2002
Nuestras acciones dan forma a nuestro carácter
Enero de 2002


Nuestras acciones dan forma a nuestro carácter

“En casi todos los incidentes que nos salen al paso, podemos determinar la clase de experiencia que vamos a tener por la forma en que respondamos a ellos”.

Hace muchos años, de vacaciones con mi familia, tuve una experiencia que me enseñó una gran lección. Un sábado, mi esposa y yo decidimos sacar a los niños a dar una vuelta en coche y comprar algunas cosas. Durante el paseo, los niños se quedaron dormidos y, como no queríamos despertarlos, me ofrecí para quedarme en el automóvil mientras mi esposa corría al supermercado.

Mientras esperaba, me fijé en el auto que se encontraba estacionado enfrente de mí; estaba lleno de niños que me miraban. De pronto, mi mirada se encontró con la de un pequeño de unos seis o siete años de edad. Al mirarnos, de inmediato me sacó la lengua.

Mi primera reacción fue sacarle la lengua yo también a él. Pensé: ¿Qué he hecho para merecer esto?. Felizmente, antes de reaccionar, recordé el principio que había enseñado la semana antes en la conferencia general el élder Marvin J. Ashton (véase Conference Report, octubre de 1970, págs. 36–38; o Improvement Era, diciembre de 1970, págs. 59–60). El élder Ashton enseñó acerca de lo importante que es actuar en lugar de reaccionar ante lo que nos suceda. Así que saludé al niñito con la mano. Él volvió a sacarme la lengua. Sonreí y volví a agitar la mano en gesto amistoso. Esa vez, él también me saludó con la mano.

En breve se le unieron en el entusiasta saludo un hermanito y una hermanita. Les respondí moviendo la mano de todos los modos imaginables hasta que se me cansó el brazo. Entonces me afirmé en el volante y seguí moviendo la mano de todas las formas que se me ocurrieron, esperando sin cesar que sus padres volviesen pronto o que mi esposa regresara en seguida.

Por fin llegaron los padres y, mientras se alejaban en el vehículo, mis nuevos amiguitos siguieron saludándome con la mano hasta que se perdieron de vista.

Si bien aquél fue un episodio sencillo, demostró que, en casi todos los incidentes que nos salen al paso, podemos determinar la clase de experiencia que vamos a tener por la forma en que respondamos a ellos. Me congratulé por haber resuelto actuar de un modo amistoso en lugar de reaccionar ante el infantil proceder de mi pequeño amigo. Con ello me evité experimentar los sentimientos negativos que me hubiesen invadido si hubiera seguido mi instinto natural.

En Sus instrucciones a los nefitas, el Salvador enseñó: “Así que, cuantas cosas queráis que los hombres os hagan a vosotros, así haced vosotros con ellos” (3 Nefi 14:12).

Imaginen el efecto que produciría en el mundo el que todos practicasen esa Regla de Oro, pero hacerlo parece ser contrario a la naturaleza humana. El rey Benjamín dijo que “el hombre natural es enemigo de Dios” y seguirá siéndolo “a menos que se someta al influjo del Santo Espíritu, y se despoje del hombre natural”, y aprenda a ser “sumiso, manso, humilde, paciente [y] lleno de amor” (Mosíah 3:19).

Con el ritmo acelerado del mundo de hoy, parece aumentar la tendencia de las personas a actuar en forma agresiva unas con otras. Algunas se ofenden con facilidad y reaccionan con ira a agravios reales o imaginados. Todos hemos experimentado el furor de automovilistas, o hemos oído de ello, y otros casos de proceder grosero e insensible.

Lamentablemente, algo de esa descortesía se lleva a nuestros hogares, lo cual crea desavenencias y tensión entre los miembros de la familia.

Puede que parezca natural pagar en la misma moneda lo que nos hagan, pero no tiene que ser así. Al reflexionar en sus espantosas experiencias durante la guerra, Viktor Frankl dijo: “Los que hemos vivido en campos de concentración recordamos a los hombres que recorrían las barracas para dar consuelo a los demás, ofreciéndoles su último pedazo de pan. Si bien fueron pocos en número, dieron prueba suficiente de que al hombre se le puede despojar de todo, menos de una cosa, que es la última de las libertades humanas: la de elegir su propia actitud ante cualquier circunstancia, elegir lo que a uno le plazca” (Man’s Search for Meaning, 1985, pág. 86; cursiva agregada).

Ésa es una conducta noble y difícil de esperar de las personas, pero Jesús no espera menos de nosotros. “Amad a vuestros enemigos”, dijo Él, y añadió: “bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen” (Mateo 5:44).

Uno de mis himnos preferidos corrobora esa enseñanza:

Sé prudente, oh hermano,

A tu alma gobernad,

No matando sus anhelos,

Mas con juicio gobernad.

(“Sé prudente, Oh Hermano”, Himnos de Sión, 115)

Lo que decidimos hacer y la forma en que procedemos son lo que por último da forma a nuestro carácter. Charles A. Hall describió acertadamente ese proceso al decir: “Sembramos pensamientos y cosechamos acciones; sembramos acciones y cosechamos hábitos; sembramos hábitos y cosechamos el carácter; sembramos el carácter y cosechamos nuestro destino” (citado en The Home Book of Quotations, citas seleccionadas por Burton Stevenson, 1934, pág. 845).

El hogar es donde nuestro proceder es más importante. Es el lugar donde nuestras acciones ejercen el impacto más potente, para bien o para mal. A veces en casa nos sentimos tan a nuestras anchas que ya no cuidamos lo que decimos. Olvidamos la sencilla urbanidad. Si no estamos en guardia, podemos caer en el hábito de criticarnos unos a otros, de tener arrebatos de mal genio y comportarnos con egoísmo. Por motivo de que nos aman, nuestros cónyuges y nuestros hijos nos perdonan, pero suelen conllevar en silencio heridas ocultas y sufrimientos no expresados.

Hay muchos hogares en los que los hijos tienen miedo a sus padres y en los que la esposa tiene miedo al marido. Nuestros líderes nos han recordado que “el padre debe presidir sobre la familia con amor y rectitud”, y han advertido que “las personas… que abusan de su cónyuge o de sus hijos… un día deberán responder ante Dios” (“La Familia: Una proclamación para el mundo”, Liahona, octubre de 1998, pág. 24). El adversario sabe que si logra fomentar en el hogar una atmósfera de contención, de conflicto y de temor, el Espíritu es ofendido y los lazos que deben unir a la familia se debilitan.

El Señor resucitado dijo: “Porque en verdad, en verdad os digo que aquel que tiene el espíritu de contención no es mío, sino es del diablo, que es el padre de la contención, y él irrita los corazones de los hombres, para que contiendan con ira unos con otros” (3 Nefi 11:29).

Cuando sentimos enojo o contención en el hogar, debemos reconocer de inmediato qué poder ha hecho presa de nuestras vidas y qué se está esforzando Satanás por lograr. Salomón nos dio esta sabia fórmula: “La blanda respuesta quita la ira; mas la palabra áspera hace subir el furor” (Proverbios 15:1).

Nuestro hogar debe ser idealmente un refugio donde cada uno de sus integrantes se sienta seguro, amado y protegido de las críticas duras y de la contención con que solemos encontrarnos tan a menudo en el mundo.

Cristo nos dio el ejemplo perfecto del conservar el dominio emocional en toda situación. Cuando le llevaron ante Caifás y ante Pilato, le golpearon el rostro, escupieron sobre Él y se burlaron de Él los que le atormentaban (véase Mateo 26; Lucas 23). La gran paradoja fue que degradaron a su Creador, que padeció por amor a ellos.

En medio de aquel injusto maltrato, Jesús mantuvo la compostura, negándose a hacer comentario alguno. Aun en la cruz, en medio de Su padecimiento indescriptible, suplicó: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34).

Él espera lo mismo de nosotros. A los que le seguían, Él dijo: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros” (Juan 13:35).

Ruego que evidenciemos nuestra calidad de discípulos del Señor al fortalecer nuestros hogares con expresiones bondadosas y llenas de amor, que recordemos que “la blanda respuesta quita la ira”, y que nos esforcemos en nuestro tratamiento mutuo por dar forma a un carácter que reciba la aprobación del Señor.

Jesucristo es el ejemplo perfecto. Él es nuestro Salvador y nuestro Redentor. ¡Doy testimonio de Él! Hoy en día somos guiados por un profeta viviente. En el nombre de Jesucristo. Amén.