2007
Él os hará descansar
Abril de 2007


Él os hará descansar

Mi corazón se dolía con el suyo y ansiaba ayudarla, pues sentía que sus remordimientos y su deseo de hacer lo correcto eran sinceros.

Conocí a Susana (el nombre ha sido cambiado) mientras servía como misionero. Dos misioneros que trabajaban conmigo en la oficina de la misión les habían enseñado el Evangelio a ella y a su familia. Habían recibido todas las lecciones y habían aceptado la invitación a bautizarse y a ser confirmados. Yo tuve el privilegio de entrevistar a esa maravillosa familia de cuatro personas: la madre, el padre, un hermano menor y Susana.

Había realizado las entrevistas bautismales de los otros tres miembros de la familia y los había encontrado magníficamente bien preparados y animados para formar parte del reino del Señor, pero cuando Susana entró, parecía callada y algo indecisa en cuanto a la entrevista.

Comencé haciéndole unas preguntas sobre lo que se le había enseñado. Conocía la historia del profeta José Smith y creía en ella; había leído el Libro de Mormón y sabía que era verdadero; aceptaba a la Iglesia como la única Iglesia verdadera y viviente sobre la tierra y deseaba formar parte de ella. Le pregunté sobre su disposición para vivir la ley del diezmo, la Palabra de Sabiduría y otros mandamientos, y me dijo que los entendía y que estaba dispuesta a vivirlos durante el resto de su vida. De hecho, la entrevista era muy parecida a las que había tenido con el resto de la familia.

Entonces le pregunté: “¿Puede decirme qué es la ley de castidad?”. Su rostro cambió de inmediato. No tardé en darme cuenta de que ésta debía de ser la raíz de su inquietud al reunirse conmigo. Antes de poder decir yo nada, ella se cubrió el rostro con ambas manos, escondió la cabeza y las manos en el regazo y comenzó a llorar sin control.

Estuvimos varios minutos sentados sin mediar palabra. Yo no sabía qué decir y Susana no lograba dejar de sollozar. Oré pidiéndole ayuda al Señor y le pregunté a Susana cuál era el problema. Finalmente, levantó el rostro y me dijo que varias semanas antes de conocer a los misioneros, ella y su novio habían hecho cosas que, según le habían enseñado los misioneros, eran contrarias a la ley del Señor. Ya le había dicho a su novio lo que había aprendido y que no iba a seguir con una relación de esa clase; llegó incluso a sugerirle que conociera a los misioneros y supiera lo que ahora ella sabía que era verdad. Aún así, la culpa por haber participado en tales actos suponía una carga para su alma.

Mi corazón se dolía con el suyo y ansiaba ayudarla, pues sentía que sus remordimientos y su deseo de hacer lo correcto y de bautizarse eran sinceros. En ese momento recibí claramente la respuesta a mi oración, y le pregunté: “Susana, ¿le gustaría verse libre de la culpa y del dolor que le causa este pecado?”. De nuevo se echó las manos al rostro y agachó la cabeza. Respondió con una sola palabra: “Sí”. Sus lágrimas caían ahora con más abundancia y yo la consolé hablándole de la Expiación y de cómo podía aplicarla a su vida. Le expliqué que uno de los objetivos del bautismo y de la confirmación es curar el alma de las personas que se arrepienten con sinceridad, y sin lugar a dudas, me parecía que ella era sincera.

Terminamos la entrevista con una oración. No había duda alguna de que el Espíritu del Señor estaba allí presente, con una intensidad que nunca antes había percibido en una entrevista.

Mi compañero y yo llegamos al centro de reuniones poco antes del bautismo, sin tiempo de conversar con Susana ni con su familia antes del servicio. Finalizados los himnos y los discursos, fueron bautizados: primero la madre, luego el padre, el hermano y por último Susana. Descendió al agua y su sonrisa reveló la historia: el bálsamo sanador del Maestro estaba obrando en su corazón. Al salir de la pila bautismal, había lágrimas en sus ojos y en los míos. Su sonrisa era aún mayor que antes y su rostro estaba radiante. En ese momento entendí por qué el Salvador había enseñado: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar” (Mateo 11:28).

Conversamos sólo brevemente después del servicio y di la bienvenida a la familia como miembros nuevos del reino del Señor. Al estrechar la mano de Susana, deseé decirle lo mucho que esa experiencia había significado para mí. También yo me había arrepentido durante mi vida y había experimentado el poder de la Expiación, pero estaba agradecido por haberlo sentido con mayor intensidad que nunca gracias a mi trato con ella.

Unirse a la Iglesia es un reto en sí, y unirse a ella en unas circunstancias personales tan intensas tuvo que haber sido un reto aún mayor para Susana, así como lo es para muchos miembros nuevos. Pero la expiación de Jesucristo hizo que ese desafío no fuera infranqueable y condujo a esa maravillosa hija de Dios a la conversión y la curación de su alma. Además, le enseñó a un joven misionero impresionable una lección importante sobre cómo aplicar la Expiación a su propia vida.