2007
Recuerdos del Tabernáculo
Mayo de 2007


Recuerdos del Tabernáculo

Al rededicar este edificio hoy, ruego que nos comprometamos a rededicar nuestra vida a la obra de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.

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Mis hermanos y hermanas, tanto los que están aquí en el Tabernáculo como los que escuchan por diversos medios en todo el mundo; es un gozo para mí encontrarme otra vez ante ustedes en este magnífico edificio. En este lugar no se puede sino sentir el espíritu de los primeros santos que construyeron esta hermosa casa de adoración, así como de todos los que a través de los años se han afanado por preservarla y embellecerla.

En estos días he estado pensando sobre los muchos acontecimientos significativos de mi vida vinculados con el Tabernáculo de Salt Lake. Aun cuando son demasiados para mencionarlos hoy, quisiera recordar algunos.

Recuerdo los días en que se acercaba mi bautismo cuando tenía ocho años. Mi madre me habló del arrepentimiento y del significado del bautismo; después, un sábado de septiembre de 1935, me trajo en un tranvía al baptisterio del Tabernáculo que, hasta hace poco, se encontraba en este edificio. En aquella época no se acostumbraba tanto como ahora que los padres bautizaran a los hijos, porque la ordenanza se llevaba a cabo, por lo general, un sábado por la mañana o por la tarde, y muchos hombres trabajaban en su profesión u oficio diario. Me vestí de blanco y me bautizaron. Recuerdo aquel día como si fuera ayer y la felicidad que sentí al llevarse a cabo esa ordenanza.

A través de los años, y particularmente durante el tiempo en que presté servicio como obispo, fui testigo de muchos otros bautismos en la pila bautismal del Tabernáculo. Cada uno fue una ocasión especial e inspiradora, y sirvieron para recordarme mi propio bautismo.

En abril de 1950 mi esposa Frances y yo asistimos a la sesión del domingo por la tarde de la conferencia general que se efectuó en este edificio. El presidente George Albert Smith era el Presidente de la Iglesia y, al clausurar la conferencia, pronunció un discurso inspirador y potente en cuanto a la resurrección de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. Sin embargo, antes de dar fin a sus palabras, pronunció una advertencia profética; dijo: “No pasará mucho tiempo antes de que las calamidades dominen a la familia humana, a menos que haya un pronto arrepentimiento. No pasará mucho antes de que los que estén esparcidos sobre la tierra mueran por millones… debido a lo que ha de sobrevenir”. Aquellas palabras eran alarmantes puesto que provenían de un profeta de Dios.

Dos meses y medio después de aquella conferencia general, el 25 de junio de 1950, estalló la guerra en Corea, una guerra en la que se calcula que se perdieron dos millones y medio de vidas. Ese acontecimiento me hizo reflexionar sobre la declaración que hizo el presidente Smith cuando nos encontrábamos en este edificio aquel día de primavera.

Asistí a muchas sesiones de la conferencia general en el Tabernáculo, y siempre me elevaron e inspiraron las palabras de las Autoridades Generales. Entonces, en octubre de 1963, el presidente David O. McKay me invitó a su oficina y me extendió el llamamiento para prestar servicio como miembro del Quórum de los Doce Apóstoles; me pidió que mantuviera el sagrado llamamiento confidencial, que no se lo revelara a nadie excepto a mi esposa, y que asistiera a la conferencia general en el Tabernáculo al día siguiente, cuando mi nombre se iba a leer en voz alta.

A la mañana siguiente, vine al Tabernáculo sin saber exactamente dónde sentarme. Ya que era miembro del Comité de Orientación Familiar del sacerdocio, decidí sentarme entre los demás miembros de ese comité; vi a uno de mis amigos, que se llamaba Hugh Smith, que también integraba el Comité de Orientación Familiar; me hizo señas para que me sentara a su lado. No podía decirle nada de mi llamamiento, pero me senté junto a él.

Durante la sesión se sostuvo a los integrantes del Quórum de los Doce Apóstoles y, por supuesto, se leyó mi nombre. Creo que el recorrido desde mi asiento hasta el estrado fue el más largo de mi vida.

Han pasado casi cuarenta y cuatro años desde aquella conferencia. Hasta el año 2000, en que se dedicó el Centro de Conferencias, tuve el privilegio de pronunciar ciento un mensajes de conferencia general desde el púlpito de este edificio, sin contar los que he dado en las conferencias de las organizaciones auxiliares y en otras reuniones que se han realizado aquí. Con mi mensaje de hoy serán un total de ciento dos. De pie en este lugar, he tenido muchas experiencias espirituales a lo largo de los años.

Durante el discurso que pronuncié en la conferencia general de octubre de 1975, me sentí inspirado a dirigir mis palabras a una niñita de cabello largo y rubio que se hallaba sentada en la galería de este edificio. Dirigí la atención del público a ella y sentí una libertad de expresión que me testificó que aquella pequeña niña necesitaba el mensaje que yo había preparado con respecto a la fe de otra joven.

Al terminar la sesión, regresé a mi oficina y encontré a una niña de nombre Misti White esperándome, junto con sus abuelos y una tía. Al saludarlos, reconocí a Misti, era la niña de la galería a la que había dirigido mis palabras. Supe entonces que se acercaba su octavo cumpleaños y que tenía dudas en cuanto a si debía o no bautizarse. Ella sentía que quería hacerlo, y también lo deseaban sus abuelos, con quienes vivía, pero la madre, que era menos activa, le sugirió que esperara hasta tener dieciocho años para tomar la decisión. Misti les había dicho a sus abuelos: “Si vamos a la conferencia en Salt Lake City, tal vez el Padre Celestial me haga saber lo que debo hacer”.

Misti, sus abuelos y la tía, habían viajado de California a Salt Lake City para la conferencia y pudieron conseguir asientos en el Tabernáculo para la sesión del sábado por la tarde, donde se hallaban sentados cuando Misti cautivó mi atención y decidí dirigirle a ella mis palabras.

Mientras conversábamos, después de la sesión, su abuela me dijo: “Creo que a Misti le gustaría decirle algo”. La dulce niñita me dijo: “Hermano Monson, cuando usted habló en la conferencia, contestó mi pregunta; ¡y quiero bautizarme!”

La familia regresó a California y Misti se bautizó y la confirmaron miembro de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Desde entonces y a través de los años, se ha mantenido leal y fiel al evangelio de Jesucristo. Hace catorce años, tuve el privilegio de efectuar su casamiento en el templo a un joven excelente, y juntos están criando cinco niños hermosos, con otro en camino.

Mis hermanos y hermanas, me siento privilegiado por estar una vez más aquí detrás del púlpito del Tabernáculo, un edificio que guarda para mí recuerdos tan maravillosos. El Tabernáculo es parte de mi vida, una parte que atesoro.

En el transcurso de mi vida, he tenido el honor y el placer de levantar el brazo en escuadra para sostener a nueve presidentes de la Iglesia cuando se leyeron sus nombres. Esta mañana me uní a ustedes para sostener una vez más a nuestro amado Profeta, el presidente Gordon B. Hinckley. Es un gozo y un privilegio prestar servicio a su lado junto con el presidente Faust.

Al rededicar este edificio hoy, ruego que nos comprometamos a rededicar nuestra vida a la obra de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, que con tan buena disposición murió para que nosotros podamos vivir. Que sigamos Sus pasos día tras día, ruego humildemente, en el nombre de Jesucristo. Amén.