2002
El primero y grande mandamiento
Enero de 2002


“El primero y grande mandamiento”

“Dado el objetivo de nuestra existencia, si no amamos a Dios ni a nuestros semejantes, todo lo demás que hagamos será de escasas consecuencias eternas”.

La atención de la gente en todo el mundo ha estado ligada durante estas pasadas cuatro semanas, a los premeditados, intencionales y destructivos actos de terrorismo y odio.

El odio es la antítesis del amor. Lucifer es su defensor y autor principal, y lo ha sido desde que su enfoque en el Plan de Salvación fue rechazado por el Padre. Él fue el que ejerció su influencia en Judas para que entregara a Jesús a los principales sacerdotes por treinta denarios de plata. Es él, el enemigo de toda rectitud y padre de la contención, el que “como león rugiente, anda alrededor buscando a quien devorar” (1 Pedro 5:8).

Por otro lado, fue ese mismo Jesús, a quien Judas entregó a los principales sacerdotes, quien dijo: “Amad a vuestros enemigos… y orad por los que os ultrajan y os persiguen” (3 Nefi 12:44; véase también Mateo 5:44). Y fue Él el que abogó por los soldados que lo crucificaron, diciendo: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34).

Durante muchos años, pensé que el amor era un atributo; pero es más que eso, es un mandamiento. En Su diálogo con el intérprete de la ley, un fariseo, Jesús dijo: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el primero y grande mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos depende toda la ley y los profetas” (Mateo 22:37–40; véase también Gálatas 5:14). El presidente Hinckley ha dicho que “El amor es como la estrella polar, que en un mundo cambiante, es una constante. El amor es la esencia básica del Evangelio… Sin amor… queda poco o casi nada del Evangelio que pueda servirnos de modo de vida” (Teachings of Gordon B. Hinckley, 1997, págs. 319, 317). El apóstol Juan dijo: “Dios es amor” (1 Juan 4:8); por lo tanto, de Él, que es la personificación del amor, depende toda la ley y los profetas.

El apóstol Pablo enseñó que la fe, que es el primer principio del Evangelio, funciona por amor (véase Gálatas 5:6). ¡Qué doctrina más valiosa para entender! El amor es la fuerza impulsora de la fe. Al igual que el fuego del hogar irradia calor en una fría noche de invierno en nuestra casa, el amor a Dios y a nuestros semejantes nos brinda fe, con la que cualquier cosa es posible.

La mayoría de nosotros profesa amar a Dios, pero por lo que yo he observado, el desafío es amar a nuestros semejantes. El término semejante incluye a la familia, a la gente con la que trabajamos, a los que vemos en la proximidad geográfica de nuestro hogar y en la Iglesia, e incluso al enemigo, aun cuando no aprobemos lo que éste haga. Si no amamos a todos esos, que son nuestros hermanos y hermanas, ¿podemos realmente decir que amamos a Dios? El apóstol Juan declaró: “El que ama a Dios, ame también a su hermano”, y agregó: “Si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es mentiroso” (1 Juan 4:20–21). Por tanto, el amor a Dios y a los semejantes deben estar inseparablemente conectados.

Nuestro progreso eterno depende seriamente de la forma en que amamos. El diccionario Webster define amor como “…interés generoso, leal y sincero por el bien de otra persona; afecto basado en la admiración, benevolencia o intereses comunes…” (Longman Webster English College Dictionary, edición para el extranjero). Y Moroni lo considera un sinónimo de las expresiones “amor puro de Cristo” y “caridad” (Moroni 7:47). Demostramos mejor nuestro amor a Dios al guardar Sus mandamientos y mostramos amor a Dios y a nuestros semejantes por medio de actos de servicio caritativo.

Permítanme utilizar dos ilustraciones. En los Alpes de Transilvana, en Rumania, un hombre, su esposa y sus dos hijos se bautizaron en la Iglesia. Él llegó a ser el líder de la rama; sin embargo, debido a presiones económicas y familiares, se inactivó por un tiempo. Al regresar a la actividad en la Iglesia, dijo que al salir del agua, después del bautismo, alguien susurró a su oído “Te amo”. Nunca nadie le había dicho eso antes. El recuerdo de esa expresión de amor y las demostraciones y expresiones de amor de los miembros de su rama, lo trajeron de regreso.

Hace varios años un joven se vio involucrado en las cosas del mundo y, por un tiempo, sus padres no tuvieron ninguna influencia en él. Dos sumos sacerdotes que eran vecinos y miembros de su barrio, que no tenían ningún llamamiento específico de servirle, junto a un tío y otras personas, pusieron sus brazos alrededor de él y lo hermanaron, lo ayudaron a regresar a la actividad y lo alentaron a prepararse para una misión. Le dijeron que lo amaban y le demostraron ese amor por la forma en que actuaron con él, lo que cambió la vida del joven. Se necesita abundante amor y un esfuerzo cooperativo para criar a un niño.

“…Y nadie puede ayudar en [esta obra] a menos que sea humilde y lleno de amor…” (D. y C. 12:8). “Servíos por amor los unos a los otros” (Gálatas 5:13). Al igual que el servicio es una consecuencia natural del amor, también el amor es una consecuencia natural del servicio. Esposos, presten servicio a sus esposas; esposas, presten servicio a sus esposos. Esposos y esposas, presten servicio a sus hijos. Y a todos decimos: sirvan a Dios y a sus semejantes. Al hacerlo, llegaremos a amar el objeto de nuestra devoción y así seremos obedientes al primero y grande mandamiento de amar.

Luego de Su resurrección en Jerusalén, Jesús apareció a los nefitas en las Américas y después de enseñarles sobre el bautismo, les advirtió contra la ira y la contención, diciéndoles: “…y no habrá disputas entre vosotros… Porque en verdad, en verdad os digo que aquel que tiene el espíritu de contención no es mío, sino es del diablo, que es el padre de la contención, y él irrita los corazones de los hombres, para que contiendan con ira unos con otros” (3 Nefi 11:22, 29).

Hermanos y hermanas, si somos obedientes al mandamiento de amar, no habrá disputas, contenciones ni odio entre nosotros. No hablaremos mal de los demás, sino que nos trataremos con bondad y respeto, conscientes de que cada uno es hijo de Dios; no habrá nefitas, ni lamanitas ni otros “itas” entre nosotros, y cada hombre, mujer y niño será justo con sus semejantes.

Una mañana temprano en Bucarest, mientras corría por el parque Cismigiu, observé un viejo árbol que luchaba por dar nuevas ramas, por dar nueva vida. El símbolo de la vida es dar; damos tanto a la familia, a los amigos, a la comunidad y a la Iglesia, que a veces, al igual que el viejo árbol, podemos pensar que la vida es demasiado difícil, que dar constantemente es una carga muy grande de sobrellevar. Podríamos pensar que es más fácil rendirse y sólo hacer lo que hace el hombre natural; pero no podemos ni debemos rendirnos. ¿Por qué? Porque debemos seguir dando al igual que Cristo y el viejo árbol dieron. Cuando demos aunque sea un poco, pensemos en Él, que dio Su vida para que viviéramos.

Cerca del final de Su vida mortal, Jesús volvió a instruir sobre la doctrina del amor cuando enseñó a Sus adherentes que Él los había amado y que ellos debían amarse mutuamente. “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros” (Juan 13:35).

Llego a la conclusión de que, dado el objetivo de nuestra existencia, si no amamos a Dios ni a nuestros semejantes, todo lo demás que hagamos será de escasas consecuencias eternas.

Testifico de la divinidad de Cristo y de la realidad de Su misión de llevar a cabo la inmortalidad y la vida eterna del hombre. Que amemos como Él amó y continúa amando, ruego en el nombre de Jesucristo. Amén.