2002
Canción para un profeta
diciembre de 2002


Canción para un profeta

Basado en un hecho real

La pequeña Olivia*, de diez años, se dio una vuelta en la cama e intentó volver a dormir, aunque sabía que era imposible. Después de todo, era Navidad, la Navidad de 1843. “Bueno, casi”, pensó Olivia al contar las doce campanadas que tañían suavemente en el reloj de su madre.

La Navidad pasada había vivido muy lejos de allí, en Leek, Inglaterra. Entonces su abuelo escuchó a los misioneros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. “Estos hombres hablan la verdad”, había dicho, y tres meses más tarde Olivia y toda su familia se bautizaron, junto con el abuelo Richard y la abuela Lettice Rushton.

La decisión de dejar Inglaterra para unirse a los santos de América había sido muy difícil. ¿Podría el abuelo vender su negocio de sedas? ¿Qué tipo de trabajo encontraría papá? ¿Enfermaría el pequeño James y moriría al igual que el otro bebé de mamá? ¿Y qué pasaría con la abuela Lettice? Porque ella era ciega, le resultaría especialmente difícil dejar su casa y partir hacia una tierra extraña. Después de orar mucho y de preguntarle al Señor, papá supo que debían seguir el consejo del profeta José Smith y unirse a los santos en Sión.

Ya era Navidad, y las Navidades en Nauvoo eran muy diferentes de las de su anterior hogar. Por un lado, el abuelo Rushton había fallecido y Olivia le echaba mucho de menos. Por otro, la gente de Nauvoo no celebraba la Navidad quemando leños, cantando villancicos ni intercambiando regalos, como lo hacía la gente de Inglaterra. De hecho, mucha gente de Nauvoo no celebraba ese día en absoluto. Su madre le dijo que eso se debía a las costumbres religiosas que muchos de ellos tenían antes de unirse a la Iglesia, aunque ése no le parecía un buen motivo a Olivia. “¡Si tan sólo pudiéramos celebrar la Navidad como lo hacíamos en Inglaterra!”, pensó mientras suspiraba.

En ese momento, oyó unas voces apagadas en la puerta de enfrente. Olivia se levantó y caminó de puntillas por el frío suelo. “¿Mamá?”

¡Sus padres llevaban puestos sus abrigos y sombreros!

“¿A dónde van, mamá?”

“¿Qué haces despierta, Olivia?”, susurró su madre. “Deberías estar acostada”.

“No podía dormir, y luego los oí”.

“Bueno, vuelve a la cama”, dijo su madre. “La abuela Lettice nos ha pedido que vayamos a cantar con ella”.

“¿Cantar? ¿Ahora? ¿Puedo ir yo también?”

“Hace mucho frío”, dijo su padre.

“No importa”, contestó Olivia. “Por favor”.

Sus padres se miraron. “Bueno, está bien”, dijo su padre. “Pero tendrás que vestirte aprisa; no queremos demorarnos”.

Olivia se puso su ropa abrigada y siguió a sus padres en la fría oscuridad. El frío le hería el rostro y su aliento se transformaba en pequeñas nubes de vapor. “¿A dónde vamos?”, preguntó. “¿Vamos a cantar una canción que conozco?”.

“Ya lo verás”, dijo su madre.

En el momento que empezaba a preguntarse cuánto más tendrían que caminar, Olivia vio a sus tíos y tías, a la abuela Lettice y a varios vecinos más reunidos afuera de la “Mansión”, en la esquina de las calles Main y Water.

¡La casa del Profeta! Olivia se quedó sin habla. “¿Vamos a cantarle al Profeta?”, se preguntó.

“Muy bien”, susurró la abuela Lettice. “Tal y como lo hemos ensayado”.

Por un instante, Olivia se preguntó si habría sido un error ir, pues no había ensayado nada, pero al oír sólo las dos primeras notas, se dio cuenta de que conocía la canción. Era uno de los himnos del himnario de la hermana Emma Smith. Tomó aliento y cantó con el resto:

“Hombres y ángeles en unión,

El mismo son cantad.

Dicha, gratitud y amor

Al buen día pronunciad”.

(A Collection of Sacred Hymns for The Church of Jesus Christ of Latter Day Saints, 1835, Nº 77.)

Las luces cobraron vida y se abrieron las ventanas de la Mansión, desde las que el profeta José Smith, su familia y los inquilinos que vivían en la residencia del Profeta observaban la escena.

“¿Quién canta?”, preguntó alguien.

“Qué hermoso”, susurró otra persona.

“¿Hay ángeles ahí fuera?”

Aunque Olivia no era un ángel, se sentía como si lo fuera mientras una ola de calidez la embargaba de la cabeza a los pies. “Qué feliz parece el Profeta”, pensó.

Cuando terminaron de cantar, el Profeta les dio las gracias por la hermosa serenata y los bendijo en el nombre del Señor.

“Feliz Navidad”, dijo Olivia mientras ella y los demás cantores se retiraban. De repente ya no quería volver más a Inglaterra. Sabía que debía estar en aquel lugar con su familia, la Iglesia restaurada y el Profeta del Señor. De hecho, no podía pensar en un lugar mejor para celebrar la Navidad.

*Aunque Olivia es un personaje ficticio, el hecho que aquí se relata sucedió en realidad.

La Abuela Que Cantaba

No sabemos si realmente acudió algún niño aquella noche de villancicos, pero la abuela del relato, Lettice Rushton, fue una persona real, y tanto ella como algunos de sus familiares y vecinos cantaron para el profeta José Smith la madrugada de Navidad de 1843.

Lettice Rushton, madre de diez hijos, quedó ciega debido a unas cataratas cinco años antes de bautizarse. Fue una de los miles de conversos británicos que escucharon ávidamente a los misioneros y emigraron con sus familiares a Nauvoo para unirse a los santos.

El profeta José Smith escribió que a la una de la madrugada de la mañana de Navidad de 1843, Lettice Rushton, su familia y vecinos se reunieron bajo su ventana y empezaron a cantar, “todo lo cual hizo que un estremecimiento de placer recorriera mi alma”. La música le conmovió tanto que “agradecí… a nuestro Padre Celestial su visita y los bendije en el nombre del Señor”. (Véase History of the Church, 6:134.)