2021
Aprender a sentir el amor que Dios tiene por mí
Diciembre de 2021


Jóvenes adultos

Aprender a sentir el amor que Dios tiene por mí

Sabía que Dios ama a todos Sus hijos, pero por alguna razón me sentía como la excepción.

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Fotografías de Getty Images; las personas que posan son modelos

En mi primer año de universidad, estaba sentada en la Sociedad de Socorro cuando alguien compartió una experiencia en la que sintió la impresión de escribir lo que pensaba que Dios sentía por ella.

Eso me impactó.

Al llegar a casa, sentí la impresión de hacer lo mismo, pero después de estar sentada durante diez minutos sin haber escrito nada, me eché a llorar. Me sentía como un fraude. Gran parte de mi testimonio se basaba en Dios y en Su perfecto amor por nosotros y, sin embargo, no podía escribir nada.

Sabía que Dios ama a todos Sus hijos, pero por alguna razón me sentía como la excepción.

¿Cómo era posible?

Enfrentar mis inseguridades

Al año siguiente, cuando comencé a asistir a terapia, pude empezar a hacer un análisis de mis pensamientos. Mi terapeuta señaló que tenía la tendencia a ser una persona de todo o nada. Creía que tenía que ser perfecta en cumplir los mandamientos o, si no, no era lo suficientemente fuerte, y me di cuenta de que había decidido que, como no podía sentir a Dios en mi vida, Él no existía. Sin embargo, en retrospectiva, sabía que eso no podía ser verdad, de modo que me di cuenta de que el problema era yo, no Dios.

Desde que era pequeña, me había grabado en la mente la idea de que, si no era perfecta, nunca sería lo suficientemente buena. Claro, como nadie es perfecto, me encontré nadando en un mar de inseguridades. Me sentía incómoda con la idea de que yo podía valer algo. Por eso, siempre sentí que no estaba a la altura y que no merecía el amor de nadie, incluido el de Dios.

Durante un tiempo, había tratado de combatir mi soledad y mis sentimientos de ineptitud al tratar de ser todo. Me ocupé de todas las actividades que pude encontrar para mantener la mente alejada de los verdaderos problemas de mi vida, y pasé una cantidad excesiva de tiempo considerando las necesidades de los demás como una forma de evitar tener que centrarme en las mías. Daba clases particulares, jugaba al tenis, horneaba algo para todos mis amigos y vecinos, y llegué a ser maestra auxiliar. También trabajaba a medio tiempo, tomaba muchas clases y era la presidenta de varios clubes y grupos en el campus.

Para quienes miraban desde fuera, yo era la joven que lo tenía todo controlado. Lo que ellos no podían ver era que, por dentro, buscaba con desesperación algo que me hiciera sentir lo suficientemente buena. Aun así, el hecho de siempre tratar de hacer más y más solo trajo más confusión a mi vida en cuanto a quién era y quién quería ser.

Hacia el final de mi primer año de universidad, me di cuenta de cuán estancada me había quedado debido a mis sentimientos de falta de autoestima. Me había permitido ser una persona tan asombrosamente insegura que me negaba a mí misma todas las cosas increíbles que la vida me ofrecía y me estaba volviendo insensible a mi propia vida.

Reflexioné y me pregunté por qué, a pesar de hacer tanto, seguía sin sentir nada. Eso me llevó a una depresión profunda. ¿Qué haces cuando sientes que Dios te ha abandonado por completo?

Deseosa de seguir adelante, pero sintiéndome vacía al preguntarme qué sentía Dios realmente por mí, me di cuenta de que algo dentro de mí tenía que cambiar. Ese entendimiento me puso en el camino de sentir el amor que Dios tiene por mí.

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Tratar de sentir el amor de Dios

Al principio no sabía cómo empezar; solo esa tarea me parecía intimidante. Sin embargo, al año siguiente, me apoyé en el Señor y en Su infinita bondad para superar cada día. Encontré mucha fuerza y paz mental al leer los mensajes de los profetas, al reflexionar sobre los convenios del templo que había hecho, al apartar tan solo diez minutos cada noche para leer las Escrituras y al conversar con el Padre Celestial en oración durante el día.

A medida que hacía esas cosas, empecé a ver Su mano en mi vida. No sabía quién era yo o qué camino elegir en la vida. No sabía qué camino podría hacerme sentir que era lo suficientemente buena, pero pronto me di cuenta de que lo que realmente necesitaba era saber quién era yo para Dios.

Ahora estoy en mi último semestre de la universidad. Entre todo el estrés de ser estudiante, empleada, hija, hermana y amiga, me he dado cuenta de que conocer mi valía y entender lo que Dios siente por mí es vital para mi éxito en todo lo que hago.

Todavía hay muchas incógnitas sobre mi futuro, y eso está bien.

Para mí, saber que no tengo que ser perfecta ahora mismo me ayuda a superar cada día. Sé que Dios está al tanto de mí. También sé que incluso cuando no puedo sentir Su amor, Él sigue obrando pacientemente conmigo.

A lo largo de los últimos años de esta lucha, Dios me ha ayudado a descubrir las cualidades y los talentos que tengo que nunca antes habría advertido. Sobre todo, con el tiempo, a través de la revelación personal y los esfuerzos diarios por comprender la voluntad de Dios con respecto a mí, me he dado cuenta de lo que Él siente por mí. He sido capaz de recurrir libremente al poder del Salvador y a las bendiciones de Su expiación en mi vida. Eso me ha ayudado a sentir el amor de Dios y a saber que soy Su hija amada.

Al leer los mensajes de los profetas, me sentí conmovida cuando leí estas palabras del presidente Russell M. Nelson: “Prevalecen los sentimientos de valor personal cuando una mujer sigue el ejemplo del Maestro. Su sentido de infinito valor emerge de su propio deseo cristiano de llegar a otros con amor de la misma manera que el Señor lo hace”.

También señaló: “[Una mujer] desarrolla su autoestima por medio de la rectitud personal y de una relación estrecha con Dios”1. A raíz de ello, he llegado a entender que lo que soy es más que la combinación de lo que hago o digo. Soy un ser eterno con el llamamiento extraordinario de liderar con amor y compasión, tal y como lo hizo el Salvador, y esa comprensión trasciende todo lo que mi depresión podría tratar de decirme.

Seguir adelante

Incluso ahora, a veces todavía me olvido de cómo se siente el amor de Dios y qué alegrías duraderas hay en los momentos más pequeños y ordinarios de la vida. No obstante, el milagro de la expiación de Cristo es que no solo es para el arrepentimiento; Su gracia también nos permite superar cada día y amarnos a nosotros mismos. Me olvido frecuentemente de ese hecho, pero sigue siendo cierto.

No podemos pasar por alto que somos propensos a la naturaleza humana y que esos momentos de claridad e inspiración divinas no siempre nos parecen tan ciertos. Así que, para ayudarnos, podemos anotar y recordar las veces que hemos sentido el amor de Dios. Podemos seguir tratando de buscar formas de sentir ese amor. Nuestra adoración diaria y nuestros esfuerzos continuos por profundizar nuestra santidad personal no solo fortalecerán nuestra relación con nuestro Padre Celestial, sino que también aumentarán nuestra felicidad y nuestra autoestima personales. Cristo puede magnificar esos esfuerzos para ayudarnos a llegar a ser quien nuestro Padre Celestial quiere que seamos.

Estoy decidida a seguir esforzándome porque tengo esperanza en Cristo. Sé que la vida seguirá mejorando y que creceré a medida que confíe en Él. Una vez que descubrí lo infinito que es el amor que Dios siente por mí, pude encontrar más fuerza cada día para dejar atrás el sufrimiento y superar mis sentimientos de insuficiencia y mi necesidad de perfección.

Cuando veo que vuelvo a caer en mis inseguridades, recuerdo que Dios piensa que soy divertida, amable, generosa y hermosa. Sobre todo, recuerdo que Él me ve haciendo el esfuerzo.

El presidente Thomas S. Monson (1927–2018) declaró: “El amor de Dios está allí ya sea que sientan que [lo] merezcan o no; simplemente siempre está allí”2. Estoy muy agradecida por esa verdad. En nuestras luchas más profundas, podemos ver la gloria de Dios ayudándonos a seguir adelante. Él siempre nos está apoyando.

Notas

  1. Russell M. Nelson, “El valor infinito de la mujer”, Liahona, enero de 1990, pág. 22.

  2. Thomas S. Monson, “Nunca caminamos solos”, Liahona, noviembre de 2013, pág. 124.