2006
Decisiones pequeñas, bendiciones eternas
Junio de 2006


Decisiones pequeñas, bendiciones eternas

La primera vez que escuché el Evangelio fue cuando de niño mis padres permitieron que los misioneros entraran en nuestro hogar en Antofagasta, Chile. Crecí en la Iglesia, pero me esforcé muy poco por ganar un testimonio propio. Por consiguiente, con el tiempo me inactivé y tuve que enfrentar los desafíos de la vida sin la ayuda del divino poder del Evangelio. Sin embargo, mi fiel madre siguió amándome y continuó siendo un tranquilo ejemplo de rectitud.

Aunque me casé con una joven miembro de la Iglesia, ninguno de los dos sentimos la urgencia ni la necesidad de vivir las normas que se nos habían enseñado en nuestra juventud. Pero con el paso del tiempo, la vida en nuestro hogar empeoró drásticamente.

Debido a los difíciles problemas a los que nos enfrentábamos, mi esposa decidió comenzar a asistir a la Iglesia con nuestra hija. No sentía ningún deseo de asistir con ellas; sin embargo, volvían a casa cada semana y compartían lo que habían aprendido. Un tiempo después, comencé a recibir la visita de los maestros orientadores, dos fieles hermanos que, de alguna manera, vieron mi potencial divino, aun cuando yo no lo veía.

Poco a poco, comenzó a ocurrir un cambio en mi corazón, pero al principio rehusé reconocerlo. Cada domingo mi esposa planchaba mi ropa con la esperanza de que asistiera a la Iglesia con ella, pero era demasiado obstinado para ponérmela, aunque comencé a asistir a la reunión sacramental con pantalones vaqueros y una camiseta. Como suelen hacerlo los miembros menos activos, me sentaba en los bancos más cercanos a la puerta con el fin de ser el último en entrar y el primero en salir, sin que nadie me dirigiera la palabra.

Después de varios meses, me di cuenta de que no era un buen ejemplo para mis hijos, ni bendecía con el sacerdocio a mi familia como debía hacerlo. Tomé la decisión de que nunca más faltaría ni un día a la Iglesia. Había visto cómo la aplicación de los principios del Evangelio había iluminado mi vida y me di cuenta de que debí haber tomado esa decisión desde hacía mucho tiempo.

¡El Señor estaba ansioso por bendecir a mi familia y a mí! Poco tiempo después, mi esposa, mis hijos y yo nos sellamos en el Templo de Santiago, Chile.

Me siento agradecido por una madre que diligentemente me enseñó los principios del Evangelio, por una esposa que me alentó, por medio de su amor y de su ejemplo, a vivirlos, por fieles maestros orientadores y por un Padre Celestial que pacientemente esperó a que yo viviera el Evangelio a fin de que Él pudiese bendecirme más de lo que creía posible.