Acérquese más a Cristo

Acérquese más a Cristo por medio del templo

El templo se centra en el Salvador

Todo en el templo nos dirige a Jesucristo. A medida que participamos en las ordenanzas del templo, tenemos la certeza de que Él nos tiene en cuenta. Él es parte de nuestras vidas y está dedicado a nuestra felicidad eterna. Su presencia se puede sentir mientras nos esforzamos por seguirlo en nuestra vida diaria. A medida que nos acercamos al Salvador, aprendemos más acerca de Él. Su vida proporciona un modelo perfecto de rectitud y felicidad para todos nosotros.

En las Escrituras se usan muchos nombres y títulos cuando se hace referencia al Salvador (Jesucristo, Guía para el Estudio de las Escrituras). Esos nombres nos ayudan a entender Su divinidad, Su carácter, Su misión y Su amor por toda la humanidad. Es posible que también comencemos a ver una conexión entre el templo y el deseo que tiene el Salvador de bendecirnos individualmente y en nuestras familias.


El Príncipe de Paz (Isaías 9:6)

Tal vez más que nada, anhelamos sentir paz. La paz se recibe cuando recordamos que somos hijos de un Padre Celestial amoroso, que Su Hijo Jesucristo es nuestro Salvador personal, y que nos sostendrá en todo momento, especialmente durante tiempos difíciles. La paz nos recuerda que, al final, podemos ser “enaltecidos en el postrer día” incluso mientras soportamos dolor, ansiedad y angustia (D. y C. 17:8). Una vez que tenemos esa certeza, podemos enfrentar nuestros desafíos con renovada energía y determinación.

El presidente Russell M. Nelson experimentó lo que estuvo a punto de ser una tragedia, lo cual ilustra la paz perdurable que está disponible por medio del templo. Cuando el avión de hélice en el que viajaba sufrió el incendio de uno de los motores, perdió potencia y empezó a descender en picada. La muerte parecía inevitable. Milagrosamente, el fuego se apagó y el piloto pudo recuperar el control, y al final aterrizó el avión de manera segura en un campo. El élder Nelson relató:

“En todo ese contratiempo, a pesar de ‘saber’ que se avecinaba la muerte, mi idea principal era que no temía morir. Recuerdo la sensación de que volvería al hogar, a conocer a los antepasados por los que había hecho la obra del templo; recuerdo la profunda gratitud que sentí al pensar que mi bien amada y yo nos sellamos eternamente el uno al otro y a nuestros hijos, que nacieron y se criaron en el convenio; me di cuenta de que mi matrimonio en el templo era mi logro más importante. Los honores de los hombres no podían acercarse siquiera a la paz interior que me brindaban los sellamientos efectuados en la Casa del Señor” (Las puertas de la muerte”, Russell M. Nelson, Conferencia General de abril de 1992).

La paz que experimentó el presidente Nelson fue como resultado de las promesas que había recibido en el templo. Cuando hacemos convenios con Jesucristo en el templo y luego vivimos tal como lo hemos prometido, podemos sentir esa misma paz, una paz que nos permite enfrentar circunstancias difíciles con fe en lugar de temor. La misma promesa que el Salvador dio a Sus apóstoles justo antes de que fuese crucificado está a nuestro alcance hoy en día: “Estas cosas os he hablado para que en mí tengáis paz. En el mundo tendréis aflicción. Pero confiad; yo he vencido al mundo” (Juan 16:33).

El presidente Thomas S. Monson testificó que la promesa de paz que hizo el Salvador se logra en el templo. Él enseñó: “Cuando asistimos al templo, podemos recibir un nivel de espiritualidad y un sentimiento de paz que superarán cualquier otro sentimiento que podría penetrar el corazón humano. Comprendemos el verdadero significado de las palabras del Salvador cuando dijo: ‘La paz os dejo, mi paz os doy… No se turbe vuestro corazón ni tenga miedo’” (Las bendiciones del templo”, Thomas S. Monson, Conferencia General de abril de 2015).


El Santo de Israel (Isaías 48:17)

En la entrada de cada templo, vemos la frase: “Santidad al Señor—La Casa del Señor”. Antiguamente, la palabra santo se refería a algo que se había apartado para un propósito sagrado. En otras palabras, santo se refiere a algo reservado y dedicado a Dios. Jesucristo, a quien el Padre Celestial designó para ser el Salvador de toda la humanidad, vino a la tierra con un propósito singular. Todo lo que dijo e hizo fue obedecer a Su Padre Celestial. Él mismo declaró que obedeció la “voluntad del Padre en todas las cosas desde el principio” (3 Nefi 11:11). Su vida es el ejemplo perfecto de cómo tratar a los demás, cómo enfrentar la adversidad, cómo perdonar y cómo elevar y apoyar a los necesitados. El Salvador dedicó Su tiempo, Su energía y Su propia existencia a obedecer y honrar a Su Padre Celestial. En todo el sentido de la palabra, Él es santo.

Antiguamente, Dios mandó a los israelitas que edificaran el tabernáculo para que “yo [habite] entre ellos” (Éxodo 25:8). El pueblo proporcionó los mejores materiales que pudieran obtenerse para la construcción del tabernáculo. Antes de su dedicación, los israelitas tuvieron que hacer santos (o santificar) los materiales mismos que se usaron dentro del tabernáculo. Más importante aún, las personas mismas pasaron por ceremonias específicas de purificación y preparación a fin de ser santos a la vista de Dios.

En nuestros días, nosotros también nos preparamos para entrar en el templo al participar en las ordenanzas del bautismo, recibir el don del Espíritu Santo y la Santa Cena. Mediante la expiación del Salvador y el don del arrepentimiento, esas ordenanzas nos ayudan a purificarnos de conductas y pensamientos que no sean santos, y nos dan la confianza de que podemos ser dignos de Su aprobación. Los convenios que hacemos y las ordenanzas que recibimos en el templo nos ayudan a ser más santos; o sea, a llegar a ser más como Él. En el templo aprendemos a “[despojarnos] del hombre natural, y [a hacernos santos] por la expiación de Cristo el Señor” (Mosíah 3:19). Al regresar al templo y seguir aprendiendo de Él, logramos un conocimiento más cabal de Jesucristo y de nuestra capacidad para obedecer Sus mandamientos. Con el tiempo, empezamos a recibir “su imagen en [nuestros] rostros” (Alma 5:14).


Mediador entre Dios y los hombres (1 Timoteo 2:5)

Nuestro Padre Celestial es perfecto. La existencia de Él se define como la vida eterna, una continuación de las relaciones que comienzan en el matrimonio de un hombre y una mujer. Él anhela compartir ese don con cada uno de Sus hijos. Si bien Su amor por nosotros es eterno, Él requiere que obedezcamos Sus mandamientos para poder recibir el don de la vida eterna. La desobediencia a las leyes de Dios se define como pecado. Todos, en cierto punto de la vida, hemos “[pecado] y [estamos] destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3:23). Jesucristo es el Mediador que se interpone entre las consecuencias del pecado y toda la humanidad. Un mediador es alguien que se interpone entre dos partes contrarias mientras buscan una resolución. Lo ideal es que un mediador asegure que ambas partes estén satisfechas con el resultado alcanzado. Nuestro Padre Celestial envió a Jesucristo a pagar el castigo por los pecados de todos Sus hijos en la tierra, lo que nos permitió recibir el don de la vida eterna.

A lo largo de la historia, Dios ha mostrado a Sus hijos que solo pueden regresar a Él por medio de la intervención de Jesucristo. Cuando se ordenó a Moisés que instituyera la Pascua, se mataba un cordero sin defecto para que se salvara al pueblo de la destrucción, simbolizando la futura muerte de Jesucristo, quien moriría para salvar a todos los que se arrepintieran y creyeran en Él (Éxodo 12). Los sacrificios que se llevaban a cabo en el tabernáculo y más tarde en el templo de Jerusalén continuaron esa poderosa representación simbólica y recordatorio de la necesidad de un Mediador, alguien que pudiera intervenir entre Dios y Sus hijos.

Los siglos de sacrificio de animales, esperando a un Salvador, llegaron a su fin con el sacrificio de Jesucristo, quien el profeta Amulek enseñó era el “gran y postrer sacrificio” (Alma 34:14). Su sufrimiento por nuestros pecados, muerte y resurrección constituyen Su Expiación. El don de la Expiación hace posible que toda la humanidad sea pura de nuevo y regrese a la presencia de Dios. Su Expiación satisface el castigo completo del pecado a favor nuestro y ahora Él nos invita a reconocerlo como nuestro Salvador y Señor. Habiendo satisfecho la justicia, Él también ofrece misericordia a aquellos que se arrepientan y sigan Sus mandamientos.

En el templo hoy en día, nuestro Padre Celestial continúa enfocando nuestra atención en nuestro Salvador, el Señor Jesucristo. Toda ordenanza se efectúa en Su nombre y por medio de la autoridad de Su sacerdocio. Toda ordenanza brinda la oportunidad de recordarlo y reconocer Su papel salvador en nuestras vidas. El bautismo y el conferir del don del Espíritu Santo nos recuerdan las palabras del Salvador a Nicodemo, de que todos deben “[nacer] de agua y del Espíritu” (Juan 3:5). La ordenanza de la investidura enseña el papel del Salvador en la creación de la tierra, de nuestra absoluta confianza en Él para regresar a nuestro hogar celestial, y de los mandamientos específicos que debemos vivir, tras hacer el convenio de hacerlo, para que podamos calificar para recibir Su poder en nuestras vidas. El sellamiento del esposo y de la esposa en el templo nos recuerdan las palabras del Salvador, de que deben ser “una sola carne” (Marcos 10:8), y proporciona la seguridad de que el matrimonio que se realiza por medio de la autoridad para sellar puede perdurar para siempre. En el templo, se nos recuerda constantemente que hay “un solo mediador entre Dios y los hombres” —el Señor Jesucristo (1 Timoteo 2:5).


El camino, y la verdad y la vida (Juan 14:6)

Las muchas cosas que enfrentamos en la vida pueden ser exigentes y confusas. En un momento u otro, cada uno de nosotros se siente como el apóstol Tomás cuando nos preguntamos: “… ¿cómo, pues, podemos saber el camino?” (Juan 14:5). Jesucristo es nuestro ejemplo perfecto. Nos mostró cómo desarrollar nuestra relación con Dios, cómo perdonar, cómo perseverar frente a grandes dificultades, cómo servir a los demás y cómo encontrar gozo.

Jesús no solo demostró cómo vivir la vida al máximo en la tierra, sino que también enseñó el verdadero significado de la vida eterna y la hizo posible para nosotros. Poco antes de expiar los pecados del mundo, Jesús se reunió con Sus apóstoles en privado. En esa solemne ocasión, administró la Santa Cena, los bendijo y oró a Su Padre Celestial Durante Su oración, brindó una profunda perspectiva sobre el significado de la vida eterna: “Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado” (Juan 17:3). Con esas claras palabras, Jesús enseñó que recibir la vida eterna es conocerlo a Él y a Su Padre. El élder Bruce R. McConkie explicó lo que significa conocer al Padre y al Hijo: “Los conocemos, en el sentido de obtener vida eterna, cuando disfrutamos y experimentamos las mismas cosas que ellos. Conocer a Dios es pensar lo que Él piensa, sentir lo que Él siente, tener el poder que Él posee, comprender las verdades que Él entiende y hacer lo que Él hace. Aquellos que conocen a Dios llegan a ser como Él, y a vivir la clase de vida que Él vive, lo cual es la vida eterna” (Doctrinal New Testament Commentary, 3 tomos, 1965–1973, tomo I, pág. 762).

En el templo, los fieles miembros de la Iglesia reciben conocimiento, poder y promesas para prepararse para el don más grande de Dios: el don de la vida eterna. Todo lo que ocurre en el templo se centra en el Salvador Jesucristo, Su papel como nuestro Redentor y Su deseo de que volvamos a la presencia de Dios. En el templo se nos invita a comprometernos a normas de conducta y fidelidad más elevadas, para demostrar que podemos “[desechar] las cosas de este mundo y [buscar] las de uno mejor” (D. y C. 25:10). En el templo, se nos enseñan verdades en cuanto al pasado, el presente y el futuro, y de ese modo recibimos “conocimiento de las cosas como son, como eran y como han de ser” (D. y C. 93:24). En el templo, llegamos a comprender de manera más cabal la enseñanza del Salvador de que “Yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia” (Juan 10:10). En el templo, se nos reafirma repetidamente el testimonio del Salvador sobre Su papel divino: “… nadie viene al Padre sino por mí” (Juan 14:6).