2005
La pornografía
Mayo de 2005


La pornografía

Mejoremos nuestra conducta personal y redoblemos nuestros esfuerzos para proteger a nuestros seres queridos y nuestro entorno contra la embestida de la pornografía.

El verano pasado, mi esposa y yo regresamos de las Filipinas donde pasamos dos años. Nos encantó servir en ese lugar, pero también nos agradó volver a casa. Cuando uno pasa un tiempo fuera de su tierra, al regresar ve las cosas desde una perspectiva distinta, con mayor gratitud y a veces con algunas preocupaciones.

Nos inquietó ver cuánto había escalado la pornografía en los Estados Unidos mientras estuvimos fuera. Desde hace muchos años, los líderes de la Iglesia han estado advirtiendo en cuanto a los peligros de las imágenes y de las palabras destinadas a despertar deseos sexuales. Ahora, la corruptora influencia de la pornografía, producida y diseminada con fines comerciales, está arrasando nuestra sociedad como una avalancha maléfica.

En la pasada conferencia general, el presidente Gordon B. Hinckley dedicó un discurso entero a este tema, advirtiendo en los términos más claros que “ése es un problema muy serio aun entre nosotros” (“Un mal trágico entre nosotros”, Liahona, noviembre de 2004, pág. 61). La mayoría de los obispos con quienes nos reunimos en conferencias de estaca dicen tener ahora mayores preocupaciones ante este problema.

Mis compañeros poseedores del Sacerdocio de Melquisedec y también nuestros jovencitos, quisiera hablarles hoy sobre la pornografía. Sé que muchos de ustedes están expuestos a ella y que muchos otros están siendo manchados por ella.

Al concentrar mis palabras en este tema me siento como el profeta Jacob, quien les dijo a los hombres de su época que le entristecía tener que hablar de manera tan audaz delante de sus sensibles esposas e hijos. Pero no obstante la dificultad de la tarea, les dijo que debía hablarles a los hombres sobre ese asunto porque Dios se lo había mandado (véase Jacob 2:7–11). Yo lo hago por la misma razón.

En el segundo capítulo del libro que lleva su nombre, Jacob condena a los hombres por sus “fornicaciones” (vers. 23, 28). Les dijo que habían “quebrantado los corazones de [sus] tiernas esposas y perdido la confianza de [sus] hijos por causa de los malos ejemplos que les [habían] dado” (ver. 35).

¿En qué consistían esas extremadamente inicuas “fornicaciones”? Sin duda algunos de ellos ya eran culpables de actos malignos, pero el enfoque principal del gran sermón de Jacob no residía en los actos malignos ya efectuados, sino en aquellos pensados o maquinados.

Jacob dio comienzo a su sermón diciendo a los hombres: “hasta ahora habéis sido obedientes a la palabra del Señor” (Jacob 2:4). Sin embargo, después les dijo que conocía sus pensamientos y añadió: “ya empezáis a obrar en el pecado, pecado que… es muy abominable… para Dios” (vers. 5). “[Tengo] que testificaros concerniente a la maldad de vuestros corazones” (vers. 6), agregó. Jacob se expresó como lo hizo el Señor cuando dijo: “quien mire a una mujer para codiciarla ya ha cometido adulterio en su corazón” (Mateo 5:28; véase también 3 Nefi 12:28; D. y C. 59:6; 63:16).

Hace más de treinta años, insté a los estudiantes de la Universidad Brigham Young a evitar la literatura publicitaria que promoviese las relaciones sexuales ilícitas en los materiales que leían y veían, y les hice la siguiente analogía:

“Las historias y fotografías pornográficas o eróticas son peores que los alimentos malsanos o contaminados. El cuerpo tiene defensas que le permiten librarse de los alimentos en mal estado. Con algunas excepciones fatales, la comida contaminada hará que la persona enferme, pero no causará daño permanente. Por el contrario, la persona que se deleita en historias indecentes o en fotografías o literatura pornográficas o eróticas, las graba en ese maravilloso sistema de almacenamiento al que llamamos cerebro. El cerebro no vomitará lo indecente; una vez que lo graba, permanece a la espera de ser recordado, destellando esas imágenes pervertidas por la mente, apartando a la persona de las cosas sanas de la vida”1.

Ahora, hermanos, debo decirles que nuestros obispos y nuestros consejeros profesionales están observando un marcado incremento en la cantidad de hombres que están envueltos en la pornografía, muchos de los cuales son miembros activos. Algunos de ellos aparentemente le restan gravedad a la pornografía y continúan ejerciendo el sacerdocio de Dios porque suponen que nunca nadie se enterará de lo que hacen. Pero el que usa la pornografía lo sabe, hermanos, y también lo sabe el Señor.

Hay quienes han sugerido que el tema de la pornografía debería ser una pregunta más de la entrevista para la recomendación del templo. Ya lo es; hay por lo menos cinco preguntas que deberían sacar a relucir una confesión de este asunto si la persona que está siendo entrevistada posee la sensibilidad espiritual y la honradez que esperamos de quienes desean entrar en la casa del Señor.

Una de las enseñanzas más memorables del Salvador se aplica a los hombres que secretamente miran pornografía.

“¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! Porque limpiáis lo de afuera del vaso y del plato, pero por dentro estáis llenos de robo y de injusticia.

“¡Fariseo ciego! Limpia primero lo de adentro del vaso y del plato, para que también lo de fuera sea limpio” (Mateo 23:25–26; véase también Alma 60:23).

El Señor continúa censurando a aquellos que tratan lo que es visible pero que no limpian lo interior:

“Sois semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera, a la verdad, se muestran hermosos, mas por dentro están llenos de huesos muertos y de toda inmundicia.

“Así también vosotros por fuera, a la verdad, os mostráis justos a los hombres, pero por dentro estáis llenos de hipocresía e iniquidad” (Mateo 23:27–28).

Las consecuencias espirituales inmediatas de tal hipocresía son devastadoras. Aquellos que buscan la pornografía y se entregan a ella, renuncian al poder de su sacerdocio. El Señor dice que “cuando intentamos encubrir nuestros pecados… he aquí, los cielos se retiran, el Espíritu del Señor es ofendido, y cuando se aparta, se acabó el sacerdocio o autoridad de tal hombre” (D. y C. 121:37).

Los que patrocinan la pornografía también pierden la compañía del Espíritu. La pornografía produce fantasías que destruyen la espiritualidad. “Ser de ánimo carnal es muerte”, muerte espiritual (Romanos 8:6; véase también 2 Nefi 9:39).

En forma repetida, las Escrituras nos enseñan que el Espíritu del Señor no morará en un tabernáculo impuro. Al participar dignamente de la Santa Cena, se nos promete que siempre tendremos el Espíritu del Señor con [nosotros]. Para ser merecedores de recibir esa promesa, hacemos convenio de “recordarle siempre” (D. y C. 20:77). Quienes buscan y usan la pornografía como estímulo sexual obviamente violan ese convenio y también violan el convenio sagrado de refrenarse de las prácticas impuras y profanas. No pueden tener el Espíritu del Señor consigo y todos ellos deben y necesitan dar oídos a la súplica del apóstol Pedro: “Arrepiéntete, pues, de esta tu maldad, y ruega a Dios, si quizás te sea perdonado el pensamiento de tu corazón” (Hechos 8:22).

Hermanos, se habrán dado cuenta de que no estoy tratando los efectos de la pornografía en lo que concierne a la salud mental o a la conducta criminal, sino sus efectos en la espiritualidad, o sea, en nuestra capacidad de tener la compañía del Espíritu del Señor y en nuestra capacidad de ejercer el poder del sacerdocio.

La pornografía también causa heridas mortales en las más preciadas relaciones personales. En su discurso a los varones del sacerdocio, en la pasada conferencia de octubre, el presidente Hinckley citó la carta de una mujer que le pedía que advirtiera a los miembros de la Iglesia que la pornografía “llega a lastimar el corazón y el alma de las personas hasta lo más profundo y destruye la relación” (Liahona, noviembre de 2004, pág. 60).

En una reciente conferencia de estaca, una mujer me entregó una carta similar. Su esposo también había servido en llamamientos importantes de la Iglesia durante muchos años, al mismo tiempo que era adicto a la pornografía. En su carta se refería a la enorme dificultad que había tenido para que los líderes del sacerdocio tomaran el problema en serio: “Recibí todo tipo de respuestas, entre ellas, que estaba exagerando o que era mi culpa. Nuestro obispo actual ha sido maravilloso y, después de quince años, mi esposo está tratando de hacer algo con respecto a su adicción, pero le está resultando muy difícil dejarla y el daño ocurrido es incalculable”.

La pornografía atrofia la capacidad de disfrutar de una relación emocional, romántica y espiritual normal con una persona del sexo opuesto; corroe las barreras morales que se levantan contra la conducta inapropiada, anormal o delictiva. Cuando se insensibiliza la conciencia, los que hacen uso de la pornografía tienden a llevar a la práctica lo que han visto, sin importar el efecto que eso pueda tener en su vida y en la vida de los demás.

La pornografía también es adictiva, paraliza la capacidad de decidir y esclaviza a quienes la usan, haciéndolos volver obsesivamente por dosis cada vez mayores. Un hombre que había sido adicto a la pornografía y a las drogas ilegales me escribió esta comparación: “En mi opinión, la cocaína ni se compara a la pornografía. Yo he sido adicto a ambas cosas… El dejar de usar las drogas más potentes no fue nada en comparación con [tratar de abandonar la pornografía]” (carta del 20 de marzo de 2005).

Algunos tratan de justificar su vicio diciendo que lo que ven es indiscreto pero no pornográfico. Un sabio obispo caracterizó este argumento como rehusarse a ver lo malo como tal, y añadió saber de hombres que se justificaban por las cosas que veían diciendo que no eran “tan groseras como otras” o que “contenían apenas una escena mala”. Pero la manera de medir el mal no es por su magnitud sino por sus efectos. Cuando alguien permite que entren malos pensamientos en su mente, haciendo que el Espíritu se retire, pierde su protección espiritual y queda sujeto al poder y a la guía del adversario. Cuando entran en contacto con la pornografía de Internet o de otras fuentes, para lo que el obispo en cuestión definió como “excitación sexual al instante” (carta del 13 de marzo de 2005), quedan profundamente cantaminados por el pecado.

El gran sermón del rey Benjamín describe las terribles consecuencias. Cuando nos alejamos del Espíritu del Señor, nos transformamos en enemigos de la rectitud, nos llenamos de culpa y retrocedemos de la presencia del Señor (véase Mosíah 2:36–38). “La misericordia no puede reclamar a ese hombre;” declaró, “por tanto, su destino final es padecer un tormento sin fin” (ver. 39).

Piensen en el trágico ejemplo del rey David. Aun cuando era un gigante espiritual en Israel, volcó su mirada hacia algo que no debería haber mirado (véase 2 Samuel 11). Tentado por lo que vio, violó dos de los Diez Mandamientos, empezando por: “No cometerás adulterio” (Éxodo 20:14). De esa manera, un rey profeta cayó de su exaltación (véase D. y C. 132:39).

Las buenas nuevas es que nadie tiene la necesidad de descender por el mal camino que lleva al tormento. Todo aquel que se vea atrapado en esa terrible escalera mecánica tiene la llave para revertir su operación. Se puede escapar y, por medio del arrepentimiento, puede ser limpio.

Alma hijo lo describió así:

“Sí, me acordaba de todos mis pecados e iniquidades, por causa de los cuales yo era atormentado con las penas del infierno;…

“… El sólo pensar en volver a la presencia de mi Dios atormentaba mi alma con indecible horror…

“Y aconteció que mientras así me agobiaba este tormento, mientras me atribulaba el recuerdo de mis muchos pecados, he aquí, también me acordé de haber oído a mi padre profetizar al pueblo concerniente a la venida de un Jesucristo, un Hijo de Dios, para expiar los pecados del mundo.

“Y al concentrarse mi mente en este pensamiento, clamé dentro de mi corazón: ¡Oh Jesús, Hijo de Dios, ten misericordia de mí que estoy en la hiel de amargura, y ceñido con las eternas cadenas de la muerte!

“Y he aquí que cuando pensé esto, ya no me pude acordar más de mis dolores; sí, dejó de atormentarme el recuerdo de mis pecados.

“Y ¡oh qué gozo, y qué luz tan maravillosa fue la que vi! Sí, mi alma se llenó de un gozo tan profundo como lo había sido mi dolor” (Alma 36:13–14, 17–20).

A mis hermanos que estén atrapados en esta adicción o atormentados por la tentación les digo que hay una salida.

Primero, reconozcan el mal; no lo defiendan ni traten de justificarse. Desde hace, por lo menos, un cuarto de siglo, nuestros líderes han suplicado a los hombres y también a las mujeres y a los jóvenes que evitaran este mal2. Nuestras actuales revistas de la Iglesia están llenas de advertencias, información y fuentes de ayuda en cuanto a este tema, con más de veinte artículos ya publicados o de futura publicación sólo en este año y el anterior3.

Segundo, busquen la ayuda del Señor y de Sus siervos. Presten atención a estas palabras del presidente Hinckley:

“Supliquen al Señor desde lo más profundo de su alma que Él les quite la adicción que les ha esclavizado. Y ruego que tengan la valentía de buscar la amorosa guía de su obispo y, de ser preciso, la asesoría de humanitarios profesionales” (Liahona, noviembre de 2004, pág. 62).

Tercero, hagan cuanto puedan para evitar la pornografía. Si alguna vez se encuentran en presencia de ella —lo cual puede sucederle a cualquiera en el mundo en que vivimos— sigan el ejemplo de José en Egipto. Cuando la tentación quiso asirlo, él huyó de inmediato (véase Génesis 39:12).

No den cabida a ningún grado de tentación. Prevengan el pecado y eviten tener que lidiar con la inevitable destrucción que él causa. Así que ¡apáguenlo!, ¡miren en otra dirección! y evítenlo a cualquier precio. Dirijan sus pensamientos hacia senderos edificantes. Recuerden sus convenios y sean fieles en la asistencia al templo. El sabio obispo a quien cité antes, comentó que “un poseedor del sacerdocio investido nunca cae presa de la pornografía durante períodos de asistencia regular al templo, sino que sucede cuando se vuelve informal en su adoración en el templo” (carta del 13 de marzo de 2005).

También debemos hacer algo para proteger a quienes amamos. Los padres instalan alarmas que les hacen saber cuando su hogar se ve amenazado por el fuego o por el monóxido de carbono. Debemos instalar también elementos de protección contra las amenazas espirituales tales como filtros en las conexiones de Internet y ubicar los monitores de computadoras en lugares donde otras personas vean lo que aparece en la pantalla. También debemos forjar la fortaleza espiritual de nuestra familia, la relación amorosa, las oraciones familiares y el estudio de las Escrituras.

Por último, no patrocinen la pornografía. No usen su poder adquisitivo para respaldar la degradación moral. Y ustedes, jovencitas, por favor entiendan que si se visten inmodestamente, lo único que hacen es empeorar el problema volviéndose pornografía a los ojos de algunos varones que las ven.

Por favor, presten atención a estas advertencias; mejoremos nuestra conducta personal y redoblemos nuestros esfuerzos para proteger a nuestros seres queridos y nuestro entorno contra la embestida de la pornografía que amenaza nuestra espiritualidad, nuestros matrimonios y a nuestros hijos.

Testifico que esto es lo que debemos hacer para disfrutar de las bendiciones de Aquel a quien adoramos. Testifico de Jesucristo, la Luz y la Vida del mundo, cuya Iglesia ésta es, en el nombre de Jesucristo. Amén.

Notas

  1. Challenges for the Year Ahead (folleto, 1974); págs. 4–5; reimpreso en “Things They’re Saying”, New Era, febrero de 1974, pág. 18.

  2. Véase, por ejemplo, Gordon B. Hinckley, “Un mal trágico entre nosotros”, Liahona, noviembre de 2004, págs. 59–62; David E. Sorensen, “Con las serpientes de cascabel no se juega”, Liahona, julio de 2001, págs. 48–50; Thomas S. Monson, “El propagador mortal”, Liahona, enero de 1980, págs. 100–104; David B. Haight, “Moralidad personal”, Liahona, octubre de 1984, págs. 57–60.

  3. Véase, por ejemplo, Rory C. Reid, “El camino de regreso: Cómo abandonar la pornografía”, Liahona, febrero de 2005, págs. 28–33; Arianne B. Cope, “Internet Café”, New Era, marzo de 2005, págs. 34–37; Nycole S. Larsen, “The Decision”, Friend, marzo de 2004, págs. 40–41.