2014
Defender lo que creemos
Octubre 2014


Defender lo que creemos

Vivimos en un mundo en el que muchas personas ven lo malo como algo bueno y lo bueno como algo malo, y debemos tomar una posición en defensa de lo bueno. Los siguientes son testimonios de jóvenes adultos que han defendido lo que creen. No discutieron ni reaccionaron con enojo ni de manera descortés; demostraron tanto “valentía como cortesía”1 y, como resultado, han fortalecido a otras personas (véase 3 Nefi 12:44–45).

Mi hermano se negó a beber champán

Imagen
Amber liquid in three of 4 wine glasses. All four glasses have red roses in them.

En Francia, el servicio militar es obligatorio. Mi hermano menor, Loïc, que tiene veinte años, decidió alistarse en la academia de oficiales reservistas para ser teniente. Al finalizar su formación, había una ceremonia de juramento para los oficiales nuevos. Los oficiales, uno por uno, deben recitar el lema del regimiento; luego tienen que beber una copa de champán que contiene una rosa, e ingerir ambas cosas. La tradición data de los tiempos de Napoleón Bonaparte, y ningún oficial desde entonces ha dejado de participar en ella.

Loïc le dijo al coronel que los principios de su religión no le permitían beber alcohol. Después de que Loïc solicitó ser eximido, sobrevino un silencio sepulcral. El coronel se puso de pie; pero en lugar de forzar a Loïc a beber el champán, lo felicitó por honrar sus principios a pesar de la presión, y le dijo que estaba orgulloso de recibir a un hombre de integridad en el regimiento. Sustituyeron el champán y Loïc participó en la ceremonia de juramento.

Pierre Anthian, Francia

Se me invitó a una fiesta alocada

Imagen
Asian woman sitting at a desk looking very sad and emotional. She looks like she is ready to cry.

Después de la universidad, mi hermana Grace y yo trabajamos en una empresa junto con varios Santos de los Últimos Días.Nuestros empleadores no eran miembros de la Iglesia. Cuando mi hermana se comprometió en matrimonio, nuestra empleadora planificó una despedida de soltera sorpresa. Yo esperaba que respetara nuestras normas; sin embargo, hizo un pedido de bebidas alcohólicas, contrató un bailarín exótico y reservó un video indecente.

Antes de la despedida de soltera, sentí que el Espíritu Santo me susurraba que le recordara a mi jefa nuestras normas. Sujeté firmemente mi medallón de las Mujeres Jóvenes y pensé en todo el esfuerzo y los sacrificios que había hecho cuando estaba en las Mujeres Jóvenes para cumplir con Mi Progreso Personal. Rogué que se me guiara para poder defender lo que creía en esa ocasión. Envié un mensaje de texto a mi empleadora explicándole mis inquietudes, y supuse que se ofendería; sin embargo, mi mayor deseo era complacer al Padre Celestial.

Cuando empezó la fiesta, mi jefa no me habló, y ni siquiera me sonrió; no obstante, canceló la actuación del bailarín y el video.

Durante los días siguientes a la fiesta, mi jefa no me hablaba ni se reía conmigo como lo hacía antes; pero yo me sentía tranquila puesto que sabía que Dios estaba complacido con lo que yo había hecho. Como una semana después, la relación con mi jefa volvió a la normalidad. Sé que Dios le ablandó el corazón y la ayudó a comprender que yo vivía lo que creía.

Lemy Labitag, Valle del Cagayán, Filipinas

Escuché vulgaridades en clase

Imagen
High school sewing class full of young women.

Cuando tenía unos dieciocho años, tomé un curso de costura. Un día, tres jovencitas que estaban a uno o dos metros de distancia de mí comenzaron a decir palabras vulgares. No sabía si debía ignorarlas para evitar conflictos, o si tenía que defender mis normas y pedirles que dejaran de hacerlo. Después de un tiempo, les dije con la mayor cortesía posible: “Disculpen, pero ¿podrían dejar de usar palabras vulgares?”.

La más grande de las jóvenes me miró fijamente y dijo: “Hablaremos como queramos”.

Respondí: “Pero, ¿es necesario que digan vulgaridades? Me resulta muy ofensivo”.

Ella dijo: “Entonces no escuches”.

Comencé a molestarme y contesté: “Es difícil no escuchar si hablan tan alto”.

“Pues ignóralo”, respondió.

Me di por vencida; me sentía frustrada con las jovencitas, pero más aun conmigo misma. No podía creer que hubiera permitido que mis palabras alcanzaran un tono de confrontación. Las jóvenes continuaron diciendo vulgaridades y ahora todas estábamos enojadas.

Tras haberme calmado, noté que las jovencitas tenían dificultades con la máquina de coser. Yo sabía cuál era el problema, puesto que había tenido la misma dificultad antes; de modo que les mostré cómo arreglarlo. Vi cómo cambiaba la expresión en el rostro de la joven más grande. “Lo sentimos”, me dijo. No podía creerlo; se estaba disculpando. “Yo también lo siento”, le dije. “No debí haberme enojado así”.

Regresé a mi máquina de coser y no escuché ni una palabra vulgar más. Aquella experiencia me enseñó que quizás nuestras palabras no puedan cambiar la actitud de los demás, pero la amabilidad y el servicio a menudo pueden hacerlo.

Katie Pike, Utah, EE. UU.

Defendí el servicio misional

Me uní a la Iglesia cuando tenía diecinueve años. Yo era el segundo de tres hijos varones y el único Santo de los Últimos Días de la familia. Poco después de haberme bautizado, comencé a sentir el deseo de servir en una misión. Después de un año, el Espíritu me indicó que debía ir. Hablé con mi madre; ella pensó que no era bueno que fuera. Lo pospuse otro año, pero el deseo de prestar servicio en una misión me acompañaba siempre. Durante ese año, estudié las Escrituras, ahorré dinero, preparé los papeles, realicé todos los exámenes médicos y, después de haber finalizado todo lo demás, esperé en el Señor. No mucho después, recibí el llamamiento para servir en la Misión Brasil Campinas.

Mis padres aún se oponían. Ayuné y oré francamente, diciéndole al Padre Celestial en cuanto a todos mis temores y le pedí que ablandara el corazón de mi padre terrenal. Y lo hizo. Para mi sorpresa, mi padre asistió a la fiesta de despedida que mis amigos habían organizado en mi honor el sábado anterior a mi partida; y ese lunes, mi papá me llevó al aeropuerto.

Durante la misión, sentí el amor de Dios al predicar el Evangelio. Mi mamá no dejó de comportarse como una madre y cuando regresé a casa, fue la primera persona en abrazarme.

Aprendí que servir en una misión es mucho más que un deber; es un privilegio y una maravillosa época de crecimiento y de aprendizaje.

Cleison Wellington Amorim Brito, Paraíba, Brasil

Di testimonio de Dios

Imagen
High school classroom. Oriental students

Como alumno de primer año de la mejor universidad de nuestro país, me sentía presionado para dar lo mejor de mí. A medida que muchos de los profesores explicaban lo que declaraban que era la “realidad”, empecé a sentir la persecución y comencé a cuestionar mis creencias en el Evangelio. Lo mismo les sucedió a muchos de mis compañeros; ese entorno dificultaba mantener valores cristianos. Consideré abandonar los estudios, pero resolví que era mejor quedarme; concluí que si sólo había algunas pocas personas que calificaban para ingresar a aquella universidad, y entre ellas solamente había unos pocos Santos de los Últimos Días, entonces debía quedarme y defender la verdad.

Mi profesor de Biología, que era un ateo manifiesto, enseñaba ciencias sin creer en absoluto en un Supremo Creador. Sin embargo, cuanto más escuchaba, tanto más se afianzaba para mí la creencia de que hay un Ser Supremo —Dios, nuestro Padre— que creó todas las cosas. Otras personas argumentaban que esa idea no tenía sentido. Nuestros debates se intensificaban cada vez más. Yo estaba ansioso por levantar la mano y explicar que creía en Dios como el Creador.

Llegó el momento de hacer comentarios. En mi universidad, era normal que las personas aplaudieran, gritaran o abuchearan a quienes presentaban sus ideas. Me puse de pie con firmeza y dije claramente al bando opuesto: “Creer en Dios quizás no tenga ninguna lógica para ustedes en este momento, pero llegará el día en que para ustedes tendrá un sentido tan claro como lo tiene para mí ahora”.

Desde aquella vez, jamás se me ha abucheado al ponerme de pie para defender mis creencias. De allí en adelante, he progresado académica, social y espiritualmente. Empecé a participar en actividades estudiantiles y se me ha elegido para desempeñar varios cargos estudiantiles.

Aprendí que defender la verdad, aunque sea una única vez, influye enormemente en nuestras decisiones futuras.

Vince A. Molejan Jr., Mindanao, Filipinas

Nota

  1. Véase de Jeffrey R. Holland, “El costo —y las bendiciones— del discipulado”, Liahona, mayo de 2014, pág. 6.