2000–2009
Él nos conoce; Él nos ama
Octubre 2003


Él nos conoce; Él nos ama

El Señor… sabe quiénes somos y dónde estamos, y Él sabe quién necesita nuestra ayuda.

José Smith, a los catorce años de edad tiene que haber sido uno de los seres humanos más desconocidos sobre la tierra y, no obstante, el Dios del cielo le conocía y le llamó por su nombre en la Arboleda Sagrada. Creo que el Señor conoce mi nombre y también el nombre de ustedes.

En la Primaria enseñamos a los niños que todos los seres humanos son hijos de Dios y que su Padre Celestial los conoce y los ama. Los líderes de la Primaria y del sacerdocio ejemplifican lo que haría el Salvador cuando llaman a un niño por su nombre. Jesús dijo: “Yo soy el buen pastor; y conozco mis ovejas, y las mías me conocen”1. Las Escrituras testifican: “…y a sus ovejas llama por nombre, y las saca…”2.

El Señor no sólo sabe quiénes somos, sino que Él sabe dónde estamos y nos guía a hacer lo bueno. Un día, una madre de familia que conozco tuvo la fuerte sensación de llamar por teléfono a su hija. (Esto siempre ocurre a las madres.) Era mediodía y se hallaba en el trabajo, por lo que la llamada fue inusitada. Para su sorpresa, el yerno contestó el teléfono; él tampoco suele estar en casa los días laborables. Al pasar el teléfono a su esposa, le dijo: “Es tu mamá con su habitual inspiración”.

Acababan de regresar a casa tras haber ido a ver al médico. La joven se puso al habla conteniendo las lágrimas y le dijo: “Mamá, la ecografía revela que el cordón umbilical da dos vueltas al cuello del niño. El médico dice que no hay más remedio que practicar una operación cesárea y muy pronto”. En seguida, le expresó el verdadero motivo de su angustia: “¡Y dice que no podré levantar nada que pese más que el niño durante cuatro semanas!”. Necesitaba la constancia tranquilizadora, antes de someterse a la intervención, de que el Señor conocía su imperiosa necesidad y de que la amaba, así como de que alguien cuidaría en casa de sus tres hijos, que eran aún muy pequeños. Cuando las madres —y los padres— ruegan al Señor que bendiga y fortalezca a su familia, Él les señala el camino.

La hermana Gayle Clegg, de la presidencia general de la Primaria, y su esposo vivieron un número de años en Brasil. Hace poco, ella fue a Japón por una asignación de la Primaria. Al llegar a la capilla el domingo, se fijó en que, entre los santos japoneses, había una familia brasileña. Dijo que echó de ver en seguida que eran brasileños. Tuvo tan sólo un minuto para saludarlos y, si bien la madre y los hijos le parecieron muy entusiastas, advirtió que el padre estaba algo taciturno. “Tendré ocasión de conversar con ellos después de la reunión”, pensó, mientras la conducían a su asiento en el estrado. Dio su mensaje en inglés, el cual se tradujo al japonés; en seguida, sintió que debía expresar su testimonio también en portugués. Vaciló un poco, puesto que no había traductores de portugués y el 98 por ciento de la gente no entendería lo que ella diría.

Después de la reunión, el padre de la familia brasileña se acercó a ella y le dijo: “Hermana, las costumbres aquí son muy diferentes y me he sentido muy solo. Es difícil venir a la Iglesia y no entender nada. A veces me pregunto si no sería preferible quedarme en casa leyendo las Escrituras. Le dije a mi esposa: ‘Voy a probar una vez más a ir la Iglesia’, y he venido hoy a lo que pensé sería la última vez. Cuando usted dio su testimonio en portugués, el Espíritu me enterneció el corazón y supe que era aquí donde debía estar. Dios sabe que estoy aquí, y Él me ayudará”. Y se unió a los demás en la tarea de guardar las sillas.

¿Fue casualidad que la única hermana miembro de la presidencia de la Primaria que habla portugués haya sido enviada a Japón en lugar de a Portugal? ¿O fue porque el Señor sabía que allá alguien necesitaba lo que sólo ella podía dar, y ella tuvo la valentía de seguir la inspiración del Espíritu? Una de las grandes bendiciones de tener un llamamiento en la Iglesia es que el Señor, por medio de Su Espíritu, nos inspirará para ayudar a aquellos a quienes hemos sido llamados a servir.

Toda persona que paga un diezmo íntegro puede testificar que las bendiciones del Señor se reciben en forma personal para satisfacer las necesidades individuales. El Señor ha prometido que, si pagamos nuestro diezmo, Él abrirá las ventanas de los cielos y derramará sobre nosotros bendición hasta que sobreabunde3.

Hace muchos años, John Orth trabajaba en una fundición en Australia y, al ocurrir un accidente espantoso, plomo derretido le salpicó el rostro y el cuerpo. Le dieron una bendición de salud y recuperó parte de la visión del ojo derecho, pero quedó totalmente ciego del ojo izquierdo. Debido a ese menoscabo de la vista, perdió el trabajo. Intentó conseguir empleo con la familia de su esposa, pero ellos perdieron el negocio por la crisis económica de la época. Entonces se vio obligado a ir de casa en casa buscando trabajos pequeños que hacer y pidiendo dádivas en comestibles y ropa para comprar alimentos y pagar el alquiler.

Un año no pagó ningún diezmo y fue a hablar con el presidente de la rama. Si bien éste comprendió la situación, pidió a John que orara y ayunara para hallar la forma de pagar el diezmo. John y su esposa, Alice, ayunaron y oraron, y decidieron que lo único de valor que poseían era el anillo de compromiso de ella: una hermosa sortija comprada en tiempos más prósperos. Tras mucho pesar, resolvieron llevar el anillo a una casa de empeños, donde se enteraron de que éste valía lo suficiente para pagar su diezmo y otras facturas pendientes. Aquel domingo, él fue a ver al presidente de rama y pagó su diezmo. Cuando salía de la oficina del obispo, acertó a encontrarse con el presidente de la misión, quien se fijó en lo lesionados que tenía los ojos.

El hijo del hermano Orth, que ahora es obispo en Adelaide, Australia, posteriormente escribió: “Nos figuramos que [el presidente de la misión] era oftalmólogo porque todos le llamaban el presidente doctor Rees. Él habló con papá, le examinó los ojos y le dio sugerencias para mejorar la vista. Papá siguió su consejo… y con el tiempo, recuperó la vista: el 15 por ciento en el ojo izquierdo y el 95 por ciento en el derecho; y con la ayuda de lentes, volvió a ver”4. Tras haber recobrado la visión, John ya nunca estuvo otra vez sin trabajo; desempeñó la sortija, que ahora es una reliquia familiar, y pagó un diezmo íntegro el resto de su vida. El Señor conocía a John Orth y también sabía quién podía ayudarle.

“El presidente doctor Rees” era el padre de mi madre, y es probable que nunca haya sabido del milagro que se efectuó aquel día. Generaciones fueron bendecidas gracias a que una familia decidió pagar su diezmo a pesar de las dificultades. Y entonces el padre de esa familia “acertó a” conocer a una persona que “por casualidad” era cirujano oftalmólogo, quien pudo cambiar el rumbo de su vida. Aun cuando haya quienes se inclinen a pensar que ésas son tan sólo coincidencias, yo sé que ni siquiera un pajarillo cae a tierra sin que Dios lo sepa5.

Nuestra familia no se enteró de ese suceso sino hasta hace dos años; pero sí sabemos esto de nuestro abuelo: que amaba al Señor y que procuró servirle toda su vida. Y sí sabemos esto del Señor: que Él sabe quiénes somos y dónde estamos, y que Él sabe quién necesita nuestra ayuda.

Los he visto a ustedes, los miembros de la Iglesia, que conocen al Señor y le aman, decir a una persona joven que luchaba por hallar el camino recto: “Dios te ama. Él anhela que salgas adelante con éxito. Su mayor deseo es bendecirte”. Los he oído testificar a una persona amiga que había perdido a un ser querido: “Sé que hay vida después de esta vida. Sé que su hijo sigue existiendo y que usted volverá a verle y a estar con él”. He visto a muchos de ustedes decir a una desalentada madre joven: “Permítame ayudarle; lo que usted hace es la labor más importante del mundo”. He visto a las personas a las que ustedes han alentado no sólo reconocer su afecto, sino sentir también el amor y el poder del Señor al testificarles Su Espíritu que lo que ustedes han dicho es verdadero.

¿Quién nos separará del amor de Cristo? Sé, al igual que Pablo, que ninguna tribulación, ni la vida ni la muerte, ni ninguna otra circunstancia nos podrá separar de Su amor6.

El Salvador dio Su vida por cada uno de nosotros. Él conoce nuestras alegrías y nuestros pesares. Él sabe mi nombre y el nombre de ustedes. Cuando hacemos convenio con Él en el bautismo, prometemos guardar Sus mandamientos, recordarle siempre y tomar Su nombre sobre nosotros. Por último, Su nombre es el nombre por el cual deseamos ser llamados, puesto que “no se dará otro nombre, ni otra senda ni medio, por el cual la salvación llegue a los hijos de los hombres, sino en el nombre de Cristo, el Señor Omnipotente, y por medio de ese nombre”7. Doy mi testimonio de que Él vive, de que nos ama y nos llama por nuestro respectivo nombre a venir a Él. En el nombre de Jesucristo. Amén.

  1. Juan 10:14.

  2. Juan 10:3.

  3. Véase Malaquías 3:10.

  4. Carta de J. Orth, fechada el 13 de diciembre de 2001.

  5. Véase Mateo 10:29.

  6. Véase Romanos 8:35–39.

  7. Mosíah 3:17.