Poder en el sacerdocio
Un hombre podrá descorrer las cortinas para que la cálida luz del sol entre en el cuarto, pero él no es el dueño del sol ni de la luz ni del calor que brinda.
Las bendiciones del sacerdocio son para todos
Cuando los niños cantaron felices en la reunión sacramental la canción de la Primaria “Allí donde hay amor”, todos sonrieron en señal de aprobación. Una valiente madre que criaba a cinco hijos escuchó atentamente la segunda estrofa: “A toda hora hay en mi hogar de Dios bendiciones [del sacerdocio] sin cesar”1. Con tristeza, ella pensó: “Mis hijos nunca han tenido un hogar como ese”2.
Mi mensaje a esa hermana fiel, y a todos, es que “a toda hora podemos ser bendecidos por el poder del sacerdocio”, cualquiera sea nuestra situación.
En la Iglesia, a veces relacionamos excesivamente el poder del sacerdocio con los hombres. El sacerdocio es el poder y la autoridad de Dios que se dan para la salvación y la bendición de todos: hombres, mujeres y niños.
Un hombre podrá descorrer las cortinas para que la cálida luz del sol entre en el cuarto, pero él no es el dueño del sol ni de la luz ni del calor que brinda. Las bendiciones del sacerdocio son infinitamente mayores que aquél a quien se le pide que administre ese don.
Recibir las bendiciones, el poder y las promesas del sacerdocio en esta vida y en la vida venidera es una de las más grandes oportunidades y responsabilidades de la mortalidad. Al mantenernos dignos, las ordenanzas del sacerdocio enriquecen nuestra vida en la tierra y nos preparan para las sublimes promesas del mundo venidero. El Señor dijo: “…en [las] ordenanzas se manifiesta el poder de la divinidad”3.
Existen bendiciones especiales de Dios para cada persona digna que se bautiza, recibe el Espíritu Santo y participa regularmente de la Santa Cena. El templo nos brinda luz y fortaleza adicionales, además de la promesa de la vida eterna4.
Todas las ordenanzas nos invitan a aumentar nuestra fe en Jesucristo y hacer convenios con Dios y a guardarlos. Al guardar esos sagrados convenios, recibimos poder y bendiciones del sacerdocio.
¿No sentimos ese poder del sacerdocio en nuestra propia vida y lo vemos entre los miembros de la Iglesia que guardan los convenios? Lo vemos en los nuevos conversos cuando salen de las aguas del bautismo sintiendo que han sido perdonados y limpios; vemos a nuestros niños y jóvenes más sensibles a los susurros y a la guía del Espíritu Santo; vemos que las ordenanzas del templo se convierten en un faro de fortaleza y de luz para los hombres y las mujeres justos de todo el mundo.
El mes pasado observé a un joven matrimonio que se sintió grandemente fortalecido por las promesas del sellamiento en el templo cuando nació su hermoso bebito que llegó a vivir sólo una semana. Mediante las ordenanzas del sacerdocio, esta joven pareja y todos nosotros, recibimos consuelo, fortaleza, protección, paz y promesas eternas5.
Lo que sabemos acerca del sacerdocio
Tal vez algunos se pregunten con sinceridad: “Si el poder y las bendiciones del sacerdocio están al alcance de todos, ¿por qué las ordenanzas del sacerdocio las administran los hombres?”.
Cuando un ángel le preguntó a Nefi: “¿Comprendes la condescendencia de Dios?”. Nefi contestó honestamente: “Sé que ama a sus hijos; sin embargo, no sé el significado de todas las cosas”6.
Cuando hablamos del sacerdocio, hay muchas cosas que sí sabemos.
Todos somos iguales
Sabemos que Dios ama a todos Sus hijos y que no hace acepción de personas. “…a nadie de los que a él vienen desecha… varones o mujeres… y todos son iguales ante Dios”7.
Así como sabemos con tanta seguridad que el amor de Dios es “igual” para Sus hijos e hijas, también sabemos que Él no creó a los hombres y a las mujeres exactamente iguales. Sabemos que el ser hombre o mujer es una característica esencial de nuestra identidad y nuestro propósito, tanto terrenal como eterno8.
Desde el principio
Sabemos que desde el principio el Señor estableció cómo se administraría Su sacerdocio. “El sacerdocio se dio primeramente a Adán”9. Noé, Abraham y Moisés, todos ellos administraron las ordenanzas del sacerdocio. Jesucristo fue y es el Gran Sumo Sacerdote. Él llamó apóstoles y dijo: “No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros”10. En nuestros días, mensajeros celestiales fueron enviados por Dios: Juan el Bautista, Pedro, Santiago y Juan restauraron el sacerdocio en la tierra mediante el profeta José Smith11. Ésta es la manera en que nuestro Padre Celestial ha administrado Su sacerdocio12.
Muchos dones de Dios
Sabemos que el poder del santo sacerdocio no funciona sin la ayuda de la fe, el Espíritu Santo y los dones espirituales. Las Escrituras advierten: “…no neguéis los dones de Dios, porque son muchos…Y hay diversas maneras de administrar estos dones, pero es el mismo Dios que obra todas las cosas en todo”13.
Dignidad
Sabemos que la dignidad siempre es fundamental para efectuar y recibir las ordenanzas del sacerdocio. La hermana Linda K. Burton, Presidenta General de la Sociedad de Socorro, ha dicho: “La rectitud es el requisito… para invitar el poder del sacerdocio a nuestra vida”14.
Por ejemplo, miren la plaga de pornografía que se extiende por todo el mundo. La norma de dignidad del Señor no tolera la pornografía entre aquellos que ofician en las ordenanzas del sacerdocio. El Salvador dijo:
“…arrepentíos de vuestras… abominaciones secretas”15.
“La lámpara del cuerpo es el ojo… si tu ojo es malo, todo tu cuerpo será tenebroso”16.
“[Porque] cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya ha cometido adulterio con ella en su corazón”17.
El preparar y repartir la Santa Cena, bendecir a los enfermos o participar en otras ordenanzas del sacerdocio indignamente es, tal como ha dicho el élder David A. Bednar, tomar el nombre de Dios en vano18. Si uno no es digno, se debe retirar y no oficiar en las ordenanzas del sacerdocio y, con espíritu de oración, acudir a su obispo como el primer paso para arrepentirse y volver a cumplir los mandamientos.
Humildad
Otra cosa que sabemos es que son abundantes las bendiciones del sacerdocio en las familias en las que la madre y el padre están unidos al guiar a sus hijos; pero también sabemos que Dios proporciona con entusiasmo esas mismas bendiciones a aquellos que se encuentran en muchas otras situaciones19.
Una madre, que llevaba el peso de sostener a su familia tanto espiritual como temporalmente, explicó, con gran sentimiento, que ella tiene que tener humildad a fin de llamar a sus maestros orientadores para que le den una bendición a uno de sus hijos; no obstante, de manera perceptiva añadió que no requiere más humildad que la que sus maestros orientadores necesitan para prepararse para bendecir a su hijo20.
Las llaves del sacerdocio
Sabemos que las llaves del sacerdocio que poseen los miembros de la Primera Presidencia y del Quórum de los Doce Apóstoles dirigen la obra del Señor sobre la tierra. A los presidentes de estaca y obispos se les confieren llaves específicas del sacerdocio para sus responsabilidades geográficas, y ellos llaman a hombres y mujeres por revelación, a quienes se sostienen y apartan para ejercitar la autoridad delegada para enseñar y administrar21.
Si bien es mucho lo que sabemos del sacerdocio, la perspectiva terrenal no siempre ofrece una completa comprensión de las obras de Dios; pero su amable recordatorio: “Mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos”22 nos da la seguridad de que con el tiempo y la perspectiva eterna, veremos las cosas “como realmente son”23 y comprenderemos más Su amor perfecto.
Todos servimos de buena voluntad. Algunas veces, sentimos que nuestro llamamiento es “poca cosa” y deseamos que nos pidieran hacer más. En otras ocasiones estamos agradecidos cuando se nos releva. Nosotros no determinamos los llamamientos que recibimos24. Aprendí esta lección al poco tiempo de casarnos. Como recién casados, Kathy y yo vivíamos en Florida. Un domingo, uno de los consejeros de la presidencia de estaca me explicó que habían sentido la impresión de llamar a Kathy como maestra de seminario matutino.
“¿Cómo lo vamos a hacer?”, pregunté. “Tenemos dos hijos pequeños; seminario empieza a las cinco de la mañana, y yo soy el presidente de los Hombres Jóvenes del barrio”.
El consejero sonrió y dijo: “Todo saldrá bien, hermano Andersen. La llamaremos a ella, y lo relevaremos a usted”.
Y eso fue lo que ocurrió.
La contribución de la mujer
El preguntar con sinceridad y escuchar las ideas y preocupaciones que expresan las mujeres es de vital importancia en la vida, en el matrimonio y en la edificación del reino de Dios.
Hace veinte años, en una conferencia general, el élder M. Russell Ballard relató una conversación que tuvo con la presidenta general de la Sociedad de Socorro. Surgió una pregunta sobre cómo fortalecer la dignidad de los jóvenes que se preparaban para servir en misiones. La hermana Elaine Jack respondió con una sonrisa: “Sabe, élder Ballard… si preguntáramos a las hermanas de la Iglesia… podrían tener algunas buenas sugerencias… Después de todo, ¡nosotras somos las madres de esos jóvenes!”25.
El presidente Thomas S. Monson tiene un historial de toda una vida en cuanto a preguntar y responder a las preocupaciones de las hermanas. La mujer que más ha influido en él es la hermana Frances Monson. La extrañamos mucho. También, el jueves pasado, el presidente Monson nos recordó a las Autoridades Generales lo mucho que había aprendido de las 84 viudas de su barrio, quienes influyeron grandemente en su servicio como obispo y durante toda su vida.
No debe sorprendernos que, el presidente Monson, antes de tomar la decisión, con espíritu de oración, sobre el cambio en la edad para el servicio misional, haya llevado a cabo muchas conversaciones con las Presidencias Generales de la Sociedad de Socorro, de las Mujeres Jóvenes y de la Primaria.
Obispos, al seguir el ejemplo del presidente Monson, sentirán aún más abundantemente la mano guiadora del Señor bendiciendo la obra sagrada que realizan.
Mi familia y yo vivimos varios años en Brasil. Poco después de que llegamos, conocí a Adelson Parrella, que servía como Setenta, y a su hermano Adilson, que servía en la presidencia de nuestra estaca. Más tarde conocí a su hermano Adalton, que era presidente de estaca en Florianópolis, y a otro hermano, Adelmo, que era obispo. Me impresionó la fe de esos hermanos, y les pregunté acerca de sus padres.
La familia se bautizó en Santos, Brasil, hace 42 años. Adilson Parrella dijo: “Al principio papá pareció estar muy entusiasmado de unirse a la Iglesia; no obstante, [pronto] pasó a ser menos activo y le pidió a nuestra madre que no asistiera a la Iglesia”.
Adilson me contó que su madre cosía ropa para los vecinos a fin de pagar el pasaje del autobús para que los niños fueran a la Iglesia. Los cuatro niños caminaban juntos casi dos kilómetros a otro pueblo, donde tomaban el autobús por 45 minutos, y después caminaban otros 20 minutos para llegar a la capilla.
Aunque ella no podía asistir a la Iglesia con sus hijos, la hermana Parrella leía las Escrituras con sus hijos e hijas, les enseñaba el Evangelio y oraba con ellos. Su humilde hogar estaba lleno de las ricas bendiciones del poder del sacerdocio. Los niños crecieron, sirvieron en misiones, obtuvieron una educación y se casaron en el templo. Las bendiciones del sacerdocio colmaron sus hogares.
Años más tarde, siendo una hermana sola, Vany Parrella entró en el templo para recibir su investidura y, luego, sirvió en tres misiones en Brasil. Ahora tiene 84 años, y su fe continúa bendiciendo a las generaciones futuras.
Testimonio y promesa
El poder del santo sacerdocio de Dios se encuentra en La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Testifico que a medida que participen dignamente en las ordenanzas del sacerdocio, el Señor les brindará mayor fortaleza, paz y perspectiva eterna. Cualquiera que sea su situación, su hogar será “bendecido por la fortaleza del poder del sacerdocio” y aquellos que estén allegados a ustedes tendrán un deseo más fuerte de tener esas bendiciones.
Como hombres y mujeres, hermanas y hermanos, hijos e hijas de Dios, avanzamos juntos. Ésta es nuestra oportunidad, nuestra responsabilidad y nuestra bendición. Éste es nuestro destino: preparar el reino de Dios para el regreso del Salvador. En el nombre de Jesucristo. Amén.