2007
El peligro de las cuñas ocultas
Julio de 2007


Mensaje de la Primera Presidencia

El peligro de las cuñas ocultas

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En abril de 1966, durante la conferencia general anual de la Iglesia, el élder Spencer W. Kimball (1895–1985), del Quórum de los Doce Apóstoles, dio un discurso memorable en el que compartió un relato escrito por Samuel T. Whitman titulado Las cuñas olvidadas. También yo quiero hoy citar el relato de Samuel T. Whitman y después compartir ejemplos de mi propia vida.

Whitman escribió: “[Ese invierno] la tormenta de hielo no había sido muy destructiva. Cierto es que se habían caído algunos cables eléctricos y que había en la carretera más accidentes que de costumbre… En circunstancias normales, el enorme nogal habría podido sostener sin problemas el peso que se había creado en sus ramas; fue la cuña de hierro incrustada en su corazón la que provocó el daño.

“La historia de la cuña de hierro tuvo su origen varios años antes, cuando el hoy canoso agricultor [que ahora vivía en esa propiedad donde había estado el árbol] era un jovencito que crecía en el hogar de su padre. En aquel entonces, el aserradero había sido trasladado recientemente del valle y los pobladores del lugar aún encontraban herramientas y piezas sueltas del equipo tiradas por todas partes…

“Ese día en particular, [el muchacho había encontrado] una cuña de leñador, ancha, chata y pesada, de unos 30 centímetros de largo y bastante gastada por los golpes que había recibido. [La cuña de leñador se utilizaba para ayudar a derribar un árbol; ésta se colocaba en una hendidura hecha con una sierra y después se le golpeaba con fuerza con un mazo de hierro a fin de ensanchar el corte]… Como se le había hecho tarde para la cena, el joven colocó la cuña… entre las ramas del tierno nogal que su padre había plantado cerca del portón de la entrada y pensó en llevarla al depósito después de la cena o en algún otro momento que pasara por allí.

“De verdad tuvo la intención de hacerlo, pero nunca lo hizo. [La cuña] estaba todavía allí, un poco apretada por las ramas, cuando él se hizo hombre. Seguía allí, ahora firmemente encajada, cuando él se casó y se hizo cargo de la granja de su padre. Estaba casi incrustada aquel día en que los peones que trabajaban en la trilla comieron a la sombra del árbol… Clavada y olvidada, la cuña todavía permanecía allí cuando azotó la tormenta de granizo.

“En el helado silencio de aquella noche de invierno… una de las tres ramas principales se quebró y cayó a tierra. Eso causó que el resto de la copa del árbol perdiera su estabilidad y se desplomara también. Después de la tormenta, no quedaban vestigios de lo que una vez había sido un hermoso árbol.

“Al día siguiente, bien temprano, el agricultor salió a lamentar su pérdida…

“Entonces, sus ojos vieron algo en medio de aquel desastre: ‘La cuña’, musitó con tono de reproche, ‘la cuña que encontré en los pastos del sur’. Una rápida mirada le hizo darse cuenta de por qué se había caído el árbol. Incrustada en el tronco, la cuña había impedido que las fibras de las ramas se entrelazaran como era de esperar”1.

Las cuñas de nuestra vida

Existen cuñas escondidas en la vida de muchas personas que conocemos; sí, quizás hasta en nuestra propia familia.

Quisiera compartir con ustedes el relato de un amigo de siempre que ya ha partido de la vida terrenal. Se llamaba Leonard y no era miembro de la Iglesia, aunque su esposa y sus hijos sí lo eran. Su esposa prestó servicio como presidenta de la Primaria; su hijo sirvió honorablemente en una misión; y tanto su hija como su hijo contrajeron matrimonio con sus parejas en ceremonias solemnes y criaron sus propias familias.

Como yo, todo el que conocía a Leonard lo apreciaba. Él apoyaba a su esposa y a sus hijos en las asignaciones de la Iglesia y asistía con ellos a muchas actividades organizadas por ésta. Llevó una vida buena y limpia, sí, una vida de servicio y de bondad. Su familia y en realidad muchas otras personas se preguntaban por qué Leonard había pasado por esta vida terrenal sin las bendiciones que el Evangelio brinda a sus miembros.

Durante sus últimos años, la salud de Leonard se deterioró y finalmente tuvo que ser hospitalizado; su vida se consumía poco a poco. En la que sería mi última conversación con él, me dijo: “Tom, te conozco desde que eras niño y creo que debo explicarte por qué nunca me uní a la Iglesia”. Me contó entonces algo que les había sucedido a sus padres y que había tenido lugar muchísimos años antes. Muy a su pesar, la familia había llegado a un punto en el que se vio en la necesidad de vender su granja. Alguien les hizo una oferta que aceptaron pero, después, un vecino les pidió que le vendieran la granja a él —aunque a menos precio— y agregó: “Hemos sido tan amigos que si pudiera ser dueño de la propiedad, la cuidaría bien”. Al final, los padres de Leonard accedieron y vendieron la granja. El comprador —su vecino— tenía un cargo de responsabilidad en la Iglesia y la confianza que ese hecho implicaba persuadió a la familia a vendérsela a él, a pesar de no recibir tanto dinero como hubiera sucedido si se la hubieran vendido al primer comprador interesado en comprarla. Poco después de realizada la venta, el vecino vendió tanto su propia granja como la que había comprado a la familia de Leonard como si ambas fueran una sola propiedad, lo que incrementó su valor y, en consecuencia, el precio final de venta. La antigua interrogante de por qué Leonard nunca se había unido a la Iglesia por fin había quedado al descubierto: Siempre pensó que se había engañado a su familia.

Al término de la conversación, me contó que sentía que por fin se había librado de un gran peso al prepararse para encontrarse con su Hacedor. La tragedia es que una cuña escondida había impedido que Leonard se remontara a alturas más elevadas.

Optemos por amar

Conozco a una familia que llegó a los Estados Unidos procedente de Alemania. El idioma inglés les resultaba difícil y no poseían muchos bienes materiales, pero cada integrante de la familia fue bendecido con voluntad para trabajar y con amor por Dios.

Nació su tercer hijo, pero falleció al cabo de tan sólo dos meses. El padre, que era ebanista, hizo un hermoso ataúd para el cuerpo de su precioso hijo. El día del funeral fue sombrío, lo cual contribuía a la tristeza que sus seres queridos sentían por la pérdida sufrida. Mientras la familia caminaba hasta la capilla, con el padre portando el pequeño ataúd, se había congregado un pequeño número de amigos. Sin embargo, la puerta del centro de reuniones estaba cerrada con llave. El ocupado obispo se había olvidado del funeral y los intentos de ponerse en contacto con él resultaron inútiles. Sin saber qué hacer, el padre se colocó el ataúd bajo el brazo y, junto con su familia, regresó a casa caminando bajo una lluvia torrencial.

Si los miembros de esa familia hubieran tenido menos carácter, habrían culpado al obispo y habrían albergado cierto resentimiento. Cuando el obispo descubrió la tragedia, visitó a la familia y se disculpó; y con el dolor todavía evidente en su semblante, pero con lágrimas en los ojos, el padre aceptó la disculpa y los dos se abrazaron con espíritu de comprensión. No quedó ninguna cuña escondida que causara más sentimientos de enojo. Prevalecieron el amor y la tolerancia.

El Espíritu debe quedar libre de las fuertes cadenas y de los viejos rencores a fin de que el entusiasmo por la vida conceda optimismo al alma. En muchas familias hay sentimientos heridos y renuencia a perdonar. Independientemente de cuál haya sido el problema, no puede ni debe permitirse que siga causando daño. El seguir culpando a los demás mantiene abierta la herida; sólo el perdonar la cicatriza. George Herbert, poeta de principios del siglo XVII, escribió: “Quien no perdona a los demás destruye el puente por el cual debe pasar si desea alcanzar el cielo, ya que todos tenemos necesidad de ser perdonados”.

Qué hermosas son las palabras que el Salvador pronunció cuando estaba a punto de morir en la infame cruz: “…Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”2.

El perdón

Hay personas que tienen dificultad para perdonarse a sí mismas y se concentran en lo que consideran sus defectos. Me gusta el relato de un líder religioso que, junto al lecho de muerte de una mujer, trataba en vano de consolarla. “Estoy perdida”, decía ella. “He arruinado mi vida y la vida de los que me rodeaban. No tengo esperanza”.

El hombre advirtió que sobre el tocador estaba la foto de una joven hermosa. “¿Quién es?”, le preguntó.

El rostro de la mujer se iluminó: “Es mi hija; lo único hermoso de mi vida”.

“¿La ayudaría usted si ella tuviera dificultades o hubiera cometido un error? ¿La perdonaría? ¿La seguiría amando?”

“¡Claro está que sí!”, exclamó la mujer. “Haría cualquier cosa por ella. ¿Por qué me lo pregunta?”

“Porque quiero que sepa”, le dijo el hombre, “que, hablando en sentido figurado, Dios tiene una fotografía de usted en Su tocador. Él la ama y la ayudará. Invoque Su nombre”.

Y así desapareció la cuña escondida que impedía la felicidad de aquella mujer.

En momentos de peligro o de prueba, ese conocimiento, esa esperanza y esa comprensión brindan consuelo a la mente alterada y al corazón dolorido. Todo el mensaje del Nuevo Testamento infunde un espíritu de renacimiento al alma humana. Las sombras de la desesperación se disipan bajo los rayos de la esperanza, el dolor sucumbe ante el gozo y el sentimiento de encontrarse perdido entre la multitud de la vida se desvanece con el conocimiento certero de que nuestro Padre Celestial es consciente de cada uno de nosotros.

El Salvador confirma esa verdad al enseñar que ni un pajarillo cae a tierra sin que pase inadvertido para el Padre, y entonces termina ese hermoso pensamiento diciendo: “Así que, no temáis; más valéis vosotros que muchos pajarillos”3.

Hace algún tiempo leí en un periódico la siguiente noticia de la agencia Associated Press: “Un anciano, desde su juventud, había compartido con su hermano una cabaña de un solo cuarto, cerca de Canisteo, estado de Nueva York. En el funeral de su hermano, reveló que, tras una fuerte discusión ocurrida en su juventud, acordaron dividir la habitación por la mitad con una línea trazada con tiza y que ninguno de los dos la había cruzado ni se habían dirigido la palabra desde ese día, hacía 62 años”. ¡Qué cuña escondida tan grande y destructiva!

Alexander Pope escribió: “Errar es humano; perdonar, divino”4.

Tomemos la iniciativa

En ocasiones nos ofendemos con mucha facilidad; otras veces somos demasiados tercos para aceptar una disculpa sincera. Subordinemos el amor propio, el orgullo y la ofensa, y digamos: “¡Cuánto lo siento!”. Seamos lo que una vez fuimos: Amigos. No leguemos a las generaciones futuras los resentimientos y el enojo de nuestra época. Quitemos todas las cuñas escondidas, que lo único que hacen es destruir.

¿Dónde se originan las cuñas escondidas? Algunas provienen de las disputas sin resolver, las cuales conducen a malos sentimientos, seguidas por el remordimiento y el pesar. Otras tienen sus comienzos en las desilusiones, la envidia, las discusiones y los daños supuestos. Es necesario resolverlos, olvidarlos y no permitir que se conviertan en una llaga que se infecte y que al final destruya.

Una enternecedora dama de más de noventa años fue a verme cierto día e inesperadamente comenzó a relatar varias cosas que lamentaba. Me contó que hacía muchos años, un agricultor vecino, con el cual ella y su esposo en ocasiones discrepaban, le pidió permiso para tomar un atajo por sus terrenos y así llegar a sus tierras. Ella detuvo su narración y con voz temblorosa me dijo: “Tommy, yo no le permitía que cruzara por nuestros campos, sino que le obligaba a que diera toda la vuelta —aun a pie— para llegar a su propiedad. Estuvo mal y lo lamento. Él ya no vive, pero cómo quisiera decirle: ‘Lo lamento mucho’. ¡Cómo desearía tener una segunda oportunidad!”

Mientras la oía, recordé las palabras de John Greenleaf Whittier: “De todas las palabras, habladas o escritas, son éstas las más tristes: ‘¡Podría haber sido!’”5.

De 3 Nefi, en el Libro de Mormón, recibimos este inspirado consejo: “…no habrá disputas entre vosotros…

“Porque en verdad, en verdad os digo que aquel que tiene el espíritu de contención no es mío, sino es del diablo, que es el padre de la contención, y él irrita los corazones de los hombres, para que contiendan con ira unos con otros.

“He aquí, ésta no es mi doctrina, agitar con ira el corazón de los hombres, el uno contra el otro; antes bien mi doctrina es ésta, que se acaben tales cosas”6.

Quisiera terminar con un relato de dos hombres que fueron héroes para mí. Sus actos de valentía no se produjeron a nivel nacional, sino en un lugar tranquilo conocido con el nombre de Midway, en Utah.

Salvar la distancia

Hace muchos años, Roy Kohler y Grant Remund prestaron servicio juntos en cargos de la Iglesia. Eran buenísimos amigos; ambos eran agricultores y lecheros. Entonces surgió un malentendido que causó cierto distanciamiento entre ambos.

Tiempo después, cuando Roy Kohler cayó gravemente enfermo de cáncer y le quedaba poco tiempo de vida, mi esposa Frances y yo fuimos a verlo y le di una bendición. Más tarde, mientras hablábamos, el hermano Kohler dijo: “Quisiera contarles una de las experiencias más hermosas de mi vida”. Entonces nos relató el malentendido ocurrido con Grant Remund y del distanciamiento que había tenido lugar. Su comentario fue: “No nos podíamos ni ver”.

“Tiempo después”, continuó Roy, “yo había terminado de almacenar la alfalfa para el invierno que se avecinaba, cuando una noche, como resultado de una combustión espontánea, la alfalfa se incendió, quemándose completamente, así como el granero y todo lo que había en él. Me sentía desolado”, dijo Roy. “No sabía qué hacer. La noche era oscura, con excepción de las brasas que poco a poco se extinguían. Entonces vi que se acercaban por la carretera, en dirección de la propiedad de Grant Remund, las luces de tractores y de maquinaria pesada. Cuando el ‘grupo de rescate’ entró por la entrada de mi granja y me encontró hecho un mar de lágrimas, Grant dijo: ‘Roy, es increíble el desastre que te ha quedado para limpiar; pero no te preocupes, mis muchachos y yo estamos aquí. Manos a la obra’”. Y juntos se ocuparon del trabajo. La cuña escondida que los había separado por un corto tiempo desapareció para siempre. Trabajaron toda la noche hasta el día siguiente, junto con otra gente del lugar que se había unido a ellos.

Tanto Roy Kohler como Grant Remund han fallecido. Los hijos de ambos prestaron servicio en el obispado del mismo barrio. Atesoro de verdad la amistad de esas dos extraordinarias familias.

Ruego que seamos un ejemplo en nuestros hogares, y que seamos fieles en guardar todos los mandamientos para que, de esa forma, no guardemos cuñas escondidas; antes bien, recordemos la admonición del Salvador: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros”7.

Ideas para los maestros orientadores

Una vez que estudie este mensaje con la ayuda de la oración, preséntelo empleando un método que fomente la participación de las personas a las que enseñe. A continuación se citan algunos ejemplos:

  1. Pida a un miembro de la familia que se ate un zapato con una sola mano y luego analicen por qué el guardar rencor es parecido a utilizar una sola mano y rechazar la ayuda que se nos ofrezca. Comparta algunos de los ejemplos del presidente Monson sobre cómo mejoraron las vidas de las personas cuando decidieron perdonarse unos a otros. Invite a otra persona a ayudar a atar el calzado y testifique de cómo el perdón nos permite recibir bendiciones mayores.

  2. Resuma el relato de la cuña y el árbol, y pregunte de qué manera el no perdonar es como dejar una cuña en el árbol. ¿Por qué nos debilita el no perdonar? ¿Cómo nos sana el perdón? Lea uno de los relatos del presidente Monson para ilustrar la necesidad que tenemos de perdonar y testifique de las bendiciones que haya recibido usted al seguir el ejemplo del Señor y perdonar.

  3. Lleve consigo un cordel para dividir el cuarto en dos. Pida a algunos miembros de la familia que permanezcan en uno de los lados y al resto que se sitúe en el otro, y vuelva a contar el relato de los dos hermanos. Retire el cordel y hablen de cómo se puede evitar el espíritu de contención. Lea Juan 13:35 e inste a los integrantes de la familia a demostrar amor los unos por los otros.

Notas

  1. En Conference Report, abril de 1966, pág. 70.

  2. Lucas 23:34.

  3. Mateo 10:31.

  4. An Essay on Criticism, 1711, segunda parte, línea 525.

  5. “Maud Muller”, The Complete Poetical Works of Whittier, 1892, pág. 48.

  6. 3 Nefi 11:28–30.

  7. Juan 13:35.