1990–1999
Su nombre está a salvo en nuestra casa
Abril 1999


Su Nombre Está A Salvo En Nuestra Casa

“Hay entre nosotros quienes retrocederían con horror ante el solo pensamiento de robar el dinero o lo que pertenezca a otra persona, pero que no se detendrían a pensar antes de quitar o difamar el buen nombre o la reputación de otra persona”.

Me pregunto si tienen idea de lo fácil que es quererlos y de lo mucho que los quiero. Antes de que comenzara esta sesión, algunos de nuestros nietos fueron a visitarnos a nuestra habitación del hotel. Evidentemente habían estado conversando acerca del discurso que el élder Marlin Jensen dio esta mañana. Uno de ellos me preguntó: “¿Tienes miedo, abuelo?”. Yo le mentí al decirle: “No mucho”. Otro de mis nietos me dijo: “No te preocupes, abuelo, si te despistas, te vamos a seguir queriendo igual”. Sin embargo, la realidad volvió a hacerse muy patente cuando otro de mis nietos me dijo: “Pero, abuelo, eso te haría sentir muy incómodo”. Por lo tanto, voy a hacer cuanto pueda por no despistarme.

El 26 de junio de 1858, lo que creo era el ejército permanente más grande de la historia de los Estados Unidos hasta esa fecha, inició su predeterminada entrada en el Valle del Lago Salado. Vinieron con el fin de sofocar una rebelión que no existía. Cualquiera de los que tengan una vaga noción de la historia de la Iglesia les dirá que llegaron relativamente en silencio hasta unos pocos metros del lugar donde hoy se encuentra este edificio, a través de una ciudad que un escritor describió como “desierta” y acamparon un tanto hacia el poniente. Lo que siguió se conoce mucho menos aún. Con el tiempo, el ejército se trasladó aproximadamente a unos 65 kilómetros al sur de Salt Lake City, al poblado de Fairfield, una pequeña comunidad agrícola asentada en el valle Cedar, que contaba con lo que se calcula deben haber sido menos de doscientos habitantes. Su líder espiritual local era John Carson, mi bisabuelo.

Imaginen lo que deben haber sentido los de esa pequeña congregación. Después de todo, ¿cómo será despertar una mañana y hallar que varios millares de soldados con 3.000 carromatos, 10.000 bueyes y 12.000 mulas se han instalado en su barrio? Los desafíos fueron inmediatos. Por nuestra historia familiar transmitida oralmente, la cual está sujeta a la idealización y a las ambigüedades de tales relatos, sabemos que el obispo Carson se sintió sumamente preocupado por el bienestar de la gente a la que presidía. Todas las dificultades que acompañaban los campamentos del ejército de aquella época cayeron sobre Fairfield prácticamente de la noche a la mañana.

Con el fin de proteger a los miembros de la congregación cuanto fuese posible, el obispo Carson se reunió con el comandante del fuerte, quien solía ir a comer a su hotel y con el que había cultivado una relación cordial basada en el respeto mutuo. Los dos líderes examinaron la situación y en seguida, de común acuerdo, trazaron una línea de demarcación. Ningún miembro del ejército atravesaría al terreno civil sin la aprobación especial de sus superiores. Ningún miembro de la congregación atravesaría al fuerte sin la aprobación especial del obispo Carson. La línea demarcadora trazada en el terreno representaba el mandato tácito: “No traspasar esta línea”.

Cuando éramos niños, una línea trazada en el suelo comprendía una importancia especial. Cada vez que el mal genio de los niños causaba una discordia, la solución tradicional exigía trazar una línea en la tierra. Los antagonistas se ponían en los lados opuestos de la línea e intentaban actuar del modo más amenazante que podían. Alguien decía: “Traspasa la línea y te pesará”, aunque a menudo se expresaba en términos menos delicados. En aquellas ocasiones, aprendí lo mucho que vale una línea marcada en el suelo y las consecuencias del traspasarla. Años más tarde llegué a comprender que, en sentido figurado, hay líneas demarcadoras en el suelo que han sido puestas allí por nuestro amoroso Padre Celestial que procura protegernos del ejército de Lucifer.

Si bien puede que cada uno de nosotros tenga docenas de líneas demarcadoras en su vida, en esta ocasión quisiera mencionar tan sólo una de ellas; es la línea que dice: “Conserva el nombre de cada persona a salvo en tu casa”.

Durante los primeros años de mi servicio como Autoridad General, tuve el privilegio de estar junto con el élder Marion D. Hanks en una ocasión en la que él relató la siguiente historia, la cual mencionaré con permiso de él:

Oscar Kirkham fue uno de los grandes hombres de la Iglesia y se contó entre sus Scouts más respetados. Fue miembro del Primer Consejo de los Setenta y SU presencia era importante dondequiera que fuese. En las reuniones solía pedir el privilegio de contar algo personal y cuando se lo concedían decía algo bueno de alguna persona. Al acercarse el final de su vida, habló brevemente en la Universidad Brigham Young sobre el tema “digamos algo bueno de los demás”. Por la mañana del día en el que el élder Kirkham falleció, invitaron al élder Hanks a la casa de la familia Kirkham. Allí le pasaron una libreta pequeña en la que el élder Kirkham había llevado sus notas. Las últimas dos entradas decían:

“Diga algo bueno de los demás” y “Su nombre está a salvo en nuestra casa” (de Marion D. Hanks, prólogo de Say the Good Word, por Oscar A. Kirkham, 1958, pág. 4).

Qué bendición sería si todos pudiésemos seguir ese consejo y si el nombre de cada uno de nosotros estuviera de verdad a salvo en casa de los demás. ¿Han observado lo fácil que es traspasar la línea y encontrarles defectos a otras personas? Y cuán a menudo buscamos que se nos perdone el mismísimo comportamiento que condenamos en los demás. Lo de “clemencia para mí y justicia para todos los demás” se ha convertido en un hábito pernicioso. Cuando hablamos del nombre y de la reputación de otra persona hablamos de algo sagrado a la vista del Señor.

Hay entre nosotros quienes retrocederían con horror ante el solo pensamiento de robar el dinero o lo que pertenezca a otra persona, pero que no se detendrían a pensar antes de quitar o difamar el buen nombre o la reputación de otra persona.

El antiguo adagio que dice:

“nunca juzgues a otra persona sin haber recorrido antes un kilómetro tras sus pasos” es un consejo tan valioso hoy día como lo fue cuando se originó. Alguien ha dicho:

Hay tanto de bueno en el peor de nosotros

y tanto de malo en el mejor de nosotros

que no nos. corresponde ni a unos ni a otros

encontrar defectos en el resto de los otros.

El principio no es nuevo ni tampoco es exclusivo de nuestra época. El libro de los Salmos del Antiguo Testamento contiene esta imperiosa advertencia del Señor: “Al que solapadamente infama a su prójimo, yo lo destruiré …”(Salmos 101:5).

Santiago, siervo del Señor en el meridiano de los tiempos, hizo eco a esta verdad eterna cuando dijo: “… no murmuréis los unos de los otros. El que murmura del hermano y juzga a su hermano, murmura de la ley y juzga a la ley … tú, ¿quién eres para que juzgues a otro?” (Santiago 4:11, 12).

Y en estos últimos días el Señor ha renovado Su mandamiento por largo tiempo enseñado en una revelación que dio por medio del profeta Brigham Young: “… cesad de hablar mal el uno contra el otro” (D. y C. 136:23).

Es muy significativo para mí que este sencillo mandamiento se encuentre a tan sólo unos pocos versículos del de las palabras del Señor sobre el castigo por la desobediencia: “Sed diligentes en guardar todos mis mandamientos, no sea que os sobrevengan juicios, y os falte vuestra fe, y triunfen sobre vosotros vuestros enemigos” (D. y C. 136:42).

A los que duden de la importancia del mandamiento quisiera plantearles dos preguntas sencillas: (1) ¿Pueden afirmar que aman a sus semejantes si a sus espaldas procuran disminuir su nombre y su reputación? (2) ¿Pueden afirmar que aman a su Dios si ni siquiera pueden amar a su prójimo?

Cualquier débil tentativa por justificar tal conducta no hace más que traer forzosamente a la memoria las fulminantes palabras del Salvador que se encuentran en el libro de Mateo:

“¡Generación de víboras! ¿Cómo podéis hablar lo bueno, siendo malos? …

“Mas yo os digo que de toda palabra ociosa que hablen los hombres, de ella darán cuenta en el día del juicio.

“Porque por tus palabras serás justificado, y por tus palabras serás condenado” (Mateo 12:34, 36, 37).

Quisiera decir unas pocas palabras a los niños de la Primaria que me estén escuchando. Niños, he estado intentando enseñar a sus mamás y a sus papás algo muy importante y necesito la ayuda de ustedes. Hagamos un trato: Si prometen escuchar con mucha atención, les prometo que no hablaré mucho.

¿Se acuerdan del cuento de Bambi, el cervatillo, y de todos sus amigos del bosque? Si se acuerdan de él también se acordarán de que uno de los buenos amigos de Bambi era el conejo llamado Tambor. Tambor tenía más o menos la edad de ustedes. Era un conejo simpático, pero tenía un problema: se lo pasaba hablando mal de las personas. Un día en que Bambi andaba en el bosque aprendiendo a caminar, se cayó. Tambor no pudo resistir la tentación de comentar: “Él no camina muy bien, ¿verdad?”. A su mamá eso le pareció muy mal y le preguntó: “¿Qué te dijo tu padre esta mañana?”. Tambor, turbado, mirándose las patas, dijo: “Que si no se puede decir algo bueno de alguien, no se diga nada”. Ése es un buen consejo que todos debemos seguir. Lo que quiero que hagan ustedes, niños, es lo siguiente: Si oyen que alguien de su familia empieza a hablar mal de otra persona, por favor, golpeen el suelo con el pie y digan en voz alta: “Si no se puede decir algo bueno de alguien, no se diga nada”. Todos van a entender lo que ustedes quieren decir … Ahora bien, mamá y papá, eso les hará un poco más fácil vivir este mandamiento.

Ruego que el Señor nos bendiga a todos para que nunca traspasemos la línea demarcadora y para que vivamos de tal manera que se diga: “Su nombre está a salvo en nuestra casa”.

En este día especial de la Pascua, deseo terminar mi mensaje con mi solemne declaración, nacida del Espíritu, de que Jesucristo es en verdad nuestro Salvador y nuestro Redentor y que la salvación viene por medio de Su sacrificio expiatorio y de ninguna otra manera. En el nombre de Jesucristo. Amén.