2000–2009
La guerra y la paz
Abril 2003


La guerra y la paz

Espero que los del pueblo del Señor estén en paz los unos con los otros durante los tiempos difíciles, sean cuales sean los casos de lealtades que tengan a los diversos gobiernos o partidos.

Mis hermanos y hermanas, el domingo pasado, mientras me encontraba en mi estudio pensando en lo que podría decir en esta ocasión, recibí una llamada telefónica en la que se me dijo que el sargento James W. Cawley, de los marines estadounidenses, había resultado muerto en Irak. Tenía cuarenta y un años de edad, era casado y tenía dos niños pequeños.

Hace veinte años, el élder Cawley fue misionero de la Iglesia en Japón. Al igual que muchos otros, creció en la Iglesia, de niño, jugaba en la escuela con sus compañeros; de diácono, servía la Santa Cena y fue hallado digno de cumplir una misión para enseñar el Evangelio de paz a la gente de Japón. Regresó a casa, sirvió en los marines, contrajo matrimonio, se hizo policía y entonces fue llamado de nuevo al servicio militar activo, a lo que respondió sin titubeos.

Su vida, su misión, su servicio militar y su muerte representan las contradicciones que hay entre la paz del Evangelio y la violencia de la guerra.

Por tanto, he resuelto hablar acerca de la guerra y del Evangelio que enseñamos. Hablé algo de esto en nuestra conferencia de octubre de 2001. Cuando llegué a este púlpito en esa fecha, la guerra contra el terrorismo acababa de empezar. La guerra actual es en realidad una consecuencia y una continuación de ese conflicto; y se espera que termine pronto.

Al hablar de este asunto, busco la orientación del Espíritu Santo. He orado y meditado mucho con respecto a esto. Soy consciente de que es un tema muy delicado para tratar ante una congregación internacional, incluidos los que no son de nuestra fe religiosa.

Las naciones de la tierra han tenido opiniones diferentes sobre la situación actual. Los sentimientos han sido intensos. Ha habido demostraciones en pro y en contra. Ahora somos una Iglesia mundial y tenemos miembros en la mayoría de las naciones que han discutido sobre ese asunto. Los de nuestro pueblo han tenido opiniones y preocupaciones.

La guerra, desde luego, no es nueva. Las armas cambian. Los medios para matar y destruir se refinan de modo continuo. Pero ha habido conflictos a lo largo de la historia esencialmente por los mismos asuntos.

El libro de El Apocalipsis habla en forma breve de lo que debe de haber sido un conflicto espantoso para la mente y la lealtad de los hijos de Dios. Vale la pena repetir el relato:

“Después hubo una gran batalla en el cielo: Miguel y sus ángeles luchaban contra el dragón; y luchaban el dragón y sus ángeles;

“pero no prevalecieron, ni se halló ya lugar para ellos en el cielo.

“Y fue lanzado fuera el gran dragón, la serpiente antigua, que se llama diablo y Satanás, el cual engaña al mundo entero; fue arrojado a la tierra, y sus ángeles fueron arrojados con él” (Apocalipsis 12:7–9).

Isaías habla aún mas con respecto a esa gran conflicto (véase Isaías 14:12–20). La revelación moderna da luz adicional al respecto (véase D. y C. 76:25–29), lo mismo que el Libro de Moisés (véase 4:1–4), que nos habla del plan de Satanás para destruir el albedrío del hombre.

A veces tendemos a glorificar los grandes imperios del pasado, como por ejemplo, el Imperio Otomano, los Imperios Romano y Bizantino, y, en tiempos más recientes, el vasto Imperio Británico. Pero hay un aspecto sombrío en cada uno de ellos. Hay un revestimiento funesto y trágico de conquista brutal, de subyugación, de represión y un precio astronómico que se ha pagado en vidas humanas y en dinero.

El gran escritor inglés, Thomas Carlyle, hizo una vez el irónico comentario: “Dios debe estar riendo francamente de lo que el hombre que ha creado está haciendo aquí en la tierra” (citado en Sartor Resartus, 1836, pág. 182). Yo creo que nuestro Padre Celestial debe de haber llorado al contemplar a Sus hijos que, aquí en la tierra, a través de los siglos han desperdiciado sus divinos derechos de nacimiento destruyéndose despiadadamente unos a otros.

A lo largo de la historia, han surgido tiranos de vez en cuando que han oprimido a su propia gente y amenazado al mundo. Eso es lo que se considera que ocurre en la actualidad y, por consiguiente, grandes y aterradoras fuerzas con complejos y temibles armamentos han entablado combate.

Muchos miembros de nuestra propia Iglesia se han visto implicados en este conflicto. Hemos visto en la televisión y en la prensa a niños que, llorando, se aferraban a sus padres, quienes con uniforme militar, iban al frente de batalla.

En una conmovedora carta que he recibido esta semana, una madre de familia me contaba de su hijo marine que sirve por segunda vez en una guerra del Oriente Medio. Me decía que la primera vez que fue a combate, “…[él] vino a casa con licencia y me pidió que saliéramos a caminar… Me rodeó con un brazo y me habló acerca del ir a la guerra. Me… dijo: ‘Mamá, tengo que ir para que tú y la familia sean libres, libres de adorar como les parezca… Y si eso me cuesta la vida… entonces, el haber dado mi vida habrá valido la pena’”. Ahora se encuentra de nuevo allá y hace poco ha escrito a la familia, diciendo: “Me siento orgulloso de estar aquí sirviendo a mi nación y nuestro modo de vida… Me siento mucho más seguro sabiendo que nuestro Padre Celestial está conmigo”.

Hay otras madres, civiles inocentes, que abrazan a sus hijos con temor y miran al cielo, con desesperadas súplicas mientras la tierra que pisan se estremece con las bombas mortíferas que rugen a través del cielo nocturno.

Ha habido desgracias personales en este terrible conflicto y parece que habrá más. Las protestas públicas probablemente continuarán. Líderes de otras naciones han condenado manifiestamente la estrategia de la coalición.

Surge la pregunta: “¿Qué postura tiene la Iglesia con relación a este asunto?”.

Primero, debe comprenderse que no tenemos nada en contra de la gente musulmana ni en contra de la de ninguna otra fe. Reconocemos y enseñamos que todas las personas de la tierra son de la familia de Dios. Y, puesto que Él es nuestro Padre, somos hermanos y hermanas que tenemos obligaciones familiares los unos para con los otros.

Pero como ciudadanos, todos estamos bajo la dirección de nuestros respectivos líderes nacionales. Ellos tienen acceso a mayor información política y militar que el público general. Los militares están bajo obligación a sus respectivos gobiernos de cumplir con los mandatos de su soberano. Cuando las personas se alistaron en el servicio militar, hicieron un contrato mediante el cual están al presente comprometidos y el que han cumplido como es debido.

Uno de nuestros Artículos de Fe, que representan una expresión de nuestra doctrina, dice: “Creemos en estar sujetos a los reyes, presidentes, gobernantes y magistrados; en obedecer, honrar y sostener la ley” (Los Artículos de Fe 12).

Pero la revelación moderna nos indica que hemos de “renuncia[r] a la guerra y proclama[r] la paz” (D. y C. 98:16).

En una democracia podemos renunciar a la guerra y proclamar la paz. Hay oportunidad de expresar desacuerdo. Muchas personas han expresado su opinión y muy enfáticamente. Ése es su privilegio. Ése es su derecho siempre que lo hagan conforme a la ley. No obstante, todos también debemos tener presente otra responsabilidad fundamental, la cual, quisiera agregar, rige mis sentimientos personales y prescribe mi lealtad en la situación actual.

Cuando la guerra era encarnizada entre los nefitas y los lamanitas, el registro dice que “inspiraba a los nefitas una causa mejor, pues no estaban luchando por… poder, sino que luchaban por sus hogares y sus libertades, sus esposas y sus hijos, y todo cuanto poseían; sí, por sus ritos de adoración y su iglesia.

“Y estaban haciendo lo que sentían que era su deber para con su Dios…” (Alma 43:45–46).

El Señor les aconsejó: “Defenderéis a vuestras familias aun hasta la efusión de sangre” (Alma 43:47).

Y Moroni “rasgó su túnica; y tomó un trozo y escribió en él: En memoria de nuestro Dios, nuestra religión, y libertad, y nuestra paz, nuestras esposas y nuestros hijos; y lo colocó en el extremo de un asta.

“Y se ajustó su casco y su peto y sus escudos, y se ciñó los lomos con su armadura; y tomó el asta, en cuyo extremo se hallaba su túnica rasgada (y la llamó el estandarte de la libertad), y se inclinó hasta el suelo y rogó fervorosamente a su Dios, que las bendiciones de libertad descansaran sobre sus hermanos…” (Alma 46:12–13).

Está claro tanto en ésos como en otros escritos que hay ocasiones y circunstancias en las que las naciones tienen motivos justificados, en realidad, tienen la obligación de luchar por la familia, por la libertad y contra la tiranía, las amenazas y la opresión.

Al fin de cuentas, nosotros, los de esta Iglesia, somos gente de paz. Somos seguidores de nuestro Redentor, el Señor Jesucristo, que fue el Príncipe de Paz. Pero aun Él dijo: “No penséis que he venido para traer paz a la tierra; no he venido para traer paz, sino espada” (Mateo 10:34).

Esto nos sitúa en la posición de los que anhelan la paz, de los que enseñan la paz, de los que trabajan por la paz, pero que también son ciudadanos de naciones, por lo que estamos sujetos a las leyes de nuestros gobiernos. Además, [los miembros de la Iglesia] somos amantes de la libertad y estamos obligados a defenderla cuando corramos peligro de perderla. Creo que Dios no hará responsables a los hombres ni a las mujeres militares que, como agentes de su gobierno, llevan a cabo lo que legalmente están obligados a hacer. Podrá ser, aun, que Él nos haga responsables a nosotros si intentamos impedir u obstruir el camino de los que están participando en la lucha contra fuerzas del mal y de represión.

Ahora bien, hay mucho que podemos y que debemos hacer en estos tiempos peligrosos. Podemos dar nuestra opinión sobre los diversos aspectos de la situación, pero nunca digamos nada indebido ni participemos en actividades ilícitas con respecto a nuestros hermanos y a nuestras hermanas de las diversas naciones de un lado o del otro. Las diferencias políticas nunca justifican el odio ni la mala voluntad. Espero que los del pueblo del Señor estén en paz los unos con los otros durante los tiempos difíciles, sean cuales sean los casos de lealtades que tengan a los diversos gobiernos o partidos.

Oremos por los que han sido llamados a portar armas para la lucha por sus respectivos gobiernos y supliquemos la protección del cielo sobre ellos para que regresen junto a sus seres queridos sanos y salvos.

A nuestros hermanos y a nuestras hermanas que han puesto sus vidas en peligro, decimos que oramos por ustedes. Rogamos al Señor que vele por ustedes y que los proteja de todo daño, para que regresen a casa y vuelvan a reanudar su vida. Sabemos que no están en esa tierra desértica, cálida y de fuertes vientos porque disfrutan de la guerra. La fortaleza de su dedicación se mide con su buena disposición de dar sus propias vidas por aquello en lo que creen.

Sabemos que algunos han muerto y que aún otros podrían morir en esta candente y mortífera batalla. Podemos hacer todo lo que esté a nuestro alcance por consolar y bendecir a los que pierdan a seres queridos. Rogamos que los que lloran la muerte de alguien sean consolados con el consuelo que viene sólo de Cristo el Redentor. Él dijo a Sus amados discípulos:

“No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios, creed también en mí.

“En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros… para que donde yo estoy, vosotros también estéis.

“La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo” (Juan 14:1–3, 27).

Suplicamos al Señor, cuya potestad es extraordinaria y cuyos poderes son infinitos, que haga llegar el fin del conflicto, un fin que resulte en una vida mejor para todos los interesados. El Señor ha dicho: “Porque yo, el Señor, reino en los cielos y entre las huestes de la tierra” (D. y C. 60:4).

Podemos rogar que llegue y esperar ese maravilloso día que predijo el profeta Isaías en que los hombres “volverán sus espadas en rejas de arado, y sus lanzas en hoces; no alzará espada nación contra nación, ni se adiestrarán más para la guerra” (Isaías 2:4).

Aunque vivimos en un mundo malvado, podemos vivir de modo que seamos dignos de merecer el solícito amparo de nuestro Padre Celestial. Podemos ser como los justos que vivían entre las maldades de Sodoma y Gomorra. Abraham suplicó que esas ciudades fuesen perdonadas por amor a los justos. (Véase Génesis 18:20–32).

Y, sobre todo, podemos cultivar dentro de nosotros el entendimiento y el deseo de proclamar al mundo la salvación del Señor Jesucristo. Mediante Su sacrificio expiatorio, tenemos la certeza de que la vida continúa más allá del velo de la muerte. Podemos enseñar el Evangelio que llevará a la exaltación a los obedientes.

Aun cuando se pelea una ruidosa guerra de muerte y las tinieblas y el odio reinan en el corazón de algunas personas, existe la inamovible, tranquilizadora, consoladora, de un amor de alcance infinito, la serena figura del Hijo de Dios, el Redentor del mundo. Podemos proclamar con Pablo: “Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir,

“ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro” (Romanos 8:38–39).

Esta vida no es más que un capítulo del plan eterno de nuestro Padre. Está llena de conflictos y de contradicciones. Algunas personas mueren jóvenes y otras viven hasta una edad avanzada. No podemos explicarlo. Pero lo aceptamos con el conocimiento seguro de que, por medio del sacrificio expiatorio de nuestro Señor, continuaremos existiendo, y lo hacemos con la consoladora seguridad de Su amor inconmensurable.

Él ha dicho: “Aprende de mí y escucha mis palabras; camina en la mansedumbre de mi Espíritu, y en mí tendrás paz” (D. y C. 19:23).

Y en esas palabras, mis hermanos y hermanas, depositamos nuestra fe. Sean cuales sean las circunstancias, tenemos el consuelo y la paz de Cristo nuestro Salvador, nuestro Redentor, el Hijo viviente del Dios viviente. De ello testifico en Su santo nombre, sí, el nombre de Jesucristo. Amén.