2006
El propósito de la vida
Agosto de 2006


La plenitud del Evangelio

El propósito de la vida

Una serie de artículos que examinan las doctrinas que son exclusivas de La Iglesia Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.

No podemos comprender el propósito de esta vida terrenal —por qué estamos aquí— a menos que primero comprendamos quiénes somos, de dónde vinimos y cuál es nuestro destino eterno. Estas verdades, que se encuentran en las Escrituras y que fueron restauradas por conducto del profeta José Smith, nos enseñan que literalmente somos hijos espirituales de Dios, que vivimos con Él en la existencia preterrenal y que llevamos en nuestro interior las semillas de la divinidad, el potencial de llegar a ser como Él es. Ése fue nuestro mayor deseo en el mundo preterrenal, y para hacerlo realidad sabíamos que tendríamos que abandonar Su presencia, obtener un cuerpo físico, aprender a caminar por la fe y, mediante la Expiación de Jesucristo, llegar a ser sumisos, mansos, humildes, pacientes y llenos de amor (véase Mosíah 3:19).

Un cuerpo físico

“Adán cayó para que los hombres existiesen”, declaró Lehi, “y existen los hombres para que tengan gozo” (2 Nefi 2:25). No obstante, no podemos alcanzar el gozo eterno que disfruta nuestro Padre Celestial a menos que poseamos un cuerpo físico glorificado y resucitado. “…Los elementos son eternos”, enseña el Señor, “y espíritu y elemento, inseparablemente unidos, reciben una plenitud de gozo” (D. y C. 93:33–34).

Todas las personas que vienen a esta tierra y obtienen un cuerpo mortal resucitarán, pero la gloria y el gozo de la vida eterna en la presencia de Dios se reservan para quienes “vencen por la fe” (D. y C. 76:53) en el Señor Jesucristo. “Vinimos a este mundo con objeto de obtener un cuerpo”, enseñó el profeta José Smith, “y… presentarlo puro ante Dios en el reino celestial”1.

El élder Dallin H. Oaks, del Quórum de los Doce Apóstoles, amplió este concepto: “Creemos que el propósito de la vida terrenal es adquirir un cuerpo físico y que, por medio de la expiación de Jesucristo y de la obediencia a las leyes y ordenanzas del Evangelio, podemos cumplir con los requisitos para obtener el estado celestial, glorificado y resucitado llamado exaltación o vida eterna”2.

Andamos por fe, no por vista

Durante nuestra vida preterrenal, estuvimos en la presencia de Dios. Andábamos según lo que veíamos. Sin embargo, en esta vida, como nos recuerda el apóstol Pablo: “por fe andamos, no por vista” (2 Corintios 5:7). Las Escrituras nos enseñan: “Es… la fe… la convicción de lo que no se ve” (Hebreos 11:1; cursiva agregada), y también: “…si tenéis fe, tenéis esperanza en cosas que no se ven, y que son verdaderas” (Alma 32:21). El andar por vista restringe nuestra capacidad de progresar y de ejercer la fe.

“…sin fe es imposible agradar a Dios” (Hebreos 11:6). No podemos salvarnos sin fe en Jesucristo. Cuando vivíamos en la presencia de Dios, éramos capaces de adquirir y de ejercer cierto grado de fe, pero era necesario que saliésemos de Su presencia y que por nuestra memoria pasara un velo, con el fin de que lográramos la fe suficiente para tener acceso a la vida eterna.

Moroni explaya la idea de que “la fe es las cosas que se esperan y no se ven” y nos explica que Dios no nos concede la certeza sino hasta que se ponga a prueba nuestra fe: “…no contendáis porque no veis, porque no recibís ningún testimonio sino hasta después de la prueba de vuestra fe” (Éter 12:6). Por tanto, otro de los propósitos principales de abandonar la presencia de Dios y de venir a la tierra consiste en poner a prueba nuestra fe.

“Los probaremos”

En la Perla de Gran Precio se relata la visión que Abraham tuvo de la existencia preterrenal. Dirigiéndose a los espíritus “que se hallaban con él” en el mundo preterrenal, Jesucristo dijo: “…haremos una tierra sobre la cual éstos puedan morar; y con esto los probaremos, para ver si harán todas las cosas que el Señor su Dios les mandare” (Abraham 3:24–25). Esta vida, por tanto, se convierte en un periodo de prueba, “un estado de probación” (Alma 12:24), un tiempo para demostrar que somos capaces de aferrarnos al poder de la expiación de Cristo y ser santificados, como Él.

Esta prueba de nuestra fe determina si haremos o no “todas las cosas que el Señor [nuestro] Dios [nos] mandare”. Para superar la prueba de la vida terrenal, debemos arrepentirnos de nuestros pecados, recibir las ordenanzas esenciales, concertar convenios con Dios y guardarlos y perseverar en la rectitud hasta el fin. No obstante, al Señor no sólo le preocupa lo que hagamos en esta vida, sino que también se interesa en sumo grado por lo que somos y lo que lleguemos a ser. “…el Señor requiere el corazón y una mente bien dispuesta” (D. y C. 64:34). También requiere que cada uno de nosotros lleguemos a ser “santo[s] por la expiación de Cristo el Señor” y seamos “como un niño: sumiso, manso, humilde, paciente, lleno de amor y dispuesto a someterse a cuanto el Señor juzgue conveniente imponer sobre él, tal como un niño se somete a su padre” (Mosíah 3:19). Él espera que vengamos a Él y que experimentemos “un potente cambio… en nuestros corazones” y que ya no tengamos “más disposición a obrar mal, sino a hacer lo bueno continuamente” (Mosíah 5:2).

La verdadera prueba de la vida terrenal es ver si estaremos dispuestos a aceptar al Salvador de todo corazón, a aplicar Su sangre expiatoria a nuestra vida, a hacer “cuanto podamos” (2 Nefi 25:23) por guardar Sus mandamientos y, por último, a ser perfectos en Cristo por la gracia de Dios (véase Moroni 10:32).

Notas

  1. Enseñanzas del Profeta José Smith, pág. 217.

  2. “La Apostasía y la Restauración”, Liahona, mayo de 1995, pág. 95.