2003
El poder para quedarse
octubre de 2003


El poder para quedarse

El dejarlo todo para servir en una misión parecía ser lo correcto, hasta que todo empezó a marchar mal. No obstante, jamás me daría por vencido. Me quedaría en la misión.

Asistía a la universidad, tenía un buen empleo a tiempo parcial e iba a casarme en unos meses. Tenía una vida vibrante y el futuro parecía prometedor.

Me sorprendió cuando mi presidente de estaca se me acercó un domingo por la mañana y me dijo: “El Señor desea que sirvas en una misión”. Sentí la fuerte impresión de que ese llamado procedía del Señor, así que, prestando atención a esa impresión, inmediatamente me comprometí a servir.

Fui llamado a servir en la Misión de los Estados del Sur y comencé mis preparativos con una serie de tareas difíciles: Dejé mi empleo, dejé la universidad, pospuse mi boda durante dos años y me despedí de mis seres queridos. Parecía que dejaba atrás todo lo que me importaba de verdad.

Viajé durante varias horas en tren acompañado de otros misioneros hasta Atlanta, Georgia, donde dos misioneros nos recogieron y nos llevaron a reunirnos con el presidente de misión, quien conversó conmigo por unos instantes y luego me dijo que debía partir de inmediato en autobús hacia Montgomery, Alabama, donde recibiría instrucciones sobre mi área misional. Los mismos élderes que me habían recogido me llevaron a la estación de autobuses y me entregaron una hoja de papel con una dirección. Me dijeron que los misioneros de Montgomery me indicarían lo que debía hacer.

Entré tímidamente en la estación, compré un boleto y subí al autobús. Estaba oscureciendo y empecé a sentirme muy solo. Me senté en un asiento vacío al lado de la ventana e intenté de pasar por alto el creciente desánimo que surgía por motivo de no saber a dónde iba, con quién iba a estar ni qué iba a hacer.

Cuando el conductor del autobús tomó asiento, se me quedó mirando por el retrovisor. Luego fue hacia donde yo estaba y me gritó: “¿Qué intenta hacer, joven?”. Me confundió el que me gritara y que toda la gente del autobús estuviera mirándome. No tenía ni idea de por qué estaba enojado y apenas pude musitar: “Sólo viajar en autobús”.

Él volvió a gritar: “¿Pero qué se propone usted?”. Me indicó una línea blanca que había en el suelo del autobús y en la que yo no había reparado. Dijo que me sentara delante de la línea o si no me echaría del vehículo. Yo estaba aterrorizado y le obedecí al instante. No supe sino hasta mucho después que en aquellos días las líneas blancas dividían las zonas en donde se podían sentar la gente blanca y la negra. Había habido mucha tensión en el sur de los Estados Unidos por el asunto de la segregación racial y el conductor del autobús creyó que yo iba a iniciar una protesta.

Viajé durante horas, acurrucado en el autobús, intentando sobreponerme al temor, a la soledad y a la vergüenza. Al llegar a Montgomery, mis temblorosas manos apenas podían sostener las maletas. El autobús llegó bien entrada la noche, de modo que la estación estaba casi vacía y no había nadie para recogerme. La única información que tenía era la dirección que me habían dado los misioneros de Atlanta, pero no tenía ni idea de cómo encontrarla.

Desperté a un taxista que dormía en su auto y le pregunté si podía llevarme a aquella dirección. Se molestó conmigo; me dijo cuánto me iba a costar el viaje y yo prometí pagarle, aunque parecía ser sumamente caro. Me llevó a menos de 90 metros de distancia y dijo: “¡Aquí es!”. Exigió el importe y me dejó con mis maletas frente a una casita blanca.

La casa estaba a oscuras. Llevé las maletas hasta la entrada y llamé a la puerta. No apareció nadie. Llamé más fuerte y, pasados unos minutos, un misionero medio dormido abrió la puerta.

“¿Quién es usted?”, me preguntó.

Cuando le dije quién era y por qué estaba allí, él dijo que no sabía nada en cuanto a mi llegada, por lo que no me invitó a pasar. Me disculpé y le dije que sólo hacía lo que me habían indicado.

“No disponemos de habitación para usted”, dijo mientras aún seguíamos en la entrada.

“¿Qué quiere que haga, élder?”, reclamé. “Me han enviado aquí y no tengo a dónde ir”.

Por fin me invitó a pasar y me dijo que tendría que dormir en el suelo de la cocina, y acto seguido desapareció en su cuarto. Jamás me había sentido tan solo, tan despreciado y tan desanimado.

Dejé las maletas en el sucio suelo y apagué la luz. Me sentía demasiado desanimado para dormir, así que me acerqué a la puerta y me dediqué a observar por la ventana, desde donde podía ver la estación de autobuses a donde había llegado hacía escasos minutos. Fácilmente podía ir hasta allí y comprar un boleto de vuelta a casa, pues me quedaba el dinero suficiente para eso. Toda mi dicha, mis esperanzas y mis sueños estaban en casa. Allí había gente que me amaba; podría recuperar mi antiguo empleo, volver a la universidad, ver a mi familia y casarme. No hacía más que pensar: “Ve a casa. Aquí no le importas a nadie; nadie te quiere en este lugar”.

Entonces me dije a mí mismo: “Vamos a ver, ¿por qué estoy aquí?”. Recordé las palabras de mi presidente de estaca: “El Señor desea que sirvas en una misión”. Había tenido una fuerte impresión cuando me lo dijo, y aquel sentimiento había sido tan fuerte que pospuse mi boda, dejé mi empleo y la universidad para poder ir a la misión. Había sabido que el Señor quería que sirviera.

Sin embargo, el estar en el campo misional no era del todo como yo me había imaginado. Había estado seguro, pero ahora, cuando más necesitaba saber que esa certeza provenía de una fuente divina, aquellos poderosos sentimientos parecían un lejano recuerdo.

Mi llegada al campo misional se había convertido en una lucha difícil que no me esperaba; pero aún así, sabía que me hallaba al servicio del Señor. En una ocasión había sabido sin duda alguna que era Su voluntad el que yo sirviera en una misión, y la ausencia de un profundo testimonio ante aquella oscura ventana del apartamento de los misioneros no cambiaba en absoluto aquel conocimiento.

Me hallaba en el proceso de tomar una decisión sumamente importante: decidir entre lo que yo quería hacer y lo que el Señor quería que hiciera. Aquélla fue la primera vez, que yo recuerde, en la que reconocía claramente que debía tomar una decisión.

Me dije a mí mismo: “Nunca jamás dejaré el llamamiento que he aceptado. No importa lo que suceda, me quedaré en la misión”. Al decir esas palabras, hubo paz en mi corazón por primera vez desde que llegué al campo misional.

Hoy día, muchos años más tarde, reconozco que el Señor me guió a través de aquella experiencia y aprendí que Él nos bendice con una paz reconfortante sólo después de que demostremos nuestra disposición a obedecerle. Siempre estaré agradecido por las bendiciones que resultaron de aquella decisión, pues cambió mi vida para siempre.

“El verdadero éxito de una misión no se mide por lo que figure en una gráfica: se graba profundamente en tu corazón y en el de aquellos cuyas vidas cambian eternamente a causa de ti. Da tu testimonio a menudo. No he visto nada en un misionero que ejerza más poder e influencia favorable que el expresar un testimonio puro y sencillo. Tu testimonio es el primer paso de la conversión de aquellos a los que enseñes. Ten el valor de invitar a los demás a cambiar su vida y a venir a Cristo por medio de la obediencia a los principios y las ordenanzas del Evangelio”.

Élder Dennis B. Neuenschwander, de la Presidencia de los Setenta, “A mi hijo misionero”, Liahona, enero de 1992, pág. 49.