Enseñanzas de los Presidentes de la Iglesia
Cómo perdonar a los demás de todo corazón


Capítulo 9

Cómo perdonar a los demás de todo corazón

El Señor nos manda perdonar a los demás a fin de que sean perdonados nuestros pecados y seamos bendecidos con paz y gozo.

De la vida de Spencer W. Kimball

Cuando el presidente Spencer W. Kimball enseñaba la forma de lograr el perdón, también recalcaba el principio esencial de perdonar a los demás. Al rogar a toda la gente que luchara por desarrollar un espíritu de perdón, contaba la siguiente experiencia:

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“Don’t let old grievances change your soul,” said President Kimball.

El presidente Kimball dio este consejo a los miembros: “No dejen que los viejos resentimientos les cambien el alma y la afecten, destrozando su amor y su vida”.

“Estaba luchando con un problema de la comunidad… en un pequeño barrio… donde dos hombres prominentes, ambos líderes, se hallaban trabados en una larga e implacable discordia. Cierta desavenencia entre ellos los había alejado el uno del otro, llenos de enemistad. Al pasar los días, las semanas y los meses, la brecha se hizo más grande. Las familias de ambas partes contendientes empezaron a intervenir en el asunto, y por último, casi todos los miembros del barrio se vieron involucrados. Cundieron los rumores, se propagaron las diferencias y los chismes se convirtieron en lenguas de fuego, hasta que por fin la pequeña comunidad se vio dividida por un profundo abismo. Se me designó para que allanara la dificultad… Llegué a la comunidad frustrada como a las seis de la tarde del domingo e inmediatamente entré en sesión con los principales contendientes.

“¡Cómo batallamos! ¡Cómo supliqué, y amonesté, y rogué e insté! Nada parecía persuadirlos. Cada uno de los antagonistas estaba tan seguro de que tenía razón y de que estaba justificado, que era imposible cambiarlo.

“Corrían las horas; ya hacía mucho que había pasado la medianoche y parecía que la desesperación envolvía el lugar; el ambiente de mal genio y de mordacidad prevalecía. La terca resistencia se negaba a ceder. ¡Entonces sucedió! Nuevamente abrí al azar mi libro de Doctrina y Convenios y allí estaba ante mí. Lo había leído muchas veces en años pasados y en tales ocasiones no había tenido ningún significado especial. Sin embargo, esa noche era la respuesta exacta; era una solicitud, un ruego y una amenaza, y parecía venir directamente del Señor. Leí [en la sección 64] desde el séptimo versículo en adelante, pero los participantes pendencieros no cedieron ni un ápice, sino hasta que llegué al noveno versículo. Entonces los vi estremecerse, sorprendidos y preguntándose: ¿Era correcto? El Señor estaba diciéndonos —a todos nosotros—: ‘Por tanto, os digo que debéis perdonaros los unos a los otros’.

“Se trataba de una obligación. Habían escuchado eso antes. Lo habían dicho al repetir la oración del Señor. Pero ahora: ‘…pues el que no perdona las ofensas de su hermano, queda condenado ante el Señor…’.

“En su corazón, tal vez habrían estado diciendo: ‘Bien, yo podría perdonar si él se arrepintiera y pidiera perdón; pero él debe dar el primer paso’. Entonces pareció que sintieron el impacto completo de la última frase: ‘…porque en él permanece el mayor pecado’.

“¿Qué? ¿Acaso significa que debo perdonar aun cuando mi enemigo permanezca frío e indiferente y mal intencionado? No hay ninguna duda.

“Un error común es el concepto de que el ofensor debe disculparse y humillarse hasta el polvo antes de que se requiera otorgar el perdón. Ciertamente, el que causa el agravio debe hacer su ajuste en forma completa, pero en cuanto al ofendido, éste debe perdonar al ofensor a pesar de la actitud del otro. Hay ocasiones en que los hombres derivan satisfacción de ver a la otra persona de rodillas y revolcándose en el polvo, pero ésa no es la manera según el Evangelio.

“Conmovidos, los dos hombres prestaron atención, escucharon, reflexionaron unos minutos y entonces empezaron a transigir. Ese pasaje, junto con todos los otros que se habían leído, los volvieron humildes. Eran las dos de la mañana y dos rencorosos adversarios se estaban estrechando la mano, sonriendo, perdonándose y pidiéndose perdón. Dos hombres, estrechándose el uno al otro en un abrazo significativo. Aquélla fue una hora santa. Se perdonaron antiguos rencores y se olvidaron de ellos, y los enemigos nuevamente se hicieron amigos. Nunca más se volvió a hablar de las diferencias. Se sepultó el cadáver de la contienda, se cerró con llave el armario de los malos recuerdos, se arrojó lejos la llave y se restauró la paz” 1.

A lo largo de su ministerio, el presidente Kimball exhortó a los miembros de la Iglesia a tener la disposición de perdonar: “Si hay malos entendidos, aclárenlos, perdonen y olviden; no dejen que los viejos resentimientos les cambien el alma y la afecten, destrozando su amor y su vida. Pongan su casa en orden. A medida que el Señor les otorgue esa facultad, ámense los unos a los otros y amen a sus semejantes, a sus amigos, a los que vivan a su alrededor” 2.

Las enseñanzas de Spencer W. Kimball

Para ser perdonados, debemos perdonar.

En vista de que el perdón es un requisito absoluto para lograr la vida eterna, el hombre naturalmente reflexiona: ¿Cuál es la mejor manera de obtener ese perdón? Uno de los muchos factores fundamentales se destaca de inmediato como indispensable: Uno debe perdonar para ser perdonado 3.

“Porque si perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial;

“mas si no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestras ofensas” (Mateo 6:14–15).

¿Difícil de hacer? Claro que sí. El Señor nunca prometió un camino fácil, ni un Evangelio simple, ni normas ni principios rebajados. El precio es elevado, pero lo que se obtiene a cambio vale la pena. El Señor mismo ofreció la otra mejilla; soportó sin reproche que lo abofetearan y lo azotaran; sufrió toda indignidad y, sin embargo, no dejó escapar una palabra de condenación. Y la pregunta que nos hace a todos nosotros es: “…Por lo tanto, ¿qué clase de hombres habéis de ser?” Y la respuesta que nos da: “…En verdad os digo, aun como yo soy” (3 Nefi 27:27)4.

Cuando perdonamos a los demás, debe ser de manera sincera y completa.

El mandamiento de perdonar, y la condenación que sigue cuando no se hace, no podría expresarse con mayor claridad que en esta revelación moderna dada al profeta José Smith:

“En la antigüedad mis discípulos buscaron motivo el uno contra el otro, y no se perdonaron unos a otros en su corazón; y por esta maldad fueron afligidos y disciplinados con severidad.

“Por tanto, os digo que debéis perdonaros los unos a los otros; pues el que no perdona las ofensas de su hermano, queda condenado ante el Señor, porque en él permanece el mayor pecado.

“Yo, el Señor, perdonaré a quien sea mi voluntad perdonar, mas a vosotros os es requerido perdonar a todos los hombres” (D. y C. 64:8–10)…

Tenemos ante nosotros esa lección hoy día. Muchas personas, cuando tienen que efectuar una reconciliación con otras, dicen que perdonan; pero continúan abrigando rencores, continúan sospechando de la otra parte, continúan dudando de la sinceridad del otro. Eso es un pecado, porque cuando se ha efectuado una reconciliación y se declara que ha habido arrepentimiento, cada cual debe perdonar y olvidar, reconstruir inmediatamente los cercos que se hayan derribado y restaurar la compatibilidad anterior.

Aparentemente, los primeros discípulos expresaron palabras de perdón y superficialmente hicieron el ajuste requerido, mas “no se perdonaron unos a otros en su corazón”. Eso no constituía un perdón, antes, tenía la apariencia de hipocresía, engaño y fingimiento. Como se indica en la oración modelo de Cristo, debe ser un acto del corazón y una depuración de la mente de la persona [véase Mateo 6:12; véase también los versículos 14–15]. Perdonar significa olvidar. Cierta mujer había “cumplido los requisitos” para una reconciliación en una rama, había dado los pasos necesarios y hecho las declaraciones verbales para indicarlo, y de su boca habían salido las palabras de perdón. Después, con ojos centelleantes afirmó: “La perdonaré, pero tengo una memoria increíble. Jamás lo olvidaré”. Su ajuste fingido no valía nada y era infructuoso. Aún retenía el rencor. Sus palabras de amistad eran como una tela de araña, su cerco reconstruido era como de paja y ella misma continuaba sufriendo porque no había paz en su mente. Peor todavía, quedaba “condenada ante el Señor”, y en ella permanecía un pecado mayor aún que en aquella que, según decía, la había perjudicado.

Poco comprendía esa mujer antagónica que no había perdonado en ningún sentido; sólo lo había aparentado. Estaba dando voces al aire sin lograr provecho alguno. En el pasaje citado anteriormente, la frase en su corazón tiene un significado profundo. Debe haber una depuración de los sentimientos, los pensamientos y los rencores. Las simples palabras para nada sirven.

“Pues he aquí, si un hombre, siendo malo, presenta una ofrenda, lo hace de mala gana; de modo que le es contado como si hubiese retenido la ofrenda; por tanto, se le tiene por malo ante Dios” (Moroni 7:8).

Henry Ward Beecher expresó el concepto de esta manera: “Puedo perdonar pero no puedo olvidar es otra manera de decir que no puedo perdonar”.

Quiero agregar que, a menos que una persona perdone las faltas de su hermano con todo su corazón, no es digno de participar de la Santa Cena 5.

Debemos dejar el juicio en manos del Señor.

Para estar en lo justo, debemos perdonar; y hay que hacerlo sin tomar en consideración si nuestro antagonista se arrepiente o no, ni cuán sincera sea su transformación ni tampoco si nos pide o no perdón. Debemos seguir el ejemplo y la enseñanza del Maestro, que dijo: “…debéis decir en vuestros corazones: Juzgue Dios entre tú y yo, y te premie de acuerdo con tus hechos” (D. y C. 64:11). Sin embargo, con frecuencia los hombres no están dispuestos a dejar el asunto en manos del Señor, temiendo tal vez que el Señor sea demasiado misericordioso, menos severo de lo que el caso merece 6.

Algunas personas no solamente no pueden o no quieren perdonar y olvidar las transgresiones de los demás, sino que se van hasta el extremo de acosar al presunto transgresor. He recibido muchas cartas y llamadas telefónicas de personas que están resueltas a tomar la espada de la justicia en sus propias manos y suponen que es de su incumbencia ver que el transgresor sea castigado. “Ese hombre debe ser excomulgado”, declaró una mujer, “y no voy a descansar hasta que se le castigue debidamente”. Otra dijo: “No puedo estar en paz mientras esa persona sea miembro de la Iglesia”. Una tercera persona manifestó: “Jamás entraré en la capilla mientras a ese individuo se le permita pasar. Quiero que se le llame a juicio para ver si es digno de ser miembro”. Un hombre hasta viajó repetidas veces a Salt Lake City y escribió numerosas y extensas cartas para protestar en contra del obispo y del presidente de la estaca, que no habían impuesto una disciplina sumaria a una persona que, según él declaraba, estaba violando las leyes de la Iglesia.

A tales personas que quieren tomar la ley en sus propias manos, nuevamente leemos la declaración positiva del Señor: “…en él permanece el mayor pecado” (D. y C. 64:9). La revelación continúa diciendo: “Y debéis decir en vuestros corazones: Juzgue Dios entre tú y yo, y te premie de acuerdo con tus hechos” (D. y C. 64:11). Una vez que se hayan comunicado las transgresiones conocidas a los correspondientes oficiales eclesiásticos de la Iglesia, el individuo puede dar por cumplida su parte en el caso y dejar la responsabilidad en manos de los oficiales de la misma. Si esos oficiales toleran el pecado en sus congregaciones, es una responsabilidad enorme la que asumen y tendrán que responder por ella 7.

El Señor nos juzgará con la misma medida con que nosotros midamos. Si somos severos, no debemos esperar otra cosa que severidad. Si somos misericordiosos con los que nos ofendan, Él será misericordioso con nosotros en nuestros errores. Si no perdonamos, Él nos dejará envueltos en nuestros propios pecados.

Aun cuando las Escrituras son precisas en su declaración de que se medirá al hombre con la misma medida con que él mida a sus semejantes… el juicio, aunque sea merecido, no es de la incumbencia del miembro sino de las autoridades correspondientes de la Iglesia y del estado. En el último análisis, es el Señor quien efectuará el juicio…

El Señor puede juzgar a los hombres por sus pensamientos, así como por lo que digan y hagan, porque Él conoce aun las intenciones de su corazón; pero no sucede otro tanto con el ser humano. Oímos lo que las personas dicen, vemos lo que hacen, pero como no podemos discernir sus pensamientos ni sus intenciones, a menudo juzgamos equivocadamente si tratamos de sondear el significado y el motivo de sus acciones y les fijamos nuestra propia interpretación 8.

Aun cuando parezca difícil, podemos perdonar.

En el contexto del espíritu del perdón, un buen hermano me preguntó: “Sí, eso es precisamente lo que se debe hacer, pero ¿cómo se logra? ¿No requiere que uno sea un hombre superior?”.

“Cierto”, le contesté, “pero a nosotros se nos manda ser hombres superiores. El Señor dijo: ‘Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto’ (Mateo 5:48). Somos dioses en embrión y el Señor nos requiere la perfección”.

“Sí, el Cristo perdonó a quienes lo ultrajaron, pero Él era más que humano”, fue la respuesta.

Y yo le contesté: “Sin embargo, son muchos los seres humanos a quienes les ha sido posible realizar ese acto divino”.

Aparentemente, hay muchos que, a semejanza de aquel buen hermano, se apoyan en la cómoda teoría de que el espíritu de perdonar… es más o menos un monopolio que pertenece a los personajes de las Escrituras o de las novelas, y que difícilmente se puede exigir a las personas prácticas del mundo actual. No es tal el caso 9.

Conocí a una joven madre que había quedado viuda. La familia había pasado por circunstancias difíciles y la póliza de seguro, aunque de sólo $2.000 dólares, era como un regalo del cielo. La compañía de seguros mandó el cheque por esa suma tan pronto como recibió el certificado de defunción. La viuda decidió que ahorraría ese dinero para casos de emergencia, y con ese fin depositó el cheque en el banco. Otras personas se enteraron de sus ahorros y un pariente la convenció de que le prestara el dinero a un interés alto.

Pasaron los años y ella seguía sin recibir ni el pago del préstamo ni los intereses; además, notaba que su deudor la evitaba y que le hacía promesas evasivas cuando le pedía que le devolviera lo prestado. Llegó un momento en que lo necesitaba y no podía conseguirlo.

“¡Cuánto lo odio!”, me dijo, mientras en su voz y en sus ojos oscuros se percibían el veneno y la amargura. ¡Pensar que un hombre sano pudiera defraudar así a una joven viuda con familia para mantener! “¡Cómo lo desprecio!”, repetía una y otra vez. Entonces le conté sobre un hombre que había perdonado al asesino de su padre. Me escuchó atentamente y noté que estaba impresionada. Cuando terminé, tenía lágrimas en los ojos y murmuró: “Gracias. Sinceramente, gracias. Por cierto que yo también debo perdonar a mi enemigo. Me limpiaré el corazón de la amargura que lo llena. No espero recibir nunca el dinero, pero dejaré a mi ofensor en las manos del Señor”.

Unas semanas después volvió a verme y me confesó que esas semanas pasadas habían sido las más felices de su vida; la había invadido una paz nueva y era capaz de orar por el ofensor y perdonarlo, aun cuando nunca recibiera de él ni un solo dólar 10.

Cuando perdonamos, nos liberamos del odio y de la amargura.

¿Por qué nos manda el Señor amar a nuestros enemigos y devolver bien por mal? Para que recibamos el beneficio que ello nos brinda. Cuando odiamos a una persona, ese odio no la lastima, particularmente si es alguien poco conocido o si no está en contacto con nosotros; pero el odio y la amargura corroen el corazón que no perdona…

Cuando Pedro preguntó lo siguiente, tal vez se hubiera encontrado con personas que lo seguían ofendiendo:

“…Señor, ¿cuántas veces perdonaré a mi hermano que peque contra mí?…”

Y el Señor le contestó:

“…No te digo hasta siete, sino aun hasta setenta veces siete” (Mateo 18:21–22)…

…Una vez que se han arrepentido y han venido a pedir perdón humildemente, la mayoría de nosotros puede perdonar, pero el Señor nos ha exigido que perdonemos aun a los que no se arrepientan ni nos pidan perdón…

Por lo tanto, debemos tener muy en claro que es preciso que perdonemos sin buscar revancha ni venganza, porque el Señor hará por nosotros lo que sea necesario… La amargura daña al que la lleva dentro; lo endurece, lo rebaja y lo corroe 11.

A menudo sucede que se cometen ofensas y el ofensor no se da cuenta de ello. Algo que ha dicho o ha hecho se interpreta mal. El ofendido guarda la ofensa en el corazón, agregándole otras cosas que echan leña al fuego y justifican sus conclusiones. Tal vez ésa sea una de las razones por las cuales el Señor requiere que el ofendido dé los primeros pasos hacia la paz.

“Y si tu hermano o tu hermana te ofende, te apartarás con él o con ella a solas; y si él o ella confiesa, os reconciliaréis” (D. y C. 42:88)…

¿Seguimos ese mandato o permanecemos resentidos, esperando que el ofensor lo aprenda y se arrodille ante nosotros lleno de remordimiento?12

Quizás nos enojemos con nuestros padres, o con un maestro o con el obispo, y nos rebajemos al anonimato empequeñeciéndonos y encogiéndonos con el veneno de la amargura y el rencor. Mientras que el odiado sigue adelante con su vida, sin darse cuenta del sufrimiento del que lo odia, éste sólo hace daño a sí mismo…

…El dejar de ser activo en la Iglesia sólo por un disgusto que hayamos tenido con los líderes o por desahogar malos sentimientos es privarnos nosotros mismos [de bendiciones]13.

En medio de las voces discordantes de odio, rencor y venganza, tan frecuentemente expresadas en la actualidad, la apacible palabra de perdón llega como un bálsamo sanador. No es menos el efecto que surte en el que perdona.

Al perdonar a los demás, se nos bendice con gozo y paz14.

Inspirado por el Señor Jesucristo, Pablo nos ha dado la manera de resolver los problemas de la vida que requieren comprensión y perdón: “Antes sed benignos unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, como Dios también os perdonó a vosotros en Cristo” (Efesios 4:32). Si este espíritu de amable y tierno perdón del uno para con el otro pudiera llegar a todo hogar, desaparecerían el egoísmo, la falta de confianza y el rencor que destrozan tantos hogares y familias, y los hombres vivirían en paz 15.

El perdón es el ingrediente milagroso que asegura la armonía y el amor en el hogar o en el barrio. Sin él sólo hay contención. Sin la comprensión y el perdón viene la disensión, seguida por la falta de armonía, y esto engendra la deslealtad en los hogares, en las ramas y en los barrios. Por otra parte, el perdón armoniza con el espíritu del Evangelio, con el Espíritu de Cristo. Ése es el espíritu que todos debemos poseer si queremos recibir el perdón de nuestros propios pecados y hallarnos sin culpa ante Dios 16.

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Forgivess is a miracle.

“El perdón es el ingrediente milagroso que asegura la armonía y el amor en el hogar o en el barrio”.

A menudo el orgullo se interpone en nuestro camino y se convierte en tropiezo para nosotros. Es menester que cada uno de nosotros se haga esta pregunta: “¿Es más importante tu orgullo que tu paz?”.

Con demasiada frecuencia, uno que ha logrado efectuar muchas cosas buenas en la vida y ha hecho una contribución excelente permite que el orgullo le ocasione la pérdida del rico galardón que, de lo contrario, merecería. Siempre debemos llevar el cilicio y las cenizas de un corazón perdonador y de un espíritu contrito, siempre dispuestos a ejercer la humildad genuina, como lo hizo el publicano [véase Lucas 18:9–14], y pedir al Señor que nos ayude a perdonar 17.

Mientras exista la vida terrenal, viviremos y trabajaremos con gente imperfecta, y existirán los malos entendidos, las ofensas y las heridas a los sentimientos delicados. Con frecuencia, las mejores intenciones se interpretan mal. Es grato conocer a muchas personas que, con grandeza de alma, han enderezado su manera de pensar, se han tragado el orgullo y han perdonado lo que consideraron ofensas personales. Muchas otras personas, que han andado por caminos críticos, solitarios y espinosos en una completa desgracia, han aceptado finalmente la corrección, han reconocido los errores, han limpiado su corazón de la amargura y han vuelto a estar en paz, esa ansiada paz cuya ausencia resulta tan obvia. Y las frustraciones de la censura, la amargura y la consecuente soledad han dado lugar a la calidez, la luz y la paz 18.

Puede lograrse. El hombre puede dominarse a sí mismo. El hombre puede sobreponerse. El hombre puede perdonar a todos los que lo hayan ofendido y seguir adelante, a fin de recibir paz en esta vida y la vida eterna en el mundo venidero19.

Si procuráramos la paz, tomando la iniciativa para arreglar las diferencias; si estuviéramos dispuestos a perdonar y a olvidar con todo el corazón; si limpiáramos nuestra alma del pecado, la amargura y la culpa antes de arrojar una piedra de acusación a otras personas; si perdonáramos todas las ofensas, reales o imaginarias, antes de pedir perdón por nuestros pecados; si pagáramos nuestras propias deudas, grandes o pequeñas, antes de exigir el pago a nuestros deudores; si pudiéramos limpiar las vigas que ciegan nuestros propios ojos antes de magnificar las motas de los ojos de los demás, ¡qué mundo glorioso sería éste! El divorcio se reduciría a un mínimo; los tribunales quedarían libres de procedimientos rutinarios desagradables; la vida familiar sería celestial; la edificación del reino avanzaría a pasos agigantados; y esa paz que sobrepasa todo entendimiento [véase Filipenses 4:7] nos brindaría a todos un gozo y una felicidad que no “han subido en corazón de hombre” [véase 1 Corintios 2:9]20.

Que el Señor nos bendiga a todos para que continuamente llevemos en el corazón el verdadero espíritu de arrepentimiento y de perdón hasta que nos hayamos perfeccionado, y pongamos la mirada en las glorias de la exaltación reservadas para los más fieles 21.

Sugerencias para el estudio y la enseñanza

Al estudiar el capítulo o al prepararse para enseñar su contenido, tenga en cuenta estos conceptos. Para ayuda adicional, vea las páginas V–X.

  • Repase el relato de las páginas 100–103. ¿Por qué resulta a veces tan difícil para las personas el perdonarse unas a otras? Las palabras “porque en él permanece el mayor pecado” (D. y C. 64:9), ¿qué significado tienen para usted?

  • Repase Mateo 6:14–15, que el presidente Kimball cita en la página 104. ¿Por qué tenemos que perdonarnos unos a otros para poder recibir el perdón del Señor?

  • ¿Cuáles son algunos comportamientos y acciones que indican que hemos perdonado a otra persona sincera y completamente? (Véanse las págs. 104–105.) ¿Por qué debe ser el perdón “un acto del corazón”?

  • Repase la sección que empieza en la página 105. ¿Qué enseñanzas del Evangelio nos ayudarían a dejar el juicio en manos del Señor?

  • Al leer el relato sobre la madre joven que está en las páginas 107–108, fíjese en los aspectos que al principio le impidieron perdonar y en los que al fin le permitieron hacerlo. ¿Cómo podemos vencer los obstáculos que se interpongan con nuestros deseos y esfuerzos por perdonar a los demás?

  • ¿Cuáles son algunas consecuencias de rehusar perdonar? (Véanse las págs. 108–110.) ¿Qué bendiciones ha recibido al perdonar a otra persona? Considere las formas en que puede aplicar el espíritu del perdón a sus relaciones con los demás.

Pasajes relacionados: Mateo 5:43–48; Lucas 6:36–38; Colosenses 3:12–15; D. y C. 82:23.

Notas

  1. Véase El milagro del perdón, 1976, págs. 287–289.

  2. The Teachings of Spencer W. Kimball, ed. por Edward L. Kimball, 1982, pág. 243.

  3. El milagro del perdón, pág. 267.

  4. Véase “El poder del perdón”, Liahona, feb. de 1978, págs. 62–63.

  5. Véase El milagro del perdón, págs. 268–270.

  6. El milagro del perdón, pág. 289.

  7. Véase El milagro del perdón, págs. 270–271.

  8. Véase El milagro del perdón, págs. 273–274.

  9. Véase El milagro del perdón, págs. 292–293.

  10. Véase Liahona, febrero de 1978, págs. 60–61; véase también El milagro del perdón, págs. 300–301.

  11. The Miracle of Forgiveness, 1972, págs. 191, 192.

  12. The Miracle of Forgiveness, 1972, págs. 194, 195.

  13. “On Cheating Yourself”, New Era, abril de 1972, págs. 33, 34.

  14. Véase El milagro del perdón, pág. 272.

  15. El milagro del perdón, pág. 305.

  16. Véase El milagro del perdón, pág. 281.

  17. El milagro del perdón, pág. 305.

  18. En Conference Report, abril de 1955, pág. 98.

  19. Véase El milagro del perdón, pág. 308.

  20. Véase La fe precede al milagro, pág 198.

  21. En Conference Report, octubre de 1949, pág. 134.