2005
No se admiten mormones
octubre de 2005


“No se admiten mormones”

Acabábamos de mudarnos a un pequeño pueblo rural donde vivían pocos miembros de la Iglesia. Nuestra pequeña rama estaba formada por un grupo amable y unido que cada día de reposo disfrutaba de la oportunidad de asistir a las reuniones. Sólo nos preocupaban nuestros hijos, pues tenían pocos amigos de su edad en la rama. Mi esposo y yo decidimos hacer amistades fuera de la Iglesia para que nuestros hijos tuvieran nuevos amigos y conocieran a personas de otras religiones.

Sin embargo, mis esperanzas no tardaron en desvanecerse cuando una asociación que representaba a grupos infantiles de la localidad nos comunicó que como éramos “mormones”, no éramos bienvenidos en su asociación. Yo había pertenecido a asociaciones similares en otros lugares donde no había muchos Santos de los Últimos Días, y la religión no había sido impedimento alguno. Les aseguré a los líderes del grupo que no íbamos a hacer proselitismo ni a imponer nuestra religión a nadie; mi familia y yo sólo queríamos hacer amistades y conocer a otras personas; pero ellos siguieron firmes en su decisión y no nos permitieron ser parte de la asociación.

Decidí que sería amable, cristiana y bondadosa con la gente del pueblo para que pudieran ver que los miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días somos buenas personas. Empezamos a invitar a otros niños a ir a nuestra casa a jugar, invitamos a nuestros vecinos a cenar y visitamos a otras personas a fin de conocer a más gente. Leí discursos de las conferencias, artículos de las revistas de la Iglesia y pasajes de las Escrituras en cuanto a cómo hermanar, ser amable y servir a los demás. Luego me esforcé por poner en práctica esos principios. Sabía que si lograba mostrar a las personas del pueblo lo amables y amorosas que pueden ser las familias Santos de los Últimos Días, aquella asociación nos aceptaría con el tiempo.

Pasó el tiempo, y aunque pudimos entablar amistad con los líderes de la asociación, siguieron firmes en su postura: “no se admiten mormones”.

Decidí seguir siendo una buena vecina y amable con la gente del pueblo, pero también decidí buscar un grupo o una asociación similar en un pueblo cercano, pero también allí se me dijo que no se aceptaba a los Santos de los Últimos Días. Para entonces me sentía tan frustrada que quería llorar. ¿Qué le pasaba a la gente de aquellos dos pueblos? ¿No se daban cuenta de que éramos una familia amable y divertida?

Oré para que el Espíritu me guiara y me ayudara a ser lo más amable y cristiana posible. Oré para que los que me conocían sintieran en el corazón que éramos personas buenas, para que experimentaran un cambio de corazón que les llevara a aceptarnos. Aún así sentí que mis oraciones no estaban siendo contestadas. Por mucho que me esforcé, no pude ablandar sus corazones.

Una tarde recibí una llamada que echó por tierra todas mis esperanzas. Los líderes de la asociación llamaron para decirme una vez más que mi familia no era bienvenida en el grupo. Les preocupaba que tal vez tuviésemos la esperanza de unirnos al grupo en un día futuro por el hecho de haber hecho muchos amigos en el vecindario. Dijeron cosas muy duras y yo lloré con un corazón quebrantado. Todas las cenas, los proyectos de servicio, las galletas y las conversaciones informales en la acera no habían significado nada para ellos. ¿Qué había hecho mal?

Esa noche hice una súplica sincera y de corazón para saber cómo tratar a las personas que tenían una actitud tan enconada contra la Iglesia. Sentía que, a causa de mis esfuerzos, tenía derecho a su apoyo y aprobación, y así se lo expliqué a mi Padre Celestial.

La respuesta fue más clara que cualquier impresión que había recibido en mucho tiempo: “Sigue a Cristo”.

Al principio estaba confusa. “Sí”, pensé, “si ya lo estoy haciendo”. Las galletas, la amistad, el tenderles la mano, estaba siendo lo más cristiana que podía. Pero la única impresión que seguía recibiendo era: “Sigue a Cristo”.

Entonces me di cuenta de que cuando todas mis energías se centran en seguir a Cristo, las opiniones de los demás no me afectan tanto. Presto servicio porque es lo correcto y no porque realce la imagen que tengan de mí como Santo de los Últimos Días. Soy amable y servicial con mis vecinos porque soy una persona amable y servicial, y no porque tenga algún interés egoísta en ello.

“Sigue a Cristo” se ha convertido en mi lema siempre que me siento atribulada por aquellos a quienes no les agradamos a causa de nuestra fe. Ahora encuentro gozo al prestar servicio a mi prójimo sin tener en cuenta la reacción que puedan tener ante mi amabilidad, y soy bendecida por ello. No vine a la tierra para obtener la aprobación de los demás, sino a prepararme para regresar a mi Padre Celestial, y el único camino para llegar allá es seguir al Salvador.