2002
Compartir el Evangelio
Enero de 2002


Compartir el Evangelio

“Los misioneros más eficaces, tanto los miembros como los regulares, siempre obran por amor… Si carecemos de ese amor por los demás, debemos orar para recibirlo”.

Gracias, presidente Hinckley, por su gran mensaje. Estamos profundamente agradecidos por su vigoroso e inspirado liderazgo en estos tiempos difíciles. Bajo ese liderazgo avanzamos la obra del Señor que con tanta urgencia necesita este mundo tan atribulado.

Proclamar las buenas nuevas del Evangelio de Jesucristo es un principio fundamental de la fe cristiana. Tres autores de los Evangelios recogen esta indicación del Salvador.

El libro de Marcos registra: “Y les dijo: Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura. El que creyere y fuere bautizado, será salvo; mas el que no creyere, será condenado” (Marcos 16:15–16).

Mateo cita el mandato del Salvador: “Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo” (Mateo 28:19).

Lucas declara: “Así está escrito… que se predicase en su nombre el arrepentimiento y el perdón de pecados en todas las naciones” (Lucas 24:46–47).

Al aplicar la guía del Salvador a nuestra época, los profetas modernos nos han exhortado a cada uno a compartir el Evangelio.

El presidente Gordon B. Hinckley ha hecho sonar el clarín en nuestra época. En un discurso de una transmisión mundial vía satélite a misioneros y líderes locales, pidió “un incremento de entusiasmo a nivel de toda la Iglesia”. Aunque los misioneros deben seguir con sus mejores esfuerzos para encontrar personas a las cuales enseñar, él declaró que “hay una mejor manera [y] esa manera es por medio de los miembros de la Iglesia”. Nos pidió a cada uno que diéramos lo mejor de nosotros mismos a la hora de ayudar a los misioneros a encontrar personas a quienes enseñar. También pidió que cada presidente de estaca y cada obispo “acepte la responsabilidad y el compromiso de encontrar y hermanar investigadores” dentro de sus unidades. Además, el presidente Hinckley invocó las bendiciones del Señor respecto a “cumplir este trascendental cometido que tenemos” (Presidente Gordon B. Hinckley, “Apacienta mis ovejas”, Liahona, julio de 1999, págs. 119, 121).

Aunque han pasado dos años y medio desde que nuestro presidente realizara esta petición, la mayoría no hemos obrado eficazmente al respecto.

Al haber estudiado con detenimiento las palabras del presidente Hinckley y meditado en cómo podemos compartir el Evangelio, he llegado a la conclusión de que necesitamos tres cosas para dar cumplimiento al reto de nuestro profeta. Primero, necesitamos un deseo sincero de compartir el Evangelio; segundo, precisamos ayuda divina; y tercero, debemos saber qué hacer.

I. Deseo

Al igual que ocurre con muchas otras cosas, compartir el Evangelio comienza con el deseo. Si habremos de convertirnos en instrumentos más eficaces en las manos del Señor para compartir Su Evangelio, debemos desearlo sinceramente, y considero que ese deseo se alcanza con dos pasos.

Primero, debemos tener un firme testimonio de la verdad e importancia del Evangelio restaurado de Jesucristo, lo cual incluye el valor supremo del plan de Dios para Sus hijos, el lugar esencial que ocupa la expiación de Jesucristo en él, y el papel que desempeña la Iglesia de Jesucristo en el cumplimiento de dicho plan en la vida terrenal.

Segundo, debemos tener amor por Dios y por todos Sus hijos. En la revelación moderna se nos dice que “[el] amor, con la mira puesta únicamente en la gloria de Dios, [nos califica] para la obra” (D. y C. 4:5). A los primeros apóstoles de esta dispensación se les dijo que su amor debía “abundar por todos los hombres” (D. y C. 112:11).

Gracias a nuestro testimonio de la verdad e importancia del Evangelio restaurado, comprendemos el valor de lo que se nos ha dado. Gracias a nuestro amor por Dios y por nuestros semejantes, adquirimos el deseo de compartir ese gran don con todos. La intensidad de nuestro deseo de compartir el Evangelio es un gran indicador del grado de nuestra conversión.

El Libro de Mormón contiene ejemplos magníficos del efecto del testimonio y del amor. Cuando los hijos de Mosíah, que habían sido “los más viles pecadores” recibieron su testimonio, “estaban deseosos de que la salvación fuese declarada a toda criatura, porque no podían soportar que alma humana alguna pereciera” (Mosíah 28:3–4). Más adelante, su compañero, Alma, imploró: “Oh, si fuera yo un ángel… para salir y hablar con la trompeta de Dios, con una voz que estremeciera la tierra” y proclamar “el plan de redención” a toda alma, “para que no haya más dolor sobre toda la superficie de la tierra” (Alma 29:1–2).

Me gusta referirme a las labores misionales como “compartir el Evangelio”. La palabra compartir afirma que tenemos algo extremadamente valioso y deseamos darlo a los demás para su beneficio y bendición.

Los misioneros más eficaces, tanto los miembros como los regulares, siempre obran por amor. Ésta es una lección que aprendí siendo joven. Se me asignó visitar a un miembro menos activo, un profesional de éxito que era mucho mayor que yo. Al reflexionar en mis hechos, me doy cuenta de que tenía muy poco interés en el hombre al que visitaba; yo obraba simplemente por cumplir mi deber, por el deseo de informar que había hecho todas mis visitas. Una noche, cerca ya del fin del mes, llamé para preguntar si mi compañero y yo podríamos pasar y visitarle en ese mismo instante, y el escarmiento de su respuesta me enseñó una lección que no he olvidado.

“No, creo que es mejor que no pasen esta noche”, dijo. “Estoy cansado y ya estoy listo para acostarme. Estoy leyendo y no estoy dispuesto a que me interrumpan para que ustedes puedan informar que han realizado todas sus visitas de orientación familiar este mes”. Esa respuesta todavía me hiere porque me indicó que él había percibido mis intenciones egoístas.

Espero que ninguna persona a la que invitemos a oír el mensaje del Evangelio restaurado sienta que lo hacemos por otra razón que no sea un amor genuino hacia ella y un deseo desinteresado por compartir algo que sabemos es preciado.

Si carecemos de ese amor por los demás, debemos orar para recibirlo. Los escritos del profeta Mormón sobre “el amor puro de Cristo” nos enseñan a “[pedir] al Padre con toda la energía de nuestros corazones, que [seamos] llenos de este amor que él ha otorgado a todos los que son discípulos verdaderos de su Hijo Jesucristo” (Moroni 7:47–48).

II. Ayuda divina / el tiempo exacto

También precisamos ayuda para guiarnos al compartir el Evangelio. Del mismo modo que nuestros deseos deben ser puros y estar basados en el testimonio y el amor, el Señor debe dirigir nuestros hechos. Se trata de Su obra, no de la nuestra, y se debe realizar a Su manera y en Su tiempo, no en los nuestros. De otro modo, nuestros esfuerzos están encaminados a la frustración y el fracaso.

Todos tenemos familiares o amigos que necesitan el Evangelio pero que por el momento no tienen interés en él. Para ser eficaces, el Señor debe, por tanto, dirigir nuestros esfuerzos para que obremos de la forma y en el momento en que ellos sean más receptivos. Debemos orar por la ayuda y la guía del Señor para que podamos ser instrumentos en Sus manos y ayudar al que está preparado, a aquel a quien desea que ayudemos hoy. Entonces, debemos estar alerta y dar oído a las impresiones de Su Espíritu para saber cómo proceder.

Las impresiones vendrán; sabemos gracias a incontables testimonios que en Su debida forma y en Su debido tiempo, el Señor está preparando a personas para que acepten Su Evangelio. Esas personas están investigando, y cuando procuremos identificarlas, el Señor responderá a sus preguntas dando respuesta a las nuestras. Él dará inspiración y guiará a los que tienen el deseo y sinceramente buscan orientación sobre cómo, dónde, cuándo y con quién compartir el Evangelio. De este modo, Dios nos concede según nuestros deseos (véase Alma 29:4; D. y C. 6:8).

El Señor nos ha dicho en revelaciones modernas que “todavía hay muchos en la tierra, entre todas las sectas, partidos y denominaciones, que son cegados… y no llegan a la verdad sólo porque no saben dónde hallarla” (D. y C. 123:12). Cuando seamos “testigos de Dios en todo tiempo, y en todas las cosas” (Mosíah 18:9), el Señor abrirá nuevas vías para que encontremos y hablemos de forma apropiada con los que estén investigando. Esto sucederá cuando busquemos dirección y seamos motivados por un amor sincero y cristiano por los demás.

El Señor ama a todos Sus hijos y desea que todos tengan la plenitud de Su verdad y la abundancia de Sus bendiciones. Él sabe cuándo están listos y desea que demos oído a Sus instrucciones sobre cómo compartir Su Evangelio. Cuando lo hagamos, los que estén preparados responderán al mensaje de Aquel que dijo: “Mis ovejas oyen mi voz… y me siguen” (Juan 10:27).

III. Cómo hacerlo

Una vez que tenemos un deseo sincero de compartir el Evangelio con los demás y que hemos buscado la guía divina para orientar nuestros esfuerzos, ¿qué debemos hacer? ¿Cómo se procede? Comenzamos por el principio. No debemos aguardar a recibir una invitación de los cielos, pues la revelación suele venir cuando estamos en marcha.

El Señor nos ha dicho lo siguiente respecto a quién y cómo: “Y sea vuestra predicación… cada hombre a su vecino, con mansedumbre y humildad” (D. y C. 38:41). “Vecino”, claro está, no sólo significa el que vive cerca de nosotros, nuestros amigos o asociados. Cuando se le preguntó: “¿Y quién es mi prójimo?”, el Salvador habló de un samaritano que reconoció a “un prójimo” en el camino de Jericó (véase Lucas 10:25–37). Nuestro prójimo también quiere decir aquellos con quienes nos cruzamos cada día.

Debemos orar, como Alma en la antigüedad, para que el Señor nos conceda “poder y sabiduría para que podamos traer” a nuestros amigos al Señor (Alma 31:35). Y también oramos por el bienestar de sus almas (véase Alma 6:6).

Debemos asegurarnos de que obramos motivados por el amor y no por deseo alguno de recibir reconocimiento o ganancia personal. La amonestación contra los que emplean su posición en la Iglesia para satisfacer su orgullo y vana ambición (véase D. y C. 121:37) ciertamente se aplica a nuestros esfuerzos por compartir el Evangelio.

La necesidad de obrar motivados por el amor también nos advierte en contra de la manipulación, ya sea real o supuesta. Las personas que no comparten nuestras creencias pueden sentirse ofendidas cuando nos oyen referirnos a algo como una “herramienta misional”. Una “herramienta” es algo que se emplea para manipular un objeto inanimado, y si nos referimos a algo como “herramienta misional”, podemos dar la impresión de que queremos manipular a alguien. Esa impresión es totalmente opuesta al deseo desinteresado y bondadoso de nuestro servicio misional.

En su gran mensaje, el presidente Hinckley declara que “las oportunidades para compartir el Evangelio están en todas partes”. (Liahona, julio de 1999, pág. 119). Él menciona muchas de las cosas que podemos hacer. Debemos vivir para que lo que él llamó “el formidable poder de un miembro de la Iglesia” influya a los que están a nuestro alrededor. “El mejor folleto que podemos ofrecer”, dijo “es la bondad de nuestra propia vida” (Ibídem, págs. 118, 119, 121). Debemos ser sinceramente amigables con todos.

El presidente Hinckley nos recordó que podemos “[dejar] algo de la Iglesia para leer” a aquellos con quienes nos relacionemos. Podemos ofrecer nuestras casas para “que este servicio misional se lleve a cabo”. Los misioneros “[puede que] pidan referencias a los miembros” (Ibídem, págs. 118, 121), y cuando lo hagan debemos responder.

En resumen, el presidente Hinckley dijo que cada miembro de la Iglesia puede “trabajar constantemente en la tarea de encontrar y alentar investigadores” (Ibídem, pág. 121).

Existen otras cosas que podemos hacer, en especial cuando seguimos la gran declaración del profeta Mormón: “No temo lo que el hombre haga, porque el amor perfecto desecha todo temor” (Moroni 8:16; véase también 1 Juan 4:18). Podemos invitar a nuestros amigos a las reuniones y actividades de la Iglesia; podemos hacer alusión a nuestra Iglesia y al efecto de sus enseñanzas, y preguntar a la gente si les gustaría saber más.

Pero aún más fácil, podemos llevar con nosotros un juego de esas tarjetas atractivas que podemos dar a las personas —incluso a aquellas a quienes no conocemos bien— con las que nos tratamos en las actividades cotidianas. Esas tarjetas son una forma ideal de invitar a la gente a investigar las verdades que tenemos para compartir; ofrecen un preciado regalo de forma discreta, pero la recepción del regalo depende de la decisión y la iniciativa del beneficiario potencial. Según nuestra experiencia, un número substancial de los que llaman por el regalo que se ofrece eligen que les sea entregado por aquellos que les pueden enseñar más.

La Iglesia acaba de anunciar otra manera de compartir el Evangelio en todo el mundo mediante Internet. Con respecto a su potencial, esta nueva iniciativa es tan emocionante como la publicación de folletos en el siglo 19 o el uso de la radio, la televisión o el video en el 20. La Iglesia ha activado un nuevo sitio en Internet a donde podemos enviar a la gente interesada en recibir información sobre la Iglesia y su doctrina, y en encontrar un centro de reuniones donde adorar con nosotros. La dirección es www.mormon.org. Para los misioneros, el valor y el uso de este nuevo recurso se verá con la experiencia. Para los miembros de la Iglesia será una ayuda para responder a preguntas de sus amigos, bien de forma directa o refiriéndolos a este sitio. También nos permitirá enviar tarjetas de felicitación electrónicas a nuestros amigos, así como mensajes del Evangelio e invitaciones.

IV. Conclusión

Se nos ha pedido redoblar nuestros esfuerzos y nuestra eficacia al compartir el Evangelio y lograr los propósitos del Señor en esta gran obra. Hasta que lo hagamos, estos magníficos misioneros regulares —nuestros hijos e hijas, y nuestros nobles asociados en la obra del Señor— continuarán siendo infrautilizados en su gran asignación de enseñar el Evangelio restaurado de Jesucristo.

Hemos hablado del deseo amoroso, de la guía celestial y de las formas de proceder con el mandato divino de compartir el Evangelio con nuestro prójimo. El Evangelio de Jesucristo es la luz más brillante y la única esperanza de este mundo en tinieblas. “Por tanto”, enseña Nefi, “debéis seguir adelante con firmeza en Cristo, teniendo un fulgor perfecto de esperanza y de amor por Dios y por todos los hombres” (2 Nefi 31:20).

Doy testimonio de Jesucristo, nuestro Salvador, y de Su deseo de que nos unamos de todo corazón en ésta, Su obra. En el nombre de Jesucristo. Amén.