2002
Cómo hallar esperanza en Cristo
diciembre de 2002


Cómo hallar esperanza en Cristo

El Evangelio de Jesucristo nos permite hallar paz y esperanza en cualquier circunstancia.

Cuando estudiaba en la Universidad de Viena, Austria, dos misioneros llegaron a mi puerta y dijeron: “Tenemos un mensaje de Dios para usted”. Aun cuando les invité a pasar, me preguntaba por qué lo hacía ya que no tenía interés alguno en la religión. Profundamente afectado por la revolución húngara de 1956, que envió un flujo de miles de refugiados a Austria, había estado buscando saber el significado de la vida, pero no esperaba encontrar la respuesta en una iglesia.

El mensaje de aquellos misioneros era el mensaje de la Restauración. Creo que amé al profeta José Smith desde el primer momento en que oí de él; en especial, me conmovieron las circunstancias de su martirio. Más adelante, al dedicar tiempo a la lectura del Libro de Mormón y a orar, recibí, mediante el poder del Espíritu Santo, una certeza dichosa y pacífica de que Jesús es el Cristo, de que José Smith fue el profeta de la Restauración y de que La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días es la Iglesia del Señor restaurada sobre la tierra, dirigida por profetas vivientes que preparan el mundo para Su segunda venida.

Durante más de cuarenta años como miembro de la Iglesia desde aquel entonces, he tenido muchas experiencias personales que me han confirmado que el Evangelio de Jesucristo es el único camino verdadero para lograr paz y felicidad en este mundo. También sé que ustedes y yo no podemos escapar a las dificultades, las pruebas y las aflicciones de nuestra vida terrenal. Sin embargo, el Evangelio de Jesucristo nos da la fortaleza para prevalecer, “[vencer] por la fe” (D. y C. 76:53) y avanzar con esperanza y optimismo.

El Dolor de la Separación

Mi esposa y yo llegamos a entender mejor esa verdad a través de la pérdida de nuestro amado hijo Georg, que falleció a los veintisiete años de edad. Cuando eso sucedió, yo me hallaba sirviendo como presidente de la recién creada Misión Austria Viena Sur, que incluía los países de la antigua Yugoslavia. Después de una conferencia de zona efectuada en Zagreb, Croacia, la hermana Wondra y yo recibimos el mensaje de que debíamos llamar a casa. Nuestra querida nuera, Regina, se puso al teléfono, llorando angustiada: “¡Georg está muerto! ¡Georg está muerto!”. Las exhaustivas investigaciones que se realizaron no nos pudieron proporcionar la causa de su muerte. Nuestro hijo nunca había estado enfermo de gravedad, pero su corazón simplemente dejó de latir, sin ninguna explicación médica.

Georg era un hijo muy especial, lleno de dicha y vida, repleto de amor por nosotros y por su familia, puro de corazón y sin malicia. Fue uno de los primeros misioneros enviados en 1989 a Alemania del Este, en la que fue una gran época para la obra misional. Hablaba a menudo de los bautismos en los que él y su compañero habían participado, pero sin jamás mencionar las cifras, pues consideraba esas experiencias demasiado sagradas como para reducirlas a estadísticas. Al fin de su primera carta desde la misión escribió: “No me echen demasiado de menos. La vida debe seguir adelante sin mí”. El día de su muerte había leído el mensaje del presidente Gordon B. Hinckley titulado: “La victoria sobre la muerte”, y había subrayado: “¡Cuán trágica y profunda es la tristeza de los que quedan atrás! La acongojada viuda, el niño sin madre, el padre que ha quedado solo, todos ellos pueden testificar sobre el dolor de la separación” (Liahona, abril de 1997, pág. 3).

Nuestra familia ha padecido esos dolores. Echamos mucho de menos a Georg, pero también hay un sentimiento cálido en nuestra alma porque creemos en la Expiación, en la muerte y en la resurrección de Jesucristo, porque creemos en el mensaje de Getsemaní, del Gólgota y del sepulcro vacío, y también podemos confiar, durante los momentos más dolorosos de nuestra vida, en que Dios es un Dios de amor, de misericordia y de compasión, aun cuando no entendamos lo que ha sucedido ni el porqué. Dios aceptó el sacrificio de Su Hijo, Jesucristo, quien sufrió todas las cosas “por motivo de su amorosa bondad y su longanimidad para con los hijos de los hombres” (1 Nefi 19:9).

Unas semanas después de la muerte de Georg, la hermana Wondra y yo viajamos por Serbia y Montenegro y visitamos el fresco de Miguel Ángel en el monasterio de Mileseva. Ese fresco, una de las obras de arte más grandiosas que existen, contiene las palabras de uno de los más grandes mensajes jamás pronunciados: “…¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí, sino que ha resucitado” (Lucas 24:5–6). A lo largo de los siglos de tiranía y destrucción que han sido parte de la historia de la maravillosa, pacífica y hospitalaria gente de Serbia, éste ha sido un mensaje de consuelo; y también es un mensaje que nos proporciona consuelo a todos nosotros, el único consuelo real y duradero que tenemos.

Cristo habló de paz, de Su paz, en el aposento alto durante la noche de la Última Cena, la noche del mayor de los sufrimientos jamás ocurrido en todos los mundos por Él creados: “La paz os dejo, mi paz os doy… No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo” (Juan 14:27). ¿Cómo pudo hablar de paz en esas circunstancias? Creo que fue posible gracias únicamente a Su “perfecto amor” que “echa fuera el temor” (1 Juan 4:18). En Su oración intercesora, Cristo oró por Sus discípulos y por todos “los que han de creer en mí por la palabra de ellos”, lo cual —es importante destacarlo— nos incluye a nosotros, “para que sean perfectos en unidad” y “que el amor con que me has amado, esté en ellos, y yo en ellos” (Juan 17:20, 23, 26).

Al salir del aposento alto, Jesús y Sus discípulos cruzaron el valle de Cedrón y llegaron a un huerto de olivos en la ladera inferior del monte de los Olivos. Ese huerto recibía el nombre de Getsemaní, que significa “lagar de olivos”. La oliva tiene un sabor amargo, mas cuando se la prensa en el lagar, su aceite adquiere un sabor dulce. Cristo bebió de la “amarga copa” para erradicar toda amargura de nuestra vida y hacerla dulce si nos despojamos de nuestros pecados y acudimos a Él. Él dijo: “…he bebido de la amarga copa que el Padre me ha dado, y he glorificado al Padre, tomando sobre mí los pecados del mundo” (3 Nefi 11:11).

Mientras oraba en Getsemaní, toda la agonía y el pesar del mundo entero se centró en Él. Era un “varón de dolores, experimentado en quebranto… Ciertamente llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores” (Isaías 53:3–4). Tomó sobre Su alma inmaculada los pecados y el peso de los dolores del mundo. “No fue el dolor físico, ni la angustia mental solamente, lo que lo hizo padecer tan intenso tormento que produjo una emanación de sangre de cada poro, sino una agonía espiritual del alma que sólo Dios era capaz de reconocer” (Jesús el Cristo, pág. 644). Él oró al Padre diciendo: “…no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lucas 22:42). Hacer la voluntad del Padre era el deseo supremo del Hijo, aun cuando fuera tan doloroso como lo fue en Getsemaní.

“Porque he aquí, yo, Dios, he padecido estas cosas por todos, para que no padezcan, si se arrepienten;

“mas si no se arrepienten, tendrán que padecer así como yo;

“padecimiento que hizo que yo, Dios, el mayor de todos, temblara a causa del dolor y sangrara por cada poro…

“Sin embargo, gloria sea al Padre, bebí, y acabé mis preparativos para con los hijos de los hombres” (D. y C. 19:16–19).

De Cristo aprendemos a ser obedientes, aun cuando sea doloroso, pues para Él fue doloroso en Getsemaní. Aprendemos a servir a los demás, aun cuando sea un inconveniente, el mismo “inconveniente” que para Él fue padecer en la cruz del Gólgota. Aprendemos a confiar en el amor de Dios, aun cuando podamos sentir que Dios nos ha abandonado, pues al vencer por medio de la fe, esos momentos amargos y dolorosos de nuestra vida pueden llegar a ser como los peldaños de la escalera de Jacob, que nos conducen a la presencia celestial de Dios (véase Génesis 28:12–13).

Un Momento Glorioso

¡Qué momento tan glorioso fue cuando el Cristo resucitado se apareció a María Magdalena! “Jesús le dijo: Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas? Ella, pensando que era el hortelano, le dijo: Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo lo llevaré.

“Jesús le dijo: ¡María! Volviéndose ella, le dijo: ¡Raboni! (que quiere decir, Maestro)” (Juan 20:15–16).

Qué gozo tan increíblemente grande debió haber sentido María Magdalena al ver a su amado Señor levantado de los muertos. Pero Él le dijo amablemente: “…No me toques, porque aún no he subido a mi Padre; mas vé a mis hermanos, y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios” (Juan 20:17). Dejó a María Magdalena y ascendió triunfante a la presencia de Su Padre. Una y otra vez intento imaginar esa maravillosa escena.

Toda Mi Esperanza Se Centra En Cristo

Cristo rompió las ligaduras de la muerte mediante Su sacrificio expiatorio. Así como tomó Su cuerpo y salió de la tumba, del mismo modo disfrutaremos nosotros de la reunión del cuerpo y el Espíritu el día de nuestra propia resurrección. “El plan divino de felicidad permite que las relaciones familiares se perpetúen más allá del sepulcro. Las ordenanzas y los convenios sagrados disponibles en los santos templos permiten que las personas regresen a la presencia de Dios y que las familias sean unidas eternamente” (“La familia: Una proclamación para el mundo”, Liahona, octubre de 1998, pág. 24). ¡Qué “buenas nuevas de gran gozo”! (D. y C. 128:19). La vida es eterna; las familias pueden estar juntas para siempre; la relación amorosa entre marido y mujer, entre padres e hijos, prosigue más allá de la tumba.

Eso también será así en nuestra relación con nuestro amado hijo Georg. Para la hermana Wondra y para mí es un milagro que, a pesar de la pérdida de nuestro hijo, nuestra fe en Cristo se haya visto fortalecida al igual que nuestra confianza en Sus palabras: “Porque los montes desaparecerán y los collados serán quitados, pero mi bondad no se apartará de ti, ni será quitado el convenio de mi paz, dice el Señor que tiene misericordia de ti” (3 Nefi 22:10).

Toda mi esperanza se centra en Cristo. Él es nuestro Salvador y Redentor. Ciertamente es el Buen Pastor que la vida dio por Sus ovejas. “Gracias sean dadas a Dios por la dádiva incomparable de Su Hijo divino” (“El Cristo viviente: El testimonio de los apóstoles”, Liahona, abril de 2000, págs. 2–3).

El élder Johann A. Wondra es un Setenta Autoridad de Área que sirve en el Área Europa Central.