1990–1999
“No está aquí, sino que ha resucitado”
Abril 1999


“No Está Aquí, Sino Que Ha Resucitado”

“Esas sencillas palabras: ‘No está aquí, sino que ha resucitado’, se han convertido en las palabras más profundas de toda la literatura … son el cumplimiento de todo lo que Él había hablado concerniente a levantarse de nuevo”.

Mis hermanos y hermanas, estoy tan profundamente agradecido de estar ante ustedes. De entre todos los hombres, me siento muy bendecido. Soy bendecido por el amor que me brindan; a dondequiera que voy, todos son tan amables conmigo. Soy bendecido por la fe que demuestran. Su formidable servicio, devoción y lealtad se convierten en parte de mi propia fe. Son en verdad maravillosos. Es claramente obvio que el Evangelio, cuando se vive, hace que las personas sean mejores de lo que lo serían sin él.

Cuán generosos son con su tiempo y recursos. A lo largo de este extenso mundo ustedes prestan ser. vicio para edificar el reino de nuestro Padre y para llevar adelante Su obra.

La semana pasada hice una llamada telefónica a un hermano jubilado. Él ha servido como presidente de misión y actualmente él y su esposa prestan servicio como misioneros. Le pregunté si estaría dispuesto a ir a presidir un templo nuevo. Le embargó la emoción; no pudo contener las lágrimas ni articular palabra. Él y su esposa dejarán a sus hijos y nietos por un largo período de tiempo para servir al Señor en otro llamamiento. ¿Extrañarán a sus nietos? Claro que sí, pero irán y servirán fielmente.

Cuán agradecido estoy por la devoción y la lealtad de los miembros de la Iglesia de toda la tierra quienes responden a todo llamamiento, sin importar los inconvenientes ni las comodidades de las que se tengan que privar.

Pero de todas las cosas por las que me siento agradecido, lo que más agradezco esta mañana de Pascua es el don de mi Señor y mi Redentor. Es el día de Pascua, tiempo en que, junto con todo el mundo cristiano, conmemoramos la resurrección de Jesucristo.

Esto no fue una cosa común y corriente; fue el acontecimiento más grandioso en la historia de la humanidad, y no vacilo en afirmarlo.

“Si el hombre muriere, ¿volverá a vivir?”, preguntó Job (Job 14:14). Ninguna pregunta es más importante que esa.

Aquellos de nosotros que vivimos rodeados de comodidades y seguridad raras veces nos ponemos a pensar en la muerte; nuestras mentes están absortas en otras cosas. Sin embargo, no hay nada que sea más seguro, nada que sea más universal, nada que sea más definitivo que el término de la vida terrenal. Nadie se puede escapar de ella, nadie.

He estado ante la tumba de Napoleón en París, ante la tumba de Lenin en Moscú, y ante los lugares donde están sepultados muchos otros líderes ilustres de la tierra. En una época estuvieron al mando de ejércitos, gobernaron con poder casi omnipotente, e incluso sus propias palabras provocaban terror en el corazón de la gente. Con reverencia he caminado por algunos de los famosos cementerios del mundo. He meditado tranquila y detenidamente al encontrarme en el cementerio militar de Manila, en las Filipinas, en donde están sepultados cerca de 17.000 norteamericanos que dieron sus vidas durante la Segunda Guerra Mundial, y donde se recuerda a otros 35.000 que murieron en las terribles batallas del Pacífico, y cuyos restos jamás se encontraron. He caminado con reverencia por el cementerio británico de las afueras de Rangún, Birmania, y he reparado en el nombre de cientos de jóvenes provenientes de aldeas, pueblos y grandes ciudades de las Islas Británicas y que dieron su vida en aquellos lugares calurosos y distantes. He caminado por los antiguos cementerios de Asia y de Europa y de otros lugares, y he reflexionado en la vida de aquellos que una vez fueron animados y felices, que fueron creativos y distinguidos, que contribuyeron mucho al mundo en el que vivieron. Todos ellos han pasado al olvido de la tumba. Todos los que han vivido sobre la tierra antes que nosotros ya se han ido; han dejado todo atrás al traspasar el umbral de la muerte silenciosa. Nadie se ha escapado. Todos se han ido a “esa ignorada región cuyos confines no vuelve a traspasar viajero alguno” (Hamlet, acto 3, escena 1). De ese modo lo describió Shakespeare.

Pero Jesús el Cristo cambió todo eso. Sólo un Dios pudo hacer lo que

Él hizo. Él quebrantó los vínculos de la muerte. Él también tuvo que morir, pero al tercer día después de haber sido sepultado, se levantó de la tumba, “primicias de los que durmieron” (1 Corintios 15:20), y al hacerlo, trajo la bendición de la Resurrección a cada uno de nosotros.

Al contemplar esta cosa tan maravillosa, Pablo declaró: “¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria?” (1 Corintios 15:55).

Hace dos semanas estuve en Jerusalén, esa grandiosa y antigua ciudad en donde Jesús anduvo hace 2.000 años. Desde una elevación, miré hacia la Antigua Ciudad. Pensé en Belén, a unos kilómetros hacia el sur, en donde El nació en un humilde pesebre. Él, que era el Hijo de Dios, el Hijo Unigénito, salió de las cortes celestiales de Su padre para convertirse en un ser mortal. Cuando Él nació, los ángeles cantaron y los magos fueron a llevarle presentes. Creció como otros niños de Nazaret de Galilea. Ahí “crecía en sabiduría y en estatura, y en gracia para con Dios y los hombres” (Lucas 2:52).

En compañía de María y de José, El visitó Jerusalén cuando tenía doce años de edad. En el camino de regreso a casa se dieron cuenta de que Él no estaba con ellos; volvieron a Jerusalén y lo encontraron en el templo conversando con los doctores instruidos. Cuando María le reprendió por no estar con ellos, Él contestó: “¿No sabíais que en los negocios de mi Padre me es necesario estar?” (Lucas 2:49). Sus palabras eran una premonición de Su ministerio futuro.

Ese ministerio dio comienzo con Su bautismo en el río Jordán de manos de su primo Juan. Cuando salió del agua, el Espíritu Santo descendió sobre Él en forma de paloma, y se oyó la voz de Su Padre que decía: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia’’ (Mateo 3:17). Esa declaración se convirtió en la afirmación de Su divinidad.

Él ayunó durante 40 días y fue tentado por el diablo, quien trató de alejarlo de Su misión divinamente señalada. A la invitación del adversario, Él respondió: “No tentarás al Señor tu Dios” (Mateo 4:7), para hacer constar de nuevo su condición de que era Hijo de Dios.

Caminó por los senderos polvorientos de Palestina; no tenía un hogar al que pudiera reclamar como Suyo, ni lugar en donde descansar Su cabeza. Su mensaje era el Evangelio de paz; Sus enseñanzas tenían que ver con la generosidad y el amor. “Y al que quiera ponerte a pleito y quitarte la túnica, déjale también la capa” (Mateo 5:40).

El enseñó con parábolas; efectuó milagros como los que nunca se habían efectuado y que no se han vuelto a efectuar desde ese entonces. Curó a aquellas personas que habían estado enfermas desde hacía mucho tiempo; hizo que el ciego viera, que el sordo oyera, que el cojo caminara. Levantó a los muertos y volvieron a vivir para rendirle alabanzas. Ciertamente ningún hombre había hecho antes cosas semejantes.

Algunos le siguieron, pero la mayoría le odiaban. El habló acerca de los escribas y fariseos llamándoles hipócritas, como sepulcros blanqueados. Ellos conspiraron en contra de El; El echó fuera de la casa del Señor a los cambistas. Indudablemente, éstos se unieron a aquellos que conspiraban para destruirlo. Pero no le disuadieron; El “anduvo haciendo bienes” (Hechos 10:38).

¿No fue todo esto suficiente para que Su memoria se inmortalizara? ¿No fue suficiente colocar Su nombre entre el de aquellos, o incluso encima del de aquellos hombres ilustres que han andado por la tierra y a quienes se les ha recordado por lo que dijeron o hicieron? Ciertamente, Él se habría ganado un lugar entre los grandes profetas de todos los tiempos.

Pero todo eso no fue suficiente para el Hijo del Todopoderoso. Fue tan sólo una introducción de l as cosas aún más grandes que habrían de venir. Estas se llevaron a cabo en una manera extraña y terrible.

El fue traicionado, arrestado, condenado a muerte, a morir en la horrorosa agonía de la crucifixión. Su cuerpo vivo fue clavado a una cruz de madera. En un dolor inconcebible, Su vida lentamente se fue consumiendo. Cuando aún le quedaba aliento, exclamó: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34).

La tierra tembló cuando Su espíritu salió de Su cuerpo. El centurión, que lo había presenciado todo, declaró con solemnidad: “Verdaderamente éste era Hijo de Dios” (Mateo 27:54).

Los que le amaban bajaron Su cuerpo de la cruz; lo prepararon y lo colocaron en un sepulcro nuevo que ofreció José de Arimatea. La tumba fue sellada con una gran piedra en la entrada y se le puso guardia.

Sus amigos debieron haber llorado. Los Apóstoles a quienes El amó y a quienes había llamado como testigos de Su divinidad lloraron. Las mujeres que le amaban lloraron. Nadie había comprendido lo que Él había dicho en cuanto a levantarse al tercer día. ¿Cómo podían entender? Eso jamás había ocurrido. Era totalmente inaudito; era increíble, incluso para ellos.

Debieron haber tenido un terrible sentimiento de desánimo, desesperanza y sufrimiento al pensar en que la muerte les había arrebatado a Su Señor.

Pero ese no fue el fin. En la mañana del tercer día, María Magdalena y la otra María regresaron a la tumba. Para su gran sorpresa, encontraron que la piedra había sido quitada y el sepulcro estaba abierto. Se asomaron; dos personajes vestidos de blanco estaban sentados a un lado del sepulcro. Se les apareció un ángel y les dijo: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?

“No está aquí, sino que ha resucitado. Acordaos de lo que os habló, cuando aún estaba en Galilea,

“diciendo: Es necesario que el Hijo del Hombre sea entregado en manos de hombres pecadores, y que sea crucificado, y resucite al tercer día” (Lucas 24:5-7).

Esas sencillas palabras: “No está aquí, sino que ha resucitado”, se han convertido en las palabras más profundas de toda la literatura; son la declaración del sepulcro vacío; son el cumplimiento de todo lo que Él había hablado concerniente a levantarse de nuevo; son la respuesta triunfal a la pregunta que afronta todo hombre, mujer y niño que ha nacido en esta tierra.

El Señor resucitado le habló a María, y ella le contestó. Él no era una aparición; no era una imaginación; era real, tan real como lo había sido en la vida mortal. Él no permitió que ella lo tocara porque aún no había ascendido a Su Padre en los cielos. Eso estaba por llevarse a cabo. Qué reunión se ha de haber llevado a cabo al ser abrazado por el Padre que le amaba y que también debió haber llorado por Él durante Sus horas de agonía.

El aparecería más tarde a dos hombres en el camino a Emaús; conversaría y comería con ellos. Se reuniría con Sus Apóstoles a solas y les enseñaría. Tomás no se encontraba presente la primera vez. La segunda vez el Señor le invitó a que palpara Sus manos y Su costado. Totalmente maravillado exclamó: “¡Señor mío, y Dios mío!” (Juan 20:28). En una ocasión el Señor habló ante 500 personas.

¿Quién puede impugnar la autenticidad de estos hechos? No existe ningún registro acerca de ninguna renuncia del testimonio de aquellos que tuvieron esas experiencias. Existen numerosas evidencias de que ellos testificaron de esos acontecimientos durante toda su vida, incluso al dar sus propias vidas en afirmación de la realidad de las cosas que habían experimentado. Su palabra es clara y su testimonio es seguro.

Millones de hombres y mujeres a través de los siglos han aceptado ese testimonio. Innumerables personas han vivido y han muerto en afirmación de esa verdad que ha venido a ellos por el poder del Espíritu Santo y que simplemente no podían negar. Seguramente nunca se ha puesto tan extensamente a prueba la validez de ningún otro acontecimiento de la historia de la humanidad.

Y existe otro testigo. Este compañero bíblico, el Libro de Mormón, testifica que Él se apareció no solamente a los habitantes del Viejo Mundo, sino también a los del Nuevo. Porque ¿no había Él declarado en una ocasión: “También tengo otras ovejas que no son de este redil; aquéllas también debo traer, y oirán mi voz; y habrá un rebaño, y un pastor”? (Juan 10:16.)

Él se apareció a los habitantes de este hemisferio después de Su resurrección. Al descender por las nubes de los cielos, se oyó de nuevo la voz de Dios el Eterno Padre declarando solemnemente: “He aquí a mi Hijo Amado, en quien me complazco, en quien he glorificado mi nombre: a él oíd” (3 Nefi 11:7).

Aquí volvió a llamar a doce apóstoles que serían testigos de Su nombre y de Su divinidad. Enseñó a la gente, les bendijo y los sanó, tal como lo había hecho en Palestina, y reinó la paz en la tierra durante 200 años cuando la gente se esforzó por vivir de acuerdo con lo que Él les había enseñado.

Y si todo esto no fuese suficiente, está el testimonio, seguro, certero e inequívoco del gran profeta de esta dispensación, José Smith. Cuando era joven se fue al bosque a orar para buscar luz y entendimiento. Ahí aparecieron ante él dos

Personajes, cuyo fulgor y gloria no admiten descripción, estando en el aire arriba de él. Uno de ellos le habló, llamándole por “nombre, y dijo, señalando al otro: Éste es mi Hijo Amado: ¡Escúchalo!” (José Smith-Historia 1:17).

Ese mismo José declaró en una ocasión subsiguiente: “Y vimos la gloria del Hijo, a la diestra del Padre, y recibimos de su plenitud …

“Y ahora, después de los muchos testimonios que se han dado de él, éste es el testimonio, el último de todos, que nosotros damos de él: ¡Que vive!” (D. y C. 76:20, 22).

De modo que en esta hermosa mañana de Pascua, como siervos del Todopoderoso, como profetas y apóstoles en Su gran causa, elevamos nuestras voces en testimonio de nuestro Salvador inmortal. Él vino a la tierra como el Hijo del Padre Eterno; hizo lo que Isaías profetizó que haría. Él llevó “nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores …

“Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados” (Isaías 53:4-5).

En inmortalidad sempiterna se levantó al tercer día del sepulcro cavado de la roca y habló con muchos. Repetidamente Su Padre afirmó que era Hijo de Él.

Demos gracias al Todopoderoso; Su Hijo glorificado quebrantó los lazos de la muerte, la victoria más grandiosa de todas. Tal como Pablo declaró: “Porque así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados” (1 Corintios 15:22).

Él es nuestro Señor triunfante; Él es nuestro Redentor que expió nuestros pecados. Por medio de Su sacrificio redentor todos los hombres se levantarán de la tumba. Él ha abierto el camino mediante el cual obtendremos no sólo la inmortalidad, sino también la vida eterna.

Como Apóstol del Señor Jesucristo, testifico de estas cosas en este día de Pascua. Hablo con solemnidad, reverencia y gratitud, en el nombre del Señor Jesucristo. Amén.