2003
Enseñando, predicando, sanando
enero de 2003


Enseñando, predicando, sanando

Rápida y acertadamente pensamos en Cristo como un maestro: el mayor maestro que haya vivido, vive o vivirá. El Nuevo Testamento está lleno de Sus enseñanzas, Sus dichos, Sus sermones, Sus parábolas. De una u otra forma, Él es un maestro en cada página del Libro de Mormón. Pero incluso mientras enseñaba, conscientemente estaba haciendo algo más, algo que ponía Sus enseñanzas en perspectiva.

La obra comenzó después del llamado inicial del Salvador a aquellos primeros discípulos (aún no son apóstoles). Esto es lo que dice Mateo: “Y recorrió Jesús toda Galilea, enseñando en las sinagogas de ellos, y predicando el evangelio del reino, y sanando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo” (Mateo 4:23; cursiva agregada).

Ahora bien, conocemos las enseñanzas y las prédicas y las esperamos, pero puede que no estemos muy preparados para contemplar las sanidades de la misma forma. Sin embargo, desde el principio, desde la primera hora, las sanidades se mencionan casi como sinónimo de enseñanza y predicación. Al menos hay una clara relación entre las tres. De hecho, el pasaje que se cita a continuación dice más sobre las sanidades que sobre la enseñanza o la predicación.

Mateo continúa: “Y se difundió su fama por toda Siria; y le trajeron todos los que tenían dolencias, los afligidos por diversas enfermedades y tormentos, los endemoniados, lunáticos y paralíticos; y los sanó” (versículo 24).

Lo que sigue después es la obra maestra: el Sermón del monte, unas seis páginas que nos llevarían unos seis años para enseñarlas adecuadamente, supongo. Pero cuando Él terminó ese sermón, descendió del monte y fue a sanar de nuevo. En rápida sucesión, ayudó al leproso, al siervo del centurión, a la suegra de Pedro, luego a un grupo descrito como “muchos endemoniados” (Mateo 8:16); en resumen, dice que “sanó a todos los enfermos” (versículo 16).

Después de cruzar el mar de Galilea, obligado a hacerlo debido a la mucha gente que ahora lo rodeaba, echó fuera demonios de dos personas que vivían en los sepulcros de Gadarene; luego “vino a su ciudad” (Mateo 9:1), donde sanó a un paralítico postrado en cama, sanó a una mujer enferma de flujo de sangre desde hacía doce años (en lo que considero uno de los más dulces y notables momentos de todo el Nuevo Testamento) y luego levantó de los muertos a la hija de un principal.

Luego restauró la vista a dos ciegos, para más tarde echar fuera un demonio que impedía hablar a un hombre. Éste es un resumen corto de los primeros seis capítulos del Nuevo Testamento dedicados al ministerio de Cristo. A continuación sigue este versículo; vean si les suena familiar: “Recorría Jesús todas las ciudades y aldeas, enseñando en las sinagogas de ellos, y predicando el evangelio del reino, y sanando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo” (Mateo 9:35; cursiva agregada).

Este pasaje, salvo unas pocas palabras, es igual al versículo que leímos cinco capítulos atrás. Luego esto:

“Y al ver las multitudes, tuvo compasión de ellas; porque estaban desamparadas y dispersas como ovejas que no tienen pastor.

“Entonces dijo a sus discípulos: A la verdad la mies es mucha, mas los obreros pocos.

“Rogad, pues, al Señor de la mies, que envíe obreros a su mies” (versículos 36–38).

Después llamó a los Doce, y les encargó: “…id antes a las ovejas perdidas de la casa de Israel.

“Y yendo, predicad, diciendo: El reino de los cielos se ha acercado.

Sanad enfermos, limpiad leprosos, resucitad muertos, echad fuera demonios; de gracia recibisteis, dad de gracia” (Mateo 10:6–8; cursiva agregada).

Sabemos que el Salvador es el Maestro de maestros. Es eso y más. Y cuando dice que la mayor parte de la mies está ante nosotros y son pocos los obreros, inmediatamente pensamos en los misioneros y en otras personas que tienen que enseñar. Pero el llamamiento es para un determinado tipo de maestro, un maestro que sane durante el proceso.

Permítanme aclarar el punto. Con la palabra “sanar”, como la he estado empleando, no hablo del uso formal del sacerdocio, ni de una bendición a los enfermos ni de nada parecido. Ésa no es la función de los que son llamados como maestros en las organizaciones de nuestra Iglesia.

Sin embargo, creo que nuestra enseñanza puede conducir a cierta sanidad de naturaleza espiritual. No puedo creer que tanto de lo que escribió Mateo se enfocara en el ministerio del Salvador a la gente con problemas, afligida y consternada, si no hubiera un propósito. Y como sucede con el Maestro, ¿no sería maravilloso medir el éxito de nuestra enseñanza con la sanidad que ocurre en la vida de los demás?

Permítanme ser más específico. Cuando enseñen, en vez de limitarse a simplemente dar una lección, tengan a bien esforzarse un poco más por que el espiritualmente ciego héroe del básquetbol vea realmente, o por que la espiritualmente sorda reina de la belleza escuche realmente, o por que el espiritualmente inválido presidente del estudiantado realmente camine. ¿Podríamos esforzarnos un poco más por fortalecer a los demás de una manera tan poderosa que, sean cuales sean las tentaciones que el diablo ponga en su camino, ellos sean capaces de resistir y de esa forma y en ese momento estar realmente libres de maldad? ¿Podríamos esforzarnos un poco más por enseñar de una forma tan poderosa y espiritual que podamos realmente brindar ayuda a esa persona que sienta soledad, que viva sola, que llore en la oscuridad de la noche?

“¿Y entonces, qué?”

Quizás una lección que he aprendido por haber formado parte del Quórum de los Doce me ayude a expresarme bien y a evitar confusión en ustedes.

El presidente Boyd K. Packer, Presidente en Funciones del Quórum de los Doce Apóstoles y un gran maestro, tiene una pregunta que suele hacer cuando presentamos algo ante los Doce o nos exhortamos los unos a los otros. Nos mira como si estuviera diciendo: “¿Ya terminó?”, y luego dice al discursante (e indirectamente a todo el grupo): “¿Y entonces, qué?”.

“¿Y entonces, qué?” Creo que eso es lo que dijo a diario el Salvador como un elemento inseparable de Sus enseñanzas. Los sermones y las exhortaciones de Él no serían de provecho si la vida real de Sus discípulos no cambiara.

“¿Y entonces, qué?” Ustedes y yo sabemos que hay demasiadas personas que todavía no ven la relación entre lo que dicen creer y la forma en que viven.

Oren para que sus enseñanzas produzcan cambios. Oren para que sus lecciones sean la causa de que algún alumno ponga en práctica lo que dice la letra de una canción ya olvidada: “Enderézate y sigue el plan de vuelo” (Nat King Cole, “Straighten Up and Fly Right”, 1943). Deseamos que los alumnos enderecen su vida y que sigan el plan. Deseamos que sean bendecidos, felices en esta vida y salvos en el mundo venidero.

Dios está al mando

El libro de Hechos, en donde en el Nuevo Testamento se registra lo que ocurrió durante la época inmediata a la Resurrección, se llama, estrictamente hablando, los “Hechos de los apóstoles”. Ésta es una importante idea eclesiástica en el libro, o sea, que los apóstoles fueron ordenados para representar el Señor Jesucristo, y autorizados para seguir guiando a la Iglesia en Su nombre.

Pero consideren lo que enfrentaban. Consideren la situación difícil, el temor, la confusión, la devastación a la que hacían frente los miembros de esa pequeña iglesia cristiana después que Cristo fue crucificado. Posiblemente hayan entendido algo de lo que sucedía, pero no fueron capaces de comprenderlo todo. Deben haber estado muy temerosos y confusos y los Apóstoles se encontraban ocupadísimos tratando de dar liderazgo.

No es de sorprender que desde el principio (al menos desde el primer versículo del libro de Hechos) la declaración fuera que la Iglesia seguiría siendo dirigida de forma divina y no mortal. Y fue importante que ellos lo supieran en esa hora terrible de confusión y temor. De hecho, un nombre más completo para este libro podría ser algo como “Los hechos del Cristo resucitado, que obra por medio del Santo Espíritu en la vida y en el ministerio de Sus apóstoles ordenados”. Ahora bien, después de haber dicho eso, ustedes pueden ver por qué se votó por el título más corto, ¡pero el título que sugiero es más exacto! Presten atención a las líneas con las que comienza Lucas:

“En el primer tratado, oh Teófilo, hablé acerca de todas las cosas que Jesús comenzó a hacer y a enseñar,

“hasta el día que fue recibido arriba, después de haber dado mandamientos por el Espíritu Santo a los apóstoles que había escogido (Hechos 1:1–2; cursiva agregada).

La dirección de la Iglesia era la misma. La ubicación del Salvador había cambiado, pero la dirección y el liderazgo de la Iglesia seguían exactamente igual. Luego, después de haber aclarado ese punto inicial, encontramos continuamente en el libro manifestaciones del poder del Señor por medio del Espíritu Santo. La primera enseñanza en el libro de Hechos, del Cristo resucitado a los apóstoles, es que ellos serían “bautizados con el Espíritu Santo dentro de no muchos días” (Hechos 1:5) y que recibirían poder “cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo” (versículo 8).

Después que ante sus ojos Él ascendió al cielo, Pedro reunió a los demás miembros de la Iglesia: unos 120 de ellos. (¿Pueden ver el impacto que esa oposición y esos problemas tuvieron, y que dieron como resultado un reducido número de creyentes?) Se juntaron 120 personas y Pedro les dijo: “Varones hermanos, era necesario que se cumpliese la Escritura en que el Espíritu Santo habló antes por boca de David acerca de Judas” (versículo 16; cursiva agregada). Para llenar la vacante de Judas en los Doce, oraron exactamente como lo hacen hoy el Consejo de los Doce y la Primera Presidencia: “… Tú, Señor, que conoces los corazones de todos, muestra cuál de estos… has escogido” (versículo 24; cursiva agregada). Y se llamó a Matías.

Pero ese primer capítulo que vuelve a todos hacia el cielo, que dramatiza de forma tan clara la guía divina que continuaría con la Iglesia, es sólo el prefacio del capítulo dos. En esos pasajes se introduce la palabra Pentecostés al vocabulario cristiano como sinónimo de manifestaciones espirituales extraordinarias y como el derrame divino del Espíritu Santo sobre la gente. La revelación llegó desde el cielo “como de un viento recio que soplaba, el cual llenó toda la casa” (Hechos 2:2) y llenó a los hermanos. “Y se les aparecieron lenguas repartidas, como de fuego… Y fueron todos llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar… según el Espíritu les daba que hablasen” (versículos 3–4).

Pedro, como apóstol principal y Presidente de la Iglesia, se levantó y reconoció ese derrame del Espíritu. Citó a Joel, diciendo que “en los postreros días, dice Dios, derramaré de mi Espíritu sobre toda carne, y vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán; vuestros jóvenes verán visiones, y vuestros ancianos soñarán sueños;

“Y de cierto sobre mis siervos y sobre mis siervas en aquellos días derramaré mi Espíritu, y profetizarán” (versículos 17–18).

Pedro continúa: “Varones israelitas [se dirige a una congregación mayor], oíd estas palabras: Jesús nazareno, varón aprobado por Dios entre vosotros… A este Jesús resucitó Dios… por la diestra de Dios, y habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo , ha derramado esto que vosotros veis y oís” (versículos 22, 32–33; cursiva agregada).

Es un pasaje magnífico. Los que todavía no se habían bautizado pidieron hacerlo, impulsados por el Espíritu. Pedro les dijo que se bautizaran para la remisión de los pecados y para “recibir el don del Espíritu Santo” (versículo 38), y 3.000 de ellos así lo hicieron. Después, cuando se curó al cojo en los escalones del templo y la multitud creyó que Pedro y Juan habían hecho algo maravilloso, Pedro los reprendió, diciendo que ningún poder terrenal ni la santidad de los discípulos lo hicieron andar, sino Jesús “a quien vosotros [habitantes de Jerusalén] entregasteis” y “matasteis” (Hechos 3:13, 15). En seguida testificó que ese mismo Jesús todavía guiaba a la Iglesia por medio del Espíritu Santo y lo seguiría haciendo hasta que Él viniera de nuevo en “los tiempos de la restauración de todas las cosas” (versículo 21).

Cuando se unieron a la Iglesia 5.000 personas más, los fariseos y los saduceos del lugar se sorprendieron y demandaron que se les dijera cómo había sucedido. Pedro dio la respuesta clásica que siempre debemos dar a los demás: “… lleno del Espíritu Santo” , declaró que se había hecho por y en “el nombre de Jesucristo de Nazaret” (Hechos 4:8, 10; cursiva agregada). Cristo no sólo estaba dirigiendo los hechos de Sus apóstoles por conducto del Espíritu Santo, sino que también les hablaba a través de ese mismo Espíritu. Ésta es una lección sobre el gobierno de la Iglesia de Jesucristo, tanto la antigua como la de la actualidad.

El Padre y el Hijo todavía dirigen la obra e influyen en los líderes de la Iglesia, en los maestros y en las demás personas por medio del Espíritu Santo. De esta misma forma debemos influir en aquellos a quienes enseñamos.

Enseñen por el Espíritu

Por favor, enseñen por el Espíritu Santo. Si no lo hacemos así, según las Escrituras estaremos enseñando “de alguna otra manera” (D. y C. 50:17). Y cualquier otra manera “no es de Dios” (versículo 20). De todas las formas posibles, den a sus alumnos la oportunidad de tener experiencias espirituales; eso es lo que trata de hacer por ustedes el Nuevo Testamento. Ése es el mensaje de los Evangelios, del libro de Hechos, de todas las Escrituras. Esas experiencias espirituales registradas en aquellos escritos sagrados contribuirán a mantener a los demás en el buen camino y dentro de la Iglesia hoy día, tal como lo hicieron con los miembros de la época del Nuevo Testamento.

Las Escrituras dicen: “Y se os dará el Espíritu por la oración de fe; y si no recibís el Espíritu, no enseñaréis” (D. y C. 42:14). Esto nos hace saber no sólo que nada enseñarán, o que no serán capaces de enseñar, o que enseñarán de forma ínfima; no, es más que eso, es la forma imperativa de la segunda persona del plural: “ No enseñaréis ”. Si lo cambiamos a la segunda persona del singular ( No enseñarás ), suena como el lenguaje del monte Sinaí: es un mandamiento. Éstos son los alumnos de Dios, no los de ustedes, como la Iglesia es de Dios y no de Pedro ni de Pablo, ni de José ni de Brigham.

No se desanimen. Dejen al Espíritu influir en ustedes de maneras que tal vez no vean ni reconozcan. Lograrán más de lo que se imaginan si son puros de corazón y tratan de vivir de la forma más recta que les sea posible. Y cuando llegue el momento supremo de enseñar sobre Getsemaní, el Calvario y la Ascensión, temas sumamente difíciles de enseñar, recuerden, entre muchas otras cosas, las dos aplicaciones que se dan a continuación.

Cristo permaneció fiel

Primeramente, durante ese dolor indescriptible y terrible, Cristo permaneció fiel.

Mateo dice que Él “comenzó a entristecerse y a angustiarse… hasta la muerte” (Mateo 26:37–38). Fue solo al jardín, e intencionadamente dejó a los Apóstoles afuera, esperando. Tenía que hacerlo solo. Se arrodilló y luego, dice el apóstol: “…se postró sobre su rostro” (versículo 39). Lucas dice que “estando en agonía”, oró tan intensamente que Su sudor se convirtió en “grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra” (Lucas 22:44). Marcos dice que cayó y suplicó: “Abba, Padre”. Esto no es un pronunciamiento de una teología abstracta sino un Hijo rogando a Su Padre: “…todas las cosas son posibles para ti; aparta de mí esta copa” (Marcos 14:36).

¿Quién podría resistir eso de cualquier hijo, en especial del Hijo perfecto? “Tú puedes hacer cualquier cosa, lo sé. Por favor, aparta de mí esta copa”.

Durante toda la oración, destaca Marcos, estuvo pidiendo que, de ser posible, esa hora se borrara del plan. En efecto, el Señor dijo: “Si hay otro camino, lo preferiría. Si hay otra forma, cualquier otra forma, la aceptaré gustoso”. “…pase de mí esta copa”, dice en Mateo (Mateo 26:39). En Lucas se registra: “…pasa de mí esta copa” (Lucas 22:42). Pero al final, la copa no pasó.

Al final sometió Su voluntad a la del Padre y dijo: “…no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lucas 22:42). A efectos prácticos, ése es el último momento de conversación divina entre el Padre y el Hijo durante el ministerio terrenal de Jesús. Ya nada podría cambiar; sufriría las consecuencias, fueran las que fueran.

Y de esa última declaración en el Viejo Mundo, obtenemos la primera declaración en el Nuevo. A los nefitas reunidos en los alrededores del templo les diría: “He aquí, yo soy Jesucristo… soy la luz y la vida del mundo; y he bebido de la amarga copa que el Padre me ha dado, y… me he sometido a la voluntad del Padre en todas las cosas desde el principio” (3 Nefi 11:10–11). Ésta es la forma en que Él se presenta a Sí mismo, una declaración que Él considera que servirá mejor para decir a estas personas quién es Él.

Si pueden infundir en sus alumnos el deseo de contraer un compromiso principal en respuesta al incomparable sacrificio del Salvador por ellos: el pago por sus transgresiones y Su dolor por sus pecados, traten por todos los medios de que sea el de la necesidad de obedecer y de someterse en sus momentos de tribulación “a la voluntad del Padre” (versículo 11), cueste lo que cueste. No lo harán siempre, como ustedes y yo no siempre lo hemos hecho, pero debería ser su meta, debería ser su objetivo. Lo que Cristo parece estar más ansioso por recalcar sobre Su misión, más allá de las virtudes personales, los magníficos sermones e inclusive más allá de las sanidades, es que Él sometió Su voluntad a la del Padre.

Demasiadas veces somos personas obstinadas; por lo tanto, que el mensaje que el Salvador tiene para cada uno de nosotros es que nuestra ofrenda, al igual que la de Él, sea “un corazón quebrantado y un espíritu contrito” (véase 3 Nefi 9:20; D. y C. 59:8). Debemos despojarnos de nuestros deseos egoístas y llorar por nuestros pecados y por los del mundo. Debemos rogar a los demás que se sometan a la voluntad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. No hay otra forma. Sin compararnos demasiado con Él, porque eso sería sacrilegio, sepan que la copa que no puede pasar es la copa que llega a nuestra vida al igual que llegó a la de Él. Se recibe en una escala mucho menor, en mucho menor medida, pero la recibimos las veces necesarias para enseñarnos que tenemos que obedecer, sin importar las consecuencias.

Cristo conoce el camino

La segunda lección de la Expiación que les pido que recuerden está relacionada con la primera. Si aquellos a quienes enseñan consideran que ya han cometido demasiados errores, que por sus actos pecaminosos no merecen la luz de Cristo, enséñenles que Dios tiene “el temperamento para perdonar”, que Cristo es “misericordioso, lento para la ira y lleno de longanimidad y bondad” ( Lectures on Faith , 1985, pág. 42). La misericordia, junto con las virtudes del arrepentimiento y el perdón, son el corazón mismo de la expiación de Jesucristo. Todo en el Evangelio nos dice que podemos cambiar si lo deseamos realmente, que tendremos ayuda si realmente la pedimos, que podremos reponernos, sean cuales sean los problemas que hayan ocurrido en el pasado.

A pesar de las tribulaciones de la vida, en esta jornada hay esperanza para todos nosotros. Cuando Cristo nos pida que nos sometamos y obedezcamos al Padre, Él sabe cómo ayudarnos a lograrlo. Ha recorrido ese camino y nos pide que hagamos lo que Él ha hecho, pero para nosotros, el seguir el camino es mucho más fácil ya que Él sabe dónde están las rocas agudas y las piedras de tropiezo, dónde se encuentran las espinas y los cardos más peligrosos, dónde los caminos son más arriesgados y qué caminos tomar cuando se bifurcan y anochece. Lo sabe porque ha sufrido “dolores, aflicciones y tentaciones de todas clases… a fin de que… sepa cómo socorrer a los de su pueblo, de acuerdo con las enfermedades de ellos” (Alma 7:11–12). Socorrer significa “correr hacia”. Testifico que Cristo correrá hacia nosotros, y que en este momento lo está haciendo; lo único que tenemos que hacer es recibir el brazo extendido de Su misericordia.

Él está allí cuando flaqueamos y tropezamos. Está allí para sujetarnos y fortalecernos y, al final, estará allí para salvarnos, porque para eso dio Su vida. Sin embargo, por difíciles que sean nuestros días, fueron mucho más oscuros para el Salvador del mundo. Como recuerdo de esos días, Jesús, aun con un cuerpo resucitado y perfecto salvo por las marcas, ha decidido retenerlas para el beneficio de Sus discípulos. Esas heridas en Sus manos, en Sus pies y en Su costado son señales de que el dolor puede atacar aun al puro y al perfecto; señales de que los dolores de este mundo no son evidencia de que Dios no nos ama; señales de que los problemas se solucionan y la felicidad puede ser nuestra. Recuerden a los demás que el Cristo herido es el Capitán de nuestra alma, el que lleva todavía las cicatrices de nuestro perdón, las lesiones de Su amor y de Su humildad, la carne desgarrada de la obediencia y el sacrificio.

Esas marcas son la forma principal en que lo reconoceremos cuando venga. Puede que nos invite, como invitó a otros, a ver y a palparlas. Si no lo hicimos antes, con seguridad en ese momento recordaremos, junto con Isaías, que fue por nosotros que un Dios fue “despreciado y desechado… varón de dolores, experimentado en quebranto” que “herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados” (Isaías 53:3, 5).

Amo esta obra. Valoren la oportunidad que tienen de enfrascarse este año en el magnífico Nuevo Testamento y en la vida de Él de quien testifica. Ésta es Su Iglesia y estamos embarcados en una gran obra y tenemos el gran privilegio de amar las Escrituras, de aprender de ellas y de dar testimonio el uno al otro de que son verdaderas.

Adaptado de un discurso pronunciado en una conferencia para educadores religiosos del Sistema Educativo de la Iglesia celebrada en la Universidad Brigham Young el 8 de agosto de 2000.