2008
Valor cristiano: El precio del discipulado
Noviembre de 2008


Valor cristiano: El precio del discipulado

Cómo responder a la manera del Señor a quienes nos acusan.

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Robert D. Hales

Nos hemos reunido como si fuésemos uno, hemos tomado sobre nosotros el nombre de Jesucristo, y somos cristianos. Una pregunta que deseamos hacer es la siguiente: ¿Por qué, entonces, si tenemos ese amor del Salvador, desearía alguien ser un antagonista o atacarnos?

Recientemente, un grupo de fieles e inteligentes jóvenes Santos de los Últimos Días escribieron algunas de las preguntas más apremiantes que tenían. Una hermana preguntó: “¿Por qué la Iglesia no se defiende más activamente cuando se le hacen acusaciones?”.

En respuesta a su pregunta, diría que una de las grandes pruebas de la vida terrenal se presenta cuando nuestras creencias se ponen en tela de juicio o se critican. En esos momentos quizás queramos responder en forma agresiva y levantar los puños, pero esas son oportunidades importantes para detenernos, orar y seguir el ejemplo del Salvador. Recuerden que Jesucristo mismo fue despreciado y rechazado por el mundo; y en el sueño de Lehi, los que se dirigían hacia el Salvador sufrieron burlas y los “[señalaban] con el dedo” (1 Nefi 8:27). Jesús dijo: “…el mundo… aborreció [a mis discípulos], porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo” (Juan 17:14). Al responder a nuestros acusadores como lo hizo el Salvador, no sólo somos más como Cristo, sino que invitamos a los demás a sentir Su amor y a seguirlo.

Para responder como Cristo lo haría no hay un texto fijo ni una fórmula. El Salvador respondió de manera diferente en cada situación. Cuando compareció ante el malvado rey Herodes, Él permaneció callado; al estar frente a Pilato, ofreció un sencillo y potente testimonio de Su divinidad y propósito; al enfrentarse a los cambistas que profanaban el templo, ejerció Su divina responsabilidad de preservar y proteger lo que era sagrado; al ser levantado en la cruz, pronunció la incomparable afirmación cristiana: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34).

Algunas personas equivocadamente piensan que reacciones tales como el silencio, la mansedumbre, el perdón y el expresar humilde testimonio son respuestas pasivas o débiles, pero, el “[amar] a [nuestros] enemigos, [bendecir] a los que [nos] maldicen, [hacer] bien a los que [nos] aborrecen y [orar] por los que [nos] ultrajan y [nos] persiguen” (Mateo 5:44) requiere fe, fortaleza y, más que todo, valor cristiano.

El profeta José Smith demostró ese valor a lo largo de su vida. Aunque “[sufrió] continuamente severa persecución de toda clase de individuos, tanto religiosos como irreligiosos” (José Smith—Historia 1:27), él no tomó represalias ni cayó en el odio. Como todo verdadero discípulo de Cristo, siguió el ejemplo del Salvador al amar a los demás de manera tolerante y compasiva. Eso es valor cristiano.

Cuando no tomamos represalias, cuando ofrecemos la otra mejilla y dominamos los sentimientos de ira, nosotros también seguimos el ejemplo del Salvador; manifestamos Su amor, que es el único poder que puede someter al adversario y dar una respuesta a nuestros acusadores sin, a la vez, acusarlos a ellos. Eso no es debilidad; eso es valor cristiano.

A través de los años aprendemos que los desafíos a nuestra fe no son nada nuevo, y no es de esperar que desaparezcan pronto. Pero los verdaderos discípulos de Cristo ven la oportunidad en medio de la oposición.

En el Libro de Mormón el profeta Abinadí fue atado y llevado ante el malvado rey Noé. A pesar de que el rey se opuso vigorosamente a Abinadí y al final lo sentenció a muerte, Abinadí de todos modos enseñó el Evangelio con vigor y dio su testimonio. Debido a que Abinadí aprovechó esa oportunidad, un sacerdote llamado Alma se convirtió al Evangelio y trajo muchas almas a Cristo. El valor de Abinadí y de Alma era valor cristiano.

La experiencia demuestra que las épocas de publicidad negativa sobre la Iglesia pueden servir para llevar a cabo los propósitos del Señor. En 1983, la Primera Presidencia escribió a los líderes de la Iglesia: “…la oposición en sí puede ser una oportunidad. Entre los constantes desafíos que enfrentan nuestros misioneros se encuentra la falta de interés en los asuntos religiosos y en nuestro mensaje. Esas críticas crean… interés en la Iglesia… Eso da [a los miembros] la oportunidad de presentar la verdad a aquellas personas cuya atención está dirigida hacia nosotros”1.

Podemos aprovechar esas oportunidades de muchas maneras: una carta amable al editor de un diario, una conversación con un amigo, un comentario en un blog o una palabra tranquilizadora a alguien que haya hecho un comentario despectivo. Podemos responder con amor a aquellos en quienes ha influido la información errónea y el prejuicio, aquellos que “no llegan a la verdad sólo porque no saben dónde hallarla”(D. y C. 123:12). Les aseguro que el responder a nuestros acusadores de esa manera nunca es una debilidad; es el valor cristiano en acción.

Al responder a los demás, cada circunstancia será diferente. Afortunadamente, el Señor conoce el corazón de nuestros acusadores y cómo podemos responderles de la manera más eficaz. A medida que los verdaderos discípulos buscan la guía del Espíritu, reciben inspiración específica para cada situación; y en cada situación los verdaderos discípulos responden de un modo que invita al Espíritu del Señor. Pablo les recordó a los corintios que su predicación no “fue con palabras persuasivas de humana sabiduría, sino con demostración del Espíritu y de poder” (1 Corintios 2:4). Ya que ese poder reside en el Espíritu del Señor, nunca debemos contender cuando hablamos de nuestra fe. Como se dan cuenta casi todos los misioneros, el discutir sobre doctrina valiéndose de la Biblia siempre aleja el Espíritu. El Salvador ha dicho: “…aquel que tiene el espíritu de contención no es mío” (3 Nefi 11:29). ¡Más lamentable que la acusación de que la Iglesia no es cristiana, es que los miembros reaccionen a esa acusación de manera no cristiana! Ruego que nuestras conversaciones con los demás siempre se caractericen por los frutos del Espíritu: “amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, [y] templanza” (Gálatas 5:22–23). El ser manso, según lo define el diccionario Webster es “manifestar paciencia y longanimidad, soportando agravios sin resentimiento”2. La mansedumbre no es debilidad; es un símbolo del valor cristiano.

Esto es de especial importancia al relacionarnos con miembros de otras denominaciones cristianas. Con toda seguridad nuestro Padre Celestial se entristece, y el diablo se ríe, cuando discutimos en forma contenciosa las diferencias doctrinales con nuestros vecinos cristianos.

Eso no quiere decir que debamos transigir en nuestros principios ni debilitar nuestras creencias. No podemos cambiar las doctrinas del Evangelio restaurado, aunque el enseñarlas y obedecerlas nos haga antipáticos a los ojos del mundo. Sin embargo, aún cuando sintamos que debemos enseñar la palabra de Dios con resolución, debemos orar para ser llenos del Espíritu Santo (véase Hechos 4:29, 31). No debemos confundir la resolución con la versión falsa que de ella usa Satanás: la altivez (véase Alma 38:12). Los verdaderos discípulos se expresan con confianza serena, no con orgullo jactancioso.

Como verdaderos discípulos, nuestra preocupación principal debe ser el bienestar de los demás, no la justificación personal. Las preguntas y las críticas nos dan la oportunidad de tender la mano a los demás y demostrarles que ellos son importantes para el Padre Celestial y para nosotros. Nuestro objetivo debe ser ayudarlos a comprender la verdad, no defender nuestro amor propio ni ganar puntos en un debate teológico. Nuestro testimonio sincero es la respuesta más poderosa que podamos dar a nuestros acusadores, y ese testimonio sólo puede nacer del amor y de la mansedumbre. Deberíamos ser como Edward Partridge, de quien el Señor dijo: “…su corazón es puro delante de mí, porque es semejante a Natanael de la antigüedad, en quien no hay engaño” (D. y C. 41:11). El no tener engaño significa tener la inocencia de un niño, ser lento en ofenderse y presto para perdonar.

Esas cualidades se aprenden primero en el hogar y en la familia, y se llevan a la práctica en todas nuestras relaciones. El no tener engaño es reconocer nuestra culpa primero. Cuando se nos acusa, debemos preguntar lo que los Apóstoles del Señor preguntaron: “¿Soy yo, Señor?” (Mateo 26:22). Si escuchamos la respuesta del Espíritu, podemos, cuando sea necesario, hacer correcciones, pedir disculpas, buscar el perdón y hacer las cosas mejor.

Sin engaño, los verdaderos discípulos evitan juzgar indebidamente el punto de vista de los demás. Muchos de nosotros hemos cultivado fuertes lazos de amistad con personas que no son miembros de la Iglesia: compañeros de escuela, de trabajo, amigos y vecinos de todo el mundo. Nosotros los necesitamos a ellos y ellos nos necesitan a nosotros. Como enseñó el presidente Thomas S. Monson: “Aprendamos a respetar a los demás… Ninguno de nosotros vive solo, ni en nuestra ciudad ni en nuestra nación ni en el mundo”3.

Como lo demostró el Salvador frente a Herodes, a veces los verdaderos discípulos deben mostrar valor cristiano al no decir nada. Una vez, cuando estaba jugando golf, apenas rocé un cacto cholla grande que parece lanzar púas como un puercoespín. Se me pegaron púas en toda la ropa, aun cuando apenas había rozado el cacto. Algunas situaciones son como esa planta: lo único que hacen es lastimarnos. En esos casos, es mejor mantener la distancia y simplemente alejarnos. Al hacerlo, algunos tratarán de provocarnos y comenzar una discusión. En el Libro de Mormón leemos que Lehonti y sus hombres acamparon en un monte. El traidor Amalickíah instó a Lehonti a “que bajara” y se reuniese con él en el valle. Pero cuando Lehonti bajó del lugar alto, fue envenenado “poco a poco” hasta que murió y su ejército quedó bajo el mando de Amalickíah (véase Alma 47). Con argumentos y acusaciones, algunas personas nos incitan a dejar el lugar alto, que es donde está la luz; es donde vemos la primera luz de la mañana y la última luz de la tarde; es el lugar alto; es verdadero y donde está el conocimiento. A veces otras personas quieren que bajemos del lugar alto y nos unamos a ellos en una riña teológica en el lodo. Esas cuantas personas contenciosas están resueltas a iniciar disputas religiosas, ya sea en línea o en persona. Siempre es mejor permanecer en el terreno alto del respeto y del amor mutuo.

Al hacerlo, seguimos el ejemplo del profeta Nehemías que construyó un muro alrededor de Jerusalén. Los enemigos de Nehemías le suplicaron que les hiciera frente en la llanura donde ellos “pensa[ban] hacer[le] mal”. Pero, a diferencia de Lehonti, Nehemías sabiamente rechazó la oferta con este mensaje: “Yo hago una gran obra, y no puedo ir; porque cesaría la obra, dejándola yo para ir a vosotros” (Nehemías 6:2–3). Nosotros también tenemos una gran obra que hacer, la cual no se llevará a cabo si nos detenemos a discutir. En vez de ello, debemos armarnos de valor cristiano y seguir adelante. Como leemos en Salmos: “No te impacientes a causa de los malignos” (Salmos 37:1).

La maldad siempre existirá en este mundo. Parte de la gran prueba de la vida terrenal es estar en el mundo sin llegar a ser como el mundo. En Su oración intercesora, el Salvador le pidió a nuestro Padre Celestial: “No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del mal” (Juan 17:15). Pero al mismo tiempo que el Salvador nos advirtió que habría persecuciones, Él prometió paz: “La paz os dejo, mi paz os doy… No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo” (Juan 14:27). Testifico que con el manto de Su paz sobre nosotros, se cumplirá la promesa de la Primera Presidencia: “La oposición que parezca difícil de sobrellevar será una bendición para el Reino de Dios sobre la tierra”4.

A la hermana que hizo la pregunta y a todos los que desean saber cómo responder a los acusadores, les digo: los amamos. Sin importar su raza, creencia, religión o inclinación política, si seguimos a Cristo y demostramos Su amor, debemos amarlos. No pensamos que somos mejores que ellos; más bien, deseamos mostrarles un camino mejor: el camino de Jesucristo. Su camino conduce a la puerta del bautismo, al sendero estrecho y angosto de una vida recta, y al templo de Dios. Él es “el camino, y la verdad, y la vida” (Juan 14:6). Sólo por medio de Él podemos nosotros y todos nuestros hermanos y hermanas heredar el don más grandioso que podamos recibir: la vida eterna y la felicidad eterna. Ayudar a los demás y ser un ejemplo para ellos no es una tarea para débiles; es para los fuertes. Es una tarea para ustedes y para mí, los Santos de los Últimos Días que pagan el precio del discipulado al responder a nuestros acusadores con valor cristiano.

Concluyo con el testimonio de Mormón, que también es el mío: “He aquí, soy discípulo de Jesucristo, el Hijo de Dios. He sido llamado por él para declarar su palabra entre los de su pueblo, a fin de que alcancen la vida eterna” (3 Nefi 5:13). Doy mi testimonio especial de Él: que nuestra vida puede ser eterna porque Su amor es eterno. Que compartamos Su amor eterno e incondicional con nuestros hermanos y hermanas de todas partes, es mi humilde oración, en el nombre de Jesucristo. Amén.

Notas

  1. Carta de la Primera Presidencia del 1º de diciembre de 1983.

  2. Webster’s Third New International Dictionary, 1986.

  3. Thomas S. Monson, “In Quest of the Abundant Life”, Ensign, marzo de 1998, pág. 3.

  4. Carta de la Primera Presidencia del 1º de diciembre de 1983.