2011
El poder de un buen ejemplo
Junio de 2011


Nuestro hogar, nuestra familia

El poder de un buen ejemplo

En abril de 1992 mi familia y yo vivíamos en Provo, Utah, adonde nos habíamos trasladado desde Canadá para que yo estudiara ingeniería en la Universidad Brigham Young. Mi hijo Jase, que tenía 17 años, se hizo amigo de una jovencita llamada Krista.

La tarde del sábado de la conferencia general, Jase entró en la sala y preguntó si podía usar el auto para llevar a Krista a tomar una leche malteada. Le lancé las llaves y él fue a la cocina a llamarla por teléfono. Yo escuchaba sólo un lado de la conversación, que fue algo así:

“Hola, Krista; habla Jase. Estaba pensando si te gustaría salir a tomar una leche malteada”. Silencio. “¿Quieres decir después de la reunión del sacerdocio? Bueno, está bien; te llamaré después. Nos vemos”.

Jase colgó el teléfono y volvió a entrar en la sala.

“Entonces, ¿vas a salir con ella?”, pregunté.

“Dijo que le gustaría ir”, contestó, “pero me dijo que la llamara después de que volviera de la sesión del sacerdocio”. Cabizbajo y con una expresión de desánimo, se fue a su cuarto.

Fue como si algo me hubiera sacudido. Me había criado en el sur de Alberta, a unos 130 km del centro de estaca. Allí nadie esperaba que yo, ni mis padres, que tenían cargos de liderazgo en nuestra rama, asistiéramos a las sesiones de la conferencia, y menos a la sesión del sacerdocio; ahora alguien lo daba por sentado.

¿Cómo debía reaccionar ante la expresión de tristeza de mi hijo cuando se dirigió a su cuarto? Sabía que mi decisión sentaría un precedente para los años futuros.

Me levanté de la silla y desde el pasillo llamé a Jase y a mi segundo hijo, que acababa de ser ordenado diácono: “Cámbiense de ropa; tenemos 10 minutos para llegar a la sesión del sacerdocio en el centro de estaca”. Me apresuré a prepararme y, cuando salí de mi habitación, los dos muchachos estaban listos y nos dirigimos al automóvil.

No recuerdo muy bien los discursos, pero recuerdo que sentimos el Espíritu. Fue bueno estar en la sesión del sacerdocio con mis hijos. Cuando regresamos a casa, Jase se sentía satisfecho de sí mismo, y eso me hizo sentir bien a mí. Llamó a Krista y salieron a tomar leches malteadas.

En las dos décadas que han pasado desde ese día, los poseedores del sacerdocio de nuestra familia no han dejado de asistir a ninguna sesión del sacerdocio de la conferencia general. Gracias a que una recta jovencita defendió sus creencias, nuestra familia tuvo la oportunidad de cambiar, y aún seguimos escuchando las palabras de los profetas de los últimos días y sentimos el Espíritu en la sesión del sacerdocio de la conferencia general.

Ilustraciones por Roger Motzkus.