A mis nietos
Hay un mandamiento fundamental que nos ayudará a afrontar los desafíos y conducirá al núcleo de una vida familiar feliz.
Este año se casarán nuestros dos primeros nietos. Dentro de unos pocos años, es probable que unos diez de sus primos lleguen al punto en su vida en el que entren al maravilloso mundo de establecer una familia.
Esa feliz posibilidad me ha hecho pensar mucho a medida que ellos han pedido mi consejo; básicamente han preguntado: “¿Qué decisiones podría tomar que me conducirán a la felicidad?”. Y, por otro lado: “¿Qué decisiones son las que probablemente me conduzcan a la infelicidad?”.
Nuestro Padre Celestial nos ha hecho únicos; nadie tiene exactamente las mismas experiencias. No hay dos familias que sean iguales, de modo que no debe sorprendernos que sea difícil dar consejo sobre cómo elegir la felicidad en la vida familiar. No obstante, un amoroso Padre Celestial ha establecido el mismo sendero hacia la felicidad para todos Sus hijos. Cualesquiera sean nuestras características personales y nuestras experiencias, hay tan sólo un plan de felicidad. Ese plan es seguir todos los mandamientos de Dios.
Para todos nosotros, incluso para mis nietos que piensan casarse, hay un mandamiento fundamental que nos ayudará a afrontar los desafíos y conducirá al núcleo de una vida familiar feliz. Se aplica a todas las relaciones, sin importar las circunstancias; se repite en las Escrituras y en las enseñanzas de los profetas de nuestros días. Éstas son las palabras de la Biblia en cuanto al consejo que el Señor da a todos los que desean vivir juntos para siempre en gran felicidad:
“Y uno de ellos, intérprete de la ley, preguntó para tentarle, diciendo:
“Maestro, ¿cuál es el gran mandamiento de la ley?
“Y Jesús le dijo: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma y con toda tu mente.
“Éste es el primero y grande mandamiento.
“Y el segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo.
“De estos dos mandamientos dependen toda la ley y los profetas”1.
De esa simple declaración no es difícil resumir todo lo que he aprendido en cuanto a cuáles son las decisiones que conducen a la felicidad de la familia. Para empezar, hago la pregunta: “¿Qué decisiones me han llevado a mí a amar al Señor con todo mi corazón, con toda mi alma y con toda mi mente?”. Para mí, ha sido decidir colocarme en una posición donde pude sentir el gozo del perdón por medio de la expiación del Señor.
Hace años bauticé a un joven en Albuquerque, Nuevo México, a quien mi compañero de misión y yo habíamos enseñado. Lo sumergí en el agua y lo levanté; debió haber tenido casi la misma estatura que yo porque me habló directamente al oído. Con agua de la pila bautismal y lágrimas que le corrían por la cara, y con gozo en la voz, dijo: “Estoy limpio; estoy limpio”.
He visto esas mismas lágrimas de felicidad en los ojos de alguien que relató las palabras de un apóstol de Dios. Tras una minuciosa y tierna entrevista, él le había dicho: “La perdono en el nombre del Señor. Él le dará la seguridad de que la perdonó en Su propio tiempo y a Su propia manera”. Y lo hizo.
Me he dado cuenta de por qué el Señor puede decir que cuando los pecados son perdonados, Él no los recuerda más. Por medio del poder de la Expiación, personas a quienes amo y conozco bien llegaron a ser personas renovadas, y los efectos del pecado se disiparon. El corazón se me ha llenado de amor por el Salvador y por el amoroso Padre que Lo envió.
Recibieron esa gran bendición debido a que animé a las personas a quienes amo a que acudan al Salvador para recibir el alivio del dolor que sólo Él puede brindar. Es por eso que insto a las personas a quienes amo a que acepten y magnifiquen cada llamamiento que se les dé en la Iglesia. Esa decisión es una clave para la felicidad familiar.
Las presiones de cada etapa de la vida nos pueden tentar a rechazar o descuidar los llamamientos para servir al Salvador, lo que nos puede poner en peligro espiritual a nosotros mismos, a nuestro cónyuge y a nuestras familias. Tal vez algunos de esos llamamientos parezcan insignificantes, pero mi vida y la de mi familia cambiaron para mejor cuando acepté un llamamiento para enseñar a un quórum de diáconos. Sentí el amor que esos diáconos tenían por el Salvador y el amor de Él por ellos.
Lo vi suceder en la vida de un ex presidente de estaca y de misión en su llamamiento para asesorar a un quórum de maestros. Sé de otro hermano que ha sido obispo y Setenta de Área y de quien el Señor se valió para ayudar a un muchacho de un quórum de maestros que resultó herido en un accidente. Los milagros de ese servicio conmovieron a muchos, incluyéndome a mí, y aumentaron su amor por el Salvador.
Cuando prestamos servicio a los demás es más probable que supliquemos tener la compañía del Espíritu Santo. El éxito en el servicio al Señor siempre produce milagros que superan nuestros propios poderes. El padre que enfrenta al hijo sumamente rebelde sabe que así es, al igual que la maestra visitante a quien acudió una hermana en busca de consuelo cuando su esposo le dijo que la iba a dejar. Ambos siervos están agradecidos que esa mañana oraron para que el Señor les enviara el Espíritu Santo como compañero.
Únicamente con la compañía del Espíritu Santo podemos tener la esperanza de estar unidos como iguales en un matrimonio en el que no haya discordia. He visto cómo esa compañía es de suma importancia para la felicidad en el matrimonio. El milagro de llegar a ser uno requiere la ayuda de los cielos, y toma tiempo. Nuestra meta es vivir juntos para siempre en la presencia de nuestro Padre Celestial y nuestro Salvador.
Mi padre y mi madre eran muy diferentes; mi madre era cantante y artista; a mi padre le encantaba la química. Una vez, estando en un concierto, mi madre se sorprendió cuando vio que mi padre se puso de pie y se dispuso a salir antes de que empezaran a aplaudir. Ella le preguntó a dónde iba, él respondió con toda inocencia: “Ya se acabó, ¿no?”. Fue sólo la dulce influencia del Espíritu Santo que hizo que él quisiera ir con ella y que después la acompañara a conciertos una y otra vez.
Mi madre vivió en Nueva Jersey durante dieciséis años para que mi padre pudiera sostener a la familia haciendo investigación y enseñando química. Para ella fue un sacrificio estar separada de su madre viuda y de su hermana soltera que la había cuidado en la vieja casa de la granja familiar. Ambas fallecieron mientras mi madre se encontraba en Nueva Jersey. Ésas fueron las únicas veces que vi a mamá llorar.
Años más tarde, a mi padre le ofrecieron un trabajo en Utah; le preguntó a mi madre: “Mildred, ¿qué piensas que deba hacer?”.
Ella dijo: “Henry, haz lo que consideres mejor”.
Él rechazó la oferta. A la mañana siguiente ella le escribió una carta que quisiera tener todavía en mi poder. Recuerdo que ella le dijo: “No la abras aquí. Ve a la oficina y ábrela allí”. Empezaba con una reprimenda. Años antes, él le había prometido que si alguna vez le fuera posible, la llevaría para que estuviera cerca de su familia. A él le sorprendió la expresión de enfado; no había recordado el deseo que ella tenía en el corazón. Inmediatamente envió un mensaje para aceptar la oferta de trabajo.
Le dijo: “Mildred, ¿por qué no me lo dijiste?”.
Ella contestó: “Se supone que debiste recordarlo”.
Él siempre dijo que la decisión de trasladarse a Utah fue de él, nunca que fuese un sacrificio de su carrera profesional. Habían recibido el milagro de llegar a ser uno. Habría sido mejor que el Espíritu Santo le hubiese recordado a mi padre la promesa que había hecho años antes; sin embargo, él sí permitió que el Espíritu Santo le ablandara el corazón para que la decisión de ella se convirtiera en la de él.
El Padre Celestial tiene perfecto discernimiento, conoce a cada uno de nosotros y conoce nuestro futuro. Él conoce las dificultades por las que pasaremos, y envió a Su Hijo a sufrir para que Él supiera cómo socorrernos en todas nuestras tribulaciones.
Sabemos que en este mundo el Padre Celestial tiene hijos en espíritu que a veces eligen el pecado y gran infelicidad. Es por eso que Él envió a Su Primogénito para que fuese nuestro Redentor, el acto de amor supremo en toda la creación. Es por eso que debemos suponer que se necesitará la ayuda de Dios y del tiempo para pulirnos, para prepararnos para la vida eterna, para vivir con nuestro Padre.
La vida en familia nos probará; ése es uno de los propósitos de Dios al darnos el don de la mortalidad, el fortalecernos por medio de las pruebas. Eso será verdad especialmente en la vida familiar, donde encontraremos gran gozo y grandes pesares y desafíos, los cuales a veces parecerán que están más allá de nuestro poder para soportarlos.
El presidente George Q. Cannon dijo lo siguiente sobre cómo Dios los ha preparado a ustedes, a mí y a nuestros hijos para las pruebas que enfrentaremos: “No hay ni uno solo de nosotros que no sea receptor del amor de Dios. No hay nadie entre nosotros hacia quien Él no haya demostrado interés y tratado con afecto. No hay nadie a quien Él no tenga el deseo de salvar y para quien no haya preparado una forma de lograrlo. No hay ni una sola persona a la cual Dios no haya enviado ángeles para que la cuiden. Tal vez seamos insignificantes e indignos ante nuestros propios ojos y ante los ojos de los demás, pero la verdad es que somos hijos de Dios y que Él nos ha puesto bajo el cuidado de sus ángeles —seres invisibles de fuerza y poderío— y ellos nos protegen y velan por nosotros”2.
Lo que el presidente Cannon enseñó es verdad; ustedes necesitarán esa seguridad tal como yo la he necesitado y he dependido de ella.
He orado con fe para que alguien a quien yo amaba buscara y sintiera el poder de la Expiación. He orado con fe para que ángeles humanos acudieran a prestarles ayuda y lo hicieron.
Dios ha dispuesto de medios para salvar a cada uno de Sus hijos. Para muchos, eso implica que se los coloque con un hermano, una hermana, un abuelo o abuela que los ame sin importar lo que hagan.
Hace años, un amigo habló acerca de su abuela, quien había vivido una vida plena, siempre fiel al Señor y a Su iglesia. No obstante, uno de sus nietos escogió una vida de delito, hasta que finalmente fue sentenciado a ir a la cárcel. Mi amigo recordaba que su abuela, al ir por la carretera para visitar a su nieto en prisión, derramaba lágrimas y oraba angustiada: “He tratado de vivir una vida buena; ¿por qué llevo esta tragedia de un nieto que parece haber destrozado su vida?”.
A su mente acudió la respuesta con estas palabras: “Te lo di a ti porque sabía que podrías amarlo y lo amarías sin importar lo que hiciera”.
Ésta es una maravillosa lección para todos nosotros. El camino para los padres y abuelos amorosos y para todos los siervos de Dios no será fácil en un mundo decadente. No podemos obligar a los hijos de Dios a elegir el camino a la felicidad. Dios no puede hacer eso a causa del albedrío que Él nos ha dado.
El Padre Celestial y Su amado Hijo aman a todos los hijos de Dios sin importar lo que decidan hacer o lo que lleguen a ser. El Salvador pagó el precio de todos los pecados, no importa cuán atroces sean. A pesar de que debe haber justicia, se extiende la oportunidad de la misericordia, la cual no robará a la justicia.
Alma expresó esa esperanza a su hijo Coriantón con estas palabras: “…por tanto, según la justicia, el plan de redención no podía realizarse sino de acuerdo con las condiciones del arrepentimiento del hombre en este estado probatorio, sí, este estado preparatorio; porque a menos que fuera por estas condiciones, la misericordia no podría surtir efecto, salvo que destruyese la obra de la justicia. Pero la obra de la justicia no podía ser destruida; de ser así, Dios dejaría de ser Dios”3.
Por tanto, mi mensaje a mis nietos, y a todos los que estamos tratando de forjar familias eternas, es que a los fieles se les garantiza el gozo. Desde antes que el mundo fuese, un amoroso Padre Celestial y Su amado Hijo amaron y trabajaron con aquellos que Ellos sabían que se desviarían. Dios los amará para siempre.
Ustedes tienen la ventaja de saber que ellos aprendieron el Plan de Salvación de las enseñanzas que recibieron en el mundo de los espíritus. Ellos y ustedes fueron lo suficientemente fieles para que se les permitiera venir al mundo cuando a muchos no se les permitió hacerlo.
Con la ayuda del Espíritu Santo, se nos recordarán todas las verdades. No podemos imponer eso en los demás, pero podemos permitirles verlo en nuestra vida. Siempre podemos obtener ánimo de la seguridad de que todos sentimos una vez el gozo de estar juntos como miembros de la amada familia de nuestro Padre Celestial. Con la ayuda de Dios, todos podemos volver a sentir esa esperanza y ese gozo. Ruego que así sea para todos nosotros; en el nombre de Jesucristo. Amén.