Historia de la Iglesia
Capítulo 13: Herederos de salvación


“Herederos de salvación”, capítulo 13 de Santos: La historia de la Iglesia de Jesucristo en los últimos días, tomo III, Valerosa, noble e independiente, 1893–1955, (2021)

Capítulo 13: “Herederos de salvación”

Capítulo 13

Herederos de salvación

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El Salvador aparece en el mundo de los espíritus

En enero de 1917, Susa Gates viajó a la ciudad de Nueva York para visitar a una amiga enferma, Elizabeth McCune, que servía con ella en la Mesa Directiva General de la Sociedad de Socorro. Elizabeth y su esposo, Alfred, se habían mudado a Nueva York ese invierno para que Alfred pudiera realizar negocios en la ciudad. Cuando Susa se enteró de la enfermedad de su amiga, acudió de inmediato para ayudarla a recuperarse. Sin embargo, cuando llegó, Elizabeth ya estaba mejorándose. Aun así, instó a Susa a quedarse y hacerle compañía. Durante su estadía allí, Susa pudo utilizar las bibliotecas de la ciudad para llevar a cabo investigaciones genealógicas, labor esta que ocupaba todo su tiempo de su servicio a la Iglesia.

En Dinamarca, quince años antes, Susa había caído gravemente enferma mientras asistía a una reunión del Consejo Internacional de Mujeres. Pidió una bendición del apóstol Francis Lyman, presidente de la Misión Europea en aquel momento, y él la bendijo para que no temiera a la muerte y le prometió que tenía una obra que hacer en el mundo de los espíritus. Pero entonces, a mitad de la bendición, hizo una pausa de unos dos minutos. “Se ha celebrado un consejo en los cielos —le dijo finalmente a Susa—, y se ha decidido que vivirás para realizar la obra del templo, y que harás una obra mayor que la que nunca hayas hecho”1.

Después de recuperarse de su enfermedad, Susa se dedicó a la genealogía y a la obra del templo. Llegó a ser una miembro activa de la Sociedad Genealógica de Utah, una organización de la Iglesia creada tras la revelación de Wilford Woodruff en 1894 sobre los sellamientos en el templo. Comenzó a trabajar en el Templo de Salt Lake, daba clases de genealogía y escribía una columna semanal sobre historia familiar para el periódico Deseret Evening News.

Cuando Susa y Elizabeth McCune llegaron a ser miembros de la Mesa Directiva General de la Sociedad de Socorro en 1911, hicieron de la genealogía y la obra del templo una nueva prioridad para las mujeres de la Iglesia. Visitaron barrios y ramas de Estados Unidos y Canadá y capacitaron a los santos para que investigaran acerca de sus antepasados. Susa también escribió lecciones de genealogía para la revista Relief Society Magazine y, a petición de la Mesa Directiva General, estaba escribiendo un libro de referencia para ayudar a los santos en su trabajo de historia familiar2.

Durante su estancia en la ciudad de Nueva York, Susa también investigó los nombres de la familia McCune en la biblioteca. También hizo todo lo posible por dar a Elizabeth todo el amor y la atención que podía ofrecerle.

El día antes de que Susa regresara a casa, Elizabeth se sintió lo suficientemente bien como para asistir a una reunión de la Sociedad de Socorro en las oficinas de la Misión de los Estados del Este en la ciudad. Susa habló a las mujeres sobre la investigación genealógica. Aunque el número de mujeres Santos de los Últimos Días en la ciudad de Nueva York era pequeño, ella sintió el Espíritu muy fuerte entre ellas3.

En su viaje de regreso, Susa se detuvo en otras dos ciudades para visitar a los santos. Después de una reunión, el presidente de una rama conversó con ella. “Siempre disfruto de los testimonios de los ancianos —dijo—, y me encanta escuchar a una persona mayor hablar de sus experiencias”.

Susa se rio por dentro. “Tú eres una anciana, Susa, ¿lo oyes?”, se dijo a sí misma. Tenía sesenta años, pero aún le quedaban años por delante, y mucho trabajo por hacer4.


“Vivimos tiempos críticos”, reconoció Joseph F. Smith al iniciar la Conferencia General de la Iglesia de abril de 1917. Los periódicos por todo el estado de Utah estaban llenos de informes alarmantes sobre la agresión alemana contra Estados Unidos5. Estados Unidos había permanecido neutral en la guerra, que ya duraba dos años y medio. Pero Alemania había renovado recientemente su política de guerra submarina sin restricciones, haciendo que los barcos estadounidenses fueran vulnerables a los ataques. Los oficiales alemanes también habían procurado una alianza con México, para crear una vía de ataque a Estados Unidos desde el sur. En respuesta, el Congreso estadounidense había autorizado al presidente Woodrow Wilson a declarar la guerra a Alemania6.

De pie en el púlpito del Tabernáculo de Salt Lake, el presidente Smith sabía que muchos santos de la congregación estaban ansiosos y temerosos. Los animó a procurar la paz, la felicidad y el bienestar de la familia humana. “Si cumplimos con nuestro deber hoy, como miembros de la Iglesia y como ciudadanos de nuestro estado —dijo—, no debemos temer mucho lo que pueda traer el mañana”7.

El presidente Wilson declaró formalmente la guerra unas horas después, ese mismo día. Casi cinco mil jóvenes de Utah —la mayoría de ellos Santos de los Últimos Días— se alistaron prontamente8. Muchas mujeres de la Iglesia se unieron a la Cruz Roja para servir como enfermeras en tiempos de guerras. Los santos estadounidenses que no pudieron alistarse a las fuerzas armadas apoyaron a su país de otras maneras, como comprando “Bonos de Libertad” emitidos por el gobierno para ayudar a financiar la guerra. Betty McCune, hija de Elizabeth, aprendió a manejar y reparar un automóvil y llegó a ser conductora de ambulancias. El élder B. H. Roberts, de los Setenta, se ofreció como voluntario para servir como uno de los tres capellanes Santos de los Últimos Días en el ejército9.

Poco después de la conferencia general, Joseph F. Smith viajó a Hawái y observó el progreso del templo de Laie. Bajo la dirección de los capataces Hamana Kalili y David Haili, los trabajadores ya habían completado el exterior del templo y en ese entonces estaban terminando su interior. Construido con hormigón armado y rocas de lava de las montañas cercanas, el Templo de Hawái tenía forma de cruz y no tenía torre. El exterior del edificio estaba adornado con esculturas de cemento de escenas bíblicas, elaboradas por los artistas Leo y Avard Fairbanks, de Utah10.

En octubre, un mes antes de cumplir setenta y nueve años, el profeta dijo a los santos que empezaba a sentirse mayor. “Creo que, en espíritu soy tan joven como lo he sido en mi vida —les dijo—, pero mi cuerpo se cansa, y quiero decirles que a veces mi corazón, viejo y pobre, tiembla considerablemente”11.

Su salud siguió decayendo a medida que el año llegaba a su fin, y a principios de 1918 comenzó a ver a un médico con regularidad. Por esa misma época, su hijo Hyrum también enfermó. Habían pasado dieciséis meses desde que Hyrum terminara su período de servicio como presidente de la Misión Europea, y durante ese tiempo se había mantenido saludable y fuerte. Aun así, Joseph estaba preocupado por su bienestar. Hyrum siempre había ocupado un lugar especial en su corazón, y Joseph hallaba un gozo inmenso en el servicio y la devoción de su hijo al Señor. A Joseph incluso le recordaba a su propio padre, el patriarca Hyrum Smith12.

La enfermedad de Hyrum se agravaba cada día que pasaba. Sentía un fuerte dolor en el abdomen, señal de que tenía apendicitis. Sus amigos lo instaron a ir al hospital para que lo operaran, pero él se negó. “He guardado la Palabra de Sabiduría —dijo—, y el Señor cuidará de mí”.

El 19 de enero, el dolor se volvió casi insoportable. La esposa de Hyrum, Ida, avisó inmediatamente a Joseph, y él oró fervientemente por la recuperación de su hijo. Mientras tanto, los apóstoles Orson F. Whitney y James E. Talmage acompañaban a Hyrum junto a su cama y lo cuidaban durante la noche. Además, un grupo de médicos y especialistas, incluyendo al doctor Ralph T. Richards, sobrino de Joseph, lo atendió.

Después de examinar al paciente, el doctor Richards temió que Hyrum hubiera esperado demasiado tiempo en buscar ayuda médica, y le rogó que fuera al hospital. —Solo hay una posibilidad entre mil, si va ahora —le advirtió a Hyrum—. ¿Acepta?

—Sí —dijo Hyrum13.

En el hospital, los médicos tomaron dos radiografías y decidieron extirpar el apéndice de Hyrum. Durante el procedimiento, el doctor Richards descubrió que el apéndice se había roto, y había esparcido bacterias tóxicas por todo su abdomen.

Hyrum sobrevivió al procedimiento, pero Joseph permaneció débil y con ansiedad, y pasó la tarde acostado, sin poder comer. Hyrum pareció recobrar fuerzas esa noche, lo que le levantó el ánimo a Joseph. Lleno de gratitud y alivio, volvió a sus deberes como presidente de la Iglesia.

Luego, tres días después de la cirugía de Hyrum, Joseph recibió una llamada telefónica del hospital. A pesar de las muchas oraciones y de la labor esmerada de los médicos, Hyrum había fallecido. Joseph quedó atónito. Él necesitaba a Hyrum, y la Iglesia necesitaba a Hyrum. ¿Por qué no se le perdonó la vida?

Abrumado por el dolor, Joseph derramó la angustia que sentía en su diario. “Mi alma está desgarrada —escribió— ¡y ahora qué puedo hacer! ¡Oh! ¡Qué puedo hacer! ¡Mi alma se parte de angustia y tengo roto el corazón! ¡Oh! ¡Que Dios me ayude!”14.


Una nube de tristeza se cernió sobre la familia Smith en los días posteriores al fallecimiento de Hyrum. Había santos que cuestionaban su decisión de no ir inmediatamente al hospital. “Si hubiera ido cuando se le dijo por primera vez —dijeron algunos—, podría haber vivido”. El Obispo Presidente Charles Nibley, un amigo cercano de la familia, estuvo de acuerdo. La fe de Hyrum en la Palabra de Sabiduría era bien intencionada, señaló, pero el Señor también había proporcionado hombres y mujeres capacitados que estaban formados científicamente para cuidar del cuerpo15.

Buscando consuelo por su pérdida, los Smith se reunieron en la Casa de la Colmena, la antigua casa de Brigham Young, donde vivía Joseph F. Smith. Estar juntos alivió parte de su tristeza y dio a la familia una oportunidad de alegrarse por la vida honorable y fiel de Hyrum; pero todos seguían aturdidos por su muerte16.

Ida, su viuda, se quedó sin palabras por el dolor. Ella y Hyrum habían estado casados durante veintidós años. Durante ese tiempo, Hyrum decía a veces: “Mira, si yo llego a morir primero, no voy a dejarte aquí mucho tiempo”17. Lo decía como una expresión divertida de amor y afecto. Ni él ni Ida podían haber sabido lo pronto e inesperado que sería su fallecimiento.

El 21 de marzo de 1918, cuando Hyrum hubiera cumplido cuarenta y seis años, Ida invitó a sus amigos más cercanos a su casa para celebrar una pequeña fiesta en recuerdo de su vida. Mientras recordaban a su amigo, a veces contando historias humorísticas, la conversación se tornó más entrañable. Orson F. Whitney, que había sido amigo de Hyrum e Ida durante mucho tiempo, recitó un poema acerca del plan perfecto que Dios tiene para Sus hijos.

Algún día, cuando todas las lecciones de la vida se hayan asimilado,

y la puesta del sol y las estrellas nunca más veamos,

las cosas que nuestro débil juicio aquí ha despreciado,

y las cosas que con lágrimas lamentamos,

reviviremos de la oscura noche de nuestro trayecto;

y así como las estrellas brillan más en el azul más profundo,

veremos cómo todo plan de Dios era correcto,

y lo que más nos pareció una reprimenda ¡era el amor más rotundo!

A Ida le encantó el poema y le dijo a Orson que su mensaje era algo que había deseado escuchar desde la muerte de Hyrum, pero la velada supuso una carga para sus emociones. Cuando los invitados se reunieron alrededor de la mesa del comedor, no pudo evitar llorar al ver la silla vacía donde solía sentarse Hyrum18.

Uno de sus pocos consuelos era saber que ella y Hyrum tendrían otro bebé. Se había enterado de que estaba embarazada poco después de la muerte de su esposo. Inmediatamente invitó a su hermana mayor, Margaret, a mudarse con ella para ayudar con los otros cuatro hijos, cuyas edades oscilaban entre los diecinueve y los seis años. Margaret aceptó su invitación.

La salud de Ida fue buena durante todo el verano, pero actuaba como si se estuviera preparando para su propia muerte. “No te pasa nada —le decía Margaret—. Vas a vivir”19.

Sin embargo, a medida que se acercaba el final de su embarazo, parecía convencida de que no viviría mucho después del nacimiento de su hijo. Mientras visitaba a su suegra, Edna Smith, Ida hablaba como si estuviera ansiosa por estar con Hyrum en el mundo de los espíritus. Dijo que podrían hacer una obra importante juntos al otro lado del velo20.

El miércoles, 18 de septiembre, Ida dio a luz a un niño sano. Después, le dijo a su madre que Margaret lo criaría. “Sé que me voy a casa con Hyrum y tendré que dejar a mis hijos —dijo—. Así que, por favor, oren por mi bebé y por mis encantadores hijos. Sé que el Señor los bendecirá”21.

El domingo siguiente, Ida sintió que Hyrum estaba a su lado todo el día. “Oí su voz —le dijo a su familia—. Sentí su presencia”22.

Unos días después, su sobrino irrumpió en la casa de su familia. —Acabo de ver al tío Hyrum entrar en la casa de la tía Ida —le dijo a su madre.

—Eso es absurdo —dijo su madre—. Está muerto.

—Yo lo vi —insistió el niño—. Lo vi con mis propios ojos.

Madre e hijo se dirigieron a la casa de los Smith, a pocas puertas de distancia. Allí se enteraron de que Ida había partido; había fallecido esa misma noche a causa de un fallo cardíaco23.


Su familia no le comunicó a Joseph F. Smith el fallecimiento de Ida inmediatamente, por temor a que la noticia lo destrozara. Se había vuelto más frágil desde la muerte de Hyrum, y rara vez había aparecido en público durante los últimos cinco meses. Sin embargo, el día después del fallecimiento de Ida, los miembros de la familia llevaron a su hijo recién nacido a Joseph, y él lloró mientras bendecía al bebé y lo llamaba Hyrum. Entonces la familia le habló de Ida.

Para sorpresa de todos, José recibió la noticia con tranquilidad24. Últimamente había imperado en el mundo mucho sufrimiento y dolor; los periódicos contenían informes horrendos sobre la guerra. Ya habían muerto millones de soldados y civiles, y millones más estaban heridos o mutilados. A principios de ese verano, los soldados de Utah habían llegado a Europa y eran testigos de la implacable brutalidad de la guerra. Y ahora más jóvenes Santos de los Últimos Días se preparaban para unirse a la batalla, incluso algunos de los hijos de Joseph. Su hijo Calvin, de hecho, ya estaba en el frente de Francia, sirviendo con B. H. Roberts como capellán del ejército.

Una cepa mortal de gripe también había comenzado a cobrarse vidas en todo el mundo, agravando el dolor y la angustia de la guerra. El virus se propagaba a un ritmo alarmante, y Utah estaba a pocos días de cerrar sus teatros, iglesias y otros lugares públicos con la esperanza de detener la ola de enfermedades y muertes25.

El 3 de octubre de 1918, Joseph se sentó en su habitación, reflexionando sobre la expiación de Jesucristo y la redención del mundo. Abrió el Nuevo Testamento en 1 Pedro y leyó que el Salvador predicaba a los espíritus en el mundo de los espíritus. “Porque por esto también ha sido predicado el evangelio a los muertos —leyó—; para que sean juzgados en la carne según los hombres, pero vivan en el espíritu según Dios”.

Mientras reflexionaba sobre las Escrituras, el profeta sintió que el Espíritu descendía sobre él, abriendo los ojos de su entendimiento. Vio multitudes de muertos en el mundo de los espíritus. Mujeres y hombres justos que habían muerto antes del ministerio terrenal del Salvador esperaban gozosos Su advenimiento para declararles su redención de las ligaduras de la muerte.

El Salvador apareció a la multitud, y los espíritus justos se regocijaron en su redención. Se arrodillaron ante Él, reconociéndolo como su Salvador y Libertador de la muerte y de las cadenas del infierno. Sus semblantes brillaban mientras la luz de la presencia del Señor irradiaba a su alrededor y cantaron alabanzas a Su nombre26.

Mientras Joseph se maravillaba de la visión, reflexionó nuevamente sobre las palabras de Pedro. La hueste de espíritus desobedientes era mucho mayor que la hueste de espíritus justos. ¿Cómo podría el Salvador, durante Su breve visita al mundo de los espíritus, predicar Su evangelio a todos ellos?27.

Los ojos de Joseph se abrieron de nuevo, y comprendió que el Salvador no fue en persona a los espíritus desobedientes. Más bien organizó a los espíritus justos, nombrando mensajeros y comisionándolos para que llevaran el mensaje del Evangelio a los espíritus en tinieblas. De esta manera, todas las personas que morían en la transgresión o sin conocimiento de la verdad podían aprender sobre la fe en Dios, el arrepentimiento, el bautismo vicario para la remisión de pecados, el don del Espíritu Santo y todos los demás principios esenciales del Evangelio.

Contemplando la vasta congregación de espíritus justos, Joseph vio a Adán y a sus hijos Abel y Set. Contempló a Eva de pie con sus fieles hijas que habían adorado a Dios a lo largo de los siglos. Noé, Abraham, Isaac, Jacob y Moisés también estaban allí, junto con Isaías, Ezequiel, Daniel y otros profetas del Antiguo Testamento y del Libro de Mormón. También estaba el profeta Malaquías, que profetizó que Elías vendría a plantar las promesas hechas a los padres en los corazones de los hijos, preparando el camino para la obra del templo y la redención de los muertos en los últimos días28.

Joseph F. Smith también vio a José Smith, Brigham Young, John Taylor, Wilford Woodruff y a otras personas que habían sentado las bases de la Restauración. Entre ellas estaba su padre martirizado, Hyrum Smith, cuyo rostro no había visto en setenta y cuatro años. Eran algunos de los nobles y grandes espíritus que habían sido elegidos antes de la vida terrenal para salir en los últimos días y trabajar por la salvación de todos los hijos de Dios.

El profeta percibió entonces que los fieles élderes de esta dispensación continuarían su labor en la siguiente vida predicando el Evangelio a los espíritus que estaban en las tinieblas y bajo la esclavitud del pecado.

—Los muertos que se arrepientan serán redimidos, por medio de la obediencia a las ordenanzas de la casa de Dios —observó—, y después que hayan padecido el castigo por sus transgresiones, y sean lavados y purificados, recibirán una recompensa según sus obras, porque son herederos de salvación29.

Cuando la visión terminó, Joseph reflexionó sobre todo lo que había visto. A la mañana siguiente, sorprendió a los santos al asistir a la primera sesión de la conferencia general de octubre a pesar de su precario estado de salud. Decidido a hablar a la congregación, se paró con inestabilidad en el púlpito y su cuerpo, de gran tamaño, temblaba por el esfuerzo. “Durante más de setenta años he trabajado en esta causa con los padres y progenitores de ustedes —dijo—, y mi corazón está tan firmemente comprometido con ustedes hoy como lo ha estado siempre”30.

Faltándole fuerzas para hablar de su visión sin dejarse vencer por la emoción, se limitó a hacer una alusión a ella. “No he vivido solo durante estos cinco meses —dijo a la congregación—. He vivido en el espíritu de oración, de súplica, de fe y determinación; y he tenido continuamente una comunicación con el Espíritu del Señor”.

—Esta mañana es una reunión feliz para mí —dijo—. Que Dios Todopoderoso los bendiga31.


Aproximadamente un mes después de la conferencia general de octubre, Susa y Jacob Gates fueron a la Casa de la Colmena a recoger una caja de manzanas de la familia Smith. Cuando llegaron, Joseph F. Smith le pidió a Susa que se reuniera con él en su cuarto de enfermo, donde había permanecido en cama durante semanas.

Susa hizo todo lo posible por consolarlo, como él había consolado a su familia en el pasado, pero ella estaba desanimada por el servicio que ella hacía en la Iglesia32. Aparte de Elizabeth McCune, que había donado un millón de dólares a la Sociedad Genealógica de Utah el año anterior, pocas mujeres de la Mesa Directiva General de la Sociedad de Socorro parecían entusiasmadas con la historia familiar o la obra del templo. De hecho, algunas miembros de la mesa habían propuesto abandonar las lecciones mensuales de genealogía de la Sociedad de Socorro, las cuales las líderes de la Sociedad de Socorro de estaca habían criticado recientemente por ser demasiado difíciles y no lo suficientemente espirituales33.

—Susa —dijo Joseph mientras hablaban—, estás haciendo una gran obra.

Avergonzada, Susa respondió: —Ciertamente estoy bastante ocupada34.

—Estás haciendo una gran obra —insistió él—, mayor que cualquier cosa que conozcas. Le dijo que la amaba por su fe y su devoción a la verdad. Luego le pidió a su esposa Julina que le trajera un papel. Mientras ella lo hacía, Jacob y algunas otras personas se unieron a ellos en la habitación.

Con todos reunidos, Joseph pidió a Susa que leyera el papel. Ella lo tomó y quedó asombrada por lo que leyó. Como profeta, Joseph siempre había tratado de ser cauteloso al hablar de la revelación y de otros asuntos espirituales. Pero ahí, en sus manos, había un relato de una visión que él había visto en el mundo de los espíritus. Le había dictado la revelación a uno de sus hijos, el apóstol Joseph Fielding Smith, diez días después de la conferencia general. Después, el 31 de octubre, la Primera Presidencia y el Cuórum de los Doce habían leído la visión y respaldado plenamente su contenido.

Al leer la revelación, Susa se conmovió porque mencionaba que Eva y otras mujeres servían junto a los profetas en la misma gran obra. Era la primera vez que una revelación de la que ella tenía conocimiento hablaba de mujeres que trabajaban con sus esposos y padres en la obra del Señor.

Más tarde, después de despedirse de Joseph y su familia, Susa se sintió bendecida por haber leído la revelación antes de que se hiciera pública. “Oh, ¡fue un consuelo para mí! —escribió en su diario—. El saber que los cielos siguen abiertos, que se hace memoria de Eva y sus hijas y, sobre todo, que se nos haya dado en un momento en que nuestra obra y nuestros obreros del templo y nuestra genealogía necesitan tanto apoyo”.

Apenas podía esperar a que Elizabeth McCune lo leyera. “Es una visualización o visión de todos esos grandes seres que trabajan del otro lado para la salvación de los espíritus encarcelados —le dijo a su amiga en una carta—. ¡Piensa en el impulso que esta revelación dará a la obra del templo en toda la Iglesia!”35.


El 11 de noviembre de 1918, los ejércitos de Europa acordaron un armisticio, poniendo fin a cuatro años de guerra. Sin embargo, la pandemia de gripe continuó extendiéndose, y con el tiempo dejó a su paso millones de víctimas. En muchos lugares, los ritmos de la vida cotidiana cesaron. La gente empezó a llevar mascarillas de tela sobre la nariz y la boca para protegerse y evitar la propagación del virus. Los periódicos publicaban con regularidad los nombres de los muertos36.

Una semana después del alto al fuego, Heber J. Grant decidió ver cómo estaba Joseph F. Smith en la Casa de la Colmena. Heber era entonces el presidente del Cuórum de los Doce Apóstoles, el siguiente hombre en la sucesión para dirigir la Iglesia. No estaba ansioso por asumir las responsabilidades del Presidente de la Iglesia. Había esperado y orado para que Joseph viviera doce años más, lo suficiente como para celebrar el centenario de la Iglesia. Aun ahora, él no creía que fuera a morir.

En la Casa de la Colmena, el hijo de Joseph, David, lo recibió en la puerta y lo invitó a ir a hablar con su padre. Sin embargo, Heber titubeó, no queriendo molestar al profeta.

—Será mejor que lo veas —dijo David—. Puede que sea tu última oportunidad37.

Heber encontró a Joseph acostado en la cama, despierto y respirando con dificultad. Joseph le tomó la mano y la apretó con firmeza. Heber lo miró a los ojos y vio el amor del profeta por él.

—Que el Señor te bendiga, hijo mío —dijo Joseph—. Tienes una gran responsabilidad. Recuerda siempre que esta es la obra del Señor y no del hombre. El Señor es más grande que cualquier hombre. Él sabe quién quiere que dirija Su Iglesia y nunca se equivoca38.

Joseph le soltó la mano, y Heber se apartó a un despacho lateral, y lloró. Se fue a casa, cenó y luego regresó a la Casa de la Colmena para ver a Joseph una vez más. Anthon Lund, consejero de Joseph en la Primera Presidencia, estaba allí con las esposas de Joseph y varios de sus hijos. Joseph tenía un gran dolor, y les pidió a Heber y a Anthon que le dieran una bendición.

—Hermanos —dijo—, oren para que pueda ser liberado.

Junto con los hijos de Joseph, colocaron las manos sobre su cabeza. Hablaron del gozo y la felicidad que habían compartido al trabajar con él y, luego, pidieron al Señor que lo llamara a casa39.