2006
Del huerto a la tumba vacía
abril de 2006


Clásicos del Evangelio

Del huerto a la tumba vacía

Getsemaní

Élder James E. Talmage (1862–1933)

“Getsemaní: El nombre significa ‘lagar de aceite’ y probablemente se refiere a una prensa que se conservaba allí para extraer el aceite de los olivos cultivados en ese lugar. San Juan menciona que el sitio era un jardín, y esta designación nos conduce a conceptuarlo como un terreno vallado de propiedad particular. El mismo escritor (Juan 18:1, 2) indica que era un lugar al cual solía ir Jesús cuando deseaba apartarse para orar, o conversar confidencialmente con los discípulos” (Jesús el Cristo, pág. 651).

Presidente Joseph Fielding Smith (1876–1972)

“Nosotros hablamos de la pasión de Jesucristo. Mucha gente tiene la idea de que su mayor sufrimiento tuvo lugar cuando Él estuvo sobre la cruz y le clavaron las manos y los pies. Éste ocurrió antes de que fuera puesto sobre la cruz, en el Jardín de Getsemaní, donde la sangre le brotó por los poros del cuerpo: ‘padecimiento que hizo que yo, Dios, el mayor de todos, temblara a causa del dolor y sangrara por cada poro y padeciera, tanto en el cuerpo como en el espíritu, y deseara no tener que beber la amarga copa y desmayar’ [D. y C. 19:18].

“Eso no ocurrió cuando estuvo en la cruz, sino en el jardín. Allí fue donde sangró por cada poro de Su cuerpo.

“Y bien, yo no alcanzo a comprender en su totalidad tal sufrimiento. Yo he sufrido dolor; [ustedes] también lo [han] sufrido y a veces éste ha sido muy severo; pero no puedo comprender aquel dolor que causa angustia mental más que física, la cual puede hacer que la sangre en forma de sudor, aparezca sobre el cuerpo. Lo sucedido fue algo terrible, altamente aterrador; de manera que ahora sí entendemos por qué exclamó a Su Padre:

“‘…si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú’ [Mateo 26:39]” (Doctrina de salvación, compilación de Bruce R. McConkie, 3 tomos, tomo I, págs. 124–125).

Presidente Ezra Taft Benson (1899–1994)

“La noche que Jesús fue traicionado, llevó consigo a tres de los Doce y fue al lugar llamado Getsemaní. Allí padeció los dolores de todos los hombres como sólo Dios puede padecerlos, soportando nuestros pesares, llevando nuestro dolor, siendo herido por nuestras transgresiones, sometiéndose voluntariamente a la iniquidad de todos nosotros, tal y como profetizara Isaías (véase Isaías 53:4–6).

“Fue en Getsemaní donde Jesús tomó sobre Sí los pecados del mundo, en Getsemaní donde Su dolor fue el equivalente al de la carga de todos los hombres, en Getsemaní donde descendió debajo de todo a fin de que pudiéramos arrepentirnos y venir a Él. La mente carnal no es capaz de comprender, la lengua no puede expresar ni la mano del hombre puede describir la amplitud, la profundidad ni la intensidad del sufrimiento de nuestro Señor, ni de Su amor infinito por nosotros” (The Teachings of Ezra Taft Benson, 1988, pág. 14).

Élder James E. Talmage

“Para la mente finita, la agonía de Cristo en el jardín es insondable, tanto en lo que respecta a intensidad como a causa… No fue el dolor físico, ni la angustia mental solamente, lo que le hizo padecer tan intenso tormento que produjo una emanación de sangre de cada poro, sino una agonía espiritual del alma que sólo Dios es capaz de conocer. Ningún otro hombre, no importa cuán poderosa hubiera sido su fuerza de resistencia física o mental, podría haber padecido en tal forma, porque su organismo humano hubiera sucumbido, y un síncope le habría causado la pérdida del conocimiento y ocasionado la muerte anhelada. En esa hora de angustia, Cristo resistió y venció todos los horrores que Satanás, ‘el príncipe de este mundo’, pudo infligirle…

“En alguna forma efectiva y terriblemente real, aun cuando incomprensible para el hombre, el Salvador tomó sobre sí la carga de los pecados de todo el género humano” (Jesús el Cristo, págs. 643–644).

Presidente John Taylor (1808–1887)

“Gimiendo bajo esa pesada carga, bajo aquella presión tan intensa como incomprensible, esa terrible exacción de justicia divina que el débil género humano había rehuido, y mediante la agonía así padecida que le llevó a sudar grandes gotas de sangre, exclamó: ‘…Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa’ [Mateo 26:39]. Había luchado con la enorme carga en el desierto y contra los poderes de las tinieblas que habían sido liberados sobre Él en ese lugar; estando debajo de todas las cosas, Su mente saturada de agonía y dolor, solo y, aparentemente, desvalido y abandonado, en Su agonía la sangre le salía por los poros” (The Mediation and Atonement, 1882, pág. 150).

El Calvario

Élder James E. Talmage

“Parece que además de los espantosos sufrimientos consiguientes a la crucifixión, se había repetido de nuevo la agonía del Getsemaní, intensificada más de lo que el poder humano podía soportar. En esa hora más crítica, el Cristo agonizante se hallaba a solas, solo en la más terrible realidad. A fin de que el sacrificio supremo del Hijo pudiera consumarse en toda su plenitud, parece que el Padre retiró el apoyo de Su Presencia inmediata, dejando al Salvador de los hombres la gloria de una victoria completa sobre las fuerzas del pecado y de la muerte…

“Pronto pasó el momento de debilidad, la sensación de abandono completo, y se hicieron sentir los deseos naturales del cuerpo. La sed enloquecedora, que constituía una de las peores agonías de la crucifixión, causó que se escapara de los labios del Salvador Su única expresión de padecimiento físico. ‘Tengo sed’ —dijo [Juan 19:28]. Uno de los que se hallaban allí —si fue romano o judío, discípulo o incrédulo, nada nos es dicho— empapó en el acto una esponja en un vaso de vinagre que estaba cerca, y colocando la esponja en el extremo de una caña o vara de hisopo, la acercó a los febriles labios del Señor…

“Comprendiendo plenamente que ya no estaba abandonado, sino que el Padre había aceptado Su sacrificio expiatorio, y que Su misión en la carne había llegado a una gloriosa consumación, Jesús exclamó en alta voz de sagrado triunfo: ‘Consumado es’ [Juan 19:30]. Entonces con reverencia, resignación y alivio, se dirigió a Su Padre, diciendo: ‘Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu’ [Lucas 23:46]. Inclinó la cabeza, y voluntariamente entregó Su vida.

“Había muerto Jesús el Cristo. No le fue quitada Su vida sino de acuerdo con Su voluntad. A pesar de lo dulce y gustosamente aceptado que habría sido el alivio de la muerte en cualquiera de las primeras etapas de sus padecimientos —desde el Getsemaní hasta la cruz— vivió hasta que todas las cosas se cumplieron de acuerdo con lo que se había decretado” (véase Jesús el Cristo, págs. 695–696).

La tumba vacía

Presidente John Taylor

“Como Dios, descendió debajo de todo y se sujetó a sí mismo al hombre en el estado caído del hombre; como hombre, luchó con todas las circunstancias inherentes a Sus padecimientos en el mundo. Ungido, en efecto, con óleo de alegría más que a sus compañeros, luchó contra los poderes de los hombres y de los demonios, de la tierra y del infierno combinados, y los venció; y con la ayuda del poder superior de la Divinidad, derrotó a la muerte, al infierno y al sepulcro, y se levantó triunfante como el Hijo de Dios, el verdadero Padre Eterno, el Mesías, el Príncipe de paz, el Redentor, el Salvador del mundo” (Enseñanzas de los Presidentes de la Iglesia: John Taylor, 2002, pág. 49).

Presidente Spencer W. Kimball (1895–1985)

“Sólo Dios podía efectuar el milagro de la resurrección. Como maestro de rectitud, Jesús podía inspirar a los hombres a hacer el bien; siendo profeta, podía prever el futuro; como inteligente líder de los hombres, podía organizar una iglesia; y como poseedor y magnificador del sacerdocio, podía sanar a los enfermos, devolver la vista al ciego y hasta levantar a los muertos; pero sólo en calidad de Dios pudo levantarse a Sí mismo de la tumba, vencer a la muerte permanentemente y vestir lo corruptible de incorrupción, reemplazar la mortalidad con la inmortalidad…

“Ninguna mano de hombre había obrado para retirar la puerta sellada, ni para resucitar ni restaurar. Ningún mago ni ningún brujo invadió el recinto para llevar a cabo su magia; ni siquiera se había acudido al sacerdocio, ejercido por otra persona, para sanar, sino que el Dios que decidida e intencionadamente entregó Su vida había vuelto a tomarla por el poder de Su divinidad… El espíritu que Él mismo había entregado a Su Padre en la cruz y que, de acuerdo con Sus informes posteriores, había ido al mundo de los espíritus, había regresado y, haciendo caso omiso de los impenetrables muros del sepulcro, había entrado al lugar, había vuelto a entrar en el cuerpo, hizo que la piedra que hacía las veces de puerta rodase, y regresó a la vida, con un cuerpo inmortal, incorruptible, con todas sus facultades en pleno uso.

“¿Inexplicable? ¡Sí! E incomprensible, pero indiscutible, pues más de 500 testigos irreprochables tuvieron contacto con Él. Caminaron con Él, conversaron con Él, comieron con Él, tocaron Su cuerpo y vieron las heridas en Su costado y en Sus manos y pies; analizaron con Él los pensamientos y las ideas que tan familiares les eran a ellos, y a Él; y mediante muchas pruebas infalibles supieron y testificaron que resucitó y que ese último y tan temido enemigo, la muerte, había sido derrotado…

“Y así damos testimonio de que el Ser que creó la tierra y lo que en ella hay, que se apareció en la tierra en numerosas ocasiones antes de Su nacimiento en Belén, Jesucristo, el Hijo de Dios, ha resucitado y es inmortal, y que la gran bendición que suponen la resurrección y la inmortalidad es, gracias a nuestro Redentor, el legado que recibe la humanidad” (The Teachings of Spencer W. Kimball, editado por Edward L. Kimball, 1982, págs. 17–18).

Presidente Gordon B. Hinckley

“Luego, siguió el amanecer del primer día de la semana, el día de reposo del Señor, tal como lo conocemos en la actualidad. Y a los que llegaron hasta la tumba apesadumbrados de dolor, un ángel que se encontraba en la puerta les declaró: ‘…¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?’ (Lucas 24:5).

“ ‘No está aquí, pues ha resucitado, como dijo’ (Mateo 28:6).

“He aquí el más grande de los milagros de la historia de la humanidad. Previamente Él les había dicho: ‘…Yo soy la resurrección y la vida’ (Juan 11:25). Pero ellos no habían entendido; sin embargo, ahora comprendían. Había muerto en medio del sufrimiento y del dolor y en completa soledad. Al tercer día, resucitó con poder, hermosura y vida, las primicias de todos aquellos que dormían, la seguridad dada a los hombres de todos los tiempos de que ‘así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados’ (1 Corintios 15:22).

“En el Calvario, había sido el Jesús agonizante. De la tumba emergió como el Cristo viviente. La cruz había sido el amargo fruto de la traición de Judas, el acto final luego de la negación de Pedro. En contraste, la tumba vacía se convirtió en el testimonio de Su divinidad, la seguridad de la vida eterna, la respuesta a la pregunta de Job, que hasta ese momento nunca había sido contestada: ‘Si el hombre muriere, ¿volverá a vivir?’ (Job 14:14)…

“Por lo tanto, por causa de que nuestro Salvador vive, nosotros no utilizamos el símbolo de Su muerte como característico de nuestra fe. Y ¿qué habremos de utilizar entonces? Ninguna señal, ninguna obra de arte ni representación alguna, es adecuada para expresar la gloria y la maravilla del Cristo viviente. Él nos indicó cuál habría de ser el símbolo cuando dijo: ‘Si me amáis, guardad mis mandamientos’ (Juan 14:15).

“Siendo Sus discípulos, todo lo que hagamos que sea malo, vulgar o desagradable sólo conseguirá manchar Su imagen; al igual que cualquier acto bueno, altruista o digno de alabanza que efectuemos le dará más brillo y gloria al símbolo de Aquel cuyo nombre hemos tomado sobre nosotros. De modo que nuestra vida debe ser una expresión significativa, el símbolo del testimonio que tenemos del Cristo viviente, el Hijo Eterno del Dios viviente” (“El símbolo de nuestra fe”, Liahona, abril de 2005, págs. 4–6).