2009
Hacia la perfección
marzo de 2009


Mientras crecía, siempre tuve inclinación al perfeccionismo. Por eso, al recibir la bendición patriarcal, una admonición en particular me pareció muy natural: que completara las tareas que se me asignaran “al máximo de [mi] capacidad, a la perfección”. Pasó tiempo antes de que me diera cuenta de lo poco que entendía la perfección y el efecto de la gracia.

En 1998 regresé a casa antes de terminar la misión debido a problemas de salud. Me sentía agobiada por la culpabilidad, porque pensaba que no había completado la misión “a la perfección”. Además de ese sentimiento de fracaso estaba la incertidumbre con respecto a mi enfermedad, que hasta el momento los médicos no habían podido diagnosticar.

A pesar de las dificultades de salud por las que pasaba, sabía que debía seguir adelante, por lo que me inscribí en una universidad para continuar mi educación. Sin embargo, después de un semestre, tuve que regresar a casa otra vez, sufriendo dolor, para una cirugía urgente. Fue entonces que los doctores descubrieron que tenía una enfermedad de autoinmunidad.

Mientras me recuperaba de la operación, empecé a trabajar unas horas en la tienda de chocolates donde había estado empleada cuando era adolescente. Aun cuando hacía lo que podía, no me parecía que estuviera tratando de lograr nada que valiera la pena y mucho menos llevándolo a cabo “a la perfección”. Comencé a compararme con otras personas, especialmente con mis amigos que estaban haciendo una carrera, cumpliendo misiones o comenzando una familia. Sentía que me había quedado atrás.

Fue entonces que conocí a Stephanie. Entró un día en la tienda con un turbante negro en la cabeza. Mientras le indicaba cuál era mi chocolate favorito, sentí la impresión de preguntarle acerca de su situación; sonrió, se quitó el turbante y, señalándose la cabeza calva, me dijo que estaba recibiendo quimioterapia. Aquella conversación fue el principio de una amistad sincera y especial.

Desde aquel día, ella iba a la tienda con regularidad para disfrutar de una golosina y para hablar de la vida. Me enteré de que era miembro de la Iglesia y que había luchado tanto espiritual como físicamente; me contó de algunas decisiones rebeldes que había tomado y de sus esfuerzos por arrepentirse. Estaba haciendo lo necesario para poder sellarse en el templo con su esposo.

Un día le conté mis tribulaciones, confiándole lo desalentada que me sentía por mis circunstancias. “Sigo sirviendo el mismo helado que servía cuando estaba en la escuela secundaria”, le expliqué. “No terminé la misión ni los estudios, y no sé qué hacer ahora”.

Stephanie me contestó: “¿Por qué tienes que llegar a la meta en la carrera de la vida dentro de un tiempo determinado? ¿Por qué no te limitas sólo a correr la carrera?”

Por primera vez, me di cuenta de que los esfuerzos que hacía eran lo mejor que podía ofrecer, y que lo mejor era suficiente. El Salvador me amaba, y Su gracia, por medio de la Expiación, era suficiente para mí, para mis deficiencias. Aunque me parecía haber estado siempre mirando hacia Él, hasta que Stephanie compartió conmigo su discernimiento, de alguna forma no había aprendido una importante lección sobre la influencia que Él tenía en mi vida.

En Éter 12:27 dice: “…basta mi gracia a todos los hombres que se humillan ante mí; porque si se humillan ante mí, y tienen fe en mí, entonces haré que las cosas débiles sean fuertes para ellos”. A medida que me he vuelto humilde y he tenido fe en el Señor, he observado una y otra vez que Él realmente hace que los puntos débiles lleguen a ser fuertes. El testimonio de esta verdad, que ha aumentado, me ha ayudado a enfrentar mis dificultades con mayor fe y esperanza.

Pocos meses después de aquella conversación, me mudé a otra parte para empezar en un empleo nuevo y perdí contacto con mi amiga. Un día, mi mamá me llamó para decirme que había visto en el periódico la noticia necrológica de Stephanie. Regresé para asistir a su funeral y me enteré de que tres semanas antes de morir se había sellado con su esposo.

El corazón se me llenó de gratitud por haber tenido a Stephanie en mi vida y por lo que ella me enseñó en cuanto a correr la carrera perfecta. No tengo por qué correr siempre a toda velocidad; a veces, todo lo que podré hacer será sólo tener presente la meta final. El hacer lo mejor para seguir adelante está bien, sea cual sea nuestra “mejor” velocidad. Nuestros esfuerzos pueden llegar a ser perfectos porque la gracia del Señor es suficiente para todos nosotros (véase Moroni 10:32).

Ilustración por Dilleen Marsh.