Devocionales mundiales
Qué firmes cimientos


Qué firmes cimientos

Devocional del SEI para jóvenes adultos • 2 de noviembre de 2014 • Tabernáculo de Ogden, Ogden, Utah

La hermana Hallstrom y yo estamos emocionados de estar con ustedes esta tarde. Al mirar los rostros de aquellos que alcanzamos a ver, visualizamos a jóvenes adultos en todo el mundo, tanto solteros como casados, participando de esta transmisión. Tenemos la oportunidad de viajar extensamente por toda la Iglesia. Hemos conocido a muchos de ustedes y a muchos que son como ustedes. Hemos conocido a jóvenes adultos que están convertidos y a otros que están esforzándose por fortalecer su testimonio. Hemos conocido a jóvenes adultos que se encuentran perdidos y a otros que han sido encontrados o, mejor dicho, que se han encontrado a sí mismos. Hemos conocido a quienes no son de nuestra fe, a quienes se han bautizado recientemente y a quienes pertenecen a familias con muchas generaciones en la Iglesia. Testificamos que todos son hijos de Dios y que tienen la oportunidad de ser merecedores de cada una de las bendiciones de la eternidad.

En nombre de los líderes de la Iglesia, puedo decir con entusiasmo: “¡Los amamos!”. Al observar de cerca a los profetas y apóstoles y al conocerlos como los conozco, puedo decir con confianza que ellos se interesan profundamente por los jóvenes adultos de la Iglesia. Ustedes son el presente y el futuro. ¡Los necesitamos!

Esta reunión tiene lugar en el Tabernáculo de Ogden, un edificio hermosamente renovado adyacente al majestuoso Templo de Ogden, Utah. Ese templo y este tabernáculo fueron rededicados por el presidente Thomas S. Monson hace apenas seis semanas. Éste es uno de los 143 templos actualmente en funcionamiento en la Iglesia a lo largo y ancho de la Tierra. Como indicación de mi edad (o para decirlo de una manera más positiva: de la forma en que el Señor está acelerando Su obra), cuando nací había solamente ocho templos.

Usando el templo como metáfora, esta noche hablaré de los cimientos. El diseño y la construcción de cada templo requiere mucho trabajo en algo que no se ve fácilmente cuando el proyecto está terminado: los cimientos. Por ejemplo, esta representación del Templo de Filadelfia, Pensilvania, que actualmente se encuentra en fase de construcción. Una vez que esté terminado, este extraordinario edificio tendrá 25 metros de alto hasta la línea del tejado y 60 metros hasta la parte superior del ángel Moroni. Como pueden ver, ¡será espléndido! Sin embargo, a pesar de lo imponente y majestuosa que será esta estructura, aun así estará sujeta a vientos destructivos e invasoras aguas subterráneas. Si estas condiciones hostiles no se controlan, podrían dañar considerablemente e incluso destruir este honorable edificio.

Sabiendo que estas fuerzas inexorablemente atacarían al templo, los ingenieros y el contratista hicieron un pozo de 10 metros debajo de toda la superficie de la estructura. La excavación penetró el granito oriundo de Pensilvania a fin de brindar un fundamento inamovible sobre el cual se construiría. Luego se amarró la superficie y los cimientos de hormigón al granito con anclas a fin de que resistieran incluso vientos torrenciales y fuertes aguas subterráneas. Las anclas perforan el granito con una profundidad de 15 a 69 metros y con una tensión de 17.580 kilos por centímetro cuadrado. Están colocadas a cuatro metros y medio de distancia en ambas direcciones.

Comparto esta información tan detallada para enseñar lo siguiente: A diferencia de la construcción de un edificio (que bajo cualquier definición es temporal), cuando edificamos nuestra vida inmortal (y, espero, eterna), a veces prestamos muy poca atención a la proyección y construcción de nuestros cimientos. Como consecuencia, quedamos altamente expuestos a que fácilmente nos sacudan fuerzas peligrosas.

Vivimos en un mundo que puede ser confuso; si lo permitimos, puede hacer que olvidemos quiénes somos verdaderamente. El presidente Thomas S. Monson declaró:

“La vida terrenal es un periodo de prueba, el tiempo para probar que somos dignos de volver a la presencia de nuestro Padre Celestial. A fin de ser probados, debemos hacer frente a problemas y dificultades. Éstos podrán derribarnos y la superficie de nuestra alma podrá agrietarse y desmoronarse si nuestro cimiento de fe y nuestro testimonio de la verdad no están firme y profundamente establecidos en nuestro interior.

“Podremos depender de la fe y del testimonio de los demás sólo por un tiempo limitado. Al final, tendremos que contar con nuestro propio, firme y profundamente establecido cimiento, o no podremos resistir las tormentas de la vida, las que, de cierto, sobrevendrán1.

Jesucristo lo describió de esta manera al referirse a alguien que escucha y sigue Sus palabras:

“Semejante es al hombre que, al edificar una casa, cavó y ahondó y puso el fundamento sobre la roca; y cuando vino una inundación, el río dio con ímpetu contra aquella casa, pero no la pudo mover, porque estaba fundada sobre la roca.

“Pero el que las oyó y no las obedeció es semejante al hombre que edificó su casa sobre tierra, sin fundamento; contra ella el río dio con ímpetu, y luego cayó, y fue grande la ruina de aquella casa” (Lucas 6:48–49).

Jesucristo es la roca sobra la que debemos establecer nuestro fundamento. El Señor se refirió a Sí mismo como “la roca de Israel” y declaró enfáticamente: “…El que edifique sobre esta roca nunca caerá” (D. y C. 50:44).

“…Engrandeced a nuestro Dios”, dijo Moisés. “Él es la Roca, cuya obra es perfecta…” (Deuteronomio 32:3–4). David declaró: “…Jehová es mi roca, y mi fortaleza… mi escudo… mi alto refugio…” (2 Samuel 22:2–3). El Señor le dijo a Enoc: “…Yo soy el Mesías, el Rey de Sión, la Roca del Cielo…” (Moisés 7:53). Nefi alabó al Señor llamándolo “la roca de mi salvación” y “roca de mi rectitud” (2 Nefi 4:30, 35). Isaías se refirió al Señor como “…piedra probada, preciosa piedra angular, cimiento estable…” (Isaías 28:16). Pablo describió a los apóstoles y profetas como el fundamento de la Iglesia, “…siendo la principal piedra del ángulo Jesucristo mismo” (Efesios 2:20)2.

Esta no es una doctrina nueva. De alguna u otra forma, todos nosotros la comprendemos. Nos la han enseñado nuestros padres, la hemos escuchado en la Primaria, en clases de las Mujeres Jóvenes y en quórumes del Sacerdocio Aarónico, en seminario, en instituto, en boca de nuestros amigos y líderes locales de la Iglesia, en las Escrituras y por medio de profetas y apóstoles vivientes. ¿Por qué, entonces, es tan difícil para tantos de nosotros vivir de acuerdo con ella?

En pocas palabras, esta doctrina debe pasar de nuestra mente a nuestro corazón y a nuestra alma. Debe ser más de lo que a veces pensamos o incluso de lo que a veces sentimos; debe convertirse en lo que somos. Nuestra conexión con Dios, nuestro Padre, y Su eterno plan, y con Jesucristo, Su Hijo y nuestra Roca, debe estar tan firmemente establecida que verdaderamente se convierta en la piedra angular de nuestro cimiento. Entonces nuestra identidad se vuelve primero la de un ser eterno —un hijo o una hija de Dios— y la del receptor agradecido de las bendiciones de la expiación de Jesucristo. Entonces se podrán establecer con seguridad otras identidades rectas sobre ese cimiento porque sabremos cuáles son eternas y cuáles son pasajeras y a cuáles debemos darles prioridad. Y a otras identidades y sus prácticas correspondientes (algunas de ellas altamente valoradas por el mundo) incluso escogeremos desecharlas.

Me encanta el preciado himno “Qué firmes cimientos”. Mi interpretación favorita es (no es de sorprender) la del Coro del Tabernáculo Mormón. El estar sentado frente al coro durante la conferencia general y escuchar y sentir la potencia del órgano, las voces, la música y la letra hace que quiera pararme y unirme a ellos. Sabiendo que me van a pedir que me retire del Centro de Conferencias, me refreno. Escuchen este querido himno interpretado hace apenas cuatro semanas en la sesión del domingo por la mañana de la conferencia general. Disfruten las palabras; escuchen en especial las de la última estrofa. En realidad es la séptima estrofa, pero se cantó en lugar de la cuarta.

Recientemente me encontraba en una reunión en el Templo de Salt Lake con los miembros de la Primera Presidencia, el Quórum de los Doce Apóstoles y todas las demás Autoridades Generales asignadas a la sede de la Iglesia. Cantamos las tres estrofas habituales de este hermoso himno y terminamos luego de cantar la tercera estrofa como lo hacemos a menudo en la reunión sacramental y en otras ocasiones. Sin embargo, en esta oportunidad el presidente Monson dijo: “Cantemos la séptima estrofa”. Junto con todas estas estupendas Autoridades Generales, entre ellas los profetas y apóstoles vivientes, cantamos:

Al alma que anhele la paz que hay en mí,

no quiero, no puedo dejar en error;

yo lo sacaré de tinieblas a luz,

y siempre, guardarlo, y siempre, guardarlo,

y siempre, guardarlo, con grande amor3

¿Describen estas palabras quiénes somos? ¿Describen, por lo menos, quiénes estamos tratando de llegar a ser? El esfuerzo de establecer y mantener un cimiento espiritual no es fácil. El proceso de construcción es un emprendimiento importante y el mantenimiento es un esfuerzo de toda la vida.

A ustedes que realmente están intentándolo, los felicitamos sinceramente y queremos saber qué están haciendo. Por favor utilicen los medios sociales para compartir lo que están haciendo por medio de #cesdevo, completando la frase: “Establezco mi cimiento espiritual al …”. Las respuestas serán tan variadas como sus circunstancias personales, lo cual está bien. Una vez más, la frase que deben completar es “Establezco mi cimiento espiritual al …”. Nos complacerá leer sus respuestas y saber qué ocurre en sus vidas.

Si nunca han tenido el cimiento del que estamos hablando o si por descuido han dejado que se agriete o se derrumbe, no es muy tarde para ponerse a trabajar. Todas las herramientas que necesitan están disponibles. Son las mismas herramientas que se utilizan para mantener un cimiento sólido. Ustedes saben cuáles son. Entre ellas están la oración constante y sincera; el estudio diario del Evangelio por medio de las Escrituras; la participación activa en las reuniones de la Iglesia, en especial el tomar la Santa Cena con verdadera intención; el servicio desinteresado y continuo; y el cumplimiento diligente de los convenios.

Otra herramienta esencial es el consejo de los profetas vivientes. Hay quince hombres en la Tierra a quienes sostenemos como profetas, videntes y reveladores. Ellos poseen las llaves del sacerdocio de Dios. Nos enseñan frecuentemente. Alzamos la mano para sostenerlos varias veces al año; oramos por ellos todos los días. Sin embargo, la extraordinaria bendición de tener acceso a sus mensajes puede conducir a la falta de agradecimiento.

El presidente Henry B. Eyring advirtió: “Para los que tienen una fe firme, resulta razonable buscar el camino hacia la seguridad en el consejo de los profetas. Cuando habla un profeta, los que tengan poca fe pueden creer que solo escuchan a un hombre sabio que da buenos consejos. Luego, si ese consejo parece cómodo y razonable, y va de acuerdo con lo que ellos desean hacer, lo aceptan; si no es así, consideran que es un consejo falso o contemplan las circunstancias que les rodean para justificarse y de ese modo considerarse una excepción”.

El presidente Eyring continuó: “Otra falacia es creer que la elección de aceptar o no el consejo de los profetas no es más que decidir entre aceptar el buen consejo y ser beneficiados por ello, o quedarnos donde estamos. Pero la elección de no aceptarlo sacude el mismo suelo que pisamos; éste se torna más peligroso”4.

A fin de establecer y mantener un cimiento, recuerden tres principios: visión, compromiso y autodisciplina. La visión es la capacidad de ver. En el contexto del Evangelio, a veces la llamamos “perspectiva eterna”. Jacob la describió como ver “…las cosas como realmente son, y… como realmente serán…” (Jacob 4:13).

El compromiso es estar dispuestos a cumplir una promesa. A menudo llamamos a esta última “convenio”. Formalmente, hacemos convenios con Dios por medio de ordenanzas del sacerdocio. Recuerden que “…en sus ordenanzas se manifiesta el poder de la divinidad” (D. y C. 84:20). Además de los convenios que hacemos con Dios, debemos estar dispuestos a asumir compromisos con nosotros mismos, nuestro cónyuge (o futuro cónyuge), amigos y aquellos con quienes prestamos servicio.

La autodisciplina puede definirse como la capacidad de vivir de acuerdo con la visión que tenemos y los compromisos que hemos asumido. El desarrollar la autosuficiencia es esencial para el progreso porque crea una conexión constante entre lo que aprendemos y lo que hacemos. Al final, la fortaleza de nuestro cimiento espiritual se manifiesta en la forma en que vivimos la vida, en especial durante momentos de desilusión y desafíos.

Hace muchos años el presidente Gordon B. Hinckley contó el relato de Caroline Hemenway, quien nació en Salt Lake City el  2 de enero de 1873 como la segunda de 11 hijos:

“A los 22 años de edad Caroline se casó con George Harman. Tuvieron varios hijos, uno de los cuales murió en su infancia. Luego, a los 39 años de edad, su esposo falleció y ella quedó viuda.

“Su hermana Grace se había casado con David, el hermano de su esposo. En 1919, durante la terrible epidemia de gripe, David se vio gravemente afectado, y luego su esposa Grace también se enfermó. Caroline cuidó de ellos y de sus hijos, así como de sus propios niños. En medio de estas aflicciones, Grace dio a luz a un hijo y murió unas horas más tarde. Caroline llevó al pequeño bebé a su casa, donde lo cuidó y le salvó la vida. Tres semanas después, falleció su propia hija, Annie.

“Hasta ese momento Caroline había perdido a dos de sus hijos, a su esposo y a su hermana. El dolor y el esfuerzo fueron tan grandes que se desplomó. Tras el colapso se le manifestó un caso grave de diabetes. Pero ella no se detuvo. Siguió cuidando al bebé de su hermana, y su cuñado, el padre del pequeño, la visitaba todos los días para ver a la criatura. Más tarde David Harman y Caroline se casaron, por lo que llegó a haber 13 niños en la casa.

“Cinco años más tarde David fue víctima de una catástrofe que llegó a ser una prueba inmensa para aquellos que agonizaron con él. En una ocasión él usó un potente desinfectante mientras preparaba las semillas para la siembra. Eso entró en su organismo y los efectos fueron desastrosos. La piel y la carne se desprendieron de sus huesos. Perdió la lengua y los dientes. La solución cáustica literalmente lo consumió vivo.

“Caroline cuidó de él durante su terrible enfermedad, y cuando David murió ella se hizo cargo de sus cinco hijos, ocho de los hijos de su hermana y una granja de 280 acres, en la que ella y sus hijos araron, sembraron, irrigaron y cosecharon para cubrir sus necesidades. En ese entonces también era presidenta de la Sociedad de Socorro, cargo que tuvo por ocho años.

“Mientras cuidaba a su extensa familia y extendía una mano caritativa a otras personas, horneaba ocho hogazas de pan al día y lavaba cuarenta cargas de ropa a la semana. Enlataba frutas y verduras a montones y cuidaba mil gallinas ponedoras para ganar algo de dinero. Su norma de vida era la autosuficiencia; consideraba la ociosidad como un pecado. Cuidaba de su familia y ayudaba a otras personas con un espíritu de bondad que no permitía que nadie que estuviera a su alcance pasara hambre ni frío.

“Más tarde se casó con Eugene Robison, quien, poco tiempo después, tuvo un derrame cerebral. Durante los cinco años que transcurrieron hasta su muerte, ella cuidó de él en todas sus necesidades.

“Finalmente, con el cuerpo exhausto por los efectos de la diabetes, Caroline falleció a los sesenta y siete años. Los hábitos de trabajo arduo que infundió en sus hijos recompensaron los esfuerzos de ellos a lo largo de los años. El pequeño bebé de su hermana, a quien ella crió desde el momento de su nacimiento, junto con sus hermanos y hermanas, cada uno de ellos movido por gran sentimiento de amor y gratitud, hicieron una importante donación a la Universidad Brigham Young para hacer posible la construcción de un hermoso edificio que lleva el nombre de su madre”5.

El tener un cimiento firme es la máxima protección contra los violentos ataques del mundo. Debemos buscar asiduamente lo que los lamanitas que escucharon a Ammon y a sus hermanos obtuvieron cuando se dijo de ellos que “…fueron convertidos al Señor, [y] nunca más se desviaron” (Alma 23:6).

Mary Ann Pratt se casó con Parley P. Pratt en 1937. Cuando se mudaron a Misuri junto con los demás santos, sufrieron horribles persecuciones. Cuando un populacho se llevó cautivo a Parley junto con el Profeta José en Far West, Misuri, Mary Ann estaba en cama gravemente enferma y tenía a dos niños pequeños a su cuidado.

Más tarde, Mary Ann visitó a su esposo en la cárcel y se quedó con él por un tiempo. Ella escribió: “Compartí su calabozo, el cual era un lugar húmedo, oscuro y sucio; no tenía ventilación, sino únicamente una pequeña reja a uno de los lados. Allí se nos obligaba a dormir”.

Después de que liberaron a Parley de la cárcel, Mary Ann y su esposo sirvieron en misiones en Nueva York e Inglaterra, y estuvieron entre aquellos que realizaron, en sus propias palabras, “el agotador recogimiento final hacia Utah”. Parley finalmente murió como mártir mientras servía en otra misión.

A pesar de su difícil vida, Mary Ann Pratt fue fiel. Declaró con poder: “Me bauticé en La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días… con el convencimiento de la veracidad de sus doctrinas desde el primer sermón que escuché; y mi corazón exclamó: ‘Si sólo hay tres personas que guardan la fe, yo seré una de ellas; y a pesar de toda la persecución que tuve que soportar, siempre he sentido lo mismo; mi corazón jamás se apartó de esa decisión”6.

El tema que estamos tratando hoy es muy personal. Podemos aprender de otras personas. Podemos observar a otras personas. Podemos aprender de los errores y los aciertos de otras personas. Pero nadie puede hacerlo por nosotros. Nadie puede establecer nuestro cimiento espiritual. En este caso somos nuestro propio contratista.

Como Helamán enseñó de manera poderosa: “Y ahora bien, recordad, hijos míos, recordad que es sobre la roca de nuestro Redentor, el cual es Cristo, el Hijo de Dios, donde debéis establecer vuestro fundamento, para que cuando el diablo lance sus impetuosos vientos, sí, sus dardos en el torbellino, sí, cuando todo su granizo y furiosa tormenta os azoten, esto no tenga poder para arrastraros al abismo de miseria y angustia sin fin, a causa de la roca sobre la cual estáis edificados, que es un fundamento seguro, un fundamento sobre el cual, si los hombres edifican, no caerán” (Helaman 5:12).

Una de las grandes experiencias que han establecido mi cimiento ocurrió hace más de treinta y seis años. Luego de finalizar nuestros estudios universitarios, Diane y yo nos mudamos a Honolulu (donde yo nací y me crié) para comenzar una nueva etapa de nuestra vida. Resultó ser una etapa larga: veintisiete años. Sólo el llamado de un profeta hizo que nos fuéramos de Hawái.

El Templo de Hawái, ahora conocido como el Templo de Laie, Hawái, debido a que hay dos templos en ese estado, fue dedicado primeramente por el presidente Heber J. Grant el  27 de noviembre de 1919, (de manera apropiada) el Día de Acción de Gracias. Fue el primer templo que se construyó fuera de Utah, con excepción del de Kirtland y el de Nauvoo. Durante alrededor de seis décadas sirvió a los santos de Hawái y, por gran parte de ese tiempo, a quienes vivían en el Pacífico y en Asia. A mediados de la década de 1970, fue necesario que el templo se cerrara, se ampliara y se renovara. Como consecuencia, tuvo que rededicarse, lo cual sucedió el  13 de junio de 1978.

La rededicación la presidió el presidente de la Iglesia, Spencer W. Kimball. Junto a él estaban su primer y segundo consejeros, N. Eldon Tanner y Marion G. Romney. También se encontraban presentes Ezra Taft Benson, presidente del Quórum de los Doce Apóstoles, y otros miembros de los Doce y los Setenta. Tantas Autoridades Generales en un evento fuera de la sede de la Iglesia no es algo que se ve hoy en día debido a que la Iglesia es más grande. Pero recibimos esa bendición en 1978.

En ese entonces yo era un joven líder del sacerdocio, y el comité de coordinación de la rededicación me dio la responsabilidad de hacer los arreglos de seguridad y transporte locales para el presidente Kimball y su grupo. No quiero exagerar mis responsabilidades, ya que simplemente fueron de apoyo y entre bastidores. Sin embargo, mi asignación me permitió estar cerca del presidente Kimball. Durante una semana completa, en la cual hubo tres días de sesiones de rededicación del templo, una asamblea solemne y una gran conferencia regional, observé al Presidente de la Iglesia muy de cerca. Lo observé enseñar, testificar y profetizar con autoridad y con poder. Vi su incansable esfuerzo por ministrar a cada individuo, reuniéndose en privado con personas que llamaron su atención en las reuniones o mientras iba de un lado a otro. Fui testigo de que continuamente era “…un instrumento en las manos de Dios…” (Alma 17:9). ¡Quedé profundamente impresionado!

Al finalizar la semana nos encontrábamos en el aeropuerto a la espera de la partida del presidente Kimball y sus compañeros. Una vez más, enfatizando mi limitado rol, comparto lo siguiente: El presidente Kimball se acercó a mí para agradecerme mis humildes esfuerzos. No era muy alto, físicamente, y yo soy grandote. Tomó las solapas de mi saco y tiró fuertemente hasta que me bajó a su altura. Entonces me dio un beso en la mejilla y me agradeció. Después de dar algunos pasos, el presidente Kimball regresó. Me tomó de la misma manera y volvió a bajarme. Esta vez me dio un beso en la otra mejilla y me dijo que me quería. Luego partió.

Un año antes, el hijo y el nieto de Spencer W. Kimball habían escrito y publicado su biografía. En ese entonces me hice de un ejemplar, la leí y me pareció interesante. Sin embargo, después de esta experiencia muy personal con Spencer Woolley Kimball, regresé a casa y saqué ese grueso libro de nuestra biblioteca con el intenso deseo de leerlo de nuevo. A lo largo de los siguientes días, cada hora en la que estaba desocupado la pasé leyendo y reflexionando. Es que ahora estaba leyendo acerca de alguien que quería profundamente. Estaba leyendo acerca de alguien que sabía que me quería. Estaba leyendo acerca de alguien por quien haría lo que fuera porque sabía que lo que él me pidiera sería para mi propio bien.

Por medio de la euforia de esa experiencia, tuve otra experiencia. Es demasiado personal como para compartirla, pero me hizo sentir profundamente avergonzado. Comprendí que no sentía ese mismo amor y respeto por quienes son más importantes: los miembros de la Trinidad, y específicamente por Jesucristo, el Salvador y Redentor. Esto me motivó a estudiar Su “biografía” y por medio de la oración, el ayuno y la meditación llegué a saber que estaba leyendo acerca de alguien que amaba profundamente. Ahora estaba leyendo acerca de alguien que sabía que me amaba. Estaba leyendo acerca de alguien por quien haría lo que fuera porque sabía que lo que Él me pidiera sería para mi propio bien.

Mis queridos y jóvenes amigos, testifico que este conocimiento ha marcado una diferencia enorme en mi vida y en nuestra familia. Me apresuro a agregar que no nos ha vuelto mágicamente intachables y no ha hecho necesariamente que la vida sea fácil. Eso estaría en oposición al plan de Dios. Lo qué sí me ha dado es esperanza, “…un fulgor perfecto de esperanza…” (2 Nefi 31:20). Jamás he pensado en bajar los brazos, rendirme ni darme por vencido. Deseo lo mismo para ustedes.

Incluso con lo espléndidos que son ustedes, dentro de una congregación como esta hay mucho gozo y mucho dolor. Individualmente, quizá estén sintiendo el peso de las pesadas cargas de la vida. Tal vez suceden cosas en sus familias que no son las que esperaban. Quizá su fe está tambaleándose. Posiblemente estén tratando de superar algo de su pasado, ya sea algo que han hecho o algo que injustamente les han hecho a ustedes. Algunos de ustedes tal vez tengan desafíos físicos, mentales o emocionales que parecen ir más allá de sus fuerzas. Cualquiera que sea la circunstancia, el tener un cimiento firme aliviará sus cargas. Con el mensaje del conocido himno “Soy un hijo de Dios”7 en sus corazones y almas, y no solamente en sus labios, y con una dependencia continua en la expiación del Salvador Jesucristo, pueden hallar paz y seguridad aun en los momentos más difíciles.

Hoy puede ser un día crucial, incluso histórico, en nuestra vida. Puede ser el día en el que tomemos la decisión y hagamos un esfuerzo disciplinado por establecer o fortalecer nuestro cimiento. Para algunos de nosotros, significará abandonar algún hábito adictivo o alguna práctica repugnante que ofende a Dios. Para otros, será volver a poner prioridades en nuestra vida y hacer que nuestro amor por Dios sea supremo. Vale la pena cualquier esfuerzo. Ciertamente es la esencia de lo que debemos hacer en esta vida.

De la forma más personal e individual que me permita una congregación tan grande, testifico de Jesucristo, la piedra angular de la Iglesia y la Roca de nuestra vida. Testifico de Su santo nombre. Testifico de Su autoridad y de Su misión y, lo que es más importante, de Su Expiación, la cual hace posible que cada uno de nosotros, sin importar nuestras circunstancias presentes, venga a Él (véase Moroni 10:32), en el nombre de Jesucristo. Amén.

Notas

  1. Thomas S. Monson, “Qué firmes cimientos”, Liahona, noviembre de 2006, pág. 62.

  2. Lista de pasajes de las Escrituras adpatada de Robert J. Matthews, “I Have a Question,” Ensign, enero de 1984, pág. 52.

  3. “Qué firmes cimientos”, Himnos, Nº 85.

  4. Henry B. Eyring, “Busquemos seguridad en el consejo”, Liahona, julio de 1997, pág. 25.

  5. Gordon B. Hinckley, “Five Million Members—a Milestone and Not a Summit,” Ensign, mayo de 1982, págs. 45–46.

  6. El relato de Mary Ann Pratt fue tomado de Sheri Dew, Women and the Priesthood: What One Mormon Woman Believes (2013), págs 94–95; véase también Edward W. Tullidge, The Women of Mormondom (1877), págs 406–407.

  7. “Soy un hijo de Dios”, Himnos, Nº 196.