2011
El mensaje de sabor dulce
Febrero de 2011


Cómo lo sé

El mensaje de sabor dulce

Realmente no estaba buscando a Dios, pero cuando dos jóvenes preguntaron si podían compartir un mensaje conmigo, decidí escucharlos.

Aunque fui bautizado en una iglesia cuando era bebé y asistía de vez en cuando a otra durante mi infancia, la religión nunca fue parte importante en mi vida. A medida que crecía, mi familia se mudó muchas veces, y dejamos de asistir a los servicios religiosos; yo creía en Dios, pero no pensaba en Él o en la religión muy seguido.

Todo cambió en el 2006, cuando yo tenía 14 años. Mi tío Billy, que sólo tenía treinta y tantos años de edad, falleció. Su muerte prematura me hizo comprender lo mucho que lo quería e hizo que me empezara a hacer preguntas interiormente: ¿A dónde fue cuando murió? ¿Siguió viviendo y tiene un futuro? ¿Qué sería de sus hijos y de los demás miembros de la familia que dejó atrás? ¿Qué significó su vida? ¿Qué significaba mi vida?

Esas ideas pasaron por mi mente durante los meses siguientes. Una tarde, en septiembre de 2007, mi madre, mis tres hermanos menores y yo, salimos de una tienda de embutidos en mi ciudad natal, Haverhill, Massachusetts, EE. UU., y nos sentamos en una banca. Dos jóvenes, que vestían traje negro, camisa blanca y corbata se acercaron a nosotros y uno de ellos dijo: “Sé que resulta un poco incómodo hablar con dos personas desconocidas, pero, ¿podríamos compartir un mensaje con ustedes?”.

Accedimos; yo sabía que nos hablarían de religión, pero me causó buena impresión el hecho de que no sólo nos entregaran una tarjeta o un folleto y se alejaran. Por el contrario, esos jóvenes parecían estar sinceramente interesados en nosotros y entusiasmados con su mensaje. Al terminar su mensaje nos preguntaron si podrían visitar a nuestra familia. Mi madre aceptó y fijó la hora, así que tengo que agradecerle por lo que se convirtió en un gran cambio para bien en mi vida.

Comenzamos a conocer el Evangelio. Después de un tiempo, mi mamá se dedicó a diferentes cosas y no siguió reuniéndose con los misioneros, pero yo sí lo hice.

Simpaticé fácilmente con el élder Kelsey y el élder Hancock. Tal vez una de las razones fue que no eran mucho mayores que yo. Sentí gran cariño por ellos y de parte de ellos y muy pronto sentí ese mismo amor de los miembros del barrio y de otros jóvenes de mi estaca.

Los misioneros me enseñaron el Plan de Salvación, el cual respondió las preguntas que yo tenía sobre mi tío y acerca de mi propio propósito en la vida. Los élderes también me dieron a conocer el Libro de Mormón. Recuerdo haber leído en Alma 32 acerca del crecimiento y del sabor delicioso de la semilla de la fe (véase el versículo 28). Esa descripción fue exactamente lo que me pareció el Libro de Mormón. Lo que estaba leyendo y lo que los misioneros me enseñaban me parecía verdadero, correcto y era delicioso.

Mi mamá me hacía bromas diciéndome que yo pasaba por la “etapa del cangrejo ermitaño” porque me retiraba a mi cuarto y pasaba horas leyendo el Libro de Mormón. Aunque en ese tiempo no reconocí que mis sentimientos provenían del Espíritu Santo, sentía que ése era el camino correcto.

Cuando los misioneros me pidieron que me bautizara, me animaron para que orara acerca de la decisión. Cuando oré para saber si el unirme a La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días era lo que debía hacer, recibí una respuesta sumamente directa, al grado de que me impactó. La instrucción fue clara: sigue adelante con el bautismo.

Recuerdo vívidamente el día en que fui bautizado, el 15 de diciembre de 2007. Al encontrarme en el agua fría con el élder Kelsey y cuando él levantó la mano, en forma de escuadra, me llené del Espíritu; parecía que me embargaba todo el cuerpo. Puedo decir que también sonreía de oreja a oreja, pero esa descripción ni siquiera llega a describir lo que sentía.

Después de mi bautismo seguí sintiendo el Espíritu. Me sentía santificado. Sabía que mis pecados habían sido perdonados. Sentí la aprobación de mi Padre Celestial, de que éste era, en efecto, el camino que debía tomar.

De vez en cuando, cuando me asaltan pequeñas dudas, vuelvo a esa experiencia y recuerdo la forma en que me sentí ese día; el recordar lo que sentí me ayuda después a disipar cualquier duda que pueda encontrar.

Aunque no volvemos a entrar en las aguas del bautismo para tener esos sentimientos poderosos otra vez, podemos recordar ese sentimiento cuando renovamos nuestros convenios mediante el arrepentimiento y la Santa Cena. Cada vez que me arrepiento, vuelvo a tener ese sentimiento: el de estar limpio y ser amado.

El sentir ese amor me ayuda a identificarme con lo que José Smith enseñó: “El hombre que se siente lleno del amor de Dios no se conforma con bendecir solamente a su familia, sino que va por todo el mundo, con el deseo de bendecir a toda la raza humana”1. El conocer el valor de un alma me ayuda a sentirme entusiasmado por las oportunidades de ir a enseñar con los misioneros que trabajan en mi área. También espero ansioso el día en que pueda servir en una misión de tiempo completo y compartir lo feliz que me ha hecho el evangelio de Jesucristo.

Nota

  1. Enseñanzas de los Presidentes de la Iglesia: José Smith, 2007, págs. 51–52.

Ilustración por Rob Wilson.

El hijo pródigo, por Liz Lemon Swindle, Foundation Arts, prohibida su reproducción.