2010–2019
El poder del sacerdocio
Abril 2011


El poder del sacerdocio

Que hoy y siempre seamos dignos receptores del divino poder del sacerdocio que poseemos. Que bendiga nuestras vidas y que lo usemos para bendecir la vida de los demás.

He orado y meditado mucho acerca de qué decirles esta noche. No deseo ofender a nadie. Pensé: “¿Cuáles son los desafíos que tenemos? ¿Con qué me enfrento cada día que causa que llore, a veces hasta altas horas de la noche?”. Pensé que trataría de hablar de algunos de esos desafíos esta noche. Algunos se aplicarán a los hombres jóvenes; algunos se aplicarán a los de mediana edad; algunos se aplicarán a quienes son un poco mayores que los de la mediana edad. De los ancianos no hablamos.

Por lo tanto, simplemente quiero comenzar declarando que ha sido bueno para nosotros estar juntos esta noche. Hemos escuchado mensajes extraordinarios y oportunos sobre el sacerdocio de Dios. Yo, al igual que ustedes, he sido elevado e inspirado.

Esta noche quiero abordar temas que he tenido muy presentes últimamente y que he tenido la impresión de que debo compartir con ustedes. De una forma u otra, todos tienen que ver con la dignidad personal requerida para recibir y ejercer el sagrado poder del sacerdocio que poseemos.

Permítanme empezar leyéndoles de la sección 121 de Doctrina y Convenios:

“…los derechos del sacerdocio están inseparablemente unidos a los poderes del cielo, y… éstos no pueden ser gobernados ni manejados sino conforme a los principios de la rectitud.

“Es cierto que se nos pueden conferir; pero cuando intentamos encubrir nuestros pecados, o satisfacer nuestro orgullo, nuestra vana ambición, o ejercer mando, dominio o compulsión sobre las almas de los hijos de los hombres, en cualquier grado de injusticia, he aquí, los cielos se retiran, el Espíritu del Señor es ofendido, y cuando se aparta, se acabó el sacerdocio o autoridad de tal hombre”1.

Hermanos, ésas son las palabras definitivas del Señor en cuanto a Su autoridad divina. No podemos tener dudas en cuanto a la obligación que esto nos impone a cada uno de los que poseemos el sacerdocio de Dios.

Hemos venido a la tierra en tiempos difíciles. La brújula moral de las masas gradualmente ha cambiado al punto de aceptar “prácticamente cualquier cosa”.

He vivido lo suficiente para haber presenciado gran parte de la metamorfosis de la moralidad de la sociedad. Si bien antes las normas de la Iglesia eran casi todas compatibles con las de la sociedad, ahora nos divide un gran abismo que cada vez se agranda más.

Muchas películas y programas de televisión presentan comportamientos que se encuentran en oposición directa a las leyes de Dios. No se sometan ustedes a la insinuación y a la indecencia explícita que con mucha frecuencia se ve allí. Las letras de gran parte de la música actual caen en la misma categoría. Lo profano, que es tan prevalente a nuestro alrededor hoy, jamás se habría tolerado en un pasado no muy distante. Lamentablemente, se toma en vano el nombre del Señor una y otra vez. Recordemos juntos el mandamiento —uno de los diez— que el Señor reveló a Moisés en el monte Sinaí: “No tomarás el nombre de Jehová tu Dios en vano, porque no dará por inocente Jehová al que tomare su nombre en vano”2. Lamento que cualquiera de nosotros estemos sujetos a un lenguaje profano, y les ruego que no lo empleen. Les imploro que no digan ni hagan nada de lo que no puedan sentirse orgullosos.

Manténganse totalmente alejados de la pornografía; nunca se permitan verla; jamás. Se ha demostrado que es una adicción la cual es muy difícil de vencer. Eviten el consumo de alcohol y tabaco y cualquier otra droga, que también son adicciones que les costará mucho superar.

¿Qué los protegerá del pecado y la maldad que los rodea? Sostengo que un testimonio firme de nuestro Salvador y de Su evangelio los ayudará a mantenerse a salvo. Si no han leído el Libro de Mormón, léanlo. No les pediré que levanten la mano. Si lo hacen con oración y con el deseo sincero de saber la verdad, el Espíritu Santo les manifestará que es verdadero. Si es verdadero, y lo es, entonces José Smith fue un profeta que vio a Dios el Padre y a Su Hijo Jesucristo. La Iglesia es verdadera. Si aún no tienen un testimonio de estas cosas, hagan lo necesario para obtenerlo. Es esencial que tengan un testimonio propio, ya que los testimonios de los demás sólo les servirán hasta cierto punto. Una vez que se obtiene, el testimonio debe mantenerse activo y vivo por medio de la obediencia a los mandamientos de Dios y mediante la oración y el estudio de las Escrituras con regularidad. Asistan a la Iglesia. Ustedes, jóvenes, asistan a seminario o instituto si tienen esa oportunidad.

Si hubiese algo que no está bien en su vida, tienen disponible una salida. Dejen toda iniquidad; hablen con el obispo. Sea cual sea el problema, se puede resolver mediante el debido arrepentimiento. Pueden volver a ser limpios. Al hablar de aquellos que se arrepienten, dijo el Señor: “…aunque vuestros pecados sean como la grana, como la nieve serán emblanquecidos…”3, “…y yo, el Señor, no los recuerdo más”4.

El Salvador de la humanidad se describió a sí mismo diciendo que estaba en el mundo sin ser del mundo5. Nosotros también podemos estar en el mundo sin ser del mundo al rechazar los conceptos falsos y las enseñanzas falsas, y ser fieles a lo que Dios nos ha mandado.

Ahora bien, últimamente he pensado mucho en ustedes jóvenes que están en edad de casarse pero que no han sentido el deseo de hacerlo. Veo que hay jóvenes encantadoras que desean casarse y criar una familia; sin embargo, sus oportunidades se ven limitadas porque hay tantos varones jóvenes que están postergando el matrimonio.

Esta situación no es nueva. Es mucho lo que han dicho sobre este tema los presidentes anteriores de la Iglesia. Compartiré con ustedes sólo uno o dos ejemplos de lo que aconsejaron.

Dijo el presidente Harold B. Lee: “…no estamos cumpliendo con nuestra responsabilidad como poseedores del sacerdocio si dejamos pasar la edad de casarnos y nos abstenemos de casarnos de manera honorable con una de estas adorables jóvenes”6.

El presidente Gordon B. Hinckley dijo lo siguiente: “Mi corazón se enternece por… las hermanas solteras que deseen casarse y no encuentran con quién hacerlo… Tengo mucho menos lástima de los jóvenes, que bajo las costumbres de nuestra sociedad tienen el privilegio de tomar la iniciativa en esos casos y sin embargo muchas veces no lo hacen”7.

Soy consciente de que hay muchas razones por las cuales pueden estar dudando en cuanto a tomar el paso de casarse. Si les preocupa el proveer económicamente para una esposa y una familia, permítanme asegurarles que no tiene nada de bochornoso el que una pareja sea frugal y economice. Por lo general, es durante estas épocas desafiantes que se unirán más como pareja al aprender a sacrificarse y tomar decisiones difíciles. Tal vez tengan miedo de tomar la decisión equivocada, a lo cual les digo que tienen que ejercer fe. Busquen a alguien con quien sean compatibles. Reconozcan que no les será posible anticipar cada reto que se pueda presentar; pero estén seguros de que pueden solucionar casi todo si son ingeniosos y están dedicados a hacer que el matrimonio salga adelante.

Tal vez estén divirtiéndose demasiado al estar solteros, tomando vacaciones extravagantes, comprando automóviles y juguetes costosos, y básicamente gozando de una vida despreocupada con los amigos. Me he topado con grupos de ustedes que salen juntos, y admito que me he preguntado por qué no están con las jovencitas.

Hermanos, llega el momento en que hay que pensar seriamente en casarse y buscar una compañera con la que quieran pasar la eternidad. Si escogen con prudencia, y si están dedicados al éxito del matrimonio, no hay nada en la vida que les traerá más felicidad.

Cuando se casen, háganlo en la casa del Señor. Para los que poseen el sacerdocio no debería haber otra opción. Tengan cuidado, no sea que dejen de ser dignos de poder casarse allí. Pueden mantener el cortejo dentro de los límites adecuados y aun así pasarlo muy bien.

Ahora, hermanos, paso a otro tema sobre el cual tengo la impresión de que debo hablarles. En los tres años que han pasado desde que me sostuvieron como presidente de la Iglesia, creo que la responsabilidad más triste y desalentadora que tengo es la de tratar con las cancelaciones de sellamientos. Cada una se vio precedida por un matrimonio dichoso en la casa del Señor, en el que una pareja llena de amor empezaba la vida lado a lado, esperando con anhelo pasar el resto de la eternidad juntos. Después pasan los meses y los años y, por alguna razón, el amor muere. Tal vez sea el resultado de problemas económicos, falta de comunicación, malhumores descontrolados, interferencia de los suegros o el quedar atrapados en el pecado. Hay muchas razones. En la mayoría de los casos, el divorcio no tiene que ser el resultado.

La gran mayoría de las cancelaciones de sellamientos las solicitan mujeres que intentaron con desesperación hacer que el matrimonio saliera adelante pero que, en el análisis final, no pudieron sobrellevar los problemas.

Escojan a la compañera con cuidado y en oración, y cuando estén casados, sean ferozmente leales el uno al otro. Una pequeña placa enmarcada que una vez vi en la casa de un tío y una tía, ofrece un consejo invalorable con estas palabras: “Escoge a quien amar; ama a quien escojas”. Esas pocas palabras encierran mucha sabiduría. La dedicación en el matrimonio es absolutamente esencial.

Su esposa es su igual. En el matrimonio ninguno de los dos es superior o inferior al otro, caminan lado a lado como hijo e hija de Dios. No se la debe degradar ni insultar sino que se la debe respetar y amar. Dijo el presidente Gordon B. Hinckley: “Cualquier hombre de esta Iglesia que… ejerza injusto dominio sobre [su esposa], es indigno de poseer el sacerdocio. A pesar de que haya sido ordenado, los cielos se retirarán, el Espíritu del Señor será ofendido y se acabará la autoridad del sacerdocio de ese hombre”8.

El presidente Howard W. Hunter dijo lo siguiente en cuanto al matrimonio: “Ser felices y tener éxito en el matrimonio por lo general no es tanto cuestión de casarse con la persona indicada sino de ser la persona indicada”. Eso me gusta. “El esfuerzo consciente por hacer nuestra parte de la mejor manera posible es el elemento más importante que contribuye al éxito”9.

Hace muchos años, en el barrio que yo presidía como obispo, vivía una pareja que a menudo tenía desacuerdos muy serios y acalorados. Desacuerdos realmente serios. Cada uno de ellos estaba seguro de su postura; ninguno quería ceder. Cuando no discutían, tenían lo que yo calificaría como una tregua tensa.

Una madrugada, a las 2:00 de la mañana, recibí una llamada telefónica de la pareja; querían conversar conmigo y querían hacerlo en ese momento. Me obligué a salir de la cama, me vestí y fui a su casa. Estaban sentados en lados opuestos de la sala sin hablarse. La esposa se comunicaba con el marido hablándome a mí, y él también le contestaba hablándome a mí. Pensé: “¿Cómo vamos a hacer para unir a esta pareja?”.

Oré pidiendo inspiración, y me vino la idea de hacerles una pregunta. Les dije: “¿Hace cuánto que no van al templo a presenciar un sellamiento?”. Los dos admitieron que hacía mucho. Por lo demás, eran personas dignas que tenían recomendaciones para el templo y que asistían al templo y hacían ordenanzas por los demás.

Les dije: “¿Me acompañan al templo el miércoles por la mañana a las ocho en punto? Vamos a presenciar una ceremonia de sellamiento allí”.

Al unísono preguntaron: “¿De quién es la ceremonia?”

Yo les respondí: “No sé; será la de quien se case esa mañana”.

El miércoles siguiente, a la hora señalada, nos encontramos en el Templo de Salt Lake. Los tres entramos a una de las hermosas salas de sellamiento sin conocer a nadie en el cuarto, salvo al élder ElRay L. Christiansen, que entonces era ayudante del Quórum de los Doce, un cargo de Autoridad General que existía en esa época. Esa mañana el élder Christiansen tenía programado llevar a cabo la ceremonia de sellamiento de una pareja de novios en ese cuarto. Estoy seguro de que la novia y su familia pensaron: “Ellos deben ser amigos del novio”, y que la familia del novio pensó: “Ellos deben ser amigos de la novia”. Mi pareja estaba sentada en una pequeña banqueta como a medio metro uno del otro.

El élder Christiansen empezó ofreciendo consejos a la pareja que se iba a casar, y lo hizo de forma hermosa. Habló de que el esposo debe amar a su esposa, que debe tratarla con respeto y cortesía y honrarla como el corazón del hogar. Después le habló a la novia sobre honrar a su marido como el cabeza de hogar y ser un apoyo para él en todos los aspectos.

Me di cuenta de que a medida que el élder Christiansen les hablaba a los novios, mi pareja se iba acercando cada vez más, y pronto estaban sentados uno junto al otro. Lo que me agradó fue que los dos se acercaban más o menos al mismo ritmo. Al terminar la ceremonia, mi pareja estaba sentada uno tan cerca del otro como si ellos fuesen los recién casados; y los dos estaban sonriendo.

Ese día nos fuimos del templo sin que nadie supiera quiénes éramos o por qué habíamos ido, pero mis amigos iban de la mano al salir por la puerta principal. Habían dejado sus diferencias de lado, y yo no tuve que decir ni una palabra. Sucede que recordaron el día de su propio matrimonio y los convenios que habían hecho en la casa de Dios. Se habían comprometido a volver a empezar y a esforzarse más esta vez.

Si alguno de ustedes enfrenta dificultades en su matrimonio, los insto a que hagan todo lo posible para corregir lo necesario a fin de que sean tan felices como lo eran cuando su matrimonio comenzó. Los que nos casamos en la casa del Señor lo hacemos por esta vida y por toda la eternidad; y luego debemos hacer el esfuerzo necesario para que eso sea realidad. Soy consciente de que hay situaciones en las que los matrimonios no se pueden salvar, pero estoy convencido de que por lo general se los puede y se los debe salvar. No dejen que su matrimonio llegue al punto de estar en peligro.

El presidente Hinckley enseñó que depende de cada uno de nosotros que poseemos el sacerdocio de Dios el disciplinarnos para estar por encima de las costumbres del mundo. Es esencial que seamos hombres honorables y decentes. Nuestras acciones tienen que ser intachables.

Las palabras que decimos, cómo tratamos a los demás y la forma en que vivimos impactan nuestra eficacia como hombres y jóvenes que poseemos el sacerdocio.

El don del sacerdocio es inestimable. Conlleva la autoridad de actuar como siervos de Dios, de bendecir a los enfermos, bendecir a nuestras familias y también a los demás. Su autoridad puede extenderse más allá del velo de la muerte, hasta las eternidades. “No hay nada que se le compare en todo el mundo; protéjanlo, atesórenlo… y vivan de modo que sean dignos de él”10.

Mis queridos hermanos, que la rectitud guíe cada uno de nuestros pasos al viajar por esta vida. Que hoy y siempre seamos dignos receptores del divino poder del sacerdocio que poseemos. Que bendiga nuestras vidas y que lo usemos para bendecir la vida de los demás como lo hizo Él que vivió y murió por nosotros, Jesucristo, nuestro Señor y Salvador. Éste es mi ruego, en Su sagrado nombre, Su santo nombre. Amén.

  1. Doctrina y Convenios 121:36–37.

  2. Éxodo 20:7.

  3. Isaías 1:18.

  4. Doctrina y Convenios 58:42.

  5. Véase Juan 17:14; Doctrina y Convenios 49:5.

  6. “El discurso del president Harold B. Lee de la Sesión General del Sacerdocio”, Ensign, enero de 1974, pág. 100.

  7. Véase Gordon B. Hinckley, “Lo que Dios ha unido”, Liahona, julio de 1991, pág. 78.

  8. Gordon B. Hinckley, “La dignidad personal para ejercer el sacerdocio”, Liahona, julio de 2002, pág. 60.

  9. The Teachings of Howard W. Hunter, ed. Clyde J. Williams, 1997, pág. 130.

  10. Véase Gordon B. Hinckley, Liahona, julio de 2002, pág. 61.