2016
El divino poder de la gracia
Diciembre de 2016


El divino poder de la gracia

Del discurso de un devocional del Sistema Educativo de la Iglesia: “His Grace Is Sufficient for You”, pronunciado en la Universidad Brigham Young–Hawái, el 3 de junio de 2014. Para leer el texto completo [en inglés], vaya a devotional.byuh.edu.

La gracia tiene como fin permitirnos guardar más perfectamente los mandamientos y procurar andar de manera más piadosa, hasta que alcancemos la plena estatura de Cristo.

Imagen
Christ appears to the Nephites

Detalle de They Brought Their Little Children [Trajeron a sus pequeños], por Walter Rane, prohibida su reproducción.

De todos los atributos de Jesucristo, tal vez el más significativo sea que Él es “lleno de gracia” (Juan 1:14). En las Escrituras, el término gracia se refiere con mayor frecuencia a la disposición y poder divinos para bendecir, otorgar dones o actuar de manera benévola hacia los hombres. En el Diccionario bíblico en inglés leemos: “La idea principal del término [gracia] es: medios divinos de ayuda o fortaleza… La gracia es un poder habilitador” (“Grace” [Gracia]); permite que el beneficiario haga y sea lo que él o ella no puede hacer ni ser si se tiene que valer por sus propios medios.

Todos necesitamos ese tipo de poder habilitador. Somos los hijos y las hijas de Dios y, como tales, tenemos el potencial de llegar a ser como Él.

Nuestra incapacidad en espíritu y en cuerpo

Aunque se espera que logremos la “plenitud de Cristo” (Efesios 4:13), simplemente no podemos hacerlo por nosotros mismos. Cada uno de nosotros se compone de dos cosas: un espíritu eterno y un cuerpo mortal (véase Abraham 3:18). Nuestro espíritu eterno viene al mundo como producto de decisiones que tomamos en el mundo premortal. Esas decisiones premortales son parte de nuestra personalidad, carácter e inteligencia espiritual. Es importante destacar que no hay dos espíritus que sean iguales (véase Abraham 3:19); cada espíritu posee un grado diferente de inteligencia espiritual, o luz y verdad (véase D. y C. 93:36), según las decisiones que él o ella haya tomado en la vida premortal. Si bien al nacer el espíritu de cada uno de nosotros puede llegar limpio y puro a su cuerpo mortal, e incluso noble y grande, nuestro espíritu (el de ninguno de nosotros) no está aún perfectamente desarrollado a la medida de la plenitud de Cristo. La perfección del espíritu se puede procurar durante la escuela de la vida terrenal y la experiencia adicional del mundo de los espíritus, pero la perfección del espíritu no se logra, finalmente, sino hasta la resurrección.

Además de la imperfección actual de nuestros espíritus, nuestros cuerpos mortales también son imperfectos. No obstante lo maravillosos que son, nuestros cuerpos mortales están sujetos a la decadencia, el deterioro y la muerte, así como a deseos, apetitos y pasiones que previamente nos eran desconocidos. Bajo tales condiciones, es sumamente difícil someter completamente el cuerpo a la voluntad del espíritu. Con demasiada frecuencia, el espíritu cede a las órdenes del cuerpo. Algunos de los espíritus más extraordinarios que han venido a la tierra han tenido dificultades para dominar sus cuerpos físicos. “… mi corazón se entristece a causa de mi carne”, se lamentó Nefi. “Me veo circundado a causa de las tentaciones y pecados que tan fácilmente me asedian” (2 Nefi 4:17, 18; véase también el versículo 27).

La guerra entre el espíritu y el cuerpo se hace aún más difícil por otro hecho de la mortalidad. Nuestro cuerpo físico está construido con los materiales de un mundo “caído”, lo que le da a Satanás un determinado “poder de cautivar” (2 Nefi 2:29). El presidente Brigham Young (1801–1877) hizo la siguiente observación: “No supongáis que en la carne estaremos libres de tentaciones para pecar”, dijo. “Hay quienes suponen que su cuerpo y su espíritu pueden ser santificados en la carne, y que pueden llegar a ser tan puros que nunca más sentirán los efectos del poder que tiene el adversario de la verdad. Si fuera posible que una persona alcanzara ese grado de perfección en la carne, no podría morir ni permanecer en un mundo en el cual predomina el pecado… Creo que, mientras vivamos, sentiremos los efectos del pecado en un grado u otro y, finalmente, tendremos que pasar la difícil prueba de la muerte”1.

El divino poder de la gracia

Necesitamos un poder divino que pueda transformar nuestra alma, con todas nuestras debilidades y deficiencias actuales, en dioses con todas las fortalezas, virtudes y capacidades que ello conlleva. Afortunadamente, ese poder divino existe; es la gracia de Dios. Solo mediante el don de la gracia de Dios nos “será añadido” (Abraham 3:26) para que, con el tiempo, logremos la plenitud de Cristo. De hecho, así es exactamente como Cristo logró Su plenitud.

Tal como el Señor dijo a José Smith: “Lo que es de Dios es luz; y el que recibe luz y persevera en Dios, recibe más luz, y esa luz se hace más y más resplandeciente hasta el día perfecto” (D. y C. 50:24). No obstante, si tratamos las misericordiosas bendiciones que recibimos del Señor de manera casual, las dejamos de lado, o incluso hacemos caso omiso de ellas, entonces nos “serán retenidas las cosas mayores” (3 Nefi 26:10). En tales circunstancias, recibimos “en vano la gracia de Dios” (2 Corintios 6:1) y al final “[caeremos] de la gracia” (D. y C. 20:32) por completo.

Todo eso sugiere que hay que aprender a ser pacientes con nosotros mismos y los demás en nuestras debilidades e imperfecciones actuales, y que debemos aprender la perseverancia en el proceso inevitablemente gradual de progresar hacia la perfección.

Fe en Jesucristo

El comprender cómo se concede la gracia nos permite entender cómo algunos principios permiten plenamente que seamos llenos de gracia. La fe en Jesucristo es el primer principio que da acceso a la gracia (véase Romanos 5:1–2). La verdad, la esperanza, la acción y el testimonio ratificador son los elementos esenciales de la fe y son la vía para recibir la gracia del Señor.

Consideremos, por ejemplo, la experiencia que tuvo Pedro al caminar sobre el agua hacia donde estaba el Señor. Al igual que a veces nos sucede a nosotros, Pedro y los discípulos se encontraban en medio de un mar tempestuoso. Jesús fue a ellos, andando sobre el agua e invitándolos a que vinieran a Él. Con esperanza, Pedro se bajó de la barca en el tempestuoso mar y caminó hacia el Señor. Su esperanza en Cristo, junto con la acción decidida, le permitieron recibir el poder de caminar sobre el agua. Sin embargo, al mirar la tormenta a su alrededor, Pedro dudó y empezó a hundirse. “¡Señor, sálvame!”, exclamó. Como respuesta, las Escrituras registran que “al momento Jesús, extendiendo la mano, le sujetó” (Mateo 14:30–31). Cuando Pedro fijó la mirada en el Señor y actuó con fe, tuvo poder para hacer lo que no podía hacer por sí mismo: caminar sobre el agua.

Imagen
The Savior Walked on Water

Detalle de The Savior Walked on Water [El Salvador caminó sobre el agua], por Walter Rane, prohibida su reproducción.

Cuando Pedro quitó la vista del Señor y dudó, se apartó a sí mismo de ese poder, quedó a merced de su propio poder y comenzó a hundirse. Fíjense bien en la respuesta del Señor a la súplica de Pedro para que lo ayudara. “… al momento” extendió el Señor la mano para salvarlo. Esa es la clase de disponibilidad de la gracia del Señor en nuestros momentos de necesidad.

Arrepentimiento

El arrepentimiento es el segundo principio que permite que seamos llenos de gracia. Mormón enseñó: “… benditos son aquellos que quieran arrepentirse y escuchar la voz del Señor su Dios, porque son estos los que serán salvos. Y Dios conceda… que los hombres sean llevados al arrepentimiento y las buenas obras, para que les sea restaurada gracia por gracia, según sus obras” (Helamán 12:23–24). De ese pasaje de las Escrituras, es evidente que un corazón arrepentido y las buenas obras están en armonía con la gracia.

Consideren el ejemplo de Alma, hijo. Él, junto con los hijos de Mosíah, “habían sido los más viles pecadores” (Mosíah 28:4). Cuando el ángel del Señor se apareció a Alma, este se vio cara a cara con todos los pecados e iniquidades que había cometido en su vida. En ese momento, lo “[martirizó] un tormento eterno” (Alma 36:12). “… el solo pensar en volver a la presencia de mi Dios”, dijo, “atormentaba mi alma con indecible horror” (Alma 36:14). Pero Alma recordó que su padre había hablado acerca de que Jesucristo vendría para expiar los pecados del mundo. Ese recuerdo lo conmovió e hizo que clamara dentro de su corazón: “¡Oh Jesús, Hijo de Dios, ten misericordia de mí” (Alma 36:18). Al momento, “ya no [se pudo] acordar más de [sus] dolores” y “dejó de [atormentarlo] el recuerdo de [sus] pecados” (Alma 36:19).

Imagen
angel appears to Alma the Younger

DETALLE DE Alma, levántate, DE WALTER RANE, PROHIBIDA SU COPIA.

El arrepentimiento desgarrador de Alma dio paso a un poder que lo purificó y lo transformó en una nueva criatura. Ya no procuró destruir la Iglesia de Dios, sino que, por el resto de su vida, se esforzó por edificar la Iglesia tratando de ayudar a los demás a arrepentirse y a recibir el Espíritu Santo. La conversión de Alma, hijo, de ser uno de los más viles pecadores a profeta de Dios, es un ejemplo dramático del poder de la gracia del Señor tanto para justificar como para santificar a cada uno de nosotros.

Humildad

El tercer principio es la humildad. El Señor enseñó a Moroni: “… basta mi gracia a todos los hombres que se humillan ante mí; porque si se humillan ante mí, y tienen fe en mí, entonces haré que las cosas débiles sean fuertes para ellos” (Éter 12:27). El hacer que las cosas débiles sean fuertes es obra de la gracia.

Si la humildad es necesaria, bien podríamos preguntarnos qué es la humildad. En pocas palabras, la humildad es ceder la propia voluntad a la voluntad de Dios y dar a Él el honor de lo que se logra. En ese sentido, Jesucristo es nuestro ejemplo más sublime. Su humildad y sumisión se manifestaron claramente durante Su sacrificio expiatorio. Jesús oró: “Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú” (Mateo 26:39). En esa ocasión, Cristo fue lleno de la plenitud de la gracia de Dios.

Diligencia

El cuarto principio es la diligencia. Tal como Nefi enseñó a su pueblo: “… es por la gracia por la que nos salvamos, después de hacer cuanto podamos” (2 Nefi 25:23). Al leer este pasaje de las Escrituras, algunos tal vez piensen que la gracia de Dios se retiene hasta que hayamos dado nuestros mejores esfuerzos. Yo no lo interpreto así; hay demasiados ejemplos en donde la gracia de Dios se extiende al hombre sin que este haga nada. Por ejemplo, el poder de la resurrección se da a todos mediante la gracia de Dios, independientemente del esfuerzo individual. Yo entiendo que las palabras de Nefi de “hacer cuanto podamos” significan que la gracia de Dios se extiende a nosotros cuando somos diligentes. Tal como el élder Bruce C. Hafen, exmiembro de los Setenta, escribió: “El don de la gracia del Salvador para nosotros no se limita necesariamente en el tiempo a ‘después’ de hacer cuanto podamos. Podemos recibir Su gracia antes, durante y después del tiempo en que hacemos nuestro esfuerzo”2.

Consideren el ejemplo del hermano de Jared, a quien se le instruyó que construyera barcos y los utilizara para cruzar el océano. Paso a paso, el hermano de Jared fue diligente en seguir las instrucciones del Señor. Mientras terminaba los barcos, el hermano de Jared comenzó a preocuparse por la oscuridad que había dentro de ellos y le pidió al Señor que proporcionara luz. Aunque el Señor podría haberle proporcionado fácilmente al hermano de Jared una solución, en vez de ello preguntó: “¿Qué quieres que yo haga para que tengáis luz en vuestros barcos?” (Éter 2:23). Como respuesta, el hermano de Jared preparó diligentemente dieciséis piedras, las llevó ante el Señor y pidió que las tocara para “que brillaran en la oscuridad” (véase Éter 3:1–4).

El hermano de Jared no había terminado todo lo que el Señor le había dado para hacer; no obstante, el Señor extendió Su poder en beneficio del hermano de Jared y tocó cada una de las piedras a fin de que dieran la luz que necesitaban para el viaje previsto. De ese modo, el Señor mostró Su voluntad y disposición de extendernos Sus poderes divinos a medida que, con diligencia, hacemos lo mejor que podemos.

Obediencia

El quinto principio es la obediencia. “… si guardáis mis mandamientos”, dijo el Señor, “recibiréis gracia sobre gracia” (D. y C. 93:20). Moroni lo expresa así: “… y si os abstenéis de toda impiedad, y amáis a Dios con todo vuestro poder, mente y fuerza, entonces su gracia os es suficiente, para que por su gracia seáis perfectos en Cristo” (Moroni 10:32).

Sin menoscabar el mandato del Señor de guardar los mandamientos o el mandato de Moroni de abstenernos de toda impiedad, debemos entender que la gracia no depende de nuestro cumplimiento perfecto. Si la gracia dependiera de que guardásemos los mandamientos a la perfección o que nos abstuviésemos perfectamente de toda impiedad, nuestra constante imperfección en la mortalidad nos impediría por siempre adquirir la gracia. Después de todo, la gracia tiene como fin habilitarnos para guardar más perfectamente los mandamientos y procurar un camino más piadoso, hasta que alcancemos la plena estatura de Cristo.

Debemos entender que el mandamiento del Señor de guardar los mandamientos y el mandato de Moroni de abstenernos de toda impiedad son cosas que debemos hacer lo mejor que podamos. Si bien nuestras acciones son importantes, más importantes son las intenciones de nuestro corazón.

Recibir el Espíritu Santo y procurar los dones del Espíritu

El principio final es recibir el Espíritu Santo y procurar los dones del Espíritu (véase Mosíah 18:16). De hecho, somos llenos de la gracia de Dios cuando recibimos el Espíritu Santo, ya que es el Espíritu Santo quien distribuye y nos proporciona los poderes santificadores, habilitadores y perfeccionadores de Dios.

Con respecto a ello, el élder Parley P. Pratt (1807–1857), del Cuórum de los Doce Apóstoles, enseñó lo siguiente: “El don del Espíritu Santo… despierta todas las facultades intelectuales; aumenta, expande, amplía y purifica todas las pasiones y afectos naturales, y los adapta, por medio del don de la sabiduría, para su legítimo uso. Inspira, desarrolla, cultiva y sazona todas las más refinadas afinidades, gustos, alegrías, buenos sentimientos y afectos de nuestra naturaleza. Inspira virtud, amabilidad, bondad, ternura, gentileza y caridad; y hace florecer la belleza de la persona, del físico y de los rasgos. Tiende a dar salud, vigor, ánimo y sentimientos de sociabilidad. Vigoriza todas las facultades físicas e intelectuales del hombre; y fortalece y templa los nervios. En resumen, es, por así decirlo, médula a los huesos, regocijo al corazón, luz a los ojos, música a los oídos y vida para todo el ser”3.

Recibimos esas bendiciones al recibir el Espíritu Santo después de nuestro bautismo y confirmación. El élder Orson Pratt (1811–1881), del Cuórum de los Doce Apóstoles, enseñó que “cuando el Espíritu Santo reside en una persona, no solo la limpia, la santifica y la purifica, en la medida en que se sujete a Su influencia, sino que también le imparte algún don, para su propio beneficio y el de otras personas… Esos dones espirituales se distribuyen entre los miembros de la Iglesia de acuerdo con su fidelidad, circunstancias, aptitudes naturales, deberes y llamamientos, a fin de que todos puedan ser adecuadamente instruidos, confirmados, perfeccionados y salvos”4.

La suficiencia de la gracia de Dios

Jesucristo es lleno de gracia. Cristo adquirió las riquezas de Su gracia por parte de Su Padre, y lo hizo “gracia sobre gracia” (D. y C. 93:12). Del mismo modo, nosotros recibimos gracia sobre gracia y se nos dotará con todos los atributos y características de Dios. Por último, ese poder habilitador y perfeccionador de la gracia está disponible a través de los principios de la fe, el arrepentimiento, la humildad, la diligencia, la obediencia y el procurar el Espíritu y sus dones.

Imagen
empty tomb

He Is Not Here [No está aquí], por Walter Rane, prohibida su reproducción.

La gracia del Señor es suficiente para levantarlos de la muerte y del pecado y para dotarlos de vida eterna; es suficiente para cambiarlos, transformarlos y perfeccionarlos; es suficiente para permitirles obtener plenamente su potencial divino como hijo o hija de Dios.

Notas

  1. Brigham Young, en Deseret News, 3 de junio de 1863.

  2. Bruce C. Hafen, The Broken Heart: Applying the Atonement to Life’s Experiences,1989, págs. 155–156.

  3. Parley P. Pratt, Key to the Science of Theology: A Voice of Warning, 1978, pág. 61.

  4. Orson Pratt, en Masterful Discourses and Writings of Orson Pratt, comp. N. Lundwall, 1962, págs. 570, 571.