Otros recursos
Con fe en cada paso


Capítulo seis

Con fe en cada paso

Los preparativos para salir de Nauvoo

Desde aproximadamente 1834, los líderes de la Iglesia habían hablado de trasladar a los santos hacia el Oeste, a las Montañas Rocosas, donde podrían vivir en paz. Al pasar los años, hablaron con algunos exploradores acerca de lugares específicos y estudiaron mapas para encontrar el lugar adecuado donde pudieran establecerse. Para fines de 1845, contaban con la información más actualizada que había acerca del Oeste.

Al intensificarse las persecuciones en Nauvoo, se hizo evidente que los santos tendrían que partir, y para noviembre de 1845, la ciudad se hallaba muy ocupada con los preparativos. Se llamaron capitanes de cien, de cincuenta y de diez para guiar a los santos en su éxodo. Cada grupo de cien estableció uno o más talleres para fabricar y reparar carromatos. Los carreteros, carpinteros y ebanistas trabajaban hasta muy avanzada la noche para preparar la madera y construir carromatos. Se enviaron miembros al Este para comprar hierro y los herreros construyeron los materiales necesarios para el viaje, así como el equipo agrícola necesario para colonizar una nueva Sión. Las familias recolectaron alimentos y artículos del hogar y almacenaron fruta seca, arroz, harina y medicamentos. En tan breve período, trabajando juntos para el bien común, los santos lograron más de lo que hubieran creído posible.

Las pruebas de un viaje invernal

Originalmente se había planeado evacuar la ciudad de Nauvoo en abril de 1846, pero en vista de las amenazas de que la milicia del estado tenía intenciones de impedir que los santos se trasladaran al Oeste, los Doce Apóstoles y otros líderes civiles se reunieron apresuradamente en consejo el 2 de febrero de 1846. Acordaron que era imperativo comenzar inmediatamente el viaje hacia el Oeste; y el éxodo comenzó el 4 de febrero. Bajo la dirección de Brigham Young, el primer grupo de santos comenzó anhelosamente su jornada; no obstante, ese anhelo enfrentaba una gran prueba: tendrían que recorrer muchos kilómetros antes de poder establecer campamentos permanentes que les permitieran descansar del prolongado clima invernal y de una primavera excepcionalmente lluviosa.

Con el fin de estar a salvo de sus perseguidores, miles de santos tuvieron que cruzar primero el ancho río Misisipí para ingresar al territorio de Iowa. Los peligros del viaje comenzaron inmediatamente cuando uno de los bueyes pateó un barco que llevaba pasajeros, haciéndole un hoyo y hundiéndolo. Un testigo vio a los desafortunados pasajeros que se aferraban a sus colchones de plumas, palos, “leños o cualquier otra cosa a la que pudieran agarrarse y eran lanzados y arrojados sobre el agua a merced de las olas frías y despiadadas… Algunos se subieron a la parte de arriba del carromato, que no se había sumergido totalmente, y estuvieron más cómodos mientras que las vacas y los bueyes que habían estado a bordo nadaron hasta la orilla de la que habían partido”.1 Finalmente se pudo rescatar a todas las personas en otros botes y llevarlas a la otra orilla.

Dos semanas después de haber cruzado el río por primera vez, éste se congeló durante una temporada. Aunque el hielo era muy resbaloso, era lo suficientemente grueso para soportar el peso de los carromatos y los bueyes, por lo que fue más fácil cruzar. Pero el clima frío causó mucho sufrimiento, ya que los santos tenían que caminar entre la nieve. En el campamento que se estableció en Sugar Creek, al otro lado del río, el constante soplo del viento amontonó unos veinte centímetros de nieve. Más tarde, al derretirse, convirtió el suelo en un lodazal. Los elementos se combinaron para producir un ambiente deplorable alrededor, arriba y abajo para los dos mil santos acurrucados en tiendas de campaña, carromatos y resguardos construidos a la carrera, mientras esperaban el mando de continuar la jornada.

Esta primera etapa en Iowa fue la parte más difícil de la jornada. Hosea Stout relató que él “se preparó para la noche erigiendo una tienda de campaña provisional hecha de ropa de cama. En esa época mi esposa casi no podía ponerse de pie y mi pequeño hijo estaba enfermo de fiebre y ni siquiera se daba cuenta de lo que pasaba a su alrededor”.2 Muchos otros santos también sufrieron en extremo.

¡Oh, está todo bien!

La fe, el valor y la determinación de estos santos les permitió sobreponerse al frío, al hambre y a la muerte de sus seres queridos. William Clayton fue llamado a integrar uno de los primeros grupos que debía abandonar Nauvoo y tuvo que dejar atrás a su esposa, Diantha, que se encontraba en el octavo mes del embarazo de su primer hijo, con los padres de ella. El caminar pesadamente por los caminos lodosos y acampar en frías tiendas, le hacían sentir como si los nervios se le fueran a destrozar, al preocuparse por el bienestar de Diantha. Dos meses más tarde, aún no sabía si ella se había aliviado, pero por fin recibió las maravillosas noticias de que había nacido “un hermoso y robusto varón”. Casi tan pronto como escuchó la noticia, William se sentó y compuso un himno que no sólo tuvo significado especial para él, sino que llegaría a ser un himno de inspiración y gratitud para los miembros de la Iglesia por muchas generaciones. Las estrofas tan famosas expresan su fe y la de miles de santos que cantaron en medio de la adversidad: “¡Oh, está todo bien!”3 Ellos, al igual que los miembros que les han seguido, encontraron el gozo y la paz que derivan del sacrificio y la obediencia en el Reino de Dios.

Winter Quarters

Les tomó a los santos ciento treinta y un días viajar los casi quinientos kilómetros desde Nauvoo hasta los poblados del occidente de Iowa, donde pasarían el invierno de 1846–1847 y se prepararían para el viaje a las Montañas Rocosas. Esa experiencia les enseñó mucho sobre viajes, hecho que les ayudaría a cruzar más rápidamente los mil seiscientos kilómetros de las grandes praderas americanas, lo cual hicieron al año siguiente en aproximadamente ciento once días.

Los santos se establecieron en varios lugares a lo largo de ambas orillas del río Misuri. El poblado más grande, Winter Quarters (el invernadero), quedaba del lado occidental, en el estado de Nebraska. En poco tiempo, se convirtió en el hogar de aproximadamente tres mil quinientos miembros de la Iglesia, quienes vivían en cabañas y en cuevas hechas a mano, y cubiertas de ramas y tierra. Otros dos mil quinientos santos también vivían en Kanesville y en sus alrededores, del lado del río Misuri que quedaba en el estado de Iowa. La vida en esos poblados era casi tan difícil como lo había sido en el camino. En el verano padecieron de malaria, y al llegar el invierno y no contar con alimentos frescos, padecieron de epidemias de cólera, escorbuto, ceguera nocturna y diarrea severa. Cientos de personas murieron.

Sin embargo, la vida seguía adelante. Las mujeres se dedicaban a limpiar, planchar, lavar, acolchar, escribir cartas, preparar sus escasas provisiones para las comidas y cuidar a sus familias, según recuerda Mary Richards, cuyo esposo, Samuel, era misionero en Escocia. Ella alegremente grabó los sucesos de los santos en Winter Quarters, que incluían actividades tales como charlas de teología, bailes, reuniones de la Iglesia, fiestas y reuniones que despertaban el interés por la religión, del tipo que se llevaban a cabo en las zonas poco pobladas.

Los hombres trabajaban juntos y se reunían a menudo para hablar de los planes para el viaje y del futuro sitio para el establecimiento de los santos. Con regularidad cooperaban para arrear al ganado que pacía en la pradera, en las afueras del campamento. Trabajaban en el campo, vigilaban el perímetro del poblado, construían y operaban un molino de trigo, y preparaban los carromatos para el viaje, a menudo padeciendo extremo cansancio y enfermedad. Parte de su trabajo era una labor desinteresada de amor, puesto que preparaban los campos y sembraban lo que cosecharían los santos que les seguirían a ellos.

John, hijo de Brigham Young, llamó a Winter Quarters el Valley Forge del mormonismo [lugar que tuvo un papel fundamental en la Guerra de la Revolución]. Él vivía cerca del cementerio y fue testigo de las “pequeñas caravanas fúnebres que tan a menudo pasaban por nuestra puerta”. Habló de cuán pobre y habitual parecía la dieta de su familia: pan de maíz, tocino salado y un poco de leche. Dijo que la pasta de harina y el tocino llegaron a causarle tantas náuseas que era como si tuviera que tomar medicamentos y se le dificultaba tragar.4 Únicamente la fe y la dedicación de los santos los sacaron adelante en esos tiempos tan difíciles.

El Batallón Mormón

Mientras los santos estaban en Iowa, los reclutadores del ejército de los Estados Unidos solicitaron a los líderes de la Iglesia que proporcionaran un contingente de hombres para que sirviera en la guerra con México, que había comenzado en mayo de 1846. Los hombres, que llegaron a conocerse como el Batallón Mormón, habían de marchar a través de la parte sur de la nación hasta California; se les pagaría un sueldo y recibirían ropa y raciones. Brigham Young instó a los hombres a participar para reunir los fondos para congregar a los pobres de Nauvoo y ayudar a las familias de los soldados. El cooperar con el gobierno en esa campaña también manifestaría la lealtad de los miembros de la Iglesia hacia su país y les daría razones justificables para acampar temporariamente en tierras públicas y de los indios. Finalmente, 541 hombres aceptaron el consejo de los líderes y se unieron al batallón. Les acompañaron 33 mujeres y 42 niños.

Para los integrantes del batallón, el problema de ir a la guerra se complicaba por el dolor que significaba dejar a sus esposas e hijos solos, en un tiempo tan difícil. William Hyde relató:

“Me es imposible describir lo que sentí al sólo pensar en dejar a mi familia en momentos tan críticos. Estaban lejos de su tierra natal, situados en una pradera solitaria con tan sólo un carromato como techo, el sol despiadado azotándolos, y a la espera de los fríos vientos invernales en el mismo lugar solitario y triste.

“Mi familia consistía en mi esposa y dos hijos pequeños, quienes se quedaron en compañía de mis padres, que eran ancianos, y un hermano. La mayoría de los integrantes del Batallón dejaron a sus familias… Sólo Dios sabía cuándo nos volveríamos a reunir con ellos; no obstante, no sentimos el deseo de quejarnos”.5

El batallón marchó dos mil trescientos kilómetros al sudoeste hacia California, y padeció la falta de alimentos, de agua, de descanso, de atención médica y del paso acelerado de la marcha. Los soldados sirvieron como tropas de ocupación en San Diego, San Luis Rey y Los Ángeles. Al finalizar el año de su enlistamiento, fueron relevados y se les permitió reunirse con sus familias. Sus esfuerzos y su lealtad al gobierno de los Estados Unidos les ganó el respeto de sus dirigentes.

Después de su relevo, muchos miembros del batallón permanecieron en California una temporada para trabajar; algunos de ellos se trasladaron al norte hacia el río American, donde encontraron empleo en el aserradero de John Sutter, cuando en ese lugar se descubrió oro en 1848, acontecimiento que precipitó la famosa fiebre del oro de California. Pero los hermanos Santos de los Últimos Días no se quedaron en California para aprovechar esa oportunidad de enriquecerse; su corazón estaba con sus hermanos y hermanas que luchaban por cruzar las llanuras americanas hacia las Montañas Rocosas. Uno de ellos, James S. Brown, explicó:

“Desde entonces no he vuelto a ver ese pedazo de tierra rica, ni lo lamento en lo más mínimo, porque siempre he tenido un objetivo más elevado que el oro… Algunos podrán pensar que fuimos ciegos ante nuestros propios intereses, pero después de más de cuarenta años no nos hemos arrepentido, aunque vimos florecer muchas fortunas y tuvimos muchos incentivos para quedarnos. Las personas nos decían: ‘Aquí hay oro en las piedras, oro en los cerros, oro en los riachuelos, oro por todas partes… y en poco tiempo pueden hacer una fortuna independiente’. Podríamos haber hecho todo eso; sin embargo, el deber nos llamaba y nuestro honor estaba a prueba. Habíamos hecho convenio unos con otros; había un principio de por medio. Para nosotros, primero estaban Dios y Su reino. Teníamos amigos y parientes en el desierto, sí, en una tierra desértica y nueva, y ¿quién sabía en qué condiciones estaban? Nosotros no lo sabíamos, así que seguimos el deber antes que el placer y la fortuna, y con ese deseo emprendimos nuestro viaje”.6 Estos hermanos sabían claramente que el reino de Dios valía mucho más que las cosas materiales de este mundo y, en base a ese conocimiento, decidieron el curso a seguir.

Los santos de Brooklyn

Mientras la mayoría de los santos viajaba desde Nauvoo a las Montañas Rocosas por tierra, un grupo de santos del Este de los Estados Unidos viajó por mar. El 4 de febrero de 1846, setenta hombres, sesenta y ocho mujeres y cien niños abordaron el barco Brooklyn y navegaron desde el puerto de Nueva York, en una travesía de más de veintisiete mil kilómetros, hasta la costa de California. Durante el viaje nacieron dos niños, a los que se dio por nombre Atlántico y Pacífico, y murieron doce personas.

El viaje de seis meses fue sumamente difícil. En el calor de los trópicos, los pasajeros tenían muy poco espacio y sólo contaban con malos alimentos y agua en mal estado. Después de dar la vuelta al Cabo de Hornos, se detuvieron en la isla Juan Fernández para descansar cinco días. Caroline Augusta Perkins relató que “el ver y pisar tierra firme de nuevo fue un alivio tan grande, a diferencia de la vida en el barco, que lo comprendimos y disfrutamos con gratitud”. Se bañaron y lavaron su ropa en el agua fresca, recolectaron fruta y papas, atraparon peces y anguilas y caminaron por la isla, explorando “una cueva como la que describió Robinson Crusoe”.7

El 31 de julio de 1846, después de un viaje caracterizado por tormentas severas, alimentos escasos y largos días de navegación, llegaron a San Francisco. Algunos se quedaron y establecieron una colonia llamada New Hope, mientras que otros viajaron al Este, al otro lado de las montañas, para reunirse con los santos en la gran meseta.

El recogimiento continúa

De todas partes de los Estados Unidos y de muchas naciones, con diversos tipos de transporte, a caballo o a pie, los fieles conversos dejaron sus hogares y países de origen para congregarse con los santos y comenzar el largo viaje hacia las Montañas Rocosas.

En enero de 1847, el presidente Brigham Young comunicó la revelación llamada “La palabra y la voluntad del Señor en cuanto al Campamento de Israel” (D. y C. 136:1), la cual llegó a ser la constitución que gobernó la jornada de los pioneros hacia el Oeste. Se organizaron grupos para que velaran por las viudas y los huérfanos. Las relaciones con otras personas debían estar libres del mal, la codicia y la contención. La gente debía estar feliz y mostrar su gratitud a través de la música, la oración y el baile. Por medio del presidente Young, el Señor dijo a los santos: “Id y haced lo que os he dicho, y no temáis a vuestros enemigos” (D. y C. 136:17).

Cuando la primera compañía pionera se preparaba para salir de Winter Quarters, Parley P. Pratt regresó de su misión a Inglaterra e informó que John Taylor venía tras de él con un regalo de los santos ingleses. Al día siguiente, el hermano Taylor llegó con los diezmos que enviaban estos miembros para ayudar a los viajeros, como evidencia de su amor y fe. También trajo instrumentos científicos que probaron ser sumamente valiosos para trazar el trayecto de los pioneros y ayudarlos a aprender acerca de sus alrededores. El 15 de abril de 1847, partió la primera compañía, guiada por Brigham Young. En el transcurso de las siguientes dos décadas, aproximadamente 62.000 santos les seguirían a través de las llanuras, en carromatos y carros de mano, para congregarse en Sión.

A estos viajeros les esperaban vistas maravillosas, así como grandes dificultades en su jornada. Joseph Moenor recordó haber pasado condiciones muy difíciles para llegar al Valle del Lago Salado, pero vio cosas que nunca antes había visto: grandes manadas de bisontes y altos cedros en los cerros.8 Otros recordaron haber visto extensos campos llenos de girasoles en flor.

Los santos también tuvieron experiencias que promovieron la fe y aligeraron las demandas físicas. Después de un largo día de viaje y de una comida cocida sobre fogatas, los hombres y las mujeres se reunían en grupos para hablar de las actividades del día. Hablaban de los principios del Evangelio, cantaban canciones, bailaban y oraban juntos.

La muerte visitaba con frecuencia a los santos conforme avanzaban lentamente hacia el Oeste. El 23 de junio de 1850, la familia Crandall se componía de quince personas; al finalizar la semana, siete habían muerto debido a la temida plaga de cólera. En unos cuantos días más, murieron cinco personas más de esa familia. Después, el 30 de junio, murió durante el alumbramiento la hermana Crandall, junto con su bebé.

Aunque los santos sufrieron mucho en su viaje al Valle del Lago Salado, prevaleció un espíritu de unidad, cooperación y optimismo. Unidos por su fe y dedicación al Señor, encontraron gozo en medio de sus tribulaciones.

“Éste es el lugar”

El 21 de julio de 1847, Orson Pratt y Erastus Snow, que iban con la primera compañía de pioneros, precedieron a los emigrantes y entraron al Valle del Lago Salado. Vieron un pasto tan alto que casi se podían perder en él, lo cual era evidencia de que tendrían buenas tierras para el cultivo, así como vieron varios riachuelos que cruzaban el valle. Tres días después, el presidente Brigham Young, quien estaba enfermo de fiebre de las montañas, fue llevado en su carromato hasta la boca del cañón que daba al valle. Al contemplar la escena, el presidente Young pronunció la bendición profética de su jornada: “Es suficiente. Éste es el lugar”.

Cuando los santos que seguían el carruaje del presidente Brigham Young emergieron de entre las montañas, ellos también observaron con asombro su tierra prometida. Este valle, con el lago salado brillando bajo la luz del sol poniente, había sido el motivo de visiones y profecías, la tierra que ellos y miles más que les seguirían habían soñado. Ésta era su tierra de refugio, donde llegarían a ser un pueblo poderoso en medio de las Montañas Rocosas.

Varios años después, Jean Rio Griffiths Baker, una conversa de Inglaterra, escribió sus sentimientos al contemplar por primera vez la ciudad de Salt Lake. “La ciudad… está organizada en cuadras o manzanas, cada una de cuatro hectáreas y dividida en ocho terrenos, con una casa en cada terreno. Me detuve a mirar, y casi no puedo analizar mis sentimientos, pero creo que los que más dominaban eran el gozo y la gratitud por la protección que habíamos recibido yo y los míos durante nuestro largo y peligroso viaje”.9

Los pioneros de los carros de mano

En la década de 1850, los líderes de la Iglesia decidieron formar compañías de carros de mano con el fin de reducir los gastos y de esa manera se pudiera extender ayuda financiera al mayor número posible de emigrantes. Los santos que viajaron de esta manera colocaban tan sólo cuarenta y cinco kilos de harina y una cantidad limitada de provisiones y pertenencias en un carro, y después tiraban de él a través de las llanuras. Entre 1856 y 1860, viajaron a Utah diez compañías de carros de mano: ocho de ellas llegaron con éxito al Valle del Lago Salado, pero dos de ellas, las compañías de Martin y Willie, quedaron atrapadas en un invierno prematuro y muchos de los santos perecieron.

Nellie Pucell, pionera de una de esas desafortunadas compañías, cumplió diez años de edad mientras cruzaba las llanuras, y durante el viaje murieron sus padres. Cuando el grupo se acercaba a las montañas, el clima era sumamente frío, las provisiones se les habían acabado y los santos estaban demasiado débiles por el hambre para seguir adelante. Nellie y su hermana mayor se desmayaron. Cuando casi se habían dado por vencidas, llegó el líder de la compañía; colocó a Nellie en un carro y le dijo a Maggie que caminara a un lado, aferrándose del carro para sostenerse. Maggie fue afortunada porque al estar obligada a moverse, se salvó de que se le congelaran partes del cuerpo.

Al llegar a la ciudad de Salt Lake, al quitarle a Nellie los zapatos y los calcetines que había usado a través de las praderas, se le desprendió la piel debido a que se le habían congelado los pies. A esta pequeña tan valiente se le tuvieron que amputar dolorosamente los pies, y durante el resto de su vida caminó sobre las rodillas. Más tarde, se casó y tuvo seis hijos, atendió su propia casa y crió una hermosa posteridad.10 La determinación que demostró, a pesar de su situación, y la bondad de los que la cuidaron son ejemplos de la fe y el espíritu de sacrificio de aquellos primeros miembros de la Iglesia. Su ejemplo es un legado de fe para todos los santos que les siguen.

Un hombre que cruzó las llanuras con la compañía de carros de mano de Martin vivió en Utah muchos años. Un día estaba entre un grupo de personas que comenzaron a criticar severamente a los líderes de la Iglesia por permitir que los santos cruzaran las llanuras con las pocas provisiones y la escasa protección que ofrecía una compañía de carros de mano. El anciano escuchó hasta que ya no pudo aguantar más; después se puso de pie y dijo con profunda emoción:

“Mi esposa y yo estuvimos en esa compañía… Sufrimos más de lo que se pueden imaginar, y muchos murieron a causa del frío y del hambre, pero, ¿han escuchado alguna vez a un sobreviviente de esa compañía pronunciar una sola palabra de crítica? …[Nosotros] salimos adelante con el conocimiento absoluto de que Dios vive; en nuestras adversidades llegamos a conocer a Dios.

“Tiraba de mi carro de mano cuando estaba tan débil y agotado debido a la enfermedad y la falta de alimentos que casi no podía poner un pie enfrente del otro. Miraba hacia adelante y veía un trecho de arena o una cuesta en la colina y me decía: puedo ir hasta ahí y luego darme por vencido, porque ya no puedo seguir tirando esta carga… Seguí la arena y cuando llegué a ella, el carro empezó a empujarme a mí. Muchas veces miré a mi alrededor para ver quién estaba empujando el carro, pero no vi a nadie. Sabía entonces que los ángeles de Dios estaban allí.

“¿Lamentaba haber decidido venir con carros de mano? No, ni en aquel entonces ni en cualquier otro momento de mi vida después. El precio que pagamos para conocer a Dios fue un privilegio pagarlo, y estoy agradecido de que tuve la oportunidad de venir en la compañía de carros de mano de Martin”.11

Los primeros miembros de la Iglesia valerosamente aceptaron el Evangelio y viajaron muy lejos para vivir en lugares lejanos a la civilización de entonces. En su honor, Ida R. Alldredge (1892–1943) escribió:

Fundadores de naciones,

abren caminos de fe;

su labor, generaciones

seguirán hasta vencer.

Firmes nacen los cimientos;

las fronteras sin temor,

hacen frente en cada intento,

pioneros de valor.

Su ejemplo nos enseña cómo vivir con más fe y valor en nuestro propio país.

El servicio era el lema;

les guiaba el amor;

así, como llama plena

irradiaba su valor.

Cargas mutuas aliviaban

elevando el corazón,

a su prójimo animaban,

pioneros de valor.

Notas

  1. Juanita Brooks, editora, On the Mormon Frontier, 1:114.

  2. Juanita Brooks, editora, On the Mormon Frontier, 1:117.

  3. James B. Allen, Trials of Discipleship: The Story of William Clayton, a Mormon, 1987, pág. 202.

  4. Russell R. Rich, Ensign to the Nations, 1972, pág. 92.

  5. Readings in LDS Church History: From Original Manuscripts, de William E. Berrett y Alma P. Burton, editores, 3 tomos, 1965, 2:221.

  6. James S. Brown, Giant of the Lord: Life of a Pioneer, 1960, pág. 120.

  7. Véase la cita de Caroline Augusta Perkins en “The Ship Brooklyn Saints”, Our Pioneer Heritage, 1960, pág. 506.

  8. Utah Semi-Centennial Commission, The Book of the Pioneers, 1897, 2 tomos, 2:54; en los Archivos de la Iglesia SUD.

  9. “Jean Rio Griffiths Baker Diary”, 29 de septiembre de 1851; en los Archivos de la Iglesia SUD.

  10. “Story of Nellie Pucell Unthank”, Heart Throbs of the West, compilado por Kate B. Carter, 12 tomos, 1939–1951, 9:418–420.

  11. William Palmer, citado por David O. Mckay en “Pioneer Women”, Relief Society Magazine, enero de 1948, pág. 8