendo así un puente entre el espacio de obscuridad que hubo durante tantos siglos. Juntos se aparecieron a la orilla del río Susquehanna en Pennsylvania, lugar donde Pedro entregó al joven profeta las llaves del reino, mismas que habían recibido del Señor Jesucristo.

El apóstol vive. Las debilidades del mundo desconciertan a los sabios. Millones han leído su testimonio. Su poderoso testimonio ha conmovido a las multitudes. A través de las eternidades, vivirá y extenderá su influencia sobre los hijos de esta tierra. En compañía de sus hermanos, los Doce, juzgará a las naciones,

Mis jóvenes hermanos, espero que podáis amar y aceptar al gran profeta Pedro, como yo siento hacerlo en mi corazón. En el nombre de Jesucristo. Amén. (Spencer W. Kimball, “Un cambio portentoso en Pedro mi hermano”, El Nuevo Testamento, Estudio individual supervisado, unidad seis, primera semana, págs. 4-8).